De un modo u otro, todos participamos en el sincretismo de ideas, injusticias y productos agropecuarios que heredamos de la historia mundial desde 1492.
Mientras escribo estas líneas, observo por la ventana, con vistas a un pantano reconvertido en reserva natural, un paisaje recortado tras una planta que aparece en primer plano, que tan extraño debió parecer a los primeros europeos de Mesoamérica y hoy ya común en el paisaje ibérico y del resto del Mediterráneo europeo, africano y de Oriente Próximo: la chumbera (nopal), introducida en el Viejo mundo por las expediciones que siguieron la vía abierta por Hernán Cortés.
Ayer mismo conversaba con un barcelonés cercano a la cuarentena que lleva unos años en un pueblo entre el Penedès y el Garraf tratando de elaborar un vino blanco artesanal «que se pueda beber, y bien», me dice. Mantiene las viñas que le ha cedido un payés ya jubilado y que pocos productores desean cultivar, al tratarse de cepas viejas, poco dadas a grandes producciones y al cuidado intensivo.
Para él, son las cepas ideales; de unos sesenta o setenta años —explica—, plantadas en un terreno árido y calcáreo, y mantenidas con una técnica ecológica cada vez más expandida:
«La primavera pasada, se pudo observar con claridad quién usa fitosanitarios y quién aplica productos orgánicos. Fue un año raro, con mucha lluvia y muy poco sol hasta el verano; las viñas sin fitosanitarios eran las únicas que realmente resistieron el mal tiempo. En las otras, los tractores entraban con el producto para aplicar y no habían acabado el terreno cuando empezaba a llover de nuevo».
Memoria de la filoxera
En efecto, la lluvia prolongada impide beneficiarse de las técnicas intensivas de fertilización y prevención de plagas, mientras el cuidado tradicional se beneficia incluso del tiempo lluvioso.
La conversación con este joven productor a quien la prensa tildaría rápidamente de «neorrural» en un sentido peyorativo, derivó en una charla algo más contextual con otro acompañante del paseo por las colinas que separan Vilanova y la Geltrú de Vilafranca del Penedès:
«En estas tierras, la gente vivió sobre todo del cultivo de la vid hasta la llegada de la filoxera. La filoxera lo cambió todo».
Mis contertulios confirmaron la presencia de la filoxera en el imaginario colectivo de las regiones vitivinícolas europeas, un siglo y medio después de que la plaga de origen norteamericano entrara, a través del comercio entre el Estado de Georgia y los puertos europeos, en la infinidad de variedades cultivadas en Europa.
Este insecto hemíptero no daña la vid americana, si bien las variedades europeas fueron incapaces de afrontar su fulgurante expansión y efecto sobre las raíces, cuya putrefacción provocaba la muerte de toda la planta. A partir de 1868, cuando se detectaron los primeros casos en Francia y Austria, e inicios del siglo XX, la plaga transformó el campo europeo.
De la fiebre del caucho a una plaga fúngica
Algo similar sucedió a un cultivo indígena americano que había logrado una posición estratégica en el mundo surgido de la Revolución Industrial, el caucho, un material preciado por su ligereza, flexibilidad y resistencia al calor o la abrasión.
La resina del árbol del caucho en la cuenca del Amazonas y cultivos similares a partir de otras plantas en Mesoamérica (como el árbol de hule, Castilla elastica) se convirtieron a finales del XIX en una pujante industria, si bien el epicentro en la producción de caucho, la ciudad de Manaos, enclave en plena amazonia, tuvo que hacer frente a los efectos devastadores de Pseudocercospora ulei, un hongo que se extendió por la cuenca del Amazonas y Centroamérica y frenó la producción de caucho en sus regiones originarias.
La llamada fiebre del caucho transformaría la geopolítica de los países ribereños de la cuenca del Amazonas: además de Brasil (donde el comercio de la sustancia lechosa financió el desarrollo de Manaos y Belém), Perú (con epicentro en Iquitos), Colombia, Bolivia, Ecuador y Venezuela.
Raoul Peck says one sentence, the call to “exterminate all the brutes”, best sums up the history of the Western world https://t.co/LVaqDYjc38
— The Economist (@TheEconomist) April 22, 2021
El tráfico ilícito de semillas británico permitió al Imperio británico exportar la producción de caucho a sus colonias africanas y asiáticas; en los años 30 del siglo XX, el caucho natural comercializado en el mundo procedía sobre todo de lugares ajenos a su región autóctona.
En Cataluña, aceleró la emigración del campo a la ciudad y hacia América, pero también promocionó la transición hacia cultivos de regadío (o eso se intentó, por ejemplo, en la árida cuenca del río Foix, a través de la financiación de una presa que nunca devolvió los réditos prometidos) y la inversión industrial.
Intercambio colombino: un relato edulcorado por los vencedores
Sólo las técnicas de hibridación permitirían reconstruir el sector vitivinícola europeo, a través del injerto de variedades autóctonas sobre un tocón de la variedad americana resistente al insecto. Pero el impacto económico y cultural de un patógeno procedente de otro lugar del mundo sobre humanos, cosechas y animales se había convertido en una de las principales preocupaciones de Estados, empresas, productores agropecuarios y, en las últimas décadas, defensores de una convivencia más harmoniosa entre producción de alimentos y territorio.
Una mayor presión de la actividad humana sobre los ecosistemas y los efectos transformadores derivados del cambio climático nos recuerdan hasta qué punto estamos a expensas de la rápida expansión de epidemias capaces de afectar tanto a la población humana como a los cultivos y alimentos de los que depende.
Pero estos retos no son fruto de la aceleración contemporánea hacia una mayor interdependencia de economías, población y producción alimentaria, sino que forman parte de la realidad geopolítica desde finales del medievo. Hasta el siglo XV, los platos europeos ricos en carbohidratos no contaban con ingredientes hoy esenciales.
El maíz y la patata no sólo arrinconarían frutos como las castañas de los platos invernales más calóricos en la tradición culinaria rural, sino que contribuirían a un lento pero inexorable relevo en el poder geopolítico europeo desde el Mediterráneo (trigo, aceite y vid) al centro y norte europeos.
El intercambio colombino no sólo transformaría el Nuevo Mundo, sino que la colonización de las Américas transformaría el mundo para siempre.
Nuestra relación con un arbusto etíope
Plantas, animales, cultura, tecnología, enfermedades, ideas y poblaciones humanas conectarían —a menudo forzosamente— a través de rutas marítimas los puertos de las Américas con las metrópolis europeas y las plazas fuertes de la costa africana, del subcontinente indio y del sureste asiático.
El declive de la población indígena en América, decimada por enfermedades importadas y la sumisión a una nueva cultura, no impidió a los conquistadores aprovechar el potencial de maíz, patatas, tomate, cacao, tabaco o caucho, cuyos cultivos trataron de trasplantar tanto en Europa como en otras colonias, a menudo con éxito.
Y a la inversa: animales y plantas domesticadas en Eurasia, África o las islas del sureste asiático crecieron en muchos puntos de América. El árbol del café, por ejemplo, se expandirá primero desde Etiopía al mundo árabe, y a partir de la era de los descubrimientos a las metrópolis europeas y sus colonias.
Más tarde, las plantaciones del Caribe pronto exportarían café y el brebaje competiría en importancia con el té. Durante la Ilustración, el gusto por el café y el tabaco originaría sociedades recreativas con una importancia crucial para el comercio de ideas y negocios.
La población originaria del Caribe desaparecería prácticamente debido a la importación de enfermedades y a los abusos recibidos, si bien muchos pueblos de América del Norte, Centroamérica y América del Sur integrarían cosechas y técnicas del Viejo Mundo, así como el uso del caballo (es el caso del pueblo mapuche), si bien mantendrían prácticas propias como método de resistencia. Se iniciaban así formas de sincretismo tecnológico y cultural que hoy persisten.
Raoul Peck y la larga sombra del intercambio colombino
Brasil, el Caribe y el sur de las Trece Colonias del Reino Unido en Norteamérica (después Estados Unidos) recibirían el mayor porcentaje de esclavos en el Nuevo Mundo, desarraigados a la fuerza de su lugar de procedencia y cosmogonías, y trasplantados en los sistemas mercantiles deshumanizados que marcarían las relaciones entre europeos (y sus descendientes) y las poblaciones autóctonas del mundo colonizado.
El documentalista haitiano Raoul Peck, director del aclamado «I’m Not Your Negro», explora la relación desigual entre europeos y las poblaciones que consideraron inferiores en un documental de 4 episodios para HBO. Peck toma el título de una frase aparecida en El corazón de las tinieblas, la novela de Joseph Conrad: Exterminate All the Brutes.
En Asia, ya en el siglo XVI y a través del barrio de comerciantes chinos extramuros de la ciudad fortificada de Manila, los galeones españoles importaron manufacturas asiáticas que luego llegarían a Acapulco y, desde allí, a Ciudad de México, Veracruz, La Habana y finalmente la metrópolis (Canarias y Cádiz). A cambio, la importación de plata del Potosí en China causó fenómenos de inflación y numerosas guerras internas.
Otras metrópolis europeas establecerían sus puestos de comercio y plantaciones especialmente valoradas entre la naciente burguesía europea, como el té y las especias.
Pero el intercambio colombino es también una historia de control y guerra biológica: las epidemias humanas serán devastadoras y, a través del comercio y la administración de vastos imperios, alcanzará una escala y rapidez sin precedentes. Ratas, insectos, hongos y microorganismos decidirán la suerte de poblaciones humanas, ganado y cosechas.
Experimentos en un mundo interconectado
Este vaivén global pronto pondría en jaque a varios territorios, que tratarían de establecer políticas de control de plagas y epidemias. Ciudades comerciantes como Venecia, Marsella, Valencia o Cádiz establecieron en sus aduanas sistemas para frenar la llegada de personas, animales o plantas con patógenos capaces de poner en jaque a regiones enteras.
Plagas, monocultivos y eventos de clima extremo amenazan la biodiversidad agropecuaria en el mundo. Además de las políticas de protección de cultivos y animales domésticos en sus lugares de distribución tradicional —una restauración a menudo circunscrita a los países de mayor renta y con una población más concienciada por los efectos del empobrecimiento de las variedades—, algunas iniciativas tratan de preservar semillas, tanto a escala regional como a escala global.
Los fitorrecursos autóctonos raramente logran el impacto mediático que deberían, si bien algunos proyectos abanderados, tales como el banco mundial de semillas de Svalvard, en Noruega, son la excepción.
Asimismo, las cúpulas geodésicas del Proyecto Edén, un complejo natural controlado, protegen en Cornualles (Reino Unido) dos biomas con sus especies botánicas representativas, el tropical y el mediterráneo.
El sitio, inaugurado en 2001, está emplazado en una antigua cantera que había sido explotada durante 160 años. Dos décadas después de su inauguración, el lugar cuenta todavía con el invernadero tropical más extenso del mundo.
Vistas desde un escritorio temporal
Uno de sus administradores, el botanista y divulgador Jonathan Drori, publica un segundo ensayo dedicado a la relación de nuestra especie con 80 tipos de plantas con valor simbólico, estético, cultural, alimentario o incluso industrial, tras un primer ensayo dedicado a 80 especies de árbol.
Drori creció cerca del Real Jardín Botánico de Kew, junto al Támesis en Richmond, Londres, lugar donde pudo observar la asombrosa biodiversidad de las plantas procedentes de distintos lugares del mundo, lo que influyó sobre su carrera y voluntad divulgadora. Su relato sobre las especies de plantas que han marcado distintas regiones, épocas y civilizaciones se aleja de la ingenuidad y reconoce los efectos y riesgos de nuestra interdependencia.
Pero la divulgación de la riqueza y los riesgos que afrontan las principales cosechas y sus variedades menos utilizadas no basta. Varios proyectos se ocupan de garantizar la viabilidad del cultivo sostenible de productos tan estratégicos para nuestra civilización como el café y el caucho natural, cuyas regiones de producción padecen con especial virulencia los efectos de la deforestación y el cambio climático.
Acabo este artículo mientras, sobre la mesa y a una distancia de seguridad del teclado del ordenador, el café a medio acabar ha parado de humear. Aparto la mirada de la pantalla y la dirijo más allá de la puerta acristalada.
Al fondo, un martín pescador se eleva desde el agua; en primer plano, junto al muro de piedra que delimita la calle de la vegetación más próxima, se erige la enorme chumbera con su característica conquista rizomática del espacio de visión. El trasiego de personas y cultivos entre nuestros rincones cotidianos y los confines del mundo está hoy más presente que nunca, con sus riesgos y ventajas.