Hay una intuición profunda sobre la condición humana que comparten los habitantes de la costa atlántica de la Península Ibérica, avanzadilla de la finis terrae hacia lo desconocido, primero; hacia las Indias y el Eldorado, después; y hacia tierras fértiles de emigración, más recientemente.
Manuel Rivas decía que Galicia es un bonsai atlántico, con su capilaridad legendaria y unas historias que, como el paisaje, lloran un paganismo moribundo desde hace mucho tiempo, con historias donde es difícil situar la frontera entre realidad y ficción, entre el mar y la huerta del minifundio familiar, entre la comida sobre la mesa y esos bodegones que superaron el costumbrismo, como los de Cézanne.
Álvaro Cunqueiro, artesano periodista y hombre de letras preocupado por la lengua (la gallega y la castellana, que decía que sabía a pan), aludió en sus cuentos a las historias y criaturas que habitaban las rutas y caladeros del Atlántico, donde vascos y gallegos entrecruzaban leyendas de siglos y daban nombres al paisaje.
Atlantis
Desde la desembocadura del Bidasoa en Hondarribia (vértice del Golfo de Vizcaya, extremo oriental del mar Cantábrico, tierras mal dominadas por los romanos debido a la beligerancia de los habitantes del Sinus Cantabrorum —bahía de los cántabros—) a la punta del Cabo de san Vicente en el extremo sudoeste de Portugal («el punto más occidental del mundo habitado», según Estrabón), el Atlántico siempre fue un lugar de Frontera entre las civilizaciones mediterráneas y el acervo de los viejos pueblos prerromanos.
Los dioses y monstruos del Mediterráneo, supeditados a la metafísica de los pueblos levantinos, se supeditaron a la taxonomía del Olimpo y el inframundo griego; la Odisea acaba, al fin y al cabo, con la posibilidad del retorno a casa. El Atlántico, sin embargo, permanecerá como frontera insondable hasta más allá del «descubrimiento» de una nueva ruta a «las Indias» navegando hacia el poniente.
Fernando Pessoa describió el sentir de los pueblos ibéricos asomados al Atlántico a través del contraste entre este horizonte hacia lo desconocido y el horizonte domeñado del Mediterráneo: el mar con un fin puede ser griego o romano; el mar sin fin es portugués.
Así, con esta pequeña convicción, Pessoa se situaba en el mismo plano que el Camões de Los lusiadas, epopeya escrita para el pueblo que se había cansado de cultivar el jardín paterno y se había echado al mar.
A la espera de un super-Camões
Los heterónimos de Pessoa, fruto —según el propio autor— raquítico de un Portugal muy distinto al de las expediciones del siglo XV y XVI, no habían dado quizá para hacer realidad el sueño de un contable que se conformó con vivir en Lisboa y escribir —en portugués, pese a sus intentos de encontrar también una voz creíble en inglés— para la posteridad.
El «super-Camões» debía surgir de una revitalización de la poesía y la literatura portuguesas, si bien Alberto Caeiro, el heterónimo de Pessoa más próximo a su ideal de Camões reencarnado, no era más que un ejercicio infantil y escurridizo, el esfuerzo gigantesco de alguien que quiere, él solo, revivir la literatura de su país, a la espera de que otros sigan después sus pasos.
Luís de Camões y Fernando Pessoa representan, cada uno, el genio de su tiempo y circunstancias. El primero escribió Los lusiadas una vez volvió de sus aventuras por Oriente, y su épica renacentista surge tanto por su dominio de la lengua y el uso de expresiones y paradojas que entrarán en la cultura portuguesa a través de él, como por la necesidad del hombre de acción de explicar aventuras fantásticas en lugares remotos a quienes se conformaban con despedir los navíos en la desembocadura del Tajo.
El segundo, marcado por la muerte de su padre a temprana edad, debería ganarse el retorno físico y cultural a una Lisboa que la familia había dejado para probar suerte en Durban, Sudáfrica, donde su padrastro ejercía de cónsul portugués. La educación y literatura inglesas retardarán la entrada en la literatura portuguesa, que sin embargo hará suya (su inglés, usado en relatos de juventud y por boca de varios heterónimos anglosajones, tendrá el afectado tono barroco de la educación privada británica en ultramar).
Viaje en solitario
Tras una infancia y primera juventud en un entorno colonial anglosajón dominado por el estilo de vida, los modales y la literatura de la época victoriana, Fernando Pessoa regresó definitivamente a Lisboa en 1905 para vivir con su abuela y dos tías; en ese mismo año, Einstein publicaría tres artículos científicos que transformarían la física y el mundo.
Durban, como Lisboa, estaban estancadas en épocas pretéritas, alejadas de las tensiones centrales que menos de una década después desencadenarían la Gran Guerra. Consciente de la tarea quijotesca de crear una vanguardia modernista en Portugal, Pessoa («persona», o sea, cualquiera y nadie a la vez) se puso a ello con colaboraciones en las revistas de la época que alumbrarían la solidez de heterónimos más de carne y hueso que él mismo.
El hiperlocalismo de Pessoa es su universalidad, para qué viajar, se pregunta en una de las reflexiones póstumas organizadas en torno al Libro del desasosiego super-Camões. La idea de viajar, dice, le provoca náuseas. Había visto todo lo que nunca había visto, pero también «lo que nunca no había visto».
El nuevo aspirante a Camões se ha propuesto viajar en la intimidad de una obra que, reconoce, no será celebrada durante su vida, y quizá nunca.
Historias fantásticas
El tedio de lo constantemente nuevo, de descubrir, la manía victoriana de lanzarse precipitadamente al paquebote con un pasaporte que lo garantice todo y suficiente dinero, son los precursores del turismo de masas, y Pessoa desprecia la velocidad de ese mundo superficial que no tiene tiempo para reflexionar, una actividad solitaria y silenciosa que no se realiza ni por la ganancia ni por el reconocimiento. Una actividad, por tanto, alejada de los valores utilitarios de su educación:
«Únicamente no hay tedio en los paisajes que no existen, en los libros que nunca he de leer. La vida, para mí, es una somnolencia que no llega al cerebro. A ése lo conservo yo libre para poder estar triste en él».
La nostalgia de los habitantes del Atlántico ibérico se presenta en Pessoa como una vocación vital.
Asomarse al precipicio del océano que se pierde en el poniente es más que un estado de ánimo; es, ante todo, una metafísica, un estilo de vida.
«¡Ah, que viajen los que no existen! Para quien no es nada, como un río, el correr debe ser vida. Pero a los que piensan y sienten, a los que están despiertos, la horrorosa histeria de los trenes, de los automóviles, de los navíos, no les deja dormir ni despertar».
Cruzar el Tajo para avanzar por las adormecidas localidades de la otra orilla es ya algo inquietante, tan extraño para él como el aturdimiento que experimentan los personajes de Joseph Conrad en los confines del océano o la jungla:
«Cuando se siente de más, el Tajo es el Atlántico sin número, y Caçilhas, otro continente, o hasta otro universo».
El desasosiego de Bernardo Soares
La actitud de Persona no se aleja del fatalismo, el nihilismo o la mirada cínica y pesimista de la humanidad. Su sentido de la responsabilidad se circunscribía a una acción que ocurría en el papel y que podría dar frutos mucho después de su muerte.
Pessoa escribiría por boca de Bernardo Soares, el heterónima más próximo a él mismo, que el sentido de la responsabilidad con la lengua portuguesa y la condición humana era superior a cualquier otra necesidad o anhelo. Una renuncia voluntaria que lo acercan al callado misticismo de la época de Camões, inspirado en la voluntad de jesuitas y franciscanos portugueses y españoles de la era de los descubrimientos.
Eso sí, como buen alumno del racionalismo inglés, le irritaba toda metafísica afectada, y su interés por un cierto espiritualismo universal lo hacen habitante del turbulento siglo XX. No el siglo XX del hombre de acción, la burocratización, las trincheras y la guerra industrial, sino el de la búsqueda de una libertad y autonomía auténticas en un mundo que parecía desintegrarse y perder su sentido antiguo, tal y como trataban de expresar el arte y la literatura de la época (esas obras que, más tarde, el totalitarismo catalogaría como «degeneradas»).
Las reflexiones de-andar-por-casa de Pessoa, los escritos que pasarán a conformar el Libro del desasosiego, es la obra (firmada por su casi-yo Bernardo Soares) más importante de la literatura portuguesa contemporánea, la confirmación póstuma que valida el quijotismo de Pessoa, ese contable sobreeducado taciturno y solitario, valedor a destiempo de un cosmopolitismo lisboeta de raigambre.
Dolores de muelas
El individualismo de Bernardo Soares tiene también algo de inglés y entronca, de nuevo, con los hombres de acción ibéricos que, asomados al Atlántico, decidían buscar su camino en el mar y volver luego a esperar la posteridad, embobados en algún rincón de su patria chica.
Pessoa (Soares) escribe en el comentario 414 del Libro del desasosiego:
«La liberté es la posibilidad de aislamiento. Eres libre si puedes alejarte de los hombres sin que te obligue a buscarlos la necesidad de dinero, o la necesidad gregaria, o el amor, o la gloria, o la curiosidad, que en el silencio y en la soledad no pueden encontrar alimento. Si te resulta imposible vivir solo, has nacido esclavo».
La moral de amos y esclavos de Pessoa es distinta a la de Nietzsche y el escritor portugués, desconocido en vida y reivindicado como «europeo» por los europeos de manera póstuma (cuando más allá de los Pirineos se cataloga a un ibérico de «europeo», la etiqueta condescendiente, disminuida ahora con respecto a antaño pero todavía existente, implica reconocimiento sin remilgos), se limitó a crear una filosofía de andar por casa («Basta un dolor de muelas para no creer en la bondad del Creador») en la que la única acción era afirmar una fuerza interna irrompible que lo obligaba a escribir.
Escribir desde la primera juventud hasta el lecho de muerte, evitando la mojigatería, es lo más próximo a Nietzsche de un autor que negó su cuerpo y se decantó por una versión atlántica, personal y algo lunática de la literatura (que, en él, el contable transformado en infinidad de poetas, es una filosofía de la existencia).
La aspiración de la autosuficiencia y la trascendencia
Por eso, quizá los textos 414 y 415 de su Libro del desasosiego deban leerse prácticamente en la tradición filosófica de los estoicos íberos inaugurada por Séneca. Pessoa, como Nietzsche, reivindica una nueva aristocracia que no es la extinta, la de sangre, sino que vive en la propia voluntad:
«Nacer libre es la mayor grandeza del hombre, lo que hace al ermitaño superior a los reyes, y hasta a los dioses, que se bastan por la fuerza, pero no por el desprecio de ella».
Su inacción, su desprecio por los viajes y su desconfianza a los paisajes foráneos que se repiten (lo forastero, para él, empieza en la otra orilla del Tajo), es más bien la reivindicación de una libertad: el compromiso con la habitación y el papel en blanco a deshoras.
El conformismo material de Pessoa contrasta con la ambición de quien trabaja con vistas a la única inmortalidad a la que se puede aspirar, el legado literario póstumo. El dinero es necesario y tenerlo en suficiente cantidad libera de penurias que impiden el cultivo del espíritu:
«El dinero, los niños (los locos…) (…)
«Nunca se debe envidiar la riqueza, sino platónicamente la riqueza es libertad».
La ambición de estar a la altura de los propios sueños
En el comentario 394 del Libro del desasosiego, Pessoa reflexiona sobre un fenómeno de la época, la riqueza inabarcable de los nuevos magnates de Estados Unidos, que desde finales del siglo XIX ascendía como potencia industrial y económica.
El escritor portugués lee la prensa en un café lisboeta. Hay una noticia (quizá un obituario) de un millonario americano que lo había sido todo, célebre en su época. En el gran esquema de las cosas, sin embargo, ese hombre no había podido más que amasar una fortuna en vida y tratar de disfrutar de la estatura lograda, pero el confort logrado por el gran magnate no distaba tanto (salvando la escala y las distancias) de la libertad del burgués lisboeta que logra cierta celebridad en su barrio y se permite una vida relativamente apacible.
Sobre la gran opulencia, Pessoa, que de joven había abandonado el mundo anglosajón para volver a la Lisboa de su infancia, sentencia:
«No he conseguido nunca tener envidia de esta especie de gente. Siempre he opinado que la virtud estaba en conseguir lo que no se alcanza, en vivir donde no se está, en estar más vivo después de muerto que cuando se está vivo, en conseguir, en fin, algo imposible, absurdo, en vencer, como a obstáculos, la propia realidad del mundo».