«Un viaje no necesita motivos. No tarda en demostrar que se basta a sí mismo. Crees que vas a hacer un viaje, pero enseguida el viaje es el que te hace, o te deshace».
Así se expresa un joven suizo en su primera obra y la más célebre, un libro de viajes que va mucho más allá.
El viajero: Nicolas Bouvier, acompañado del ilustrador Thierry Vernet. El viaje: avanzar en un Fiat Topolino a través de los Balcanes, Anatolia y Asia Central, y acabar una larga temporada después en la India. Serán diecisiete meses de aventura e improvisación. Sin planes fijos ni la intención de llegar, como había recomendado Laocio.
Los cruces de caminos siempre han sido lugares de aprendizaje y descubrimiento, una constatación especialmente válida cuando se trata de las viejas relaciones entre Europa, África, la Península Arábiga y Asia.
Los dominios descritos por Heródoto
Las rutas de la seda y de la sal no fueron únicamente los trasiegos comerciales de los productos que inspiraron su nombre.
El vaivén de personas, religiones, culturas e imperios de ida y vuelta que forjaron relaciones y leyendas en Asia Central dejó mucho más que monedas griegas, dioses sincréticos a medio camino entre el Dharma y el Olimpo, villas llamadas Alejandría en los terraplenes iraníes, afganos o del Indo, vidas de magos de ese Oriente mencionado en el Viejo Testamento y creencias-bisagra entre el mundo Mediterráneo y el oriental, tales como el Zoroastrismo.
Las rutas de la seda (que el profesor y ensayista Peter Frankopan evoca en plural, al tratarse de una miríada de cruces de caminos) se forjaron con el beneplácito o en contra de los pueblos que avanzaron y retrocedieron en la región histórica evocada por los griegos y la sombra dejada en la región por Alejandro Magno a través del Imperio Seleúcida.
Map of ‘imperial density’, the number of years an area has spent inside a state bigger than 500 000 km2 from 1000 BC to now. Persia and China emerge as the imperial heartlands. Source: https://t.co/td0ftpfoYM pic.twitter.com/FyT2ptnUz6
— Simon Kuestenmacher (@simongerman600) May 2, 2021
Roma y, posteriormente, Bizancio, también sintieron la influencia comercial y cultural de diversas dinastías de una Asia Central donde convivían las religiones dhármicas con doctrinas ancestrales, el zoroastrismo y, al poniente, las religiones abrahámicas.
Partia: una pujanza legendaria
Partia, la Persia de los partos (bajo las dinastías aqueménida, seleúcida, arsácida y sasánida, la última antes de la conquista musulmana), absorbió los influjos culturales armenios y del Mediterráneo (griegos, egipcios, abrahámicos), que alimentaron un sincretismo todavía presente en los vestigios diseminados por una vasta región que durante mucho tiempo dictó la suerte y los equilibrios entre chinos, mongoles, pueblos del Indo, pueblos nómadas de las estepas, Arabia y el Mediterráneo, que aspiraron a mantener una posición ventajosa en el comercio con Oriente que debía pasar por esas tierras.
Peter Frankopan explica hasta qué punto budismo, cristianismo y judaísmo atravesaron grandes distancias en la región y ganaron adeptos en ciudades y territorios expuestos a las invasiones y el comercio, pero ninguna religión logró expandirse con mayor astucia diplomática que la surgida en las arideces tribales de Arabia, el islam, a partir del siglo VII.
La receta, según Frankopan: mantener los privilegios y la libertad de credo en cualquier territorio que tolerara el nuevo dominio. A Arabia siguieron el Imperio sasánida, el norte de África, la pensínsula Ibérica y los dominios de Bizancio en el Mediterráneo Oriental.
El Imperio Otomano sería el último poder musulmán con vocación universal y la aspiración de consolidad un Estado multiétnico entre el Mediterráneo y el Índico, y su apogeo en el siglo XVI incentivaría a los reinos cristianos europeos a encontrar y consolidar rutas marítimas que restablecieran rutas comerciales con el Extremo Oriente.
«Los caminos del mundo»: por Asia Central en 1953
Las pequeñas ciudades-Estado del Mediterráneo europeo, especializadas en la intermediación con los otomanos, cedieron terreno a las monarquías ibéricas, seguidas del resto de Europa Occidental, y la importancia cultural y geopolítica de Asia Central, epicentro de un sincretismo inmemorial, se relativizó en la era de los descubrimientos: en 1500, el marino español Juan de la Cosa finalizaba su mapamundi con los territorios del Nuevo Mundo, todavía considerados el extremo más remoto del Lejano Oriente.
La sofisticación poética y estérica, las maravillas arquitectónicas y el carácter legendario de las grandes ciudades que habían servido de encrucijada de las rutas de la seda, languidecieron en el imaginario, y una región percibida como pivote del mundo se transformó en margen en un puñado de generaciones, hasta ser comparsa de otomanos al oeste y, al norte, de rusos, que tomarían el testigo de escitas, mongoles y tártaros en el control de las estepas de Eurasia.
El ensayista suizo Nicolas Bouvier, conocido por sus relatos de viajes en los que la realidad presente siempre desvela el poso de viejas culturas que han dejado su marca en maneras de ser, cultos y vestigios medio derruidos, viajó por Asia Central en compañía de su amigo ilustrador Thierry Vernet a bordo de un Fiat Topolino.
De esta aventura surgió su primer libro de viajes y el más célebre de todos, Los caminos del mundo (L’usage du monde), un compendio de notas en primera persona que comparte con el lector un encuentro con Oriente evocado con la melancolía de quienes parten a buscar lo ajeno y se encuentran con una tierra extrañamente familiar.
Orientalismo: un malentendido nutrido de percibida superioridad
Bouvier rehúye el orientalismo que el mundo académico occidental se construyó a medida desde los relatos de los escritores románticos a los teóricos del tercermundismo durante la descolonización. Basta acercarse a las páginas Persépolis, la novela gráfica de Marjane Satrapi, para intuir hasta qué punto los iraníes de a pie, tan ajenos a los clichés occidentales como al celo del oficialismo islamista instalado en el país, viven en un mundo que niega la existencia de matices, sobre todo cuando se trata de civilizaciones ajena a la occidental.
Eran los años 50 y, en el largo trayecto desde Anatolia hasta los desfiladeros que conectan Afganistán con los valles del subcontinente indio, Bouvier encuentra el gigante aletargado de cruces de caminos con vistas a paisajes bíblicos, ciudades con viejos arrabales armenios y cristianos del cáucaso, azeríes, kurdos, judíos, túrquicos de Asia Central (uzbecos, kazajos, etc.), y viejos ecos de poetas persas inspirados por jardines legendarios e historias trágicas en el interior de viejas localidades fortificadas erigidas con el mismo material arcilloso de las áridas llanuras circundantes.
Esa Asia tan cercana y a la vez tan lejana, menospreciada y desgajada artificialmente de realidades tan próximas al origen europeo como Bizancio, los pueblos levantinos entre Oriente Próximo, Arabia y el Creciente Fértil, o el propio Imperio Otomano, «es la madre de Europa» (afirma el propio Bouvier en otro de sus relatos, Le Hibou et la Baleine); una madre no reconocida en toda su riqueza, sino percibida como un páramo sin mayor interés que el energético —Peter Frankopan concluye su ensayo The Silk Roads con los orígenes de la geopolítica del petróleo en Asia Central y las maquinaciones de magnates británicos y estadounidenses, auspiciadas por sus respectivos gobiernos—. Bouvier:
«Durante casi treinta años, siempre he viajado hacia el este. Es natural salir en busca de los mayores antes de reunirse con los jóvenes. Me alegro de esta elección, aunque a veces me haya topado con una “madre” carcomida por el mimetismo poscolonial, podrida por la corrupción y el opio, privada de su alma a causa de un dogmatismo puritano, o en ocasiones muerta de fatiga como los ancianos consumidos por una vida de trabajo duro.
«Las grandes culturas mueren de la misma manera que se apagan las lámparas de aceite. La China de Mao nunca valdrá lo que lo hizo la dinastía de los Tang, ni el Irán de los ayatolás podrá equipararse al del Sha Abás. No se puede esperar más de ella que la delicadeza, la pátina, el recorte de uñas de la luna menguante. Más que una sabiduría y un humor exhaustos».
Víctimas de una modernidad reduccionista y anglocéntrica/eurocéntrica
A su paso por el norte de Irán, la capital y el interior del país, Nicolas Bouvier y Thierry Vernet se topan con paisajes, ciudades y escenas como surgidas de otro tiempo, ajenas a los entresijos geopolíticos de la región, que se transformaban de nuevo con el retroceso definitivo del Imperio británico y las intrigas que había financiado en una región colindante con sus antiguos dominios en Oriente Medio y la India, y la irrupción de las dinámicas de la Guerra Fría, que culminarían con la fallida invasión soviética de Afganistán en 1979 (como también lo habían sido los tres intentos británicos en 1839, 1878 y 1919).
El intríngulis diplomático entre un Irán sancionado por su programa de enriquecimiento de uranio, la Unión Europea —dispuesta a normalizar las relaciones con Irán si se dan los gestos necesarios—, Estados Unidos y otras potencias de la región como Israel y Turquía, tiene sus ecos en los meses de 1953 en que Bouvier y Vernet subsistieron en Irán con encargos y trabajos ocasionales en el norte del país y Teherán.
Durante esos meses, el primer ministro Mohammad Mosaddeq acababa de ser depuesto en un golpe de Estado organizado por la CIA y financiado por los intereses petrolíferos de Reino Unido y Estados Unidos.
Bouvier no nos habla de Mosaddeq y de su atrevimiento (nacionalizó el petróleo para tratar de desarrollar el país), pero las tensiones entre los intereses de globales y locales se sienten en paisajes donde el agotamiento, la subsistencia y una inabarcable riqueza cultural para quien quiera observarla, sirven de guardianes de viejas ruinas polvorientas a las que se llega por pistas de tierra a través de los que circulan camiones mil veces remendados y donde pocos saben lo que puede deparar el descenso sin frenos por un desfiladero o un banquete improvisado entre extraños bajo alguna sombra raquítica.
Viajes de ida y vuelta
Más que un viaje contemporáneo, uno de esos trayectos punto a punto donde prevalecen la previsibilidad y la exactitud (unas expectativas contemporáneas heredadas del positivismo reduccionista de Phileas Fogg y su carrera para atravesar el planeta en el menor tiempo posible), el de Bouvier sincroniza con la historia profunda de la región y la propia experiencia.
Irán, la Persia que extiende su influencia desde el Indo, el Himalaya y las estepas al Mediterráneo, sirvió a la pareja de jóvenes suizos de horizonte histórico en el que se reencarnan una y otra vez los principios posibles de viejas civilizaciones de Eurasia, territorios que describirá con mayor realismo que los relatos orientalizantes de los románticos o las aventuras fantásticas de viajeros del Mediterráneo como Ibn Battuta o Marco Polo, cuando el comercio de sal, seda y especias incentivó a los reinos cristianos y árabes occidentales a «descubrir» y «describir» el mundo lejano, más allá de las referencias de intermediarios e historiadores de la Antigüedad como Heródoto.
Sobre el célebre historiador griego, Bouvier apunta:
«Y en cualquier caso apenas somos [los occidentales contemporáneos] más objetivos, y de un prejuicio más reciente: Alejandro, colono razonable que aporta Aristóteles a los bárbaros [el filósofo había sido maestro del macedonio]; ese hábito todavía tan extendido de pretender que los grecorromanos hayan inventado el mundo; ese desprecio […] de todo lo procedente de Oriente […] Los propios greco-romanos —ver Heródoto, o la Ciropedia— no eran tan chovinistas y tenían un gran respeto por ese Irán al que tanto debían: la astrología, el caballo, las postas de correo, numerosos dioses, infinidad de modales refinados y, sin duda, también el carpe diem en el que los iraníes son antiguos maestros».
La existencia inmemorial, milenaria de Persia; en los años 50 del siglo XX, los campesinos iraníes se malfiaban de los viajeros occidentales ocasionales, explica Bouvier en un capítulo que titula El león y el sol, emblemas simbólicos del país desde el siglo XIII y presentes en la moneda acuñada en la región desde el siglo XVI.
Reflexiones sobre lo maravilloso
En las localidades donde los parches arcillosos tratan de sostener viejas ruinas y donde los estratos de civilizaciones se observan como descosidos de un atuendo raído en Tabriz (donde Bouvier y Vernet pasan varios meses), Persépolis, Isfahán y Teherán. Se trata —sugiere el entonces ensayista principiante— de salir en busca de la «espesura» del mundo para evitar así la tendencia al relato exótico y orientalista concedido por los europeos a los pueblos considerados como sujetos coloniales potenciales.
Con apenas veinticinco años, el ensayista suizo se revelará como mucho más que un escritor de viajes o el escriba de erudiciones de biblioteca, al dejar que la azarosa experiencia dicte el ritmo de la narración y optar por las referencias cuando su contrapunto enriquece el campo referencial compartido con el lector, como las alusiones bíblicas, filosóficas o de pueblos étnicos de marcada significación en la región, dada su idiosincrasia y presencia en las ciudades milenarias desperdigadas por el territorio, desde los kurdos a los armenios.
El «reencantamiento» es posible para alguien que ha dejado la idea de «Europa» al adentrarse en los Balcanes y presentir ya la sombra de antiguos trasiegos olvidados por la historia oficial o convertidos en incómodas notas al pie de tratados que nadie lee (hasta que las tensiones étnicas y geopolíticas obligan a interpretar, rápido y mal, una realidad que siempre ha estado ahí).
Acostumbrados a creer que existe un único punto de vista, los occidentales que se topan con otras interpretaciones de lo sensible tratan de explicar la experiencia, como el propio Bouvier:
«Para nosotros, “lo maravilloso” sería más bien aquello excepcional que conviene, ya sea porque es utilitario, o al menos por su carácter edificante. Aquí [en el Irán de 1953], lo maravilloso también puede emerger de un olvido, de un sacrilegio, de una catástrofe que, rompiendo la cadena de lo habitual, ofrece a la vida un campo inesperado para desplegar su esplendor bajo una mirada siempre dispuesta a regocijarse».
Entre «Los caminos del mundo» y las «Cartas persas»
Alérgica a la contingencia, a lo inesperado y a lo difícilmente automatizable, la sociedad contemporánea se muestra incapaz de aprender de otras civilizaciones ajenas al utilitarismo dominante, aunque éstas hayan contribuido de manera decisiva a los avances atribuidos a la cultura europea, fenómeno similar al resurgimiento de la filosofía griega (sobre todo, la aristotélica) en la Europa medieval gracias a las traducciones y comentarios árabes de los sabios andalusíes de la época.
Quizá, el esfuerzo del Nicolas Bouvier de Los caminos del mundo (ensayo cuya primera publicación costeó él mismo, dadas las reticencias de los editores, incapaces de encasillar el compendio de viajes, a medio camino entre el reportaje novelado del Nuevo Periodismo —que todavía no era una realidad— y el relato autobiográfico existencialista) consistió en desvelar un mundo que el oficialismo había apartado y convertido en antagonista, en algo ajeno a la experiencia europea.
En este sentido, L’usage du monde es el relato de viajes necesario para quien siga convencido de que el punto de vista eurocéntrico equivale a la realidad y, por tanto, es indistinguible de ésta.
Los caminos del mundo es un contrapunto enriquecedor de la novela epistolar satírica que Montesquieu publicaría en 1721, las Cartas persas, en las que dos nobles persas con problemas políticos en Isfahán, Usbek y Rica, explican en un intercambio epistolar la arbitrariedad y sinsentido de muchas costumbres, leyes y prejuicios en la Europa del siglo XVIII.
Como apunte para curiosos, decir que existe en Francia una revista de tendencias llamado como los protagonistas de las Lettres persanes, Usbek & Rica.
En la novela de Montesquieu, Usbek escribe con un tono más reflexivo y muestra mayor experiencia, además de preguntar con insistencia, mientras que el joven Rica es más inocente, impaciente y poco cauto, como demuestra su atracción por el lado canalla de París.
El obtuso chovinismo de explicar a alguien su propio mundo
En la carta 77 de este último, Montesquieu pone en boca de Rica un problema que persiste, el de la pretendida superioridad cultural del europeo al entablar una conversación con alguna persona de mundo ajena a los lugares comunes de lo que Harold Bloom delimitó como «canon occidental», así, sin más.
Rica expresa así su encuentro con un personaje que nos resultará familiar. Seguramente nos hayamos topado con alguna de sus encarnaciones. O quizá nosotros mismos nos hayamos comportado en alguna ocasión como este personaje aleccionador y corregido acerca de su propio lugar y cultura:
«El otro día, en una reunión, conocí a un hombre satisfecho de sí mismo. En un cuarto de hora resolvió cuatro cuestiones morales, cuatro problemas históricos y cinco temas de física. Nunca vi a nadie tan capaz de dirimir sobre cuestiones universales; su espíritu no vaciló en ningún momento.
«Dejamos las ciencias y hablamos de los temas de actualidad. También los trató. Quise puntualizarle y me dije: “Voy a ir sobre seguro con algo que conozco bien. Voy a refugiarme en mi país”. Le hablé de Persia. Pero apenas le hube dicho cuatro palabras que desmintió lo que le decía, fundándose en la autoridad de Tavernier y Chardin: “¡Dios mío, dije yo, ¿qué clase de hombre es éste? En un momento conocerá las calles de Isfahán mejor que yo”. Así que decidí callarme y dejarle hablar. Todavía debe estar opinando».
La autoridad reivindicada en nuestra época, nuestro Tavernier y Chardin de andar por casa, es la falsa certidumbre de un teléfono con conexión ubicua a la Red y, por tanto, canal directo con el solucionismo a menudo conspiracionista de los resultados de búsqueda y los comentarios en redes sociales.