Hace un par de días, mi hija mediana (10 años) salía de clase con un modelo de papel en las manos: tres hileras con series simétricas de bóvedas en torno a una mayor bóveda central, que asocié con alguno de los misteriosos edificios que, de niño, me fascinaban en los relatos de ciencia ficción o en los documentales sobre las civilizaciones sepultadas por el tiempo en la India e Indochina.
Pregunté sobre el proyecto y obtuve una respuesta natural y desprovista de cualquier mistificación. Se trataba de «formas». ¿Un edificio? Quizá. Pero no necesariamente. ¿El objetivo? ¿Por qué el modelo y su supuesta aplicación real deberían tener un objetivo, una utilidad cuantificable? Sin proponérselo, mi hija desarmó la intención de mis preguntas.
Los adultos y la obsesión por medir el significado y la finalidad de los elementos: he aquí un proceso derivado de la edad adulta, así como de una época que se define por el objetivo (de origen comercial y no humanista, recordemos) de digitalizar el mundo y hacerlo accesible.
Vivir en un Boeing 727-200
Retrocedemos un poco en el tiempo: durante uno de nuestros viajes recientes a lo largo de la costa del Noroeste del Pacífico en Estados Unidos, atravesamos una zona rural dominada por bosques de crecimiento reciente a una hora de distancia de Portland.
Habíamos dormido en las inmediaciones en una caravana retro de un camping de carretera, erigido junto a una localidad a la que daba la espalda (a diferencia de Europa, muchos de estos establecimientos cuentan con residentes permanentes, a menudo socialmente vulnerables, difícilmente bienvenidos en entornos locales que no realizan un esfuerzo real de integración).
Aquella mañana, en cuestión de dos horas, abandonamos una auténtica exposición viviente de vehículos recreativos de los años 50 y 60 para acudir a una entrevista con Bruce Campbell, ingeniero retirado que vive en una propiedad rural singular: oculta en un tupido bosque privativo, su «vivienda» permanece suspendida. ¿O deberíamos decir estacionada, o aterrizada?
Porque Campbell, un hombre pálido, enjuto y embebido hasta la obsesión en los detalles técnicos de cualquier maquinaria a su alcance, reside en el interior de un vehículo particular. Su «autocaravana» es un avión Boeing 727-200 reacondicionado al que accede tanto por la puerta en la cola del aparato como por las salidas de emergencia laterales a las que se aproxima caminando tan campante por las alas de la aeronave, todavía más imponente que en una pista de aterrizaje al permanecer sobre una verde colina rodeada de vegetación.
La historia de un avión de Olympic Airways
No se trata de una vieja aeronave cualquiera: su pintura exterior revela la compañía en la que había operado, la aerolínea griega Olympic Airways. El aparato, que costó a Campbell 100.000 dólares y un importe adicional de 6.000 dólares para transportarlo hasta su localización actual, no es una aeronave más según su propietario y morador, sino que formaría parte de la historia del siglo XX.
Campbell nos explicó que ha confirmado de manera fehaciente sus sospechas originales: se trata del avión usado por Jackie Onassis y varios miembros de la familia Kennedy; asimismo, se trataría del aparato en el que Jackie Onassis, acompañada por un grupo selecto de allegados y por el ataúd con los restos de su segundo esposo, Aristóteles Onassis, habría volado al lugar de la ceremonia.
Thanks for the look into the reuse a well-designed object. It also shows how adaptive reuse can be a lot of work… I was inspired to see what it would be like if some planes were arranged into a neighborhood of sorts. pic.twitter.com/nkA3z8lnKC
— Nels Nelson (@nelszzp) May 18, 2020
Unas horas después, realizaba con Kirsten una pausa merecida para reponer fuerzas y prepararnos para el viaje del día siguiente.
He encontrado en las notas e imágenes de aquel día una reflexión interesante: nos preparábamos en en efecto para volver a la carretera, pero el viaje que habíamos realizado en 24 horas, evocador de la historia tecnológica, política y cultural del siglo XX, había sido más bien espacio-temporal.
Orígenes de la industria de vehículos recreativos
Si recurrimos a la física teórica producida en la misma era a la que pertenecen la caravana retro donde habíamos pernoctado y el avión donde reside Campbell, no tendría sentido hablar de un lugar exacto o un momento en el tiempo exacto, ya que lugar y tiempo son conceptos relativos. Sólo los «eventos» (puntos en el tiempo y el espacio) son concretos.
Evocar en cuestión de horas la época dorada de la aviación comercial y la de los vehículos recreativos en Estados Unidos constituye ya de por sí una oportunidad para dejar volar la imaginación, y reconciliar nuestra mente adulta con la capacidad para divagar sin límites ni constricciones que alimenta la mente infantil. En cierto modo, en aquella jornada me sentí con la libertad creativa que mi hija me sugirió al mostrarme su modelo de papel.
Al finalizar la II Guerra Mundial, los fabricantes de vehículos recreativos aprovecharon la bonanza económica, las técnicas de producción y el diseño aeronáutico (recordemos el origen del diseño Airstream, tomado de la aviación de la época) y el afianzamiento de la cultura automovilística para concebir caravanas con un interesante aspecto retrofuturista.
En el mismo momento, la aviación de guerra sentaba las bases de la aviación comercial y los primeros McDonnell Douglas DC-8 (competidores de los Boeing 707) despegaban de aeropuertos visitados por apenas una élite de afortunados con el espíritu aventurero necesario para asumir el riesgo (y las turbulencias) en los aviones de los años 50.
Un recorrido por los desguaces de aviones
Al producir recientemente el vídeo de la entrevista de nuestra entrevista con Bruce Campbell, compartí la historia en las redes sociales con unas imágenes de la jornada asociadas al mencionado rodaje en medio de un bosque de Oregón.
Unas horas más tarde, recibía la réplica de un urbanista holandés. Inspirado por el visionado de la entrevista de Bruce Campbell en su «aero-caravana», así como por el concepto con el que habíamos asociado su vivienda (lo habíamos llamado, quizá en alusión a las series de manga post-apocalípticas que vi en los años 80, «arquitectura del colapso»), el urbanista había dedicado un rato a concebir una imagen generada por ordenador con un interesante concepto de «habitación»: grupos de seis aviones unidos por la cola en torno a un núcleo, conformando estrellas unidas por las alas.
Como mi hija con su diseño abovedado de papel, cuya contemplación me estimula y me anima a abandonar los rígidos cánones de la vida adulta cotidiana (necesariamente dominada por el utilitarismo), nuestro amigo urbanista había dedicado un rato a soñar sin el peso de lo que consideremos, aquí y ahora, útil o necesario, realista o trasnochado.
Respondí al diseñador del concepto, Nels Nelson, con un enlace a la entrada de Wikipedia donde se listan los numerosos «desguaces de aviones» diseminados por el mundo.
Allí, los aviones combaten de manera quijotesca contra la entropía, casi siempre alejados de la observación humana. Volviendo a la física teórica del siglo XX y su juego de equilibrio entre las reflexiones de Martin Heidegger y las de Erwin Schrödinger: sin observador, no hay fenómeno.
Viviendas voladores de un poeta futurista
¿Por qué no imaginar «arquitecturas del colapso» posibles? ¿Por qué no constituirnos, al menos algunos de nosotros, en «observadores» de esos mundos potenciales que jamás existirán como lo hicieron en nuestra imaginación, al pensar en las posibilidades con la ingenuidad y la osadía de un niño de 10 años?
Quizá, una pernoctación en una caravana de los años 50, seguida de una entrevista con el morador de un avión de Olympic Airways encastado en un bosque perdido de Oregón y de la evocación suscitada en un urbanista holandés nos conduzcan, en efecto, al diseño fantástico y «sin utilidad» de un niño.
O, quizá, podamos soñar también con los mundos imaginarios de los vanguardistas de inicios del siglo XX.
Evoquemos, por ejemplo, las reflexiones de los futuristas rusos en sus inicios de libertad (luego, con Stalin, muchos acabaron en el archipiélago gulag). El poeta Velimir Jlébnikov, contrapunto de Vladímir Mayakovski, imaginó un mundo en que la libertad de espíritu tuviera su equivalente en el mundo físico: los artistas —mentes viajeras como la suya— volarían en vehículos privados en una itinerancia similar a la de insectos polinizadores (el propio Jlébnikov hablaría de «colmenas de cristal»).
Estos vehículos voladores concebidos por el poeta Velimir Jlébnikov servirían de morada (una morada quizá no tan alejada de la de Bruce Campbell) y posarían en total libertad, para repostar y permitir el trabajo y la vida social, en estructuras verticales con un ramaje metálico a modo de «puerto aéreo». El ferrocarril y el barco a vapor también asistirían en la tarea de permitir la libertad de movimiento de las moradas móviles.
Ciudades aéreas de Velimir Jlébnikov
Asimismo, varios de estos árboles metálicos para habitaciones voladoras conformarían una «ciudad aérea», quizá no tan alejada del diseño conceptual de grupos de aviones asidos a un núcleo por la cola que Nels Nelson compartió conmigo.
Las viejas rutas de la seda en Asia Central debían transformarse en el futuro, según Jlébnikov, en una tupida red de ciudades aéreas habitadas por habitantes itinerantes. Un concepto de ciudad del futuro en el que los conceptos de lugar y pertenencia entraran en una nueva etapa.
Las evocaciones de Jlébnikov constituyen una poética autónoma en su obra, con «altos pilares que florecen con espacios de habitación» y «edificios-flor»:
«Edificios que se elevaran de manera imponente, coronados por una cúpula de un vidrio mate rojizo, barandillas de fantasía que conformaran el perímetro del cáliz, y escaleras de acero bellamente labrado».
Modelos imaginarios
También a inicios del siglo XX, el artista conceptual alemán Wenzel Hablik concibió en sus dibujos asentamientos «aéreos» capaces de conformar ciudades consistentes en conjuntos de dirigibles asidos entre sí por pasarelas.
Una de estas ciudades imaginarias, que Hablik llamó Luftkolonie, «colonia aérea», evoca los diseños conceptuales que, décadas más tarde, soñarían con colonizar el espacio (es el caso de, por ejemplo, el toro de Stanford en 1975, diseño popularizado en Elysium, el filme de Neil Blomkamp protagonizado por Matt Damon (2013).
La perspectiva también cambia y pasa de permanecer a ras de suelo a elevarse hasta las posiciones aéreas también soñadas por Victor Hugo que no se harían realidad hasta los años 50 y 60 del siglo XX, cuando la aviación comercial y las primeras imágenes de la Tierra desde el espacio cambiaran nuestro sentido real de la perspectiva.
Antes de asumir la perspectiva moderna, tuvimos que imaginarla. Podemos aprender mucho de Jlébnikov, de Victor Hugo, de poetas, niños y soñadores.
Para crear realidades futuras, primero debemos soñar con mundos donde puedan desempeñarse los escenarios ideales y pesadillas a los que podremos aspirar o que querremos evitar.
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