La cosa va de magos y profetas. Este es al menos el encuadre del divulgador Charles C. Mann en su ensayo sobre dos personajes clave de una de las últimas encrucijadas a escala de civilización que el mundo solventó de manera expeditiva y exitosa: el reto de asegurar el bienestar y la seguridad alimentaria tras la II Guerra Mundial a una población en aumento.
Entonces, se manifestaron dos paradigmas antagónicos para afrontar una situación de emergencia que corría el riesgo de dar la razón algunas de las tesis logarítmicas de Thomas Malthus, quien había olvidado que las ciencias sociales no pueden interpretarse desde modelos matemáticos abstractos que no cuenten con un factor esencial: el de la ingenuidad humana en momentos de emergencia.
En el ensayo de Charless C. Mann, el «profeta» es William Vogt, quien abogaba por el control de la población (y su polémica vertiente eugenésica, especialmente despiadada con las minorías estadounidenses) en un mundo que debería competir por los recursos.
William Vogt concebía el mundo con la rigidez de los modelos abstractos que habían conducido a un pensador brillante como Malthus a pasar a la posteridad por la proyección a futuro según la cual el mundo agotaría sus recursos al aumentar la población.
Otra figura crucial en la encrucijada de finales de la II Guerra Mundial es el agrónomo Norman Borlaug, el «mago» en el libro de Mann. En lugar de optar por el pensamiento catastrofista y unirse a las tesis del decrecimiento, Borlaug se centró en el uso de fertilizantes y plaguicidas químicos, así como variedades de cultivo más productivas, para aumentar la producción de alimentos muy por encima de las necesidades de una población en aumento exponencial en todo el mundo.
Una transformación para la década entrante
La historia que explica Charles C. Mann no es un cuento de hadas y, en la actualidad, afrontamos las consecuencias de los excesos de la agroindustria y los monocultivos, entre ellos la erosión, el descenso de los niveles de oxígeno en el agua en ríos y estuarios debido a los pesticidas diluidos en el agua (lo que amenaza la vida acuática), la desaparición de variedades y técnicas cuya adecuación al clima cambiante no ha sido explorada como debiera, etc.
Hoy, a inicios de los años 20 del siglo XXI, nos encontramos de nuevo en una encrucijada que determinará la deriva de nuestra civilización. De momento, y pese a la fanfarria mediática en torno a la tecnología y el tecno-utopismo, la sobreabundancia actual de «profetas» al estilo de William Vogt no está contrarrestada con propuestas creíbles a gran escala que garanticen un nuevo equilibrio necesario entre seguridad alimentaria e impacto sobre el clima y los ecosistemas.
Sí observamos, no obstante, indicios sobre técnicas —algunas tradicionales o ancestrales, otras de alta tecnología— y sistemas con el potencial de aplicarse a gran escala, tal y como muestran centros agrarios automatizados en zonas como El Ejido (Almería, España) y Food Valley (Gelderland, Países Bajos), donde predominan los invernaderos de agricultura biológica, capaces de multiplicar las cosechas y reducir el uso de pesticidas hasta el 97% (en el caso de verduras de hoja como la lechuga y la espinaca).
El carácter gradual y difuso de la degradación medioambiental que dificultará la producción agraria en las próximas décadas no ha estimulado hasta el momento las acciones decisivas (algunas de ellas económicamente arriesgadas) que aceleren sistemas agropecuarios a gran escala de menor impacto y, en ocasiones, biológicos.
Alternativas a los excesos de agricultura y ganadería intensivas
Aumenta la polémica en torno a la conveniencia de centrarse en la innovación genética y la alimentación transgénica para mantener o aumentar la producción de alimentos en menor espacio y con menor impacto; mientras tanto, la industria cárnica asume un rol similar al de la industria petrolera con el ascenso de las energías renovables: unas compañías niegan el impacto de la ganadería sobre el entorno y la dudosa ética de la industria intensiva (las CAFO, o «factorías de animales»), mientras otras invierten en las firmas más prometedoras de carne de origen vegetal, una industria que crece con rapidez y recibe atención tanto de inversores corporativos y de capital riesgo como del gran público (Impossible Foods y Beyond Meat tienen ya sus competidores en Europa y Asia).
Las «factorías» de «producción de carne» (por tanto, de cría aviar, porcina, ovina o vacuna) que se han especializado en las últimas décadas en obtener las variedades mejor adaptadas a los polémicos sistemas de ganadería intensiva afrontan tanto la creciente crítica de la opinión pública, como los propios retos a los que la humanidad se somete en estos momentos: en las explotaciones de ganadería intensiva, el uso de antibióticos y hormonas se dispara para contrarrestar el riesgo sobre la salud de animales con carencias esenciales. Entre estas amenazas, se encuentra el riesgo de pandemias.
Un artículo en The Economist relata cómo las granjas avícolas, cuyas variedades y cadenas de suministro unían a productores y consumidores de todo el mundo, padecen en estos momentos tensiones en sus complejas cadenas de suministro que amenazan el aprovisionamiento de un producto esencial en mercados como el chino, donde la prosperidad ha disparado el consumo de carne en las dos últimas décadas.
Sin embargo, las variedades criadas en las principales granjas aviares chinas muestran riesgos de agotamiento, lo que ha llevado a firmas chinas —nunca alejadas del todo de su propio Gobierno—, a asegurar los ejemplares de pollo para la cría intensiva en granjas de máxima seguridad situadas en la UE, Reino Unido o Estados Unidos:
«Los pollos que pían en Jiangsu son los descendientes de quinta generación de aves de cría cuya genealogía se extiende a lo largo de 80 años de selección de rasgos característicos como el índice de transformación del alimento [lo que un animal necesita comer para alcanzar la madurez], la rapidez de cría, la fortaleza de los huesos de las patas y la resistencia a enfermedades. Tras oleadas de consolidación, la industria está dominada por dos firmas, Aviagen (con sede en Alabama y perteneciente a la firma alemana EW Group) y Cobb (controlada por Tyson, el gigante cárnico estadounidense)».
Analogía de energías renovables y agricultura vertical
A medida que aumentan las tensiones derivadas de conflictos comerciales geopolíticos y de la propia pandemia del coronavirus, China pretende lograr «la autosuficiencia» en terrenos alimentarios estratégicos como la carne aviar, favorito culinario de la sociedad china contemporánea.
China parece no preguntarse, de momento, por cuestiones como los derechos de los animales, pero el país se muestra especialmente vulnerable a los efectos de la dependencia alimentaria y de las enfermedades zoonóticas (de origen animal).
Si los efectos del cambio climático, la contaminación, la ética animalista o el derroche de recursos son demasiado difusos como para producir un cambio decidido en la industria agropecuaria, no lo son así las transformaciones repentinas (a su vez, asociadas a nuestro avance en los ecosistemas, aseguran algunos estudios) que amenazan la seguridad alimentaria de varias regiones, al degradar la conexión entre los productores, cadenas de suministro y clientes de un sistema mundial e interconectado.
Regiones especialmente deficitarias en la producción de alimentos o cosechas esenciales tratan de combinar la geopolítica de la alimentación (que, por ejemplo, ha aumentado la influencia de China en América Latina, África y el sureste asiático) con un incremento radical de la producción local (de la granja a la mesa, al restaurante, al comedor de la escuela o de la empresa, etc.) gracias al uso de invernaderos como los de Food Valley y El Ejido, pero también a apuestas más arriesgadas como la agricultura vertical biológica y sus distintas vertientes (desde la acuaponía e hidroponía a proyectos que incluyen la biorremediación, o recuperación de ecosistemas degradados).
El potencial de la agricultura vertical todavía no ha sido puesto a prueba a una escala suficiente dada la hasta ahora escasez de incentivos para producir alimentos de manera intensiva en espacios limitados y tecnológicamente más controlados que las explotaciones a la intemperie y los invernaderos convencionales, así como a la mayor inversión inicial necesaria para crear y mantener granjas verticales de un tamaño significativo.
Seguridad alimentaria en un mundo más frágil
Dada la asimetría existente hasta el momento entre la elevada atención mediática en torno a las granjas verticales y el número de instalaciones, el Financial Times dedica un provocador artículo a la modalidad, a la vez que se pregunta si se trata de una esperanza o una moda pasajera.
De momento, este segmento de la llamada «Agritech», o agricultura tecnológica, ocupa el equivalente a 30 hectáreas de terreno en el mundo, en comparación con una superficie de 50 millones de hectáreas en la agricultura convencional y 500.000 hectáreas en el caso de los invernaderos que dominan en centros como los de Almería o Food Valley.
Quienes se apresuran a descartar las ventajas potenciales de un sistema de producción alimentaria que requiere una mayor inversión inicial y emplea mayores recursos de construcción, iluminación, bombeo de agua y nutrientes y climatización, sus postuladores recuercan que hay granjas verticales en funcionamiento capaces de ahorrar más de un 90% del consumo de agua, reducir el uso de fertilizantes y plaguicidas de origen químico hasta niveles negligibles y aumentar hasta 10 veces la producción de alimentos por unidad de superficie.
Sin olvidar las ventajas asociadas a la seguridad alimentaria: las granjas verticales podrían acelerar la descentralización al producir alimentos próximos al consumidor; disminuiría, asimismo, la dependencia con respecto a largas cadenas de suministro —potencialmente sometidas, como en la actualidad, al rigor de la geopolítica, las pandemias y el cambio climático—.
En países con elevadas rentas y una dependencia alimentaria especialmente acusada, como Singapur, la seguridad alimentaria en una era de incertidumbre en la región del mar de la China meridional pasa por apuestas decididas, aunque dependan de inversiones cuantiosas.
Dónde sería viable la agricultura vertical a gran escala
Un reportaje de Megan Tatum en Technology Review aventura que el microestado asiático (el tercero con mayor densidad de población del mundo, con la mitad de superficie que Los Ángeles) podría convertirse en el primer país con una suficiencia alimentaria procedente de granjas verticales a gran escala.
Entre los inversores en el sector agritecnológico de Singapur se encuentra Ankesh Shahra, heredero del grupo indio alimentario, inmobiliario y del acero Ruchi Group. A partir de su experiencia en una planta de procesado de aceite de semillas del grupo creada por su padre, Shahra invierte ahora en sistemas de agricultura vertical apilables en Singapur.
El empresario indio observó potencial en esta solución al toparse con una instalación de VertiVegies, consistente en un puñado de contenedores logísticos apilados y conectados entre sí cuyo interior había sido condicionado para producir alimentos en cualquier lugar donde fueran instalados y conectados a las redes de agua y eléctrica para garantizar el funcionamiento de luces LED, redes de bombeo y climatización.
El creador de VertiVeggies, el también indio Veera Sekaran, había creado una solución «plug and play» para producir alimentos que quizá no tuviera sentido instalar en California (el 40% del terreno estadounidense está delimitado para el cultivo o uso agropecuario), pero Ankesh Shahra conocía otras realidades de primera mano: debido a las limitaciones de su territorio y clima tropical, únicamente el 1% de la superficie de Singapur está ocupado por granjas de cultivo.
La ciudad-Estado debe gastar anualmente 10.000 millones de dólares para importar el 90% de sus alimentos y se encuentra a expensas de proveedores, intermediarios, cadenas de suministro y una creciente inestabilidad geopolítica en una región controlada por China.
Cuando la realidad hace cambiar de opinión
Ankesh Shahra y Veera Sekaran trabajan desde 2017 en mejorar la tecnología y su escalabilidad para lograr una oportunidad como la que se presenta ahora en Singapur, cuyo crecimiento inmobiliario había hecho su dependencia alimentaria aparentemente irreversible después de que, a partir de los años 70, recalificaciones inmobiliarias convirtieran 15.000 hectáreas de plantaciones de tapioca, boniato y huertas de verduras en edificios de oficinas y apartamentos.
El interés por la agricultura vertical es, por tanto, estratégico en un país con sólo 600 hectáreas de terreno cultivable. En estos momentos, la alimentación representa únicamente el 1% del PIB anual del país (o 4.300 millones de dólares), por un 5% del PIB en Estados Unidos y otras economías avanzadas.
El interés de Singapur por la seguridad alimentaria no empezó con la actual pandemia. Unos meses antes de que la crisis financiera global se manifestara con la quiebra de Lehman Brothers, el mercado mundial de alimentos registró aumentos repentinos que afectaron sobre todo al mercado de materias primas.
En un año, Singapur vio cómo las importaciones de alimentos no elaborados aumentaban hasta el 55% en 12 meses, mientras mercancías básicas como el arroz, el trigo y el maíz lo hacían en un 31%. El Estado asiático se vio obligado a asumir un aumento de costes que no podía negociar y que afectaba también a alimentos básicos de la cesta de la compra como aceite, pan y leche.
Diseñar mejores (y económicamente rentables) redundancias
Ya en 2008, el ministro de Finanzas del país afirmaba que los factores que habían provocado el aumento de los precios habían llegado para quedarse. La llamada a la acción se materializó en el compromiso inicial del Gobierno de producir suficientes alimentos como para satisfacer el 30% de las necesidades nutricionales internas en 2030 desde el 10% actual.
La escasez de territorio y terrenos de cultivo y el elevado poder adquisitivo podrían acelerar la viabilidad de tecnologías de agricultura intensiva vertical.
Cuando se trata de garantizar el aprovisionamiento alimentario de la población, fenómenos como la inestabilidad geopolítica, patrones climáticos cada vez más erráticos y eventos como la actual pandemia de coronavirus con efectos inmediatos sobre la cadena de suministros global, ni siquiera la solvencia económica de un país es suficiente.
Incluso los países más densamente poblados y sin prácticamente tierra cultivable se plantean métodos para potenciar su resiliencia y reducir su dependencia del exterior.
El diseño de redundancias será crucial en un futuro que debe aprender a abandonar su obsesión por la eficiencia económica.
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