Prosigue nuestra aventura veraniega por Estados Unidos. Hemos viajado desde las Rocosas, en el interior variable entre desierto y alto desierto de la Gran Cuenca, hacia la costa del Pacífico.
Allí, la brisa marina nos ha permitido al fin dejar atrás días de bochorno en los que el cielo brumoso no se debía a la célebre niebla que avanza hacia la costa desde el océano, sino a la proximidad de un incendio u otro.
Conducir desde Spokane —en el interior del Estado de Washington— hasta Seattle implica efectuar un recorrido más distante socioeconómica y electoralmente de lo que la separación geográfica sugiere, un fenómeno palpable no sólo en el Estado más septentrional de la Costa Oeste, sino que se repite en las zonas rurales y del interior de Oregón y California.
Sinhogarismo en un parque de Spokane, Washington
Llegamos a Spokane desde el territorio más rural y remoto de Idaho, un norte estatal que describe una «mano de sartén» como se conoce localmente, y tenemos la sensación de que las localidades desperdigadas en los secarrales rurales alrededor de Spokane, ese centro industrial y logístico del interior de Washington, comparten más rasgos con Coeur d’Alene o Moscow, al otro lado de la frontera con Idaho, que con la exitosa metrópolis industrial y tecnológica que constituye la zona metropolitana de Seattle, sitio de Boeing, Microsoft y Amazon.
Sobre el mapa, la aparente arbitrariedad del mapa entre el poniente de Montana, el norte de Idaho y el interior de Washington se deben más al curso de valles y ríos que a la decisión de despachos con mentalidad colonial, tan atentos al tiralíneas en los territorios que los europeos se repartieron en África o las Américas.
El centro de Spokane, dominado por los edificios utilitarios de ladrillo rojo tan presentes en Nueva Inglaterra, al otro extremo del país, conserva una zona comercial digna de que el visitante ocasional la reconozca como tal, con personalidad propia y nada que ver con el patrón universal actual de las anchas avenidas comerciales que despersonalizan los interminables exurbios con códigos intercambiables: edificios-patrón desprovistos de sensibilidad vernacular junto a los cuales se erigen los letreros comerciales habituales.
En el interior de Washington, cuanto más se aleja uno de la ribera del Spokane y de su río tributario (el caudaloso Columbia, el mayor río estadounidense al Oeste de las Rocosas y con desembocadura en el Pacífico), más se tiene la sensación de que el paisaje, dominado por la vegetación arbustiva de la Gran Cuenca, marca el carácter y la historia de pequeñas localidades conservadoras donde los jóvenes se resignan a socializar en el economato de la gasolinera más ventajosa, a menudo apretujados en vehículos que constituyen el sustituto contemporáneo de los que se pasean por American Graffiti.
En la carretera
La mañana en que debemos partir de Spokane hacia Seattle, salgo a estirar las piernas por una zona periurbana marcada como parque por la aplicación cartográfica del teléfono. Diez minutos más tarde, averiguo que se trata más bien de una zona donde los paseantes matutinos conviven en delicado equilibrio con los habitantes de refugios informales y aparcamientos permanentes de quienes han convertido su vehículo en cobijo y trastero. La crisis de la vivienda ha llegado también a las localidades medianas, que se encarecen debido a fenómenos como el influjo de profesionales que deciden abandonar las grandes urbes costeras.
Apenas son las ocho de la mañana y el calor es ya insoportable. Muchos sin abrigo permanecen a la sombra y tratan de aprovechar las corrientes de aire fresco procedentes del río. Otros, más aturdidos por el desamparo, la adicción o dolencias mentales no tratadas y en ocasiones sin diagnosticar que por el propio bochorno, parecen aguardar algo o a alguien. Un rato más tarde, permanecen en la misma posición, esperando a su Godot particular.
Partimos de Spokane tras haber tenido oportunidad de charlar sobre densidad urbanística y vivienda, dos temas que preocupan especialmente en la Costa Oeste, donde han proliferado campamentos informales en los últimos años, a medida que la precariedad laboral, el precio de la vivienda y las vicisitudes personales han expulsado a muchos de viviendas y zonas que cuentan a menudo con la otra cara de la moneda: la prosperidad de que disfrutan los profesionales que se rifan las empresas más dinámicas de la región, muchas de las cuales se encuentran entre las principales firmas tecnológicas del mundo.
Conducimos desde Spokane a Seattle a través de un territorio donde varias muestras simbólicas de la polarización que vive el país surgen del paisaje como lo hace el toro de Osborne de las carreteras españolas. Un «Trump won» (Trump ganó) y algún que otro «Trump 2024» compiten por la atención del conductor con el precio de la gasolina en los enormes postes coronados por un cartel luminoso estandardizado.
El lado amable de las ciudades del Pacífico
Tras cruzar el río Columbia y pasar al otro lado de las colinas que delimitan el curso de su cuenca, nos adentramos en la zona de influencia de Seattle, con colinas verdeantes coronadas por telesillas que aguardan la temporada invernal e instalaciones rurales orientadas a captar la atención de los urbanitas durante el fin de semana. Hacemos alto en Seattle, alojados por familiares residentes en el apacible —y cada vez más prohibitivo— suburbio arbolado del distrito universitario.
Cuatro días de reposo merecido para la familia, sobre todo para los niños, que aprovechan la ocasión para explorar la vida y las actividades cotidianas que ocupan a sus primos, que actúan de cicerones con la mejor predisposición. Son días calurosos, si bien alejados de los récords registrados en toda la región unas semanas atrás, cuando varios pueblos con estaciones de esquí de Washington y la Columbia Británica, en Canadá, han soportado temperaturas diurnas superiores a las de Phoenix o Las Vegas.
El carácter apacible de los suburbios de Seattle oculta una competición encarnizada por la vivienda y las zonas escolares más apetecibles para niños y adolescentes en una ciudad que se encarece a golpe de éxito de sus gigantes empresariales, que atraen el talento requerido por la industria aeronáutica y tecnológica de la región.
La escasa diversidad racial de la ciudad, que destaca por su carácter progresista (en sintonía con las otras urbes de la región, Portland y San Francisco), contrasta con una mayor diversidad racial (pero no socioeconómica) en torno a Redmond y a las localidades donde residen los ingenieros informáticos atraídos por los negocios de software y cloud computing de Amazon y Microsoft, con amplia representación asiática y europea.
Paisajes y cisnes negros
Asistimos pues, aunque sea durante unos días, a conversaciones más circunscritas a la gestión del éxito económico de las regiones más dinámicas del país, que al desamparo y la falta de oportunidades presente en ciudades y regiones del interior al Oeste de las Rocosas, más conservadoras y peor adaptadas a las grandes tendencias de nuestro tiempo. La desventaja es socioeconómica, educativa y laboral, pero también lo es (y cada vez más) climática.
La situación extraordinaria ocasionada por la pandemia de coronavirus y las tiranteces sociales, emocionales y económicas que está ocasionando —con la inflación y la emergencia de la variante Delta como últimos fenómenos transformadores en el contexto de este «cisne negro»—, representan a la vez un riesgo y una oportunidad para las localidades del interior más apacibles, a menudo universitarias, próximas a parques naturales o sedes de deportes al aire libre e invernales.
Estas localidades han experimentado un aumento del precio de la vivienda tan considerable que la población local es incapaz de competir en igualdad de condiciones con profesionales que pretenden trabajar desde casa a tiempo parcial y completo en lugares más apacibles, baratos y al resguardo de las consecuencias más agrias de crisis sanitarias, si bien no hay un lugar al Oeste de las Rocosas a salvo de la contaminación atmosférica causada por incendios cada vez más extensos y duraderos, un fenómeno que —comprobamos en los últimos días— afecta también otras zonas templadas y semiáridas de la Cuenca Mediterránea.
Nos despedimos de nuestros familiares por unos días, ya que volveremos a pasar un tiempo juntos en una reunión familiar unas horas al norte de San Francisco antes del inicio del curso escolar para la educación infantil y secundaria en Estados Unidos, si bien Delta podría —de nuevo— poner las cosas muy difíciles a la educación pública.
Cruzar el río Columbia
Fenómenos como la desescolarización y —entre los económicamente mejor situados— la educación privada tratan de responder al fenómeno de la politización de la educación escolar en Estados Unidos, que contrasta con la predisposición de los países europeos de mantener las aulas presenciales abiertas para la mayoría de los niños y adolescentes, salvo en casos de riesgo elevado de transmisión comunitaria.
De vuelta en la carretera, viajamos rumbo al sur, al encuentro de urbanistas, residentes, constructores profesionales, arquitectos y entusiastas de estilos de vida atentos a la restauración ecológica, la autosuficiencia y posibles soluciones al problema de la vivienda.
Como en las jornadas previas a nuestra estancia en Seattle, nos desplazamos en el furgón alquilado (un auténtico trasto utilitario sin clemencia para los pasajeros en los numerosos baches de carreteras remotas y pistas sin asfaltar que usaremos a menudo) a merced de la orografía del lado occidental de la divisoria continental: rodaremos casi siempre junto al cauce de ríos y afluentes. En Montana e Idaho, también habíamos avanzado entre parques naturales moteados de pequeños lagos, testimonio de la última glaciación y hoy fuente hídrica ante el riesgo extremo de incendio en la región.
La travesía entre Seattle y Portland se hace corta, con el colofón de cruzar el río Columbia al final del trayecto como antesala de una ciudad cuyo denso centro evoca al visitante las ciudades europeas, si bien sus suburbios delatan la localización. La ciudad trata de resarcirse de la tensión vivida durante los últimos meses, cuando las manifestaciones a raíz de la violencia policial contra las minorías se enquistaron en una de las ciudades con menor presencia de minorías del país.
La dificultad de crear un urbanismo amable
Pero Portland se cree su carácter progresista y allí se nos ofrece la oportunidad de asistir a varios procesos de innovación urbanística que ganarán importancia en los próximos años, desde el avance de los denominados «pocket neighborhoods», o intervenciones para crear barrios suburbanos más amables, densos y orientados hacia la convivencia y el uso del espacio público por los habitantes (y no los vehículos), a métodos intencionales de equilibrar espacios privativos y públicos que tienen en cuenta el bioclimatismo y la integración de todos.
En Portland, nos topamos por primera vez con habitantes y urbanistas que no tratan el problema de la vivienda y la crisis que experimenta la población sin hogar de la zona, un problema en aumento en los últimos años. Pronto tendremos oportunidad de detallar con varias entrevistas lo que hemos aprendido y las propuestas de ciudadanos, arquitectos, urbanistas y técnicos municipales para que el sinhogarismo se transforme en maneras más dignas de habitar.
Cuando viajamos por la Costa Oeste, siempre tenemos la sensación de desplazarnos en casa, y así se nos trata. Dejamos Portland con la intención de volver pronto, y la autopista 5 con rumbo a la bonita localidad histórica de Ashland, conocida en la región por su festival veraniego en torno a Shakespeare (evento maltratado también por la pandemia). Allí, hacemos alto para entrevistar a un pastor itinerante con apenas cinco ovejas cuyo único cobijo es el chozo sobre ruedas donde acumula sus escasos enseres.
Aaron ha vivido a la intemperie desde hace más de una década. Al inicio, optó por un pequeño rebaño de cabras que alquilaba a los granjeros y empresas de la zona como método eficiente de desbroce y disminución del riesgo de incendio; poco después, vendió las cabras y optó por las ovejas, tanto por su mansedumbre como debido a una preferencia personal por su leche, con la cual elabora una bebida que no requiere refrigeración con base de kéfir, así como queso.
Siguiendo el curso de ríos del Oeste
Tras un rato charlando con nuestro contertulio, es fácil olvidar que carece de dirección física y recibe la correspondencia en un buzón postal que constituye uno de sus pocos gastos (además de una línea de telefonía móvil con datos que constituye su ventana al mundo). El debate entre opción vital y precariedad extrema se complica en casos como el de Aaron, que reconoce toparse con otros sin hogar lastrados por adicciones, profundos traumas vitales y, sobre todo, graves dolencias mentales.
Al día siguiente, dejaremos la autopista 5, principal arteria entre las metrópolis de la Costa Oeste, para desplazarnos hacia el oeste y entrar en California por la autopista costera 101 y, a continuación, la pintoresca 1, carretera flanqueada por bosques de «redwoods», gigantescos árboles secuoya costeros (Sequoia sempervirens).
Tomamos la sinuosa ruta a través de los ríos Klamath y Trinity, para hacer un alto en una zona boscosa donde nos espera un veterano de las idealistas comunas agrarias de los años 60 y 70. De origen mormón, nuestro anfitrión dejó la universidad en los sesenta para viajar y aprender técnicas de cultivo y construcción alternativas.
Hoy, con casi setenta años, su atuendo, pelo y larga barba contrastan con el estado impecable de su «homestead», donde ha construido varias viviendas entre bancales con cultivos de huerta y frutales que salvan el desnivel entre una colina boscosa y el río. Su granja lleva años experimentando con sistemas de policultivo y siembra directa sobre rastrojo (un tipo de labranza que evita la erosión de suelos pobres promovida por, entre otros, el agrónomo japonés Masanobu Fukuoka).
Esqueletos mitológicos en playas del norte de California
Desde el flanco occidental del río, frontera entre los condados de Humboldt (en la costa) y Trinity (interior), los problemas que conciernen a la opinión pública californiana parecen, aunque sea por un instante, sobredimensionados. No hay rastro en el cielo del hollín procedente de los incendios que arden en las inmediaciones o a unas horas hacia el interior; el mayor de ellos, Dixie, acaba de engullir Greenville, una localidad histórica al pie de Sierra Nevada, varias horas hacia el este.
Dos días más tarde, llegamos al fin al lugar donde hacer un nuevo alto, una apacible zona costera unas tres horas al norte de San Francisco. Hemos empleado más de una semana para cubrir la distancia que nos separa de Seattle.
Un familiar nos explica haber hecho el mismo recorrido en una jornada, sin salir de la autopista y con la sensación de desplazarse por una zona de cielos distópicos y un estado de ánimo que deja las viejas certezas (el clima apacible de la Costa Oeste, la fertilidad de la tierra, la promesa de California para el imaginario estadounidense —Central Valley produce una cuarta parte de los alimentos consumidos en Estados Unidos, mientras Los Ángeles y San Francisco concentran espectáculo y tecnología, respectivamente—) y toma códigos narrativos propios de las emergencias de nuestro tiempo.
Antes de sentarme a escribir estas líneas, paseo por un sendero junto al océano y me paro a observar los troncos desnudos castigados por la intemperie. Una de las actividades locales en playas caracterizadas por la niebla y el agua fría consiste en recolectar troncos, ramas y otros restos devueltos a la playa por el océano para construir estructuras. Uno de estos «driftwood shacks» se sostiene entre dos dunas como el esqueleto de un cetáceo.
Es zona de avistamiento de ballenas, y quizá también terreno propicio para el tipo de divagación que el dramaturgo francés Romain Rolland denomimó sentimiento oceánico.