Pocos personajes han creído en la vieja leyenda del individuo hecho a sí mismo como Jack London, californiano de origen humilde que acudió a las tierras del río Klondike (el filón de oro de su época se había movido hacia el norte, en Canadá) en busca de metal precioso y lo encontró, aunque en forma de historias de Frontera.
A la vez Spenceriano y con inquietudes de justicia social —como el padre de Jorge Luis Borges—, Jack London malvivió en cuchitriles de Oakland y otras localidades obreras de la bahía de San Francisco hasta que su perseverancia, su espíritu autodidacta y un incordio legendario a las revistas y editoriales de la época le garantizaron, primero, un sustento, y poco después la fama y la fortuna.
Las historias de Jack London, periodísticas y novelescas, protagonizadas por animales o por personajes empujados por la misma fuerza (surgida de la esperanza y la desesperación, del instinto de supervivencia descrito por Herbert Spencer, lectura de referencia entre los buscavidas con inquietudes intelectuales de la época), son el termómetro de la vida del propio autor.
Exploradores del límite
Con sus aciertos y excesos, Jack London es un personaje adscrito a la mentalidad y espíritu de aventura del siglo XIX que al cinismo existencialista del siglo XX. Su afirmación instintiva de la existencia, más propia de los aforismos de Nietzsche que de la existencia de un novelista, lo condujeron una y otra vez a quemar todas sus naves, en sentido figurado y —prácticamente— real.
El final de Martin Eden, novela autobiográfica —al estilo de las evocaciones oníricas propias del género novelesco inspirado en el propio autor, o «Künstlerroman»— que la posteridad se ha empecinado en encasillar en el estante de «obras menores para público juvenil», ofrece pistas sobre la muerte del propio autor siete años después de la publicación del libro.
Los excesos de London no llegan a los de Balzac y sus legendarias sesiones de escritura nocturna regada con litros de café, pero no desmerecen. La mencionada novela ofrece pistas sobre una autodisciplina a prueba de límites físicos y psicológicos, desde el hambre o la incertidumbre económica absoluta a la imposibilidad de publicar artículos o relatos durante semanas, meses o incluso años.
Martin Eden decide acabar con su vida con una acción tan apasionada como su propia vida (incrementando la brazada de su buceo en dirección a las profundidades del océano) y, si el certificado de defunción de Jack London en 1916 atribuye la muerte del escritor a un colapso urémico seguido de un cólico, una planeada sobredosis de morfina (para aplacar el sufrimiento derivado de numerosas dolencias e infecciones) podría estar detrás del desenlace.
Hambre de un reportero malogrado
Los efectos del exceso de opiáceos en el organismo se aproximan al acto metafórico de nadar hacia las profundidades, sustituyendo un fondo abisal geográfico por el de la conciencia (un poema de 1913, His Trip to Hades, evoca el afán de exploración dantesca de un autor tanto por las pulsiones darwinistas de la vida como por la voluntad imparable del individuo determinado a emprender una aventura con todas sus consecuencias).
Martin Eden no es, sin embargo, una memoria autobiográfica reconocida por el autor como tal, debido quizá tanto al pudor como a las necesarias licencias para poner tierra de por medio entre creador y personaje, si bien los principales elementos de tensión de la historia (la pobreza de solemnidad del autor, digna de otro escritor hambriento de ficción, el protagonista de Sult —Hambre— de Knut Hamsun, la difícil relación con una hija de la alta burguesía de San Francisco, las pillerías de supervivencia cotidiana) surgen de los inicios del propio autor en Oakland.
En Martin Eden tampoco está presente la aventura geográfica, sustituida por el esfuerzo interior por alinear el esfuerzo autodidacta de una escritura de reporterismo de aventuras (muy anterior a las voces de la Generación Beat y el Nuevo Periodismo) con un reconocimiento que deberá llegar, como si el territorio de Frontera fuera el único lugar donde la determinación fuera capaz de alinear sueño y destino.
Pero el aventurero que se conforma con el trueque faústico de sustituir el oro no logrado en la aventura de la fiebre del oro de Klondike por la fortuna lograda a partir de las historias inspiradas por el periplo fallido, entre ellas Colmillo blanco, otro clásico relegado al estante condescendiente de la «literatura juvenil».
Salir en busca de oro y encontrarlo (en forma de filón literario)
Jack London no se conforma, como harán Herman Melville y luego Joseph Conrad, con explorar la extrapolación entre los límites psicológicos y geográficos de personajes como el capitán Ahab y Lord Jim, respectivamente: él mismo, Jack London, el escritor, debe probar en su propia vida el sabor nietzscheano de la aventura a todo o nada, sin red de salvación.
Así, una vez siente que su Oeste, real e imaginario, se ha agotado en las historias que han surgido del filón literario del río Klondike, Jack London se enfrascará —con el dinero logrado a partir de la venta de sus historias— en planear su propio periplo hacia el Oeste del Oeste: deambular por los mares del Sur en su propio barco.
Jack London puso su recién lograda fortuna a disposición de este sueño. Mandó construir el Snark, un velero que debía atravesar la inmensidad del Pacífico Sur. El velero nunca navegó según lo prometido y costó a su propietario parte de la fortuna recién adquirida.
En 1906, apenas una década después de su aventura en el Yukón canadiense en busca de oro junto al resto de buscavidas que habían acudido en tromba a la “boomtown” de Dawson City, London se comprometía con una aventura hecha a medida del autor y de futuros alter egos literarios: un periplo alrededor del mundo en un velero de 45 pies de eslora (55 pies —17 metros— en cubierta), nave de dos mástiles que debía cortar las aguas y acabó, en cambio, sangrando al autor.
El fantasma de Álvaro de Mendaña
El viaje, que debía durar siete años, se inició a contrarreloj en San Francisco el 23 de abril de 1907, con rumbo al Pacífico Sur. San Francisco proseguía con el desescombro a raíz del gran terremoto de 1906: muchos edificios de ladrillo del centro no volverían a reconstruirse, y la madera se perpetuaba como elemento estructural en las casas victorianas que requerían una reparación urgente.
La historia, la verdadera aventura, podría haber consistido en relatar la catástrofe con la voz de quien ha crecido en el lugar, lo conoce y lo siente. De la experiencia, vivida por el autor en primera persona, apenas nos queda una crónica, The Story of an Eyewitness, publicada el 5 de mayo de 1906 en Collier’s (el terremoto había tenido lugar la mañana del 18 de abril del mismo año). La crónica, más bien el inventario de un testigo ocular, parece haber escrita por alguien que tiene la mente en otra parte. En ocasiones, leer a London es leer a Balzac: autores capaces de trabajar por oficio —o por necesidad económica imperiosa—, incluso en momentos de desgana o ausencia espiritual.
London declaró haberse gastado 30.000 dólares en el velero, que contaba también con un motor auxiliar de 70 caballos, pero su navegación errática, la patosería de una tripulación que aprendía sobre la marcha las labores propias de una travesía tan exigente y los problemas de salud del autor, convirtieron el viaje en un espectro del sueño del autor.
London ofrecía pistas acerca del romanticismo de la aventura con la simbología en torno al viaje: desde la elección de una tripulación sin experiencia —no ya en viajes remotos, sino en los elementos básicos de la navegación— al propio nombre del navío, un homenaje a The Hunting of the Snark, un poema de Lewis Carroll. El poema narra una caza quimérica…
«con humor infinito, el viaje imposible de una tripulación improbable, para hallar a una criatura inconcebible».
¿Un Leviatán personal? ¿El Moby-Dick de Ahab? El Snark parecía habitar la conciencia del autor, y no aquellos mares, que pronto se convertirían en escenario de guerras con intereses lejanos.
La propia Charmian (Kittredge) London, esposa del escritor desde 1905 (London se había divorciado de su primera mujer, Elizabeth «Bessie» Maddern, en 1904), se reveló como el marinero con más agallas y oficio durante el periplo. Su entusiasmo y naturaleza correosa no evitaron, sin embargo, que la pareja tuviera que abandonar el viaje antes de tiempo, tras las escalas de Hawaii, las Marquesas, las islas Salomón y Tahití. En 1908, un Jack London físicamente muy debilitado llegaba a Australia en vapor desde las islas Salomón.
La pareja viajaría rumbo a San Francisco poco más tarde. ¿Qué pensaría London del oficio y determinación de quienes habían navegado por esas aguas siglos antes, tras haber partido meses o años antes de los puertos americanos o europeos durante la Era de los descubrimientos? En 1567, el navegante español Álvaro de Mendaña había partido desde la costa de Perú rumbo a los mares del Sur. El 7 de febrero de 1568, su expedición alcanzaba el archipiélago de las Islas Salomón. La Terra Australis Incognita debería esperar.
Los mares del Sur (antes de la aviación)
La travesía de London era apenas el último eco de un viejo ideal aventurero que moría con la técnica del siglo XX. Las viejas crónicas y reseñas de polvorientos cuadernos de bitácora se transformaban en la búsqueda de un tipo de gloria más contemporáneo: la fama literaria y periodística y, con ellas, la fortuna material.
Un pragmatismo al que, sin embargo, no pueden reducirse las intenciones de London, que trataría de que su historia del viaje por el Pacífico, El crucero del Snark (1911) fuera un éxito económico y de crítica.
La crónica del periplo se queda en el testimonio geográfico y anecdótico de un esfuerzo aventurero, cuando los esfuerzos aventureros empezaban a perder su sentido y su romanticismo. La fortuna material parecía rendirle unas musas menores, mientras las de la necesidad, aparecidas tras la aventura fallida del Klondike, habían resonado en el espíritu pillo y buhonero de los estadounidenses.
El libro había aparecido en una serie de pequeños ensayos en publicaciones periódicas entre 1908 y 1910. Entre los episodios, observamos a London y a la tripulación esforzándose por abrirse paso entre la vegetación de Samoa Occidental para alcanzar la tumba del escritor de aventuras por antonomasia, el escocés Robert Louis Stevenson, pionero de la exploración de los confines geográficos (La Isla del Tesoro, otro clásico «juvenil», según los profesionales del etiqueteo) y psicológicos (El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde).
Tripulación azarosa
Muchas anécdotas se habrían perdido de no ser porque los London no eran los únicos a bordo con intención de dar cuenta del periplo —y recuperar, de paso, al menos una parte de la inversión en la embarcación—. Martin Johnson, un joven buscavidas de Kansas sin un rumbo claro al que apostar su determinación, había leído en una revista los planes de Jack London a bordo del Snark.
Johnson decidió escribir al autor, acaso creyendo que no recibiría respuesta alguna. Desde Kansas, un viaje por los mares del Sur sonaba a periplo literario y vital de altura. London quizá se pondría en la posición de Johnson y, evocando las innumerables ocasiones en que sus propuestas de colaboración habían recibido un silencio como respuesta, contestó de inmediato, preguntando si Johnson sabía cocinar.
Así empezó la carrera periodística de Martin Johnson, que tomaría el ejemplo del capitán del Snark y se convertiría en representantes de su propio trabajo como reportero «amateur» por los lugares más recónditos del Pacífico, en compañía de su mujer y compañera de travesía y trabajo, Osa Leighty.
Con personajes como Martin Johnson (y su mujer Osa, a la que había conocido en su recorrido por Estados Unidos explicando anécdotas y mostrando parafernalia del trayecto en el Snark) empezaba la era de exploración de masas. Osa publicaría en 1940 unas memorias de la carrera de la pareja, I married Adventure. En los años 50, estrenaría su propio programa televisivo.
Desde el umbral de la aceleración contemporánea
Los Johnson (youtubers «avant la lettre», antes siquiera de la llegada de la televisión como fenómeno de masas) iniciarían una franquicia más atenta a las relaciones públicas que al legado literario de unos viajes cada vez más publicitados.
Poco a poco, la relación de dominio paternalista entre viajeros occidentales y el resto del mundo mutaba desde la etapa colonialista hacia una era dominada por la dependencia económica y el turismo de masas (incluida su modalidad más exclusiva y todavía minoritaria, el turismo de aventuras).
Con la nueva realidad, acababa acaso la posibilidad de que los Defoe, los Melville, los Conrad y London legaran su profundidad y calidad literaria a una cultura más próxima, asequible y adaptada al «consumidor» (la novela y el reportaje daban paso a los primeros documentales cinematográficos en lugares remotos).
Décadas después, el trabajo periodístico y literario de Jack London perdura, si bien asociado a la literatura juvenil, una suerte parecida a la de la obra de Daniel Defoe, Robert Louis Stevenson, Alejandro Dumas, Julio Verne, H.G. Wells y tantos otros.
En el futuro, ¿cómo separaremos el grano de la paja entre el reporterismo amateur que florece en bitácoras, fotogalerías de Instagram y vídeos de YouTube?
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