Cada cultura y época tienen sus símbolos. Algunos de ellos parecen tener un vigor perenne, renovado por su propia inercia, mientras otros persisten como recordatorio de un agotamiento, o quizá como el recuerdo de viejas glorias o de épocas más ingenuas.
El trauma de la II Guerra Mundial trajo un nuevo vigor económico, la necesidad de reconstruir el territorio y de sanar heridas profundas, pero también un nuevo horizonte con metas muy distintas.
En el imaginario occidental de posguerra, surgen tres símbolos sin rival, todos ellos de una masculinidad infantil, prácticamente freudiana: el cohete, el avión a reacción, y el automóvil para las masas. Empezaba la carrera espacial, el mundo empequeñecía con el inicio de la aviación comercial, y el empleo abundante hacía realidad la aspiración a poseer un auto propio.
Pero el sueño individualista de poseer un vehículo propio tomó distintas direcciones en tres realidades sociales y geográficas muy distintas: Estados Unidos, que asumía entonces su rol de única gran potencia del bloque occidental; Europa occidental, donde las necesidades de reconstrucción habían disparado el precio de las materias primas y la gasolina debía racionarse; y Japón, que debía asumir problemas de abastecimiento similares a los europeos.
La ingenuidad de los comienzos
Entre el fin de la guerra e inicios de los años 50, muchos vehículos diseñados en Europa destacaban por su pequeño tamaño, eficiencia, versatilidad y facilidad de reparación: fabricantes de armas y aeronaves durante la guerra en Alemania e Italia se reconvertían en productores de pequeños vehículos (Messerschmitt), mientras la motocicleta Vespa, los carromatos de pequeña cilindrada y el Isetta facilitaban la conducción urbana con escaso carburante.
A medida que avanzaban los años 50, la pujanza económica europea también se transmitió al diseño automovilístico, más atrevido e innovador: en plenos «treinta gloriosos» los fabricantes europeos hacían soñar con nuevos tipos de vehículo, al combinar carrocerías aerodinámicas con cromados y nuevos materiales de la época como los polímeros de plástico.
Mientras los autos de Estados Unidos se centraban en la utilidad, la resistencia, la capacidad de carga (pasajeros, bultos, ambas cosas) y la potencia, los vehículos europeos debían acomodarse a un urbanismo más restrictivo y a menudo heredado de estrechos trazados medievales, y motores más reducidos que lograran el máximo rendimiento con el mínimo combustible posible.
En el plano simbólico, el Salón del Automóvil de París de 1955 guarda una significación primordial: allí se presentaba un turismo de altas prestaciones para la clase media con un diseño innovador y a la vez instantáneamente clásico, con estilizada línea que evocaba delicadeza, precisión y síntesis entre aspecto y técnica.
El fruto de las posibilidades de una época
La pronunciación de su nombre en francés, DS (déesse) sugería un equívoco de marca que sintetizaba su impacto entre el público («déesse», DS, es también «diosa» en esta lengua). La apelación a las emociones, a las posibilidades del momento, al optimismo de una época que pasaba página a viejas atrocidades, era premiada por el público, que encargó 80.000 unidades durante el salón, la mayor cifra de reservas de un coche recién presentado hasta la llegada del Tesla Model 3.
Recientemente, Ford recibió cerca de 50.000 reservas de su camioneta pickup F-150 Lightning, la primera versión eléctrica del coche más vendido en Estados Unidos en las últimas décadas, y que muestra todavía el cisma conceptual que prevalece entre el concepto de automóvil en Norteamérica con respecto a los superventas europeos.
Nadie supo comprender la significación del Citroën DS como símbolo de una concepción del automóvil mejor que el crítico literario y semiótico francés Roland Barthes. En un pequeño texto de 1957 (El nuevo Citroën) incluido en su compendio Mitologías, Barthes comprende que el automóvil ha dejado de ser un mero medio de transporte y trasciende a la vez su caracterización reduccionista como mero marcador de estatus social:
«Se me ocurre que el automóvil es en nuestros días el equivalente bastante exacto de las grandes catedrales góticas. Quiero decir que constituye una gran creación de la época, concebido apasionadamente por artistas desconocidos, consumidos a través de su imagen, aunque no de su uso, por un pueblo entero que se apropia, en él, de un objeto absolutamente mágico.»
El inicio de la sociedad de la experiencia
Es el inicio de una cultura de consumo que separará al individuo de la máquina adquirida; el individuo pasa a ser un mero consumidor que no intenta comprender los entresijos del vehículo, y éste se transforma en un «objeto»:
«Es preciso no olvidar que el objeto es el mejor mensajero de lo sobrenatural: se encuentra fácilmente en el objeto, a la vez, perfección y ausencia de origen, conclusión y brillantez, transformación de la vida en materia (la materia es mucho más mágica que la vida), y para decirlo en una palabra en el objeto se encuentra un silencio que pertenece al orden de lo maravilloso.»
Han pasado seis décadas desde que Barthes redactara estas apreciaciones, pero hoy comprendemos su caracterización como si un crítico contemporáneo con cierta capacidad de abstracción tratara de explicarnos el contexto en que el equipo de ingenieros y diseñadores en torno a Steve Jobs había dado con la síntesis conceptual inicial del primer prototipo del iPhone: un aparato-símbolo, con unos entresijos alejados de la acción o comprensión del usuario. Un objeto de ciencia ficción en el presente, como «un nuevo Nautilus»:
«El “deese” [la «déesse», a la vez DS y diosa en francés, lengua donde coche, «voiture», es de género femenino] posee todos los caracteres (al menos el público se los otorga unánimemente) de uno de esos objetos descendidos de otro universo, que alimentaron la manía del siglo XVIII y a nuestra ciencia-ficción: el “deese” es, en primer lugar, un nuevo Nautilus.»
La sombra del Renacimiento en nuestra cultura
Por esta razón, prosigue Barthes, «la gente se interesa más en sus líneas que en su sustancia». El diseño contemporáneo, todavía supeditado a la capacidad de sugestión del automóvil privado pese a la existencia de medios de locomoción más adecuados y de menor impacto en muchas situaciones, no se entendería sin su apelación constante a las emociones, y no a la razón.
Esta apelación a las emociones se convierte en material en el DS, cuyas líneas lisas, sin junturas visibles, tienen un sentido ideal, percibido de manera inconsciente por una sociedad aparentemente tan ajena a la reflexión profunda como la contemporánea:
«Como se sabe, lo liso es un atributo permanente de la perfección, porque lo contrario traiciona una operación técnica y profundamente humana de ajuste: la túnica de Cristo no tenía costura, así como las aeronaves de la ciencia-ficción son de un metal sin junturas.»
Esta espiritualidad del diseño industrial volvió con fuerza en plena era del utilitarismo informático, con un origen utilitarista y cacharrero, con la influencia de Steve Jobs, cuyas fuentes conceptuales no son estadounidenses, sino del Viejo Mundo: su curso de tipografía artesanal en la pequeña y progresista Universidad de Reed, a cargo de Robert Palladino, un tipógrafo de origen italiano; y su estudio concienzudo del diseño industrial europeo de posguerra, como el trabajo de Olivetti, Dieter Rams en Braun, etc.
En los «ajustes» del Citroën DS se observan ya las aspiraciones conceptuales de aparatos de nuestro tiempo como el iPhone o el Tesla Model 3:
«Con todo, lo que más interesa al público son sus ajustes: se prueban con furia la unión de los vidrios, se pasa la mano por las amplias canaletas de caucho que ajustan el vidrio de atrás al borde niquelado. Existe en el D.S. la insinuación de una nueva fenomenología del ajuste, como si se pasara de un mundo de elementos soldados a un mundo de elementos yuxtapuestos que se sostienen gracias a su forma maravillosa, lo que, por supuesto, introduce la idea de una naturaleza más fácil».
Técnica discreta vs. fuerza bruta
Eso sí, tras el velo de lo intemporal y sencillo, lo futurista que nace clásico, existen varias proezas técnicas (como ocurre con el iPhone o el Tesla Model 3): diseñado por el italiano Flaminio Bertoni, la «déese» (el «tiburón» para los españoles) inauguraba tecnologías de otro tiempo, como la suspensión hidroneumática y el corrector automático de altura.
Décadas después, los descendientes técnicos más utilitarios del DS, como el Citroën GS vendido en España en los años 80, trataba de atraer a su clientela con un anuncio televisivo en el que un conductor se topaba con una piedra en mitad de la carretera, pero el vehículo era capaz de sortearla gracias a la suspensión hidroneumática heredara de su predecesor de gama alta. Conceptualmente, el anuncio vislumbraba un futuro de la conducción similar a los sistemas de conducción asistida mejor integrados de la actualidad.
Es un texto de 1957, pero no podemos decirlo mejor en nuestra época, ni añadir más observaciones sustanciales que el dominio de la cibernética y del proceso de «desmaterialización» y «softwarización» (los objetos pierden material, que se hace más ligero, y ganan utilidad o servicio —software—).
En su gama de turismos, Tesla aspira a construir sobre el canon descrito ya por Barthes a propósito del DS, que era un «vehículo 0» para una nueva concepción del automovilismo en una era todavía joven e ingenua para avances como el aerodinamismo y el sentido de ligereza. La «nueva etapa» es, en el caso de Tesla, liderar la transformación desde un tren con motor de combustión a un tren eléctrico.
Cae la barrera entre vehículos conceptuales y comerciales
El Cybertruck es un producto nicho que aspira a entrar en un nicho de mercado conceptualmente muy distinto, dominado por quienes conciben el automóvil como una herramienta utilitaria de una existencia individualista en un territorio vasto, de carreteras inacabables y amplias avenidas diseñadas con el automóvil en mente.
Eso sí: a diferencia del F-150 Lightning, que muestra y celebra la continuidad de una tradición utilitaria estadounidense, el Cybertruck rompe literalmente el molde y tanto su diseño como sus especificaciones surgen de un tipo de experimentación e iteración propios de una cultura íntegramente digital, ajena a los códigos y símbolos del automovilismo.
En el mundo contemporáneo, el gusto por lo liviano aspira a evocar un cierto aerodinamismo menos tajante y agresivo, como si los objetos de consumo masivo pasaran de una época heroica (las epopeyas son el origen de toda tradición literaria) a una época clásica: la bestialidad de la potencia (que permanece intacta en segmentos como el de los «pickup trucks») se ha sustituido en los turismos eléctricos (destinados a dominar una nueva época, como había ocurrido con el DS) que aspiran a una intemporal, un futurismo clásico y familiar.
Si el exterior del DS evocaba una nueva simbología y la chapa «sin costuras» pasaba sin obstáculos a una «espiritualización del vidrio» («grandes lienzos de aire y vacío»), el cuadro de mandos avanzaba también la conducción para el futuro:
«El tablero de mandos se parece más a la mesa de trabajo de una cocina moderna que a la central de una fábrica, las delgadas aletas de chapa mate, ondulada, las palancas pequeñas con bolas blancas, los indicadores luminosos muy simples, incluso la discreción del niquelado, todo significa una especie de control que se ejerce sobre el movimiento, concebido en adelante en función del confort y no de los resultados sorprendentes.»
Objetos y cultura
Pasamos, concluye Barthes, de una alquimia de la velocidad (del músculo, de un sentir de la carretera (que entronca con los viajes por carretera de los beatniks y buscavidas de la posguerra contracultural en Estados Unidos, así como los moteros al estilo Easy Rider) a un placer de la conducción suave y técnicamente controlada.
Quizá el DS ofrezca una experiencia más que un catálogo de proezas técnicas y una voluntad de apropiarse de la carretera con manifiesta correosidad, pero no hay que olvidar que (como ocurre con los «objetos» de altas prestaciones, llamados a adelantar lo que llega en el futuro) Citroën logró ganar el Rally de Monte Carlo en 1959 y 1966 con un ID (versión más económica del DS), donde destacó por la resistencia y la maniobrabilidad.
En este inicio de la sociedad de la experiencia ya asistimos, con la ventaja de la visión retrospectiva, a la genealogía conceptual que cristalizaría en anuncios del sector como el célebre ¿Te gusta conducir? de BMW, donde no se vende un automóvil, sino lo que su conducción evoca.
En esta reflexión del semiótico francés, nos adentramos ya en el terreno contemporáneo de la conducción autónoma: el interior de los Tesla está dominado por la sencillez de líneas, la escasez de elementos y la centralidad de una gran pantalla táctil a modo de centro de comandos; la frialdad de este minimalismo técnico tiene su contrapunto en acabados de materiales orgánicos como la madera o la piel.
Más allá de la alquimia del automóvil
Eso sí, más que pasar de una alquimia de la velocidad al placer desentendido de la conducción, el habitáculo de vehículos comerciales actuales con ambiciones de automóvil futurista o conceptual (como las tuvo el Citroën DS en los años 50, o el Tesla Model S en la pasada década) sugiere una promesa de futuros desplazamientos que delegan la fatiga de conducir en sensores y software, para que el conductor pueda disfrutar del trayecto en tanto que sujeto de una experiencia que va mucho más allá del pilotaje.
Como símbolo, el automóvil contemporáneo renuncia a perder su vigencia y su estatuto como una de las grandes decisiones a las que debe enfrentarse un adulto o una familia, y socialmente tan definidora como el alquiler o la compra de una vivienda o ese conjunto de marcadores que denominamos «estilo» de una persona.
En muchas situaciones, el automóvil carece de una flexibilidad o eficiencia equiparables a otros medios de transporte; ninguno de ellos, no obstante, puede suplantar su simbología, sobre todo en el mundo suburbano y alejado de los centros urbanos que muchos han reivindicado durante la pandemia y el auge del teletrabajo.
Fenómenos como la vida nómada en autos recreativos como autocaravanas entroncan con un relato de individualismo y libertad indomable que mantiene su popularidad.
Quizá el coche eléctrico sea capaz de crear su propia mitología, más allá de la estela conceptual de vehículos como el Ford T, el VW Escarabajo, la furgoneta VW T2, o el Citroën DS.