Los bienes de consumo más populares parten de prototipos, y estos primeros modelos surgen, a su vez, de una idea a partir de una hoja en blanco (y quizá una necesidad).
La industrialización hizo estos productos accesibles a cambio de su serialización. Los productos genéricos requerían una codificación más precisa y procesos fáciles de replicar en lugares distintos y con operarios diferentes.
El auge industrial y marítimo de los británicos originó un acceso cada vez más amplio a la formación, el ocio y el confort doméstico.
La sociedad victoriana y sus equivalentes en Norteamérica y Oceanía transformarán las viviendas y sus utensilios, permitirán los viajes de placer y fomentarán el deporte amateur masivo, germen de los deportes más practicados en la actualidad.
Emergencia de un mundo
El siglo XIX, con sus nuevos materiales de ingeniería y construcción y sus Exposiciones Universales, escaparate de avances en ciencia y locomoción, arquitectura y artes, inaugurará una nueva manera de ver el mundo.
Esta perspectiva se materializará gracias a la fotografía (avance que demostrará que los caballos, al trotar, mantienen en el aire sus cuatro patas durante un instante), a los panoramas móviles y dioramas), el globo aerostático, la locomotora y la navegación a vapor.
La producción a gran escala de vidrio (Crystal Palace), hierro y acero (torre Eiffel) se traducirá, en el mundo de la construcción barata industrial y residencial, en el uso de materiales como el ladrillo producido a gran escala, el cemento Portland, el metal corrugado y la madera de contrachapado.
La producción a gran escala hará asequible para una creciente clase media un estilo de vida circunscrito hasta entonces a industriales, propietarios y aristocracia.
Lona, ropa tejana y mucho más
Medicina, educación universal, descanso dominical y saneamiento avanzarán, aunque con problemas, en las grandes ciudades. Con estas mejoras, llegarán también viajes, formación y deporte, mobiliario y menaje, utensilios precursores de los electrodomésticos y electrificación del hogar…
A finales del siglo XIX, inventores de Europa y Norteamérica compiten por crear versiones asequibles de utensilios hasta entonces creados de manera artesanal, que llegarán a la nueva clienta gracias a anuncios en periódicos, ventas por correo postal y comunicaciones cuya eficiencia y evolución técnica prevista (y plausible) inspirarían el género fantástico, con travesías terráqueas en 80 días y aventuras en vehículos submarinos, en el centro de la tierra o en la luna.
Even houses! It’s pretty amazing what Sears built. pic.twitter.com/Zy9vx07riq
— Colin Nederkoorn (@alphacolin) May 3, 2020
Lona, ropa tejana, utensilios de viaje, el primer automóvil para la clase media, la primera cámara fotográfica, los primeros teatros dedicados exclusivamente al visionado de imágenes en movimiento, versiones comerciales de invenciones de ámbitos como la exploración científica y el Ejército (desde tiendas de campaña a caravanas para avanzar hacia el Oeste norteamericano, el interior sudafricano o el «outback» australiano…).
Un ámbito se resistió a la intención de facilitar una avanzadilla serializada al transporte moderno: el sueño a medio realizar del diseño y fabricación de una vivienda prefabricada que pudiera enviarse por navío, barcaza, carreta o ferrocarril y sirviera para erigir barrios, colonias o pueblos con la rapidez y facilidad requeridas por el utilitarismo.
Oro, guano y petróleo
Diligencia con postas, ferrocarril y telégrafo empequeñecieron el mundo y alertaron a una muchedumbre depauperada en el mundo anglosajón y el norte europeo a probar suerte en sucesivas empresas quiméricas asociadas a viejas leyendas como el Eldorado o el Paso del Noroeste.
A la explotación de pieles en los confines orientales del Imperio ruso y los confines occidentales de Norteamérica, le siguieron las fiebres del oro de California y, cerrando el siglo XIX, el Klondike, que atrajo a buscavidas como a un tal Jack London de Oakland, California, quien, afortunadamente para nosotros, volvió de allí sin oro y tuvo que explicar las historias allí vividas para poder comer.
En las antípodas, se repetían las mismas aspiraciones, ya fuera en Chile (con otro tipo de «oro», el guano, reservas de fertilizante aviar concentradas en torno a los islotes de la costa); en Argentina (fértil en personajes propios de la literatura de cordel y el Oeste americano como Martín Fierro, y de aventureros como Julio Popper, uno de los protagonistas de la fiebre del oro de la Tierra del Fuego); o, de nuevo en el mundo anglosajón, en Australia, con el descubrimiento de importantes yacimientos en Victoria, que convertirían a Melbourne en la ciudad más rica del mundo.
En este mundo aventurero, posibilitado por el transporte y las comunicaciones modernas, así como por la explosión demográfica que fomentó la emigración masiva de las clases depauperadas europeas, la ganadería, la explotación de la tierra y la minería alcanzarían el carácter legendario que alimentaría por igual la imaginación de niños privilegiados (como el neoyorquino Teddy Roosevelt) y de niños que aprendieron a leer por el mero incentivo de no depender de nadie para leer Martín Fierro o sus equivalentes del género Western.
La apuesta vital por el Oeste
De fondo, con este avance a la vez romántico y brutal, aparece el auténtico saldo de la explotación del antiguo territorio colonial, sometido al reparto y a derechos instaurados por y para la población de origen europeo: aniquilación de grandes mamíferos (como los bisontes de las Grandes Praderas), transformación del territorio y ostracismo de pueblos autóctonos.
Este proceso será documentado por obras como la mencionada Martín Fierro (destinado a un fortín para defender la Frontera de las incursiones indígenas), o por el testimonio fotográfico, ya a inicios del siglo XX, del fotógrafo Edward S. Curtis, consciente de que se extinguía la cultura de los últimos pueblos nativos y dispuesto a documentarla gráficamente y por escrito.
Sus imágenes, apenas retazos de ceremonias y cosmogonías que se apagaban para siempre sin que nadie identificara el fenómeno como la tragedia que representaba en realidad, se confunden en el imaginario estadounidense con la aspiración al dominio de los recursos del continente reclamado.
Vaqueros prósperos y quiméricos (como el joven Teddy Roosevelt y su aventura en las Badlands de las Dakotas, la no menos quimérica empresa de empaquetado de carne de su antagonista, el marqués de Morés, o el inicio de la explotación minera y petrolífera a inicios del siglo XX, responsable de numerosas «boomtowns» en Texas (e historias como Oil! de Upton Sinclair —1927—). La novela de Sinclair, llevada al cine por Paul Thomas Anderson en 2007, personifica el carácter del empresario de frontera en el minero convertido en magnate Daniel Plainview (protagonizado por Daniel Day-Lewis).
Nuevos asentamientos y sistemas prefabricados
A mediados del siglo XIX, la compra de terreno y las concesiones de explotación en el territorio de frontera habían impulsado las caravanas de colonos hacia el Oeste, muchos de ellos apenas llegados de Europa. Durante la Guerra Civil, la Ley de Asentamientos Rurales, o Homestead Act, otorgaba a cualquiera sin antecedentes penales reclamar la titularidad de 65 hectáreas de terrenos públicos, siempre y cuando las tierras se hubieran cultivado durante al menos cinco años.
La compra de Luisiana, la guerra con México (a la que se habían opuesto figuras públicas como el escritor Henry David Thoreau), la anexión de Texas y California y, finalmente, la compra de Arizona, coincidieron con la rápida industrialización de Nueva Inglaterra y el Medio Oeste.
En el contexto del conflicto con los Estados sureños en torno a la esclavitud, que desembocaría en la Guerra Civil, Estados Unidos planeaba sustituir una economía de plantaciones por otra que combinara las visiones de país expuestas por dos figuras importantes en el joven país: Alexander Hamilton y su concepción de un país urbano e industrial y, como contraste, la versión de Thomas Jefferson en torno a un país de propietarios prósperos que trabajaran sus terrenos y se expandieran por el vasto territorio del país.
Las dos visiones del joven país debían confluir en el fenómeno de las localidades del Oeste. Inventores, empresarios, buscavidas y charlatanes trataron de aportar soluciones a una carencia patente en el Oeste: la capacidad para construir viviendas y trazados urbanos a partir de concesiones.
El sueño de la fabricación residencial en serie
La prefabricación, producto de la época industrial, prometía erigir cobertizos y viviendas gracias avances que aceleraban el ensamblaje a partir de planos: clavos idénticos y económicos (en lugar de las caras unidades desiguales forjadas manualmente, como hasta entonces) y planchas de tamaño estandarizado en varios materiales (madera, contrachapado, metal corrugado —acero, latón, zinc, cobre), etc. se propagaron con las caravanas, diligencias y ferrocarril.
De repente, viviendas, negocios y pueblos enteros prometían erigirse en apenas unas jornadas en los confines de Estados Unidos, Australia, la Patagonia y otros territorios que promovían los asentamientos de colonos europeos, a partir de avances patentados que prometían utilidad y eficiencia en una era donde irrumpían la importancia tiempo y la productividad.
En 1833, el ebanista londinense Herbert Manning registraba el primer kit de vivienda prefabricada destinado a un mercado prometedor en la época: los asentamientos en Australia. El modelo consistía en un conjunto de componentes de madera diseñado para facilitar el transporte en navío, el desplaza miento por carretera y el ensamblaje, que podía culminarse en un día con operarios no expertos.
La notoriedad de la invención, bautizada como Portable Colonial Cottage por Manning, inspiró alternativas en Estados Unidos: el joven país fomentaba entre sus ciudadanos la inventiva y autosuficiencia que debía garantizar la viabilidad de su sociedad con independencia de la antigua metrópolis, a partir de ejemplos fundacionales como los escritos (su almanaque, sus artículos, su autobiografía) e invenciones de Benjamin Franklin, la mayoría de los cuales habían precedido la propia independencia del país.
«Balloon-frame», la técnica frenó la evolución de la vivienda
Estados Unidos, con abundantes reservas de madera en los Apalaches y un inmenso espacio por colonizar hasta más allá de las Rocosas, originó su propio sistema de construcción con armazón de madera también en la década de 1830. El sistema, denominado «construcción de Chicago» o «balloon-frame», pretendía ahorrar recursos y flexibilizar la construcción, al sustituir grandes vigas y pilares por un mayor número de listones ligeros.
El sistema permitía clavar los listones entre sí y no temer por problemas estructurales incluso en un contexto de carencia de mano de obra cualificada: de repente, el cálculo de distribución de cargas o las juntas de carpintería, que requerían experiencia, podían sustituirse por listones de 2×4 pulgadas clavados entre plafones.
La construcción con armazón de listones o «balloon-frame», solución atribuida al constructor de Chicago Augustine Taylor, jugó un rol crucial en la expansión hasta el Oeste y el origen de la construcción más en Norteamérica, el «platform frame», adaptación económica para erigir estructuras planta por planta y eludir la necesidad de refuerzos largos que abarquen la altura del edificio.
En América Latina, sólo Chile, con su abundancia de madera y el carácter remoto de su territorio costero, favoreció este tipo de construcción en nuevos asentamientos, eludiendo otras tipologías de origen europeo o sincrético (europeo e indígena) que requerían mayor trabajo y mantenimiento, así como el uso de materiales difíciles de conseguir o manipular en zonas apartadas. Los listones de madera, por el contrario, podían distribuirse por mar.
Se considera el «balloon-frame» como precursor de las viviendas prefabricadas. Pero su éxito, asociado a su facilidad de construcción y adaptación, de desmontaje y reutilización de los componentes de los armazones en otras localizaciones si era necesario, frenó la proliferación de sistemas prefabricados, listos para el transporte y ensamblaje.
Arquitectura de «boomtowns» y poblaciones prefabricadas
El entramado o armazón de maderos, desarrollado durante siglos en Europa como base constructiva en el norte y occidente europeo, dio paso en Norteamérica a los armazones de listones unidos con clavos. El tercer paso de esta evolución, no obstante, fue frenado por el éxito de este segundo sistema. Pese a los intentos, la construcción prefabricada no alcanzó la gran escala esperada en el siglo XIX.
Por su adaptación al medio (abundante madera, transportabilidad, clavos idénticos y baratos, experiencia no necesaria), la prefabricación parcial evitó que nuevos sistemas totalmente prefabricados se implantaran a escala suficiente en el mercado más presto a crecer en las décadas siguientes.
Estados Unidos se convertiría en potencia agraria, energética e industrial en las últimas décadas del siglo XIX, y muchas ciudades de frontera siguieron la suerte de su evolución económica. Muchas «boomtowns» serían meros pueblos fantasmas a inicios del siglo XX.
Australia había evolucionado desde colonia penal austral y válvula de escape de la penuria de las clases populares en un Reino Unido más poblado y urbano debido a la Revolución industrial, a atractivo asentamiento para propietarios, emprendedores y buscavidas que optaban por probar suerte en alguna colonia británica de ultramar.
Junto a Nueva Zelanda, ambos territorios atrajeron a pioneros de la minería, la agricultura y la ganadería. Pero, a diferencia de Norteamérica, el medio australiano, más árido y susceptible a la degradación ecológica, se topó con una gran limitación al expandirse hacia el «outback» con nuevos asentamientos alejados de la costa suroriental: la escasez de madera adaptada a métodos de construcción como el «balloon-framing» estadounidense.
Las primeras casas prefabricadas
En 1844, una empresa de Glasgow, uno de los centros industriales de la metrópolis del Imperio británico, dio con una técnica que, aplicada a la construcción prefabricada, pronto demostró resultados prometedores. La firma, Thomas Eddington and Sons, había creado una manera de producir láminas de metal corrugado a gran escala y a un coste competitivo.
Pronto, emprendedores y vendedores de hardware de Norteamérica, Australia y otros territorios de la Commonwealth crearon modelos de construcción con láminas de metal corrugado. Peter Naylor, constructor de Nueva York, y las empresas británicas Edward Bellhouse (Manchester), Charles Young (Glasgow) y Samuel Hemming (Bristol), produjeron miles de casas prefabricadas de metal corrugado para alojar a pioneros de California (la fiebre del oro multiplicaría la demanda entre 1848 y 1854), Australia y Sudáfrica.
Las viviendas prefabricadas habían logrado cierta implantación en contextos de asentamientos remotos con crecimiento exponencial, o en lugares donde el carácter remoto, la aridez y la ausencia de madera adecuada para el transporte económico de listones, aumentaban el atractivo de soluciones totalmente prefabricadas en detrimento de la exitosa técnica del «balloon-framing».
Ya entrados en el siglo XX, varias compañías trataron de cambiar esta realidad con casas prefabricadas que prometieran el confort de una vivienda de prestaciones de clase media con las ventajas inherentes de la producción a gran escala: coste competitivo, precisión, facilidad de montaje y rapidez de ejecución.
Una empresa asumió el reto con especial determinación. Sears Roebuck & Co. se había convertido a finales del siglo XIX en un conglomerado industrial y de venta por catálogo con la intención de vender virtualmente cualquier bien de consumo imaginable en la época a cualquier estadounidense próximo a un buzón postal que lo deseara.
Viviendas de Sears y un Ford T
En 1906, Sears imprimía y distribuía un catálogo de productos de 1.200 páginas y un inventario que incluía utensilios agrarios, libros, material de construcción, alimentos no perecederos, joyería, medicina, armas, los primeros electrodomésticos, relojes y material de precisión, ropa, automóviles y recambios, los primeros tractores, las primeras lavadoras… y sus propias casas prefabricadas.
En su catálogo, aparecían casas de madera que se enviaban desmontadas a cualquier cliente de venta por catálogo que enviara el cheque con fondos necesario. The Cedars, por ejemplo, era un modelo con tejado a dos aguas, revestimiento de tejuelas y mansarda, un aspecto convencional que podía encajar tanto en Nueva Inglaterra como en suburbios de ciudades y zonas rurales de un país en construcción.
La vivienda («6 habitaciones y baño», indicaba un mensaje destacado en la parte superior izquierda de la ilustración de la vivienda en el catálogo) contaba con dos plantas y una distribución convencional: salón con vistas y preinstalación de chimenea (que debía completarse in situ con ladrillo), comedor familiar, cocina y porche en la planta baja; y tres habitaciones, baño, armarios empotrados y acceso a un pequeño desván, a un precio total de 2.236 dólares.
El mercado de casas «ya cortadas a medida» y «listas para erigir en tu solar» prometía convertirse en uno de los mayores negocios del país, capaz de competir a medio plazo con la industria automovilística.
Pero, a diferencia del automóvil, considerado un bien de lujo hasta la salida al mercado del Ford Model T, la vivienda era el bien de consumo imprescindible en una sociedad que garantizaba el derecho a la propiedad como fundamento de su Constitución (y principal elemento material de un supuesto derecho a «perseguir la felicidad», según el modelo utilitarista que asocia de manera correlativa la prosperidad material al bienestar subjetivo).
Casas prefabricadas en la era de la venta por catálogo
La venta por catálogo convirtió a Sears en el Amazon y Alibaba de inicios del siglo XX. Su catálogo de 1.200 páginas se enviaba gratuitamente a cualquiera que lo solicitara en territorio estadounidense, y se convertiría en un almanaque que explora los inicios de la sociedad de consumo con el carácter incisivo de Thorstein Veblen y Edward Bernays, sobrino de Sigmund Freud.
El potencial del mercado de viviendas prefabricadas solicitadas por catálogo logró tal interés inicial que varias compañías crearon alternativas a Sears, Roebuck & Co. Entre ellas, destacan Gordon van Tine, Montgomery Ward, The Hodgson Company y Aladdin.
Las casas ofrecidas trataban de adaptarse al gusto mayoritario, con un aspecto y disposición heredado de los cánones burgueses establecidos por la vieja metrópolis, a través de los representantes de la sociedad victoriana. Estructuralmente, trataban de simplificar el método de construcción popularizado en el país, a través de plafones y listones clavados con tamaño y características intercambiables.
Todos los componentes venían enumerados de manera concisa y acompañados por instrucciones con diagramas cuya claridad pondría en un aprieto a muchas compañías contemporáneas. Si bien la pintura y los clavos entraban en la oferta base, los clientes debían optar por dos complementos costosos, considerados un lujo en la época lejos de los centros urbanos: la instalación de fontanería y calefacción.
La primera casa prefabricada vendida a partir de este modelo fue producida por Aladdin en 1906, firma que contaba con un catálogo cuyas variaciones elevaban el número de viviendas posibles a 450. Aladdin logró vender 65.000 unidades de sus casas «listas para montar», si bien fue Sears, Roebuck and Co. quien impuso la popularidad y amplitud de su catálogo, así como la precisión de sus componentes: las economías de escala impusieron su lógica en la era del Ford Model T.
De las casas prefabricadas a las autocaravanas
Entre 1908 y 1940, Sears vendió a través de catálogo y tiendas entre 70.000 y 100.000 casas prefabricadas, a precios comprendidos entre los 650 dólares de los modelos más básicos a los 2.500 dólares de los más sofisticados.
El nuevo sector ofreció, asimismo, contratos de mantenimiento asequibles para evitar la desconfianza y la mala publicidad de los clientes insatisfechos. Sin embargo, la principal barrera del modelo prefabricado llegó con la prosperidad posterior a la Segunda guerra mundial, cuando la zonificación optó por suburbios de viviendas que mostraran la prosperidad de la «familia tipo» estadounidense.
El gusto convencional y conservador de la población, un coste inicial excesivo para sectores de la sociedad que edificaban su vivienda a medida que obtenían ingresos, y el cará carácter adaptativo y competitivo del «balloon-framing», más personalizable, frenaron el avance de las viviendas prefabricadas convencionales, mientras aparecían habitáculos a medio camino entre los nuevos vehículos recreativos y las viviendas con cimientos.
Estas nuevas tipologías, «casas móviles» y «tract homes», originaron una nueva realidad, asociada a la marginalidad en la cultura popular estadounidense: el concepto de «trailer park», o barrio permanente de autocaravanas.
Asimismo, la vivienda prefabricada era compleja y se asociaba a su supuesto carácter provisional. Su transporte se hacía a menudo impracticable. Un vehículo se entregaba a sí mismo con una visita al concesionario o a la localidad más próxima donde pudiera conducir el vendedor más próximo. Una vivienda requería el uso de medios de transporte practicables en una relativa cercanía; como consecuencia, amplios sectores de Estados Unidos no podían optar por esta alternativa.
Un gag de Buster Keaton y futuro de la vivienda unifamiliar
Para comprender hasta qué punto las casas prefabricadas perdieron la batalla de la imagen entre el público, no hay más que acudir a YouTube a desempolvar One Week (1920), clásico cortometraje de la era del cine mudo a cargo de Buster Keaton.
Una pareja de recién casados recibe su regalo de bodas: una casa prefabricada. Todavía vestida con los atuendos de la celebración, la pareja acude al solar donde será ensamblada. Empieza entonces un proceso cómico de montaje. La vivienda erigida se asemeja más a un capricho arquitectónico («folly») surgido de la mente de un pintor cubista que a la casa prometida por el prospecto.
Pese a haber acabado con el viejo estigma de la era Sears, en una época pretérita menos asociada a la prosperidad que los años que siguieron al fin de la Segunda guerra mundial, las casas prefabricadas de la actualidad no han logrado porcentajes significativos de un mercado que necesita proporcionar soluciones económicas y flexibles para quienes tienen dificultades para acceder a la vivienda.
¿Es posible crear modelos prefabricados fáciles de montar y reutilizar, con escaso impacto, reparables y asequibles, capaces de responder a necesidades de acceso temporal o permanente a la vivienda, capaces de instalarse de manera autónoma o apilarse? ¿Con qué materiales? ¿Siguiendo qué esquemas de propiedad y consumo energético?