La pandemia obligó al comité organizador de los Juegos de Tokio a aplazar las Olimpiadas hasta —esperemos— 2021, lo que invalida la astucia mostrada por los diseñadores gráficos responsables del logotipo que debería haber sido ubicuo en verano.
La capital japonesa se convertirá en una de las escasas urbes en haber alojado dos Juegos Olímpicos de la era moderna. Una de las imágenes de los Juegos de Tokyo de 1964 es la de un público maravillado por el dominio del etíope Abebe Bikila en la prueba de maratón, primer corredor en ganar dos oros en la mayor prueba de atletismo.
En Roma 1960, Bikila había logrado el oro corriendo descalzo por las calles de una ciudad que mostró al mundo sus vestigios del pasado durante la prueba, celebrada de noche.
Los tramos de pavimento original de la vía Apia Antica en dirección al Coliseo y a Campidoglio vieron pasar al corredor de larga distancia que representaba un cambio en la disciplina: desde entonces, los fondistas africanos se turnarían en la cúspide.
Quizá el camino terroso a las afueras de un poblado etrusco que originaría la Vía Apia durante el auge de Roma era ya una realidad cuando, en 490 a.C. los persas pusieron en un aprieto a las fuerzas griegas junto a la polis de Maratón.
Entre Filípides y Bikila
Los historiadores clásicos Heródoto, Plutarco y Luciano explican, cada uno a su manera, la hazaña del soldado griego que recorrió a pie los más de 40 kilómetros entre Maratón y Atenas para avisar del ataque persa y lograr los refuerzos que decantarían la batalla.
Filípides, el corredor al que se suele atribuir la hazaña, habría muerto después de entregar su mensaje, en un esfuerzo que entronca los esfuerzos humanos con atributos propios de los dioses. Imaginamos al mismo Hermes, dios mensajero y arquetipo de la astucia, convertido en la sombra de Filípides durante esa jornada remota con ecos bélicos.
Inventor del fuego y, como el titán Prometeo, responsable de que ese símbolo del conocimiento llegara a los mortales, se asociaba a Hermes con los deportes olímpicos de la Antigüedad como las carreras y la lucha.
Los mensajes y el atletismo convergen desde la Antigüedad, con figuras como el dios Hermes, patrón de los atletas, y el propio Filípides. Hasta inicios de la Ilustración, cuando la guerra moderna inspirara nuevos tipos de comunicación instantánea como el telégrafo óptico de los hermanos Claude e Ignace Chappe, los sistemas de comunicación más rápidos dependieron de sistemas de postas de caballos y alternativas menos fiables pero usadas durante milenios, como la cría de palomas mensajeras.
Una paloma en la bandeja de entrada
La simbología de la paloma mensajera es extensa y hay vestigios de su cría específica y empleo en el Creciente Fértil y el Antiguo Egipto, además de su extensiva mención en el politeísmo griego y los escritos sagrados de las religiones abrahámicas.
El uso de palomas mensajeras era corriente en el Mediterráneo oriental durante la Edad de Bronce, lo que explicaría el uso de las aves durante los Juegos Panhelénicos, las competiciones atléticas de la Antigua Grecia, para anunciar los ganadores de cada disciplina.
Los sistemas postales contemporáneos tienen un origen real próximo al etimológico: las postas (de ahí correo «postal») permitían el envío de mensajes y valijas a través de largas distancias gracias al establecimiento de centros de vituallas para el refresco de mensajeros y caballos.
Atribuimos el carácter eficiente y expeditivo de las burocracias logísticas de largo alcance a la modernidad; sin embargo, hay varios referentes en la Antigüedad que inspiraron el correo británico y el francés de la Ilustración, los cuales trataron de competir en eficiencia y puntualidad (el francés Julio Verne se sirvió del arquetipo del gentleman, el miembro del Reform Club Phileas Fogg, para poner a prueba la «puntualidad británica»).
El primer sistema postal de largo alcance bien documentado es el «cursus publicus» romano, transportado en carruajes ligeros y con postas disponibles a lo largo de las principales vías de comunicación. El sistema, sin embargo, se circunscribía al uso gubernamental, con implicaciones comerciales, políticas y de inteligencia bélica para la seguridad fronteriza en los confines del Imperio.
Las postas del Gran Kan
En su máximo apogeo, el Imperio Mongol, comprendido entre las actuales China y Europa Central, había asegurado el control comercial y administrativo de buena parte de las rutas de intercambio de bienes de Eurasia con un legendario sistema de postas que destacaba por su agresividad, rapidez y carácter expeditivo.
Sólo en China, el sistema postal mongol disponía de 1.400 estaciones (situadas a una media comprendida entre 25 y 65 kilómetros de distancia), 50.000 caballos, 1.400 bueyes, 6.700 mulas, 400 carruajes, 6.000 navíos, centenares de perros y ganado ovino.
En los relatos de sus viajes por los confines de Oriente entre 1271 y 1295, el viajero veneciano Marco Polo fue espectador de excepción de los entresijos burocráticos del Imperio mongol de Kublai Kan, cuyo aparato administrativo alcanzaba el Pacífico, El Índico, el Himalaya, las estepas de Asia Central y el Mediterráneo Oriental.
Marco Polo descubre un sistema de mensajería rápido y fiable, esencial para mantener un inmenso ejército situado en destacamentos a centenares de leguas de distancia, así como de talleres para fabricar un papel de gran calidad con técnicas desconocidas en Europa. Técnica y burocracia se aliaban para controlar las fronteras.
Con la era de los descubrimientos, el desarrollo mercantil y el auge de imperios europeos intercontinentales, sirvieron de precursores del sistema de correo que llegaría con la Ilustración.
La España de los Austrias o el Sacro Imperio Romano Germánico, operaron sistemas postales descentralizados y casi siempre supeditados a las administraciones. La llegada de los borbones al trono español propiciaría la fundación de Correos y Telégrafos en 1716 y, con el cambio, la posibilidad de usar el servicio a cargo de la población.
De mensajes y semáforos
Sólo la carrera tecnológica para garantizar el dominio marítimo y continental durante la Ilustración crearía un sistema de correos con una ambición equiparable a la romana o mongol. Reino Unido y Francia competirán por establecer una tecnología de mensajería rápida de larga distancia precursora de la telegrafía eléctrica: el telégrafo o «semáforo» óptico, un sistema de torres situadas sobre lugares elevados y con visibilidad entre los fatos inmediatamente anterior y posterior, que transmitía en minutos mensajes que con anterioridad habían requerido días.
Esta transmisión a distancia de signos gráficos (literalmente, «telégrafo») llegaría con la Revolución Francesa, gracias al uso más amplio de un medio de comunicación cuyo origen había sido exclusivamente bélico. En 1794 se envía el primer mensaje entre Lille, al norte del país, y París, a través de 230 kilómetros y 22 torres. Pronto, el cubriría 5.000 kilómetros de territorio francés.
La Grande Armée soñaría con establecer un sistema de telegrafía óptica intercontinental que no fructificaría, si bien varios países (entre ellos, España), iniciaron un sistema similar que nunca lograría una implantación significativa: el telégrafo eléctrico no requería la comunicación visual entre repetidores, lo que transformaría para siempre las vastas extensiones de países-continente hasta entonces carentes de vertebración administrativa, como Estados Unidos (a la «conquista del Oeste» con postas, telégrafo y ferrocarril) y el Imperio Ruso (a la «conquista del Este» por los mismos medios de comunicación).
El Hermes «analógico» perderá buena parte de su razón de ser una vez el carácter bélico del telégrafo eléctrico se transforme en el utilitarismo comercial del telégrafo eléctrico.
Sin embargo, la comunicación prácticamente instantánea del telégrafo eléctrico dependería de inversiones sólo fiables entre grandes poblaciones e infraestructuras: el correo de postas (y mulas) permanecería como única realidad en amplios territorios de sistemas administrativos modernos hasta bien entrado el siglo XX.
Las mulas del correo
Ni siquiera el correo por automóvil y avión (en nuestra memoria, el carácter romántico y solitario de un aviador que maduró sus relatos literarios durante su experiencia como correo postal aéreo, Antoine de Saint-Exupéry) acabó con sistemas de recorrida y entrega de correo con tracción animal en lugares remotos, pequeños e inaccesibles por carretera regular.
Hace más de una década, Kirsten y yo hicimos una travesía a pie por el interior del cañón del Colorado hasta la tierra de los Havasupai, una reserva amerindia que recibía por entonces su correo todavía por mula desde el último aparcamiento accesible por automóvil al pie de una de las laderas del cañón. Medio siglo después de haber enviado al hombre a la luna, el sistema administrativo del mismo país que había posibilitado la hazaña tenía que servirse de animales de tiro para que los Havasupai enviaran y recibieran correo postal.
Al observar cómo el correo descendía sobre animales de tiro por un sendero terroso digno de un western de John Ford, me sentí (o, mejor dicho, creo haberlo hecho —quizá asistido por la perspectiva de los años—) parte de un gran rodaje de realidad-ficción.
Algo así como el espectador de un mundo post apocalíptico en el que el colapso de la sociedad ha acabado mermando la comunicación con el exterior de la miríada de grupúsculos de población que se atrincheran en diminutas plazas fuertes, en una especie de neo-medievalismo dominado por el más salvaje darwinismo social.
Mr Postman
Eso sí, incluso en esos mundos fragmentarios de un futuro que ha renunciado a la moral y las aspiraciones universalistas (y, con el colapso de estos objetivos altos, cualquier intención de mantener en pie las infraestructuras comunes de una sociedad), siempre existen las figuras quijotescas que tratan de encender una nueva llama. La misma llama que nos remonta al Hermes y al Prometeo que portan los mensajes del conocimiento a la humanidad.
En The Postman, el filme de Kevin Kostner (1997) basado en una novela post apocalíptica de David Brin, asistimos a la evolución moral de un vagabundo en un mundo fragmentado y bárbaro posterior a «la» guerra nuclear.
El vagabundo, que se conforma al inicio con la supervivencia, decide entregar las cartas de un camión de correos que nunca había acabado la última entrega previa al colapso.
«El mensajero» inicia entonces un periplo que lo llevará a derribar la tiranía local y, quizá, contribuir al inicio posible de un sistema de comunicaciones con el exterior.
En tiempos de incertidumbre, las viejas pulsiones tribales surgen y, con ellas, sus posibles antídotos. A menudo, son solitarios personajes románticos (Saint-Exupéry en su avioneta, el correo por mula a los Havasupai, el mensajero de la novela de David Brin en la que se basa The Postman) quienes se lo juegan todo para que Hermes no pierda la batalla y sigamos rememorando, aunque sea simbólicamente, que cualquiera de nosotros puede correr una maratón.
Es cuestión de voluntarismo y sentido de la responsabilidad con uno mismo y con quienes nos rodean.