Quienes mantenemos una biblioteca cada vez más desmaterializada y sujeta a vaivenes como una vida entre distintos hogares y geografías, carecemos de ese lugar sacro llamado biblioteca, y debemos conformarnos con una versión disminuida y supletoria de los libros adquiridos y leídos a lo largo de nuestra trayectoria.
Libros en cajas, en el hogar familiar, en un apartamento o vivienda vacacional donde ya no pasamos épocas prolongadas. Son muchos los motivos, pero poseer una biblioteca doméstica con versiones en distintas geografías es una empresa difícil.
A los libros ausentes en el lugar donde nos hallamos en este momento cabe añadir los libros electrónicos, o aquellos libros —físicos o electrónicos— que hemos leído gracias a amigos y bibliotecas, pero nunca poseído. También están los libros que hemos prestado y a los que hemos perdido de vista, los que hemos donado o aquellos que simplemente no creíamos que mereciera la pena mantener en el fardo.
Incluyo la historieta y cualquier subgénero vilipendiado por la crítica en el apartado «libros». A estas alturas, quien crea que la novela gráfica, la ciencia ficción, la literatura juvenil o el género policíaco no son libros, no vive en una dimensión digna de descodificar.
Desmaterialización de preciados objetos culturales
Con la música, el fenómeno ha sido más pronunciado y sólo se han salvado los LP en formatos físicos que conservan un significado especial; el resto se ha desmaterializado y reside en algún servidor remoto del que la aplicación a la que nos hemos suscrita pescará nuestra petición peregrina llegado el momento, en un acto de completa indiferencia y aleatoriedad en absoluto comparable con sesiones de audición como las expuestas por Nick Hornby en Alta fidelidad (la novela de 1995 llevada al cine por Stephen Frears en 2000 y que asociamos desde entonces al melómano-en-la-vida-real John Cusack).
A medida que nos establecemos (más o menos) profesionalmente, compartimos nuestra vida con otros y formamos una familia, etc., un proceso despiadado de selección de posesiones personales impone su lógica inexorable, y muchas veces los productos culturales acumulados durante la adolescencia y la primera juventud nunca realizan la mudanza desde el hogar familiar o el primer apartamento compartido.
Olvidamos entonces que algunos de esos casetes, discos compactos, cómics, revistas o libros fueron fruto del trueque estratégico con amigos o incluso el ayuno obligado en algún que otro día escolar o universitario (se puede comer cada día en el bar de la facultad, pero un concierto memorable o un libro esperado son oportunidades que bien merecen una revisión de prioridades perentorias).
De los pocos libros de literatura juvenil o considerada de calidad más que dudosa por la crítica sesuda, guardo pocos títulos, por no decir ninguno, y los que han sobrevivido a la criba spenceriana no están conmigo en la vivienda habitual, sino en una de las numerosas cajas de un desván en una casa de campo que espera a la finalización de la pandemia para servir de escenario de una vida familiar vacacional y pseudo-campestre. Ya veremos en qué queda todo.
Un viejo regalo de Alberto Vázquez-Figueroa
Tras leer un par de artículos con los que merece la pena toparse, al evocar ese tipo de aventuras que de vez en cuando dan para una crónica amena en la prensa —y, a veces, para un reportaje novelado como Relato de un náufrago, uno de mis preferidos de la primera juventud—, evoqué hoy a uno de esos autores que devoré de adolescente y del que renegué a la primera mueca de contertulio enterado de cambio.
Hoy, en efecto, me vino a la mente un autor superventas menospreciado por todos menos por sus lectores fieles —y rey de los quioscos en los años ochenta y noventa, cuando todavía se compraban novelas populares en los quioscos en España—, a menudo jóvenes: el escritor canario Alberto Vázquez-Figueroa.
De él compré y leí con gusto algunos de sus libros más sujetos a fórmulas manidas. Hasta que me topé con dos que me mantuvieron en vela hasta acabarlos, Tuareg y Manaos. Hasta hoy, representan la base de lo poco que sé con relativa profundidad sobre culturas tan alejadas como la de los «imohag» del Sahara; o, en el caso de Manaos, los «nordestinos» más humildes de Brasil, que hasta hace poco se adentraban en el Amazonas y, en las inmediaciones de Manaos, se ganaban la vida extrayendo caucho de las plantaciones en la selva que habían enriquecido la ciudad.
Hoy, muchos de ellos se ocupan del comercio ilegal de madera protegida, o de la explotación minera informal.
Antes de Arturo Pérez-Reverte, cuya popularidad coincidió con mis años de búsqueda de libros más sustanciosos según los cánones de imitación del momento (primero, novela del siglo XX, sobre todo la predictiblemente irreverente; luego, ya más recientemente, los rusos y franceses del XIX), estuvo Alberto Vázquez-Figueroa, un escritor de libros por encargo que, sin embargo, se deja leer, y de qué manera, en Manaos.
Las aventuras remotas de un adolescente
La historia del caucho, de su importancia industrial a finales del siglo XIX coincidiendo con el ascenso de la automoción y su carácter inicialmente endémico a la cuenca del Amazonas, explica por qué Manaos prosperó con rapidez y a inicios del siglo XX contaba con barrios de sofisticado semblante europeo y una ópera que no tenía nada que envidiar a la de Viena.
Hay pocas historias que resuman la ingenuidad e implacable trasplante de métodos de organización social, agraria e industrial de Europa a las Américas que la prosperidad acelerada de una urbe instalada en medio del Amazonas, y su caída no menos rápida y espectacular, que dejó a una ciudad cuya población trata desde entonces darse una razón de ser más allá de su fundación extractiva y ajena a realidades de los nativos y los ecosistemas que ocupa.
Uno lee Manaos y evoca una ciudad surgida y mantenida como una fiebre tropical, para la cual la tecnocracia brasileña ha encontrado proyectos más o menos quijotescos desde que la competición de las plantaciones de caucho en las colonias británicas del sureste asiático y, más tarde, el caucho sintético derivado de la industria del petróleo, relativizaran su carácter estratégico e importancia geopolítica.
Hoy leía un artículo del 28 de marzo que me transportó momentáneamente al Amazonas, tal y como lo había hecho Vázquez-Figueroa hace ya tantos años (creo que la lectura data del año 1992 o 1993; no lo he vuelto a leer).
El artículo relata uno de tantos accidentes aéreos ocurridos en zonas remotas de la cuenca amazónica, un mal fario no tan extraordinario que suele implicar a pequeños aviones con un piloto o una pequeña tripulación, aviones pequeños —casi siempre de reconocimiento— y algún error humano, mecánico, de navegación, falta de combustible, o dos o más de estos percances a la vez.
Una mina ilegal como surgida de una imagen de Sebastião Salgado
Un mayor control del espacio aéreo, teléfonos con comunicación por satélite y mejores sistemas de reconocimiento permiten localizar accidentes con cada vez mayor facilidad, con supervivientes o sin ellos. Así que cuando Antônio Sena detectó problemas mecánicos en su pequeño avión, un Cessna 210L de 48 años, empezó a emitir un mensaje de socorro por radio para quien pudiera estar escuchándolo y a planear un suave descenso sobre la mullida alfombra verde del dosel arbóreo del Amazonas.
Antônio se encontraba a medio trayecto de una mina frecuentada por individuos que podrían protagonizar una novela de Vázquez-Figueroa o una fotografía memorable de Sebastião Salgado, los «garimpeiros», o buscadores de oro y piedras preciosas, a menudo personajes de frontera con pocos o ningún escrúpulo, más interesados en la ganancia de la jornada que en los daños que su actividad pueda causar sobre la población y los ecosistemas locales.
La mina, bautizada como California, cuya fiebre del oro del siglo XIX sigue inspirando a buscavidas con pocos escrúpulos y menos todavía que perder, empleaba al piloto para transportar material y hacer vuelos de reconocimiento que facilitaran pistas para la prospección. Los garimpeiros realizan su actividad en zonas a menudo protegidas en su calidad de santuarios de pueblos autóctonos. La mina California no es una excepción y explota ilícitamente una zona a cielo abierto de la tierra ancestral del pueblo Maicuru.
Al colisionar contra los árboles, ocurrió de nuevo algo inesperado. Antônio Sena, de 36 años y en buen estado físico, había salido ileso, de modo que se apresuró a tomar todos los enseres que pudieran asistirlo hasta la llegada de un equipo de rescate, y se alejó rápidamente del avión, con 630 litros de fuel en el depósito. Momentos después, el avión explotaba, causando una llamarada que podría contribuir a su localización.
Lo que los monos araña enseñaron a Antônio Sena
Armado con un cuchillo de bolsillo, una linterna, un par de mecheros y un teléfono con escasa batería, Sena aguardó junto al avión durante unos días, al concluir que los vuelos de reconocimiento buscarían el punto del siniestro y lo sobrevolarían para comprobar si había alguna señal que confirmara la supervivencia del piloto.
Durante varios días, distintos aviones reconocieron la zona y trazaron círculos en torno a ella, para continuar con su trayecto pese a los gritos y gestos de Sena. De modo que tomó la decisión de aventurarse en la selva —con peligros dignos de la literatura de aventuras— en busca de actividad humana en la zona. Con poca batería, optó por abrir la aplicación de navegación del teléfono y, tras reconocer la zona, decidió dirigirse hacia el este, donde el río Paru discurre a unas 60 millas del lugar.
El piloto optó por preparar su trayecto y adaptarlo según la experiencia de las primeras jornadas: caminaría por la mañana por el complicado terreno selvático, dominado por pantanos y enredaderas que dificultan cualquier desplazamiento. Por la tarde, se detenía en un lugar elevado, pues los depredadores de la zona atacan cerca del agua, donde abundan las víctimas potenciales.
Tras recoger unas ramas y hojas de palmera para guarecerse de la lluvia, Sena trataba de descansar. Grupos de monos araña dificultaron su intención desde el principio, atacándolo al menor despiste y destruyendo su chozo provisional para la jornada.
Pero el incordio de los primates también ofreció al piloto una valiosa pista que jugaría a favor de su supervivencia durante las 36 jornadas que discurrirían hasta su rescate: Antônio Sena observó a los macacos comer pequeñas bayas de un brillante color rosáceo llamadas «breu», y asumió que también serían aptas para el consumo humano.
Desde ese momento, el pequeño fruto se convirtió en su principal fuente nutricional, completada en una ocasión con tres pequeños huevos con cascarón azul de un nido de inambu.
Vidas cruzadas
Las jornadas se sucedieron hasta que, una tarde, oyó el sonido inconfundible de una motosierra, que luego se desvaneció. Permaneció expectante durante horas, a la espera de oírlo de nuevo. Por la mañana, volvió a oír el sonido durante un instante, pero luego desapareció.
Continuó con su travesía hacia el este y, en la misma jornada, llegó el momento ansiado: en un recodo ante él, observó a un hombre cascando frutos secos ante él: formaba parte de un grupo liderado por Maria Jorge dos Santos Tavares, una viuda de 67 años.
Es aquí cuando la historia de Antônio Sena se reúne con el relato colectivo de nuestro tiempo: pese a su carácter remoto, Manaos ha sido una de las urbes azotadas con mayor virulencia por distintas variantes de la pandemia de Covid-19 en la que estamos inmersos, que ocasionó el colapso de los centros hospitalarios de la región, los centros crematorios y los cementerios.
Ante la muerte de su marido por complicaciones de la Covid-19, la situación económica de Maria Jorge dos Santos Tavares se hizo todavía más precaria, lo que la obligó a adentrarse en la selva en busca de nueves silvestres para vender. Su teléfono facilitó el rescate de Sena. La mujer dio la buena noticia a los familiares incrédulos del piloto, y añadió con fatalismo:
«Nosotros perdimos una vida, y vosotros recuperáis otra».
Ya hemos tratado sobre las virtudes de la cultura escrita con respecto a la distracción multimedia de bufé libre, o sobre el valor (a menudo un intangible próximo a la «pérdida del aura» expuesta por Walter Benjamin) que lo analógico puede aportar a experiencias hoy digitalizadas.
Cuando la literatura de aventuras abría mundos
Uno de los regalos que alguien puede tener en la vida es toparse con libros que contribuyan a un encantamiento posible con el mundo, pues el «reencantamiento» es para los adultos y las sociedades agotadas. Al fin y al cabo, pocos de nosotros estaremos dispuestos a emprender de buen grado una aventura tan azarosa y al límite como la protagonizada por el piloto-garimpeiro Antônio Sena.
Durante los primeros años de lectura, existe la competición de esos relatos lineales que nos han hecho soñar desde las primeras obras épicas orales —auténticos batiburrillos colectivos llenos de fórmulas retóricas repetitivas para favorecer la memorización— con un entretenimiento multimedia cada vez más inmersivo.
Pero la evolución de los contenidos multimedia hacia experiencias envolventes donde dominan la interacción, los entornos visuales realistas y una apelación a los sentidos que aspira a engañar nuestra percepción, no deja un espacio para soñar equivalente al de los buenos relatos literarios de aventuras.
La literatura considerada peyorativamente «de aventuras» o «juvenil» jugó un rol decisivo para generaciones de adolescentes y jóvenes, que enriquecieron una existencia a menudo anodina entre el estudio, las actividades extraescolares y una vida familiar de la que una personalidad en construcción siente la necesidad de desmarcarse, no sea que para explorar el significado de la perspectiva.
Desde el inicio de la literatura de masas con obras «de cordel» o folletinesca, la literatura aportó el mundo de aventuras que sociedades cada vez más organizadas negaron a los infantes en formación, que debían ser escolarizados y protegidos de miserias y riesgos.
Adolescentes quijotescos
El deporte moderno y el montañismo, surgidos en el contexto de la industrialización y la prosperidad de la clase media británica en el siglo XIX. Pero la popularidad de las aventuras literarias de personajes que exploran las inmensidades de un mundo todavía por conocer (o las no menos desconocidas profundidades de la conciencia humana) demuestra hasta qué punto los jóvenes seguían interesados en el riesgo sin red de seguridad que prometían la competición deportiva y la exploración normativizada de la naturaleza a través del excursionismo y el montañismo.
Daniel Defoe, Walter Scott y luego Alexandre Dumas, Mark Twain o Jack London prometerían el riesgo de las historias de formación en una inmensidad todavía inocente. Otros, como Robert Louis Stevenson, Edgar Allan Poe, Herman Melville o Joseph Conrad, se interesarán tanto por la exploración geográfica como la psicológica de sus personajes, desde el doctor Jekyll al capitán Ahab, pasando por Charles Marlow.
También habrá lugar para la tragedia romántica con obras que tanto impactaron a generaciones de jóvenes del XIX como las historias de duelos y querellas amorosas, desde Las penas del joven Werther de Goethe, quizá el primer superventas juvenil en toda Europa, a las desandanzas relatadas en la literatura francesa de la época (los inspirados por Napoleón, como el protagonista de La cartuja de Parma, o los arribistas desclasados descritos por Balzac, Flaubert o Maupassant.
Es así cómo, después del Quijote, obra fundadora en tantos sentidos, los jóvenes leerán y se intercambiarán pliegos de cordel con aventuras de bandoleros, historias de exploración de tierras lejanas y del avance hacia el Oeste, o relatos con moralina sobre la migración de la vida en el campo a un individualismo urbano más materialista.
Mitad Edmond Dantès, mitad Montecristo
Los jóvenes también encontrarán de qué hablar y dar salida a sus frustraciones en los viajes de los últimos personajes románticos, desde la transformación de Edmond Dantès en Montecristo a la búsqueda de uno mismo en la inmensidad de los océanos por Herman Melville, Emilio Salgari y Joseph Conrad.
Con la irrupción de los medios de masas en el siglo XX, la lectura folletinesca mantendrá su popularidad durante décadas, pero perderá el papel social y familiar que había tenido hasta entonces, cuando distintas generaciones se reunían para compartir un nuevo episodio de las aventuras de personajes como los de Charles Dickens, auténticos precursores de la aureola social que envolverá a los actores de cine a partir de los años 20.
Películas, radionovelas, telenovelas y nuevos géneros escritos influidos por la nueva cultura multimedia (la historieta, la literatura pulp y policíaca, la ciencia ficción) fragmentarán el tiempo de entretenimiento dedicado por los adolescentes y jóvenes a la literatura de aventuras que hasta entonces se habían intercambiado y leído (en detrimento de los libros recomendados por generaciones anteriores, instructores y medios).
La informática personal, las videoconsolas y, sobre todo, el advenimiento de Internet, acabarían por relativizar el rol decisivo de sagas de personajes arquetípicos (y a menudo predecibles) que muchos adolescentes que lograrían destacar en la vida adulta habían leído en la biblioteca doméstica por iniciativa propia, de La isla del tesoro o Los viajes de Gulliver a Martin Eden.
Desde el efecto Werther al síndrome de Stendhal, los adultos e instituciones interesadas en mantener el orden establecido, han tratado de controlar las influencias de los más jóvenes, ya sean culturales, políticas, espirituales o todo a la vez.
De qué adolece Don Quijote, según René Girard
René Girard fue el primer académico en atreverse a combinar el estudio «serio» y con voluntad científica de las humanidades a partir de uno de los campos de pruebas privilegiados —aunque infravalorados— de la sociología: la literatura popular. Su estudio de la crítica literaria es la base del resto de su trabajo.
En efecto, los primeros sociólogos se interesaron por los retablos de la sociedad de su época ofrecidos por Honoré de Balzac o Victor Hugo, y los años británicos de Karl Marx estuvieron más marcados por la influencia de los personajes de Dickens y la lectura de David Ricardo (sobre el acaparamiento de tierras y sus efectos) que por la observación de la sociedad inglesa de la época.
Pero Girard, que acabó impartiendo clases en Stanford, donde falleció en 2015, es el primero en explicarnos que la dolencia de Don Quijote y el mundo fantástico de las novelas de caballería es un fenómeno asociado al deseo que conduce a Emma Bovary a la autodestrucción, que el antropólogo y filósofo francés, llamó «deseo mimético»: un afán por imitar los deseos del otro que no se sacia con el objeto deseado, sino que el proceso conduce a un vacío todavía mayor, insaciable y, por tanto, frustrante.
En el fondo, expone Girard en su hipótesis mimética a través de su lectura de Freud, lo que el individuo anhela es sustituir a quienes se admira, y no poseer objetos (meros modelos de sustitución). Y, si los deseos se configuran a partir de los deseos de los demás, la literatura se convierte en un terreno estratégico de la preparación juvenil de cara a la edad adulta.
Mimética y memética
Sin embargo, la literatura juvenil pierde parte de su atractivo o su carácter dominante en la formación mimética durante la adolescencia. Los viejos libros de aventuras han sido sustituidos por franquicias multimedia que incluyen libros surgidos de fórmulas milimetradas para lograr un determinado efecto entre los lectores, que dan paso luego a series televisivas, videojuegos, películas y objetos de mercadotecnia.
En ocasiones, son los fenómenos multimedia, surgidos de manera más o menos orgánica en las redes sociales, dan pie a secuelas literarias, y no a la inversa, fenómeno que expondría la pérdida de atractivo de la literatura de aventuras con respecto a videojuegos o fenómenos de contenido viral en redes sociales y plataformas multimedia (juegos en línea multijugador como Roblox y alternativas más violentas, Netflix, etc.).
Hoy, el contenido viral puede también explorarse desde la teoría mimética de Girard y no sólo desde el evolucionismo cultural propuesto por Richard Dawkins (memética). Observamos cómo los usuarios populares de redes sociales influyen sobre el resto y se convierten en árbitros de temáticas, puntos de vista, estilos, actividades de ocio y mucho más.
Como Emma Bovary, dice Girard, lo que deseamos no es el objeto que hemos observado en otros y que adquirimos, sino que lo que nos mueve a comportarnos de ese modo es el deseo de convertirnos en esos modelos; la imposibilidad de lograr este deseo conduce a la frustración e incluso a la violencia, argumentaba el filósofo y crítico literario francés.
Abrir un libro y crecer
La literatura de aventuras, no obstante, permite a los jóvenes en plena formación soñar con mundos y situaciones de riesgo que se alejan de su anodino mundo cotidiano o que permiten aprender sobre los lugares recónditos del mundo o de la conciencia humana.
En este caso, el mimetismo no anima al lector a perseguir imposibles que no podrá poseer, sino que le otorga poderes momentáneos, licencia para soñar con batallas, duelos, los mares del sur, guaridas en islas misteriosas, búsquedas quijotescas de lugares, tesoros, animales legendarios.
En ocasiones, el mimetismo debe centrarse en las situaciones esenciales de la condición humana, las más primarias e ineludibles, como la supervivencia en la plena selva tras un accidente de avión. Como un Robinson Crusoe sobrevolando el Amazonas, Antônio Sena observó, llegado el momento, que los monos araña se nutrían de un fruto que él no conocía.
Este reflejo mimético salvó su vida y dio a alguien, quizá, una excusa para iniciar un reportaje novelado similar a Relato de un náufrago.