Hay décadas en las que parece no ocurrir nada sustancioso, y semanas que contienen décadas, tal es su carácter decisivo. También hay azares que decantan la historia, tal y como cuenta —mejor que nadie, con permiso de los rusos— Victor Hugo en el episodio que dedica a la batalla de Waterloo en Los miserables.
Un mal inicio de una carga de caballería y una mala lectura de algo tan complejo como una batalla abierta son eventos que, a lo largo de la jornada, decantan la suerte hacia las tropas de Wellington y sus aliados.
El mediocre “duque” inglés, como recuerda Victor Hugo (Francia lucha por unos ideales, mientras el Reino Unido, apegado a la costumbre, hace contabilidad con el mundo moderno), tendrá la suerte de su parte (también un buen guía local). Y el mando de Napoleón, un mal guía, incapaz de transmitir los peligros sobre el terreno.
Escenas de «Los miserables»
Ni a Victor Hugo ni a los protagonistas de la batalla les falta grandilocuencia.
El escritor francés del siglo XIX, inspirador de algunos de los mejores pasajes de la literatura rusa y personaje tan agasajado como poco leído en la Francia contemporánea (Víctor Hugo, dice Régis Debray, es un autor de estatuas y avenidas dedicadas, mientras otros autores del XIX, como Stendhal, más individualista y sensual, se llevan a los lectores de hoy), no es un autor maniqueo, sino que, como los rusos, se crece en las contradicciones humanas.
Para Hugo, el claroscuro no se reduce a la lucha maniquea entre contrarios; de la aparente maldad puede nacer la bondad, mientras en ocasiones lo mezquino deja paso, en rincones dominados por la miseria o la incertidumbre, a gestos cotidianos con mayor grandeza que los que protagonizan los gigantes de la historia.
Al fin y al cabo, la sombra de Napoleón no brilla tanto en Los miserables como los gestos de humanismo que, dada la falibilidad de los personajes, elevan a Bienvenido Myriel, a Jean Valjean o incluso al perseguidor de este último, el oficial Javert, muy por encima de sus circunstancias: en cada uno de ellos, hay una superación que, aunque sea por un instante, hacen perder al lector exigente el regusto misantrópico que conceden momentos como el actual.
Leer a Victor Hugo en tiempos reaccionarios
Un obispo que se conforma con ser cura de pueblo comprometido, un presidiario escapado transformado en empresario benévolo dispuesto a perderlo todo por fidelidad a sus convicciones, y un policía íntegro.
En torno a personajes de este tipo, Victor Hugo nos obliga a conceder una segunda oportunidad a los ideales de la Revolución francesa, a lo «macro», pero lo hace sin olvidar que el devenir de los acontecimientos está compuesto de lo «micro», de la vida de la gente. No hay que subestimar, nos dirá, la fuerza de los más humildes cuando no tienen con qué alimentar a los suyos.
Al escritor del poemario La leyenda de los siglos le interesa destacar los detalles pequeños en los grandes personajes de la historia, mientras que hace lo opuesto con los más humildes, en los que aparecen gestos de inesperada grandeza. La humanidad aparece con el complejo contraste del que está hecha la existencia, si lo que la literatura pretende es superar los clichés.
A Hugo se le ha criticado su carácter moralizador (aumentado por la interpretación exagerada que la Francia académica y ritual ha hecho de él). En realidad, lo único indiscutible es la modernidad de sus postulados (a favor de la educación universal, a favor de los derechos de los más desfavorecidos, en contra de la pena de muerte, a favor de una solidaridad universal que sustituya la injusticia estructural y una caridad compuesta por el paternalismo condescendiente propio del reparto de las migajas).
En un momento de individualismo y elogio de la prosperidad material y contable, Hugo instó a sus contemporáneos a sustituir la caridad superficial por una solidaridad efectiva: los derechos individuales no tenían razón de ser si sólo podían hacerse efectivos entre una minoría próspera.
La incomodidad de quien recuerda nuestros deberes morales
Lo sublime no está únicamente en lo grandioso, en lo único y extraordinario, sino en las oportunidades concedidas a lo común para que también tenga su opción de brillar. Lo pequeño puede también alcanzar lo sublime, y hacerlo quizá con un destello más puro, más intenso, a la altura de los postulados de Nietzsche en Humano, demasiado humano.
Los actos heroicos son también cosa de desheredados como lo demuestra un poema de La leyenda de los siglos, Les pauvres gens, en el que una mujer mísera con cinco hijos descubre a una vecina muerta y, con la naturalidad propia de quienes son capaces de cumplir gestos de grandeza, acoge sin titubeos ni prebendas a los dos pequeños huérfanos que ha dejado la malograda.
Al llegar a casa, teme la reacción de su marido, marino que vuelve de una larga jornada. La pareja comprende que es la vecina muerta «quien golpea a la puerta». Hay deberes morales a los que hay que estar a la altura, y la nobleza de comportamiento puede superar a la de cuna.
Son los postulados de un romántico que defendió lo que la Revolución francesa aportaba a la cultura europea, aunque ello le valieran el exilio (que usaría, como buen gigante, para doblar la apuesta contra los responsables de su ostracismo y escribir sus mejores obras).
El arte de no perder los papeles
En otro poema de de La leyenda de los siglos, Après la bataille (Después de la batalla), Victor Hugo se sube a los hombros de un familiar (su padre, oficial del ejército napoleónico) para ensalzar no ya los logros de los de Napoleón, sino precisamente los detalles que no aparecen en los libros de historia: el reconocimiento de la humanidad de un adversario derrotado que ha tratado de defenderse atacando in extremis (en este caso, un soldado español), por quien se siente compasión y a quien se debe proteger. Es un gesto que recuerda conceptualmente a Las meninas de Velázquez: la acción se desarrolla a ambos lados del lienzo, y se proyecta en una acción que trasciende el propio instante.
Hugo, que se había criado en el Madrid ocupado por las tropas napoleónicas, donde empezó su educación, trató de aportar una mirada empática a acontecimientos traumáticos que aparecen con toda su crudeza en la obra de Goya, otro precursor del arte contemporáneo (para quienes deseen destacar la animadversión de estos episodios, un filántropo francés acabaría salvando las obras de la Quinta del Sordo, al trasladarlas a lienzo y donarlas al Prado).
A modo de anécdota para la historia, Francisco de Goya y Joseph Léopold Hugo (padre de Victor Hugo) morirían el mismo año, 1828; el pintor aragonés a los 82 años y el oficial francés a los 54, cada uno olvidado a su manera por la oficialidad de la época en ambos países.
Covid-19 y otras pandemias
A primeros de abril de 2020, hablar de temas hasta hace poco candentes y aparentemente sustanciosos (las próximas elecciones en Estados Unidos, Brexit, la geopolítica del petróleo, la oleada de incendios a una escala sin precedentes en Australia) se ha convertido en poco menos que una frivolidad.
El riesgo de perder el control a inicios de la pandemia de Covid-19, cuya virulencia y capacidad de contagio han puesto contra las cuerdas a algunos de los sistemas sanitarios más solventes, ha concentrado la atención del público con cierta proporcionalidad al riesgo percibido. Sin embargo, sólo dentro de un tiempo sabremos hasta qué punto la impresión desde este presente intenso pasará la prueba del tiempo.
Everyone predicting that this pandemic will radically change America should at least reckon with what happened in 1957. The so-called "Asian flu" killed 116,000 Americans and 1-2 million people worldwide and today, literally almost no one remembers it.
— James Surowiecki (@JamesSurowiecki) April 5, 2020
Leemos a mandatarios, médicos y analistas con cierta experiencia y predominan las constataciones grandilocuentes; sería una buena noticia si, en lugar de estar sobre una pandemia equiparable —con la distancia que aportan la medicina moderna y la estrategia de mitigación en los países más afectados hasta este momento— a la gripe de 1818, nos enfrentáramos a un evento igualmente traumático, aunque a menor escala.
Cuarenta años más tarde, la pandemia de gripe asiática de 1957-1958 causó estragos en muchos países y 1,1 millones de fallecidos. Sin embargo, esta pandemia causada por el virus A H2N2 no transformó la economía de la época ni permaneció en el imaginario colectivo como lo había hecho su precedente de 1918.
El juego de lo macro y lo micro en la literatura de Victor Hugo
Durante una pandemia, cada momento presente está compuesto por el análisis de eventos que ya se han desarrollado y han dibujado una trayectoria. La superior interdependencia de la economía mundial en la actualidad ya ha dejado una huella económica y social que no hemos empezado a padecer o a analizar con la necesaria perspectiva, pues lo ocurrido en estos momentos deberá proyectarse en lo «macro».
De momento, es lo «micro», las consecuencias sobre las sociedades que deben permanecer en confinamiento, lo que se nos ha echado encima: desempleo, problemas de solvencia a corto y medio plazo para individuos, familias, empresas y administraciones… incertidumbre añadida a la ansiedad sanitaria.
¿Y qué tienen que ver la ligereza hedonista de Stendhal, preferido por los lectores ávidos más preparados de la Francia contemporánea, con la grandeza no impostada de Victor Hugo, el primer escritor capaz de narrarnos el mundo con esa mirada moderna que intuye la perspectiva universal antes de que fuéramos capaces de atravesar la atmósfera y, un siglo después de su muerte, pudiéramos fotografiar nuestro astro desde el espacio?
En el prefacio de La leyenda de los siglos, Hugo pide fuerzas para contribuir a una obra cíclica y coral que debería ayudar a la humanidad a lograr nuevas cotas, así como a superar viejas limitaciones como la pobreza y la ignorancia estructurales de la mayoría de la población.
Victor Hugo y su confianza (pese a todo) en nuestro buen fondo
Historia, fábula, filosofía, religión, ciencia, se deben usar para contribuir a un movimiento a escala planetaria de ascensión hacia la luz (en términos de la Ilustración, la luz se asocia al conocimiento, según alegorías clásicas como la de Prometeo). Hugo no trata de dar una fórmula para alcanzar esta utopía, si bien su obra muestra que, incluso en los momentos más complejos y en los entornos más humildes, siempre hay maneras de ascender hacia ese lugar utópico de una sociedad más solidaria y preparada contra adversidades futuras.
La radicalidad de su proceso transformador ha sido comparada a un cambio de punto de vista de la humanidad que sólo es obvio a mediados del siglo XX, cuando las cenizas de la II Guerra Mundial dan paso a la Guerra Fría y a la competición científica entre ambos modelos de civilización en la Carrera espacial.
Entonces, la mirada de la humanidad se transforma desde la perspectiva de los pilotos de avión a la de los astronautas, algo que también ocurre en física teórica. Un siglo antes de esta transformación conceptual, Victor Hugo nos ofrece un mundo que comprende la biosfera y la visión de la realidad desde los astros. Si en el siglo XX la lógica de dominación de los pilotos de las contiendas mundiales evoluciona hacia la lógica de la admiración que comparten los astronautas, Victor Hugo hace lo propio en literatura, avanzándose un siglo.
Esta nueva perspectiva, que tiene en cuenta a la humanidad y a la naturaleza, conduce a Victor Hugo a considerar que no son las civilizaciones ajenas o las potencias extranjeras las que amenazan el progreso, sino riesgos sistémicos que comparte toda la humanidad: la injusticia estructural, el barbarismo a escala industrial.
Concatenación de eventos a gran escala y resiliencia
Si extrapolamos las reflexiones del escritor a nuestro tiempo, los principales retos tienen escala planetaria y afectan a todo el mundo: acontecimientos de clima extremo, efectos del cambio climático y de la degradación de los ecosistemas, y pandemias no son eventos aislados, sino que pueden asociarse los unos con los otros.
El ensayista medioambiental estadounidense Jacques Leslie escribía hace unos días una columna de opinión en la que argumenta que, en una era de pandemias y acontecimientos climáticos extremos como los fuegos que arrasan zonas secas con clima templado como Australia o California, la acción no puede ser local, sino que concierne a toda la humanidad.
"At the moment, California officials are contemplating the prospects of something new in human history, a pandemic-megafire double whammy or a drought-pandemic-megafire trifecta." https://t.co/FIr8fK1Euj @jacqules in @YaleE360 #PlacesWire
— Places Journal (@PlacesJournal) April 7, 2020
Sin embargo, observamos que ocurre lo contrario: un llamamiento a acaparar recursos y a cerrar fronteras con el fin inmediato de asegurar un mayor bienestar que otros territorios (considerados adversarios en esta lógica), en vez de optar por una estrategia coordinada que beneficie a la mayoría a medio y largo plazo.
La respuesta mundial ante una pandemia, o ante la crisis económica derivada de sus efectos, podría determinar la manera en que la sociedad contemporánea afronta cada vez más eventos de clima extremo y efectos derivados del aumento de las temperaturas y el deterioro de los ecosistemas.
Ventajas e inconvenientes de ver las cosas antes que nadie
¿Qué tienen que ver Stendhal y Victor Hugo con la pandemia de coronavirus? Hablamos de la actitud de una obra y lo que ésta explica sobre el mundo, sobre nuestro comportamiento individual y colectivo.
Escritores que avanzan el individualismo de nuestra época desde el siglo XIX, como Stendhal, parecen recetar el cinismo contemporáneo: disfrutar con cierta mesura y hedonismo, comportarse con egoísmo y doble moral en las relaciones humanas y profesionales, y mirar hacia otro lado cuando llegan los grandes problemas.
En cambio, Victor Hugo nos sitúa ante el espejo y nos obliga a observar cómo la acción puede ayudar tanto a los grandes personajes como a los más desfavorecidos; su confianza en la humanidad no parte de la ingenuidad, sino de la necesidad de crear un sistema que permita a todos realizar un proyecto vital (en contra de tesis como el darwinismo social y la eugenesia, que postularán desde el mismo siglo XIX que hay unas personas superiores a otras y que, en el fondo, hay demasiada gente).
Victor Hugo es, a veces, un escritor del siglo XIX (por ejemplo, en su estilo poético y teatral); en otras ocasiones, se convierte en precursor de las mejores novelas rusas (Los miserables); otras veces, se avanza un siglo al modernismo literario que empieza con James Joyce, la Generación Perdida y William Faulkner, pues la supuesta invención «moderna» del monólogo interior (el «flujo de conciencia») omite, de manera interesada o por pura ignorancia, el alegato imprescindible de Victor Hugo en El último día de un condenado a muerte (1829).
Esta obra, la confesión escrita de alguien que va a ser ejecutado, es un alegato contra la pena de muerte en el que ya se escuchan tanto el ¡Yo acuso! (1898) de Émile Zola en la prensa como las diatribas de Joyce en primera persona, el estilo de Faulkner en Mientras agonizo o las circunstancias «absurdas» de Meursault en El extranjero de Camus (de nuevo, el día antes de su muerte). El extranjero data de 1942.
Por qué recrearse en viejos escritores
El mencionado filósofo Régis Debray explicaba en la radio pública francesa en septiembre de 2019 una iniciativa que había partido de asesores culturales próximos a Emmanuel Macron. La idea era organizar un escrutinio entre los intelectuales franceses para designar a un escritor nacional.
Para Debray, el problema de Francia es una ventaja, pues no existe un único candidato en el país (mientras el Reino Unido tiene a Shakespeare, Alemania a Goethe, Italia a Dante, España a Cervantes, etc.). Así que la criba planteada se habría reducido —dejando atrás a Racine y Corneille, a Montaigne y Pascal, a Molière, a Balzac o a Flaubert, que no es poco— al ganador entre Victor Hugo y Stendhal.
Para Debray, los dos escritores representan las almas francesas y, en cierto modo, europeas: el individualismo cínico y hedonista de Stendhal contra el humanismo generoso y universalista de Victor Hugo. En el fondo, dice Régis Debray, la sociedad francesa actual está más próxima al mundo de Stendhal y a sus pecadillos cotidianos, si bien el momento actual, dominado por la competencia individualista, el repliegue identitario y el deterioro de las instituciones, demanda mayor solidaridad entre personas y países.
En un momento de descomposición e individualismo mal entendido (y abusado), se hace difícil componer una respuesta colectiva y universal a retos contemporáneos. Según pensadores como Debray, para evitar la autodestrucción procedente de la inercia y la fatiga, del cinismo autocomplaciente en que se ha instalado la sociedad actual, el mundo necesita inspirarse en quienes quisieron elevarnos a partir de postulados universalistas, como Victor Hugo, y evitar la deriva milenarista del sálvese quien pueda.
El Jean Valjean de los escritores
Contra la «fatiga» de la humanidad (que muestran tendencias como el milenarismo, el auge de los fanatismos, el nihilismo, etc.) quizá lo que necesitemos es un salto cualitativo.
Victor Hugo recetó bondad, comprensión y oportunidades para los desposeídos en un momento en que otros recetaban eugenesia (cárceles australes y asesinato de Estado). Nosotros deberíamos acercarnos a los problemas actuales a gran escala con una magnanimidad similar.
Subido a hombros de gigantes, el humanismo tardío de Camus (de su época de la «filosofía de la revuelta»), que sustituye a su absurdismo inicial, parece una destilación de Victor Hugo a una escala más humana y falible.
Quizá, lo que nos llegue de Camus en la actualidad se asemeja a lo que Victor Hugo inspiraba en Camus durante los años duros de la II Guerra Mundial y del trauma colectivo del Holocausto, Hiroshima y Nagasaki, el gulag estalinista.
Los retos actuales no proceden del uso de la técnica a escala industrial por potencias antagonistas, sino de la incapacidad para reaccionar ante las consecuencias de dejarse llevar por la inercia de la inacción y el ombliguismo nacionalista.
Como tituló el poeta ruso Yevgueni Yevtushenko en un texto sobre el autor de Los miserables en el Correo de la UNESCO a propósito del centenario de su muerte, Victor Hugo es «el Jean Valjean de los escritores».
En las próximas décadas, necesitaremos menos cínicos y más idealistas que se inspiren en personajes como Valjean.
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