¿Hasta qué punto interpretamos la realidad a partir de nuestras creencias? La hermenéutica es la disciplina de la filosofía que ha intentado describir la relación entre lenguaje, viejas historias compartidas por un grupo y creencias metafísicas.
Las religiones abrahámicas, por ejemplo, parten de mitos similares a menudo compartidos por pueblos históricos aledaños, como la Sumeria del Poema de Gilgamesh o el próspero Egipto que absorbió poblaciones del Levante mediterráneo durante milenios. Sin embargo, estos mitos, y su palabra escrita, se interpretan de modos muy distintos.
Los libros del Viejo Testamento, compartidos por la Torá y la Biblia, se interpretan de manera muy distinta en ambas tradiciones: en el mundo judío, un buen rabino es capaz de recordar la cadena de entresijos y matices en las interpretaciones que se acumulan de un texto que no debe leerse al pie de la letra.
Por el contrario, la tradición cristiana trató de favorecer las historias presentes en el Viejo Testamento como elementos surgidos de una realidad remota y unidimensional, que da pie a equívocos como el reduccionismo delirante de los evangelistas.
Las historias que nos hacen
El filósofo francés Paul Ricoeur dedicó su esfuerzo a casar la filosofía contemporánea —la fenomenología, atenta a la realidad percibida— con la hermenéutica, o interpretación de los textos sagrados, pues de ellos partirían —argumentaba Ricoeur— los relatos aleccionadores que influyen sobre nuestra conciencia y valores.
En un texto tan dado a las contradicciones, la violencia entre familiares, los pogromos o las acciones incongruentes como el Viejo Testamento, cuesta distinguir entre metáforas, analogías y parábolas, todos ellos recursos del discurso para explicar conceptos profundos a partir de evocaciones próximas o sencillas de interpretar para una audiencia no alfabetizada y dada a la superstición.
La metáfora transfigura con un ejemplo para que conceptos a menudo etéreos o abstractos se comprendan en toda su dimensión, o logren un valor poético y evocador. La analogía usa la comparación para lograr un efecto sorpresa similar y dejar una huella a menudo duradera en el interlocutor. La alegoría se asemeja a la metáfora, pero su intención va más allá, pues invita a la reflexión con la intención de influir, inspirar con una moralina.
Cuando los poemas abren el camino
Los textos religiosos y oníricos (ya sean historias que han evolucionado a partir de fórmulas que permiten su memorización —como las grandes epopeyas de los rapsodas que cristalizaron en la Odisea, la Ilíada y otras epopeyas que abren tradiciones literarias—, los cuentos, las canciones folclóricas y pop, la poesía, etc.) van bien surtidos de metáforas, analogías y, a menudo, alegorías.
Muchas veces, las mejores historias son aquellas en las que estos recursos, que tienen su origen en viejos relatos metafísicos transmitidos oralmente, se presentan con naturalidad y logran el efecto esperado sin adquirir demasiado protagonismo ni interponerse en el flujo de la historia, como si en estas historias y sus metáforas hubiera algo en apariencia tan imparable o inevitable como una de esas melodías musicales que tenemos la sensación de que han existido siempre.
La psicología de las personas y los pueblos incide sobre los relatos más populares transmitidos por el grupo, y a la inversa: los relatos inspiran, y a veces definen, a los interlocutores que deciden elevarlos al reconocerlos como sagrados, o «inspirados» en un devenir natural de las cosas (quizá por ello, el Schopenhauer considerara la música como el auténtico lenguaje universal, una primera capa de comunicación asociada a la propia vida).
Para Ricoeur, Schopenhauer no será el último de los filósofos clásicos, sino el primero de los «filósofos de la sospecha». A diferencia del ateo Schopenhauer, Ricoeur otorgará a la tradición judeocristiana la importancia de haber creado una manera de explicar relatos y de ver el mundo.
Superposición de Gilgamesh y las historias abrahámicas
La narratología es la disciplina que estudia la estructura de las historias, su comunicación y recepción. La métrica de la poesía épica griega facilitaba no sólo la memorización de la historia, sino su propia mutación sobre la marcha; hay giros sintácticos, epítetos y fragmentos que sirven de coletilla rítmica al devenir de la narración y facilitan, a la vez, su ritmo y su memorización.
Para el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss, interesado en conocer la profunda relación entre viejas historias, signos y símbolos y nuestra manera actual de ver el mundo, la estructura de los mitos transmitidos oralmente por los pueblos de cazadores-recolectores ofrece pistas valiosas sobre este proceso de construcción de historias complejas que pueden transmitirse entre personas y generaciones.
Muchos mitos fundacionales están compuestos por historias o unidades individuales que Lévi-Strauss llamó mitemas, unidades mínimas de significado que contienen una historia fácil de memorizar gracias al uso de recursos como metáforas, analogías y alegorías. Eventos en el Poema de Gilgamesh —el poema épico escrito parcialmente conservado que se conoce— y en el Viejo Testamento tienen tal similitud que podríamos referirnos a algunos de estos pasajes como relatos surgidos de un mismo mitema o grupo de mitemas.
Y, si el concepto de «mitema» nos suena familiar, quizá sea por su complementariedad con las tesis evolucionistas (desde el punto de vista biológico y cultural) del biólogo evolutivo británico Richard Dawkins, autor de El gen egoísta y acuñador de un concepto que define nuestra difícil relación con Internet: el meme (y la memética).
Sentarse a la lumbre con un bardo de los Balcanes
Desde los inicios del estructuralismo y la semiótica (el estudio del contexto de una cultura desde el pasado remoto y su relación con el lenguaje), a los que Lévi-Strauss contribuyó con su ensayo en clave de relato autobiográfico de juventud Tristes trópicos, han surgido estudios e incluso disciplinas que tratan de esclarecer cómo todos los grupos humanos son capaces de elaborar y transmitir complejos mitos, encapsulados en forma de historias poéticas repletas de recursos como la repetición, la alegoría o la asociación de sucesos con lugares geográficos.
A inicios del siglo XX, un experto estadounidense en estudios homéricos, Milman Parry, recurrió a la técnica comparativa para esclarecer qué técnicas asisten a bardos y rapsodas a contar sus complejas y largas historias. Parry viajó a un lugar de Europa que mantenía viva la tradición oral debido a una baja tasa de alfabetización, la Yugoslavia rural.
Parry encontró a lugareños capaces de transmitir poemas de más de 1.000 versos con la ayuda de un instrumento de cuerda. El homerista comprendió rápidamente por qué es la poesía el género más adecuado para transmitir complejas historias: la poesía oral, más primitiva que la prosa, tiene una composición sometida a una métrica y a fórmulas que favorecen el uso de frases estándar que ocupan lugares específicos en un verso (por ejemplo, el epíteto de un héroe, un lugar o un hecho reconocido por la audiencia como una hazaña o catástrofe, etc.).
Como en los largos poemas orales que Parry escuchó en los Balcanes a inicios del siglo XX (que, en el contexto europeo, evocan las sagas nórdicas o la poesía medieval de juglares y trovadores), la Ilíada y la Odisea, cuyo origen es oral, se sirve de versos virtualmente idénticos, aunque con distintos eventos y protagonistas: «Para responder a X, Y dijo…», mientras personajes, lugares y eventos evocan epítetos que se repiten.
De druidas y aborígenes
Otras tradiciones indoeuropeas, como los ecos leyendas célticas diluidos entre distintas conquistas y el sustrato de la romanización, se habrían extendido en un amplio territorio del occidente europeo. En las Américas, la rica tradición de civilizaciones mesoamericanas y andinas supura más allá de la hispanización forzada posterior a 1492.
Odiseo rico en recursos, Aquiles de pies ligeros, Agamenón pastor de hombres, Zeus que amontona las nubes, Zeus portador de la égida, Héctor domador de caballos, Hector el de vibrante casco (o tremolante casco, o el del penacho en el casco, o como queramos traducirlo) …
La investigadora Lynne Kelly estudia las técnicas de memorización de tradiciones orales en pueblos aborígenes australianos que se remontan a épocas remotas. Varios ancianos aborígenes han expuesto a Kelly y a otros que la asociación entre los fragmentos memorables de una historia y un lugar geográfico determinado refuerza la memorización de relatos largos y complejos.
Esta constatación ha llevado a la investigadora a elaborar una hipótesis, el método de «loci» (lugar en latín), que explicaría el propósito de lugares cuyo sentido metafísico se nos escapa, como Stonehenge o las líneas de Nazca, así como el carácter ceremonial de la montaña de arenisca roja Uluru en Australia.
El papel de la repetición en las historias náhuatl
Sea como fuere, los pueblos Nahua que emigraron desde el actual Suroeste de Estados Unidos hasta Mesoamérica entre los siglos X y XIII, trajeron consigo ricas historias que repiten motivos, lugares geográficos y situaciones desde distintos puntos de vista, hasta el punto de frustrar a los investigadores debido a esta técnica repetitiva que partiría de una visión del mundo y de la metafísica, pero también de la voluntad de memorizar el acervo de un pueblo complejo y en movimiento.
Camilla Townsend, historiadora de la Rutgers University en Nueva Jersey, explica en un artículo para Aeon la conexión entre la cultura Pueblo de Nuevo México y el Imperio Azteca con que se topó Hernán Cortés.
El náhuatl, una lengua que todavía pervive, contribuyó a recomponer algunas de estas historias tras la llegada de los españoles, gracias al trabajo proto-antropológico de miembros de la Iglesia como Bernardino de Sahagún. Queda claro, dice Townsend, que la repetición de dramas y eventos entre la nobleza azteca no es un error o una limitación narrativa náhuatl, sino un recurso premeditado que aportaría distintos puntos de vista a una realidad compleja que se rememora con cada explicación.
Y ¿qué ocurre en la modernidad? ¿Puede cualquiera de nosotros, acostumbrados al confort de pertenecer a viejas culturas escritas y a entornos con elevados niveles de alfabetización, convertirse en un bardo de la Antigüedad y recitar largas historias sin pestañear? Estas historias, ¿son memorizadas, o bien se benefician de modelos repetitivos prestos a cierta improvisación, como ocurriría en la música con géneros como el jazz?
Bomberos que queman libros
Ray Bradbury eligió Fahrenheit 451 como título de su novela más célebre al tratarse de la temperatura en que el papel de un libro se descompone presa de las llamas. En el mundo descrito por Bradbury, los bomberos no apagan fuegos para mantener a la población segura, sino que queman libros para, según la Administración de esta sociedad totalitaria, lograr los mismos fines (mantener a la población «segura» al alejarla de ideas potencialmente «peligrosas» —léase subversivas—).
Bradbury escribió la novela en un contexto de sospecha del gobierno estadounidense sobre la clase intelectual del país. La Guerra Fría se recrudecía y el Macartismo procedía a una paranoica caza de brujas por supuesta deslealtad, subversión o traición a la patria.
Todo dramaturgo, director de cine o guionista era sospechoso de simpatizar con ideas o incluso células comunistas en suelo estadounidense, un clima asfixiante que llevó a Arthur Miller a publicar Las brujas de Salem en el mismo año, 1953 en que salía Fahrenheit 451. En 1966 aparecería la película homónima de François Truffaut.
Guy Montag, el protagonista de la historia, es un bombero encargado de quemar libros prohibidos por orden del gobierno. Su vida responde a la convención de una sociedad narcotizada por un entretenimiento multimedia concebido para controlar a una población cada vez más dócil, como la mujer del propio Montag.
¿Podemos componer de memoria —o memorizar— una epopeya? ¿Y un libro?
Cuando el protagonista conoce a Clarisse McClellan, Montag se plantea su existencia. Pronto dejará su empleo de «bombero» y escapará tras plantearse por qué los libros son tan valiosos para algunos insurrectos que deciden ser abrasados con sus bibliotecas prohibidas a optar por una existencia recta.
Alejados de la sociedad, en un submundo paralelo, viven personas libres que se conocen entre sí con el título de la obra clásica de la literatura universal que han decidido memorizar para mantener viva la llama cultural de la sociedad humana.
¿Seríamos capaces de albergar libros enteros como los insurrectos de Fahrenheit 451? ¿Podríamos concebir una larga historia y memorizarla para transmitirla al papel años después?
Antes de apresurarnos a responder con un no tajante, merece la pena evocar algún que otro ejemplo ilustrativo que sugiere que, quizá, llegada la situación, sí seríamos capaces de ello. Ernest Hemingway cuenta en su relato autobiográfico A Moveable Feast (París era una fiesta) cómo a inicios de su carrera, cuando residía en un pequeño apartamento de Montparnasse con su Hadley, su primera mujer, tuvo que hacer frente a la dolorosa pérdida del único manuscrito de la novela que ultimaba ambientada en la Gran Guerra.
Era 1922 y los Hemingway no nadaban en la abundancia, si bien sus colaboraciones en la prensa y el cambio favorable del dólar en divisas europeas permitió al escritor recuperarse anímicamente y reescribir una (quizá mejor) versión del libro perdido, que aparecería en 1929.
El lenguaje silencioso de un mujik
La historia de algunos de los supervivientes de los campos de trabajo forzado que el Imperio ruso —primero— y la Unión Soviética —después— establecieron más allá de los Urales merece una mención. Natalia Solzhenitsina, hija del escritor y superviviente del Gulag Aleksandr Solzhenitsin, relata en el prefacio de la edición francesa del Archipiélago Gulag el episodio de cómo llegó a manos de un editor la primera gran obra del entonces desconocido autor, Un día en la vida de Iván Denísovich.
En realidad, el manuscrito, que carecía de firma o seudónimo, había llegado a manos del redactor jefe de la revista Novy Mir, Aleksandr Tvardovski, bajo el título Chtch-854. Tvardovski se llevó el manuscrito a casa y, desde las primeras páginas, supo que el relato le iba a mantener en vela pese al cansancio acumulado.
Así que se preparó para la lectura febril de un relato escrito con sangre y sudor por quien no podía ser alguien como él, un mujik (descendiente de campesinos humildes), alguien del pueblo, que comprende, piensa y habla como tal. La obra tenía un ritmo cadencioso que invitaba a proseguir con la lectura.
Lo que el redactor jefe de Novy Mir desconocía era que el autor, un veterano de la II Guerra Mundial que había intercambiado correo con un confidente sobre la deriva autoritaria y peligrosidad de Stalin, había concebido la novela en unas condiciones muy especiales. En el campo de trabajo al que había sido enviado, Aleksandr Solzhenitsin había logrado sobrevivir (un esfuerzo ya de por sí titánico, dadas las condiciones extremas y el cáncer que se extendió por su cuerpo).
La historia del trotskista y también superviviente del Gulag, Varlam Shalamov, mantiene paralelismos con Solzhenitsin. Como éste, aprendió a no desfallecer gracias a la «biblioteca» que se había construido en la memoria, la cual albergaba versos, fragmentos e historias de numerosos autores y de él mismo. Shalamov relató su experiencia en Relatos de Kolimá.
Relatos memorizados
Solzhenitsin elaboró pequeñas redacciones cifradas en papel que debía destruir posteriormente, una vez las había memorizado. Cuando su salud empeoró y los responsables del campo le concedieron la oportunidad de acudir al hospital a operarse y a recibir quimioterapia pese a sus escasas posibilidades de supervivencia, el prisionero llevaba consigo una novela latente, que no había sido trasladada al papel, pero que sin duda ya existía en su versión primigenia.
Tendrían que pasar varios años para que aquel anónimo y cultivado mujik redactara un libro que Nikita Jrushchov, él mismo descendiente de mujiks, permitió publicar. El éxito fue tal que la revista Novy Mir recibió miles de correspondencias semanales de todos los rincones del país durante años, hasta que el propio régimen soviético se desdijera de su apreciación por la novela (una denuncia del infierno inhumano de las purgas estalinistas) y la prohibiera.
Para entonces, Un día en la vida de Iván Denísovich había sido leída por millones de soviéticos y formaba ya parte del imaginario colectivo de un país cuyo régimen había desafiado a la propia memoria de la historia, tan asociada a las metáforas, analogías y alegorías que reverdecen el pensamiento metafísico.
Chamanes de pueblos remotos, bardos que contienen en su canto la historia de su pueblo, escritores que reescriben textos perdidos, autores que conciben obras sin necesidad de guardarlas en papel hasta que haya llegado el momento…
Memoria y metafísica en la era del teléfono móvil
Si tuviéramos que elegir ser portadores de una historia o libro, ¿nos quejaríamos de la imposibilidad de afrontar semejante empresa, o aceptaríamos el reto? ¿Por qué la poesía ha dejado de tener un papel central en el imaginario que compartimos? ¿De veras creemos que todo puede caber en un hilo de Twitter o un vídeo de Tiktok?
Metáforas y alegorías nos invitan a participar en un poema o texto, pues están abiertas a la interpretación y, en cada interpretación, podemos encontrarnos ante una nueva experiencia del texto, un nuevo significado en el momento.
Recurriendo a Martin Heidegger, Paul Ricoeur creía que los textos ricos en estos recursos se construían sobre la marcha, cuando eran declamados en el «dasein» del momento.