El primer mes de la década nos ha dejado destellos de la velocidad, intensidad e interconexión de la miríada de agendas informativas que nutren la cacofonía actual, entre hilos, emisiones en directo por las redes sociales y sensacionalismo reactivo.
No esperábamos menos en una coyuntura en que la prensa más sesuda puede dedicar una jornada entera a comentar o a responder a uno de los tuits lanzados por Trump (la prensa pica el anzuelo una vez sí y otra también).
Después, una jornada puede ofrecer tantas informaciones de alto vuelo que muchas de ellas corren el riesgo de pasar desapercibidas, ocultas tras frivolidades, calamidades y pandemias.
Vivimos, al fin y al cabo, en un momento en el que el periodismo o el arte osado no consisten en la transgresión contestataria o freudiana, sino en reconocer la nueva dependencia con respecto a la tecnología, que actúa como una capa más de la «jaula de hierro» burocratizadora que teorizó el sociólogo Max Weber a inicios del siglo XX.
Zeitgeist y atascos virtuales
Así, la transgresión no es ya la pintura o la performance multimedia a base de efluvios corporales o de provocaciones ideológicas o culturales, sino que consisten en manifestarse con paraguas cuando no llueve (Hong Kong), o en generar atascos de tráfico virtuales que aparecen en Google Maps (en el rojo característico), pero que no existen en realidad. La técnica, a cargo de Simon Weckert, consiste en introducir decenas de teléfonos en un carrito y desplazarlo acto seguido a algún punto viario.
Performance artist generates virtual traffic jams in Google Maps by pulling a wagon full of smartphones https://t.co/ZOICiqYWKW pic.twitter.com/m3bmQXvswI
— Steve Crowley (@StevenJCrowley) February 2, 2020
Un carrito infantil se convierte, gracias a Weckert, en un descomunal atasco virtual que desvincula el mapa de su territorio, la realidad ficción de la realidad a la que hemos dejado de mirar con frescura. Weckert hace su particular peineta a la propia idea contemporánea del «mirrorworld», ese mundo-espejo que pondría precio a cualquier actividad humana, el precio a pagar por la conveniencia mal entendida.
En el rumor informativo del 23 de enero de 2020, llegaba la noticia de la muerte de Clayton Christensen a los 67 años. Un evento relativamente menor incluso en las empresas e instituciones donde había trabajado, demasiado cotidiano y sin el componente de tragedia o espectacularidad capaz de suscitar una reacción a una escala algo más similar a la que 3 días después produciría la muerte de Kobe Bryant.
En la agenda Web, 1997 es prehistoria
Una década antes, en febrero de 2010, Christensen —poco dado a los focos y mucho menos a la parafernalia fardona de los gurús de escuelas de negocios— se había topado con un diagnóstico fatídico: linfoma folicular, una dolencia del sistema inmune que se propaga a través de las células sanguíneas hasta transformarse eventualmente en un cáncer nuevo o en leucemia agresiva. En su caso, había sido la leucemia.
La desaparición de Clayton Christensen quizá haya pasado desapercibida, pero no así sus reflexiones sobre sociedades, empresas e innovación. En un estilo a menudo maniqueo, Christensen había descrito con detalle cómo los sistemas complejos apuntalan su fortaleza y evitan la autodestrucción.
Saturación, aceleración y fragmentación ya estaban presentes en 1997, año en que Steve Jobs volvía a una Apple en bancarrota técnica (la firma permanecía a flote con respiración asistida, gracias a un préstamo de Bill Gates).
En ese año, Clayton Christensen, consultor y profesor de escuela de negocios, publicaba uno de los libros de cabecera de Jobs y sus imitadores.
El legado de Clayton Christensen
En El dilema del innovador, Christensen (2 metros de estatura, mormón, alérgico a las florituras y dueño del estereotipo asociado a su credo) explicaba por qué, en su opinión, la complacencia de las decisiones racionales a corto plazo puede acelerar la obsolescencia de empresas exitosas.
Las empresas que actuaban con la racionalidad escrupulosa que vendían las escuelas de negocio, argumentaba Christensen, corrían el riesgo de convertirse en las DEC (informática personal) o Xerox (sistema operativo moderno) del futuro: firmas incapaces de reconocer las ideas arriesgadas con potencial, incluso cuando estas surgían en el interior su propia estructura.
El antídoto propuesto por Christensen en su ensayo se convirtió en una de las reflexiones más influyentes del mundo empresarial en las últimas dos décadas, y consistía en sustituir el objetivo mezquino de la optimización de costes y resultados trimestrales, por una estrategia mayor a largo plazo, alineada con una cultura coherente en la organización.
La complacencia de las empresas-modelo no servía en un nuevo contexto guiado por el software, que allanaba el terreno a «outsiders» dispuestos a tomarse la arriesgada molestia de crear empresas-plataforma capaces de condenar al ostracismo a sectores tradicionales enteros.
"An important difference between the United States and Europe is that countries in the latter have well-developed social support systems that can mute or reverse the worst impacts of shifts in the labor market"https://t.co/aQ9iIKmEVc
— Jeremy Cliffe (@JeremyCliffe) February 3, 2020
Además de Jobs, Jeff Bezos era otro entusiasta ilustre de las reflexiones de El dilema del innovador, algo que le sirvió durante la larga travesía en que Amazon era criticada como empresa irrelevante y «sin beneficios» (al haber reinvertido durante años cualquier beneficio operativo en construir una empresa-sector, de donde surgirían una nueva logística y, de manera inesperada, Amazon Web Services —al inicio, mero «excedente computacional», o «gasto»—).
Relatos que suenan a momentos pretéritos
La influencia de esta reflexión, loada por el propio Steve Jobs en la biografía de Walter Isaacson, sólo ha sido superada en el ascenso del software y la Red —y habría que probarlo— por las tesis de la «destrucción creativa» (la dichosa «disrupción», uno de esos palabros comodín) del economista austríaco Joseph Schumpeter, debidamente empaquetada para el mercado contemporáneo por sus discípulos estadounidenses.
El autor que más había hecho por reforzar el «sistema inmune» de las empresas era derrotado por el suyo propio. Lo que quizá recuerde a sus numerosos lectores de Silicon Valley que, entre las promesas utópicas de la «aumentación humana», la que ha fallado más estrepitosamente —tanto en el epicentro «techie» como en la sociedad estadounidense en su conjunto— es la relativa a la mejora de la calidad y expectativas de vida.
El libro aparecía durante el cambio de milenio, en pleno reinado de Microsoft Windows y menos de una década después de que la caída del Muro hubiera animado a Francis Fukuyama a proclamar la victoria del capitalismo y el reinado sine die de la única superpotencia en pie, dispuesta a creerse su propia doctrina del destino manifiesto y a celebrar la Pax Americana en el nuevo siglo.
La autorregulación que no ocurrió
Como influidos por la programática de escuelas de negocio y grandes empresarios de las últimas tres décadas, que coinciden con el auge del software, Internet y la sociedad de la información, los medios se centraron más en la visión empresarial de una sociedad postmoderna que se presumía próspera, individualista y «sin historia».
Los despidos «estratégicos», el estancamiento de salarios con respecto a la inflación, y la sustitución de viejos intermediarios por software eran el mal menor contra el que poco o nada se podía hacer.
Lo había proclamado Fukuyama, con sello y timbre de la socialdemocracia, que inauguraba en los años 90 una «tercera vía» para facilitar la transición desde un modelo de sociedad cohesionada y supeditada a un Estado relativamente redistributivo y providencial, a otro de servicios en libre concurrencia y sectores que, eliminada la regulación de organismos independientes del Estado, prometió «autorregularse».
Los viejos sectores industriales habían dado paso, a partir de los años 80, a la economía financiera y del ahorro, gracias a la inversión en bienes inmobiliarios, deuda de terceros, etc.
El descenso de la innovación en la economía productiva no fue visto como un signo de estancamiento y posible deflación de efectos retardados: la liberalización impulsada desde Estados Unidos y Reino Unido prometía sustituir viejas ruinas industriales por una riqueza ajena a la economía productiva, «softwarizada» y «desmaterializada».
Consecuencias del «buffettismo»
¿Qué podía ir mal? Al fin y al cabo, existía el modelo de éxito preconizado por Warren Buffett y su íntimo Charlie Munger, especializados en comprar empresas tradicionales en mercados con mucha competencia y escaso margen para realizar una cura de adelgazamiento (desinversiones, despidos, deslocalizaciones, fusiones contra natura) y, según el caso, de lobotomización, con el fin de «optimizar» resultados y crear valor para los accionistas.
O, en palabras de Robin Harding (Financial Times):
«[El «Buffettismo»] consiste en evitar la competición y minimizar la inversión de capital en la economía real».
Los trabajadores directos de las grandes empresas transformadas por el ideario inversor del tándem, y los trabajadores de las empresas asociadas a estas empresas, eran meras víctimas colaterales.
Cuando se trata de justificar despidos masivos en empresas con beneficios operativos y futuro relativamante (que no espectacularmente) próspero, incluso los inversores más alérgicos a la teoría de la evolución (que los hay) se convierten, como por arte de magia, en auténticos spencerianos y preconizan la supervivencia de los más aptos. No sin asegurarse antes de evitar que talento ajeno, concurrencia o regulación se entrometan en un plan «meritocrático».
Cuando la economía productiva alemana no estaba de moda
Antes de la crisis de las hipotecas basura en Estados Unidos, que desataría más tarde la crisis de la deuda en la periferia del euro, la prensa británica, con el semanario The Economist en cabeza, se preguntaba si Alemania, con su «anticuado» modelo productivo dependiente de un sector industrial exportador sobredimensionado y un ahorro privado cauto, podría sobrevivir en el siglo XXI.
La «crisis de autoestima» de los alemanes (que había conducido años antes, en 2003, al socialdemócrata Gerhard Schröder a realizar reformas impopulares) era un síntoma de decadencia, mientras el Reino Unido, epicentro financiero europeo y plaza de inversiones global, se especializaba en la supuesta economía del futuro.
La caída en desgracia de Lehman Brothers y del mismísimo Alan Greenspan, que había pasado de maestro de la Reserva Federal a último responsable del desmán de las hipotecas subprime, fue el inicio de un cambio de rumbo que reviviría la Historia enterrada por Fukuyama y, de paso, relativizaría la importancia de la contribución del progreso corporativo de la generación de Clayton Christensen en el bienestar de las sociedades.
A diferencia de anteriores revoluciones tecnológicas, que habían creado sectores capaces de emplear a millones de personas, la revolución de la informática personal, el software e Internet habían creado empresas que requerían muchos menos empleados.
Cuando los reguladores dejan de ser independientes
En Silicon Valley, nuevo centro de poder de las empresas más dinámicas, una minoría de trabajadores acumulaba la mayor parte de las ganancias, en escrupuloso respeto al nivel de esfuerzo, riesgo y suerte del nuevo cóctel del éxito.
La burbuja puntocom quedó atrás y mejores procesadores, mayor ancho de banda en línea y teléfonos inteligentes permitieron el afianzamiento de las empresas de la hornada Web 2.0 y sus subsiguientes unicornios, en un ambiente de atuendo casual, exhibicionismo digital (Byung-Chul Han lo llama «hipertransparencia»), exageración de las ventajas de las nuevas herramientas («solucionismo» tecnológico) y reinado cultural de la figura del emprendedor.
De fondo, sin embargo, el dinamismo de Silicon Valley ocultaba dinámicas que habían tardado décadas en alcanzar la esclerosis. El evolucionismo cultural dominante en Silicon Valley fue aplicado, con los años, en los órganos reguladores de Estados Unidos, gracias a la asistencia y el trabajo de grupos de presión asociados a empresas tecnológicas.
Y, mientras las admiradas empresas jóvenes parecían reinar en el paradigma de El dilema del innovador, estas anulaban —lejos de los focos y los fanboys— la capacidad de los reguladores para determinar si las plataformas creadas se habían convertido en monopolios de facto, capaces de desactivar —de paso— los condicionantes externos (como la posibilidad de que otros crearan mejores productos o servicios) que Clayton Christensen había señalado como origen de un riesgo sistémico.
Las grandes innovadoras absorbían empresas prometedoras y desactivaban posibles regulaciones.
Los síntomas de una sociedad angustiada
Como consecuencia del estancamiento de los salarios entre las clases medias y populares de los países desarrollados, un Estado providencia especialmente deteriorado en Estados Unidos ha sido incapaz de mantener una cierta cohesión social y hoy, a inicios de la tercera década del nuevo siglo, la «única superpotencia» ganadora de la batalla ideológica en 1989 es el único país desarrollado cuya esperanza de vida ha retrocedido en los últimos años, tal y como explican Anne Case y Angus Deaton en un artículo para Foreign Affairs:
«Una diferencia importante entre Estados Unidos y Europa es que los países que conforman esta última mantienen sistemas de apoyo social bien desarrollados que pueden paliar o revertir los peores impactos de los cambios en el mercado laboral».
tf happened in the US around 2000?https://t.co/csyTkGZOCU pic.twitter.com/5WC8bHxIRi
— grodaeu (@grodaeu) December 18, 2019
En el mundo anglosajón y, especialmente en Estados Unidos, argumentan los autores del artículo de Foreign Affairs, afrontan preocupantes epidemias de sobredosis de opiáceos, abuso de alcohol y suicidios que se ensañan con la clase media suburbana, en especial con los hombres de mediana edad con menor educación y con mayores dificultades para lograr un salario estable y suficiente.
El pleno empleo estadounidense no parece, por tanto, equiparable a las sociedades con elevado desempleo en el —menos próspero— sur europeo, cuyo estilo de vida, relaciones sociales y familiares, y acceso al Estado del Bienestar justificarían una mejor salud y una mayor esperanza de vida.
Mientras España ha reducido el número de muertes asociadas al abuso de sustancias con más éxito que muchos de sus socios europeos, en Estados Unidos empezaron a dispararse a principios de este siglo.
Cuando Boeing sustituyó a ingenieros por «gestores» de McDonnell
Los sueldos y horarios de muchos estadounidenses dificultan el acceso a servicios de calidad y estilos de vida más equilibrados, una evolución que coincide con el reinado incontestable de la generación de directivos y gestores de grandes consultoras, encargados de aplicar recortes, políticas de automatización y otros «remedios» a empresas y sectores que debían adaptarse a modelos más dinámicos.
Daniel Markovits explica en The Atlantic la similitud de la receta de esta generación de gestores y gerentes entrenados en McKinsey y sus competidores, y los efectos sobre la economía y la tipología de los empleos de los estadounidenses que peor se han adaptado a la profunda transformación social y laboral de las últimas tres décadas.
“Management consulting is a tool that allows corporations to replace lifetime employees with short-term, part-time, and even subcontracted workers, hired under ever more tightly controlled arrangements,” with little to no hope of advancement.https://t.co/cnmt9yhvH8
— Frank Pasquale (@FrankPasquale) February 5, 2020
El reinado de los gestores y consultores sin perfil técnico y educados en la cultura utilitaria y financiera de las escuelas de negocio más prestigiosas ha tenido más consecuencias que las estrategias de optimización de las últimas décadas: deslocalización de puestos de trabajo, dispersión de la cadena de suministro, seguimiento de controles de calidad más atentos a los costes que a las consecuencias del culto al ahorro en procesos de producción y, por último, sustitución de directivos con perfil técnico y polifacético por homólogos con perfil financiero.
La crisis actual de Boeing no se explica sin el cambio de la cultura de la empresa a raíz de la absorción de McDonnell Douglas.
El pequeño de la fusión, McDonnell, acabó imponiendo su cultura, menos técnica y obsesionada con costes y resultados trimestrales, que condujo a la firma a errores de estrategia como la desinversión en ingeniería y el énfasis en software «corrector» de diseños mejorables.
Los límites del «mungerismo»
¿Alguna idea sobre el año en que se produjo esta fusión entre las dos empresas aeronáuticas de Estados Unidos? 1997.
Al fin y al cabo, nadie iba a percatar el cambio de orientación, dada la connivencia de los reguladores estadounidenses. ¿La consecuencia? El desmán de los Boeing 737 Max, que debían ser la aeronave estrella de la compañía y que serán por siempre asociados con una aerodinámica y un sistema de navegación capaz de provocar la caída de los aparatos.
Hicieron falta 2 accidentes mortíferos para que llegara la autocrítica a Boeing… y al mundo corporativo dominado por la generación de los cachorros de McKinsey, a menudo más parecidos a John Self, el yupi hedonista que protagoniza Money, la novela de Martin Amis ambientada en el puente aéreo entre Nueva York y Londres en los años 80.
No es de extrañar que el modelo de innovación empresarial que antepone la evolución a largo plazo (El dilema del innovador) a los beneficios trimestrales (Warren Buffet y Charlie Munger), haya dado paso a otras realidades, a medida que la cohesión social se deteriora y el nacionalpopulismo gana adeptos en antiguos reductos de partidos obreros y socialdemócratas.
Futuros dilemas para innovadores
Así, la preparación para hacer frente a los imprevistos de un mundo más volátil e inestable se aleja de viejos modelos de gestión propios de manuales de escuelas de negocio, y se adentra en estrategias de resiliencia que Nassim Taleb, el bocazas más citado de los últimos años, llama «antifragilidad».
La cuestión, en un momento en que la realidad supera la ficción distópica y hace trabajar de lo lindo a William Gibson et al., es averiguar si el éxito del modelo empresarial promovido por Clayton Christensen para que nuevas empresas ágiles y sin escrúpulos aceleren la obsolescencia de viejos modelos (fuentes de, a menudo, más puestos de trabajo e impuestos en los países donde se vende el servicio), es sólo mejor para un puñado de afortunados, o si aporta mejoras para las sociedades en su conjunto.
Si la respuesta a los rígidos sectores de antaño (ahogados en el corporativismo, los mercados cautivos y la autocomplacencia) son empresas que cambian sedes y trabajadores locales por sedes y software propiedad de plataformas que evitan redistribuir el valor que captan, las derivadas de la nueva realidad acabarán dando la razón a los Taleb de turno que se ocupen de fustigar a los seguidores de su culto desde las redes sociales.
En sociedades con una clase media más frágil y reactiva, la respuesta eficaz a la volatilidad y a los eventos incontrolados (climáticos, sociales, geopolíticos) marcará la diferencia.
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