La Internet ubicua avanza en su conexión de objetos y personas, prometiendo mayor comodidad y eficiencia en todo lo que hacemos. Pero esta concentración de cada vez más utilidad en menor material y recursos tiene también consecuencias no deseadas.
La realidad cotidiana es, de momento, distinta a la promesa de la cornucopia “high tech”. Hay que conformarse con aparatos que decaen con rapidez (a diferencia de los primeros productos de masas), auténticos adictos a la electricidad que demandan cargadores y baterías, cuyo contenido compite rabiosamente por nuestra atención.
Quizá, en los próximos años asistiremos a la llegada de aparatos que se recargan a sí mismos, acaso reparables y con servicios que se ganan nuestra confianza respetando nuestro ritmo cotidiano (sin imponer, como ahora, su propia agenda).
Alertas: distinguir entre algoritmos y personas
Muchas de las alertas que nos atosigan son mensajes automáticos (enviados por algoritmos, no personas), y carecen de utilidad real. Comparten, asimismo, una característica: nos invitan a que enriquezcamos ésta o aquélla plataforma, participando activamente.
Mientras tanto, inversores de capital riesgo y empresas tecnológicas profundizan en la promesa de que los problemas más complejos a los que se enfrenta el mundo tienen una solución tecnológica aguardando a la vuelta de la esquina. Los auténticos retos a los que se enfrenta la tecnología son, sin embargo, aplazados sine die:
- qué ocurre con el futuro de la información y qué papel juega la propaganda (con fines de lucro, pero en ocasiones con fines también políticos) en las redes sociales y en el debate público;
- qué ocurre con las soluciones originales de arquitectura y urbanismo para garantizar el acceso a la vivienda en lugares que “mueren de éxito” (aumento de precios, desplazamiento de los peor asalariados) o en áreas deprimidas;
- cómo renovar las instituciones surgidas de la Ilustración para que el ostracismo de los menos favorecidos no favorezca el auge de la demagogia y los totalitarismos (incluso en las economías desarrolladas);
- experimentación concienzuda y ambiciosa sobre educación, empleo, reciclaje laboral, etc.
- definir nuevos grandes retos para la humanidad (que apacigüen relativamente la tensión entre los actores de un mundo multipolar), como una nueva carrera espacial con destino al establecimiento de colonias permanentes (y, quizá, a la explotación de recursos);
- etc.
Primeros pasos de tecnologías prometedoras
Tecnologías como la impresión 3D y las plataformas de tecnología modular “hazlo tú mismo” (sensores, placas base, placas computadora y otros componentes de precio marginal), aventuran nuevos modelos de negocio con el potencial de convertir en inventor a cualquiera. Habrá que ver si este nuevo sector abandona su nicho y surgen microfactorías capaces de sustituir (o reforzar) viejos empleos.
Internet está presente en todos estos retos, pero las grandes empresas tecnológicas y firmas de capital riesgo prefieren asegurar su posición en el mercado y prepararse para los próximos años, a arriesgar en otros ámbitos, mientras a la vez acumulan enormes reservas de dinero en efectivo (a menudo en las filiales de países donde evitan el pago de impuestos y demandan la repatriación de fondos).
Hay muchas cosas que hacer, y poco interés en afrontar los problemas realmente arriesgados y de envergadura, optando en cambio por lo que el inversor de capital riesgo Marc Andreessen llamó “colonización tecnológica”, en relación al interés de Facebook por lanzar una oferta de acceso a Internet de acceso limitado y esponsorizado, que pretendía cubrir los fondos de la inversión.
Lo que dicen sus relaciones públicas y lo que realmente piensan
Ha pasado menos de un año desde las polémicas declaraciones de Andreessen sobre India, donde afirmaba, entre otras cosas, que el país estaría en mejor situación si el Reino Unido no se hubiera retirado del subcontinente.
Muchas personalidades influyentes de Silicon Valley insisten, sin embargo, en la promesa de que el desarrollo llegará usando los servicios allí diseñados.
Asimismo, los proyectos financiados en Silicon Valley prefieren desarrollar servicios con un impacto marginal sobre la vida de un grupo reducido de personas (a menudo, profesionales de San Francisco), aspirando a que la apreciación de éstos popularice el producto en todo el mundo.
Así, aparecen hornos supuestamente inteligentes que convierten lo que pretenden “solucionar” (cocinar más) en una parodia fallida de la palabrería de marketing tecnológico tan presente en la cultura de la ciudad, o infinidad de servicios que pretenden ser el Uber de ésto; el Airbnb de lo otro; o la App para mejorar ésta o aquélla actividad marginal de estilo de vida.
Detectando las fantasías del “solucionismo”
En su ensayo To Save Everything, Click Here (2013), el periodista Evgeny Morozov argumenta que desmantelar instituciones gubernamentales y regulaciones que actúan de intermediarios entre ciudadanos y servicios, sustituyéndolas por aplicaciones de móvil con ánimo de lucro, conduce a menudo a lo que Morozov llama solucionismo: creerse el bulo de que nuestra actividad en una plataforma tecnológica crea valor para nosotros y para el mundo, cuando lo frecuente es el refuerzo de la plataforma que ofrece el servicio.
— Bret Victor (@worrydream) October 27, 2016
¿Pueden una aplicación, nuestra actividad en una red social o el uso de un complejo electrodoméstico conectado a la Internet de las cosas que a duras penas hemos podido dar uso por su compleja interfaz y software deficiente, mejorar nuestra vida, o simplemente añaden más ansiedad y complejidad?
¿Puede la alternativa analógica o “low tech” a lo que hacemos con estas herramientas hacer lo pretendido en menor tiempo y con menor estrés? ¿Qué ganamos con alertas enviadas por robots de distintas aplicaciones que nos recuerdan que hagamos una cosa u otra para mantenernos al día, desatendiendo debido a ello la más mínima interacción humana?
La idea de cuantificar nuestra existencia
Abundan los consejos de expertos (algunos de ellos, antiguos desarrolladores de aplicaciones de “Yo cuantificado” ahora usadas en todo el mundo), sobre cómo afrontar la inabarcable avalancha de mensajes e interrupciones de algoritmos y humanos a través de aplicaciones, redes sociales y programas de mensajería (o a menudo productos que combinan estas tres opciones, tales como Facebook).
Los protocolos de la llamada Internet de las cosas (conexión de electrodomésticos y aparatos de todo tipo a Internet) son tan deficientes que el último gran ataque a Internet se cometió desde millones de aparatos “zombi” (sobre todo cámaras y aparatos DVR): tras acceder a ellos con la contraseña por defecto, los hackers los orientaron hacia los objetivos elegidos.
Desarrolladores y profesores de ciencia computacional como Tristan Harris o Cal Newport abogan por una toma de conciencia de los usuarios de las nuevas herramientas, para distinguir entre el uso ventajoso y la mera adicción a servicios digitales, capaz de restar tiempo de trabajo y ocio (minando, de paso, nuestra salud mental y sensación de dependencia).
Ideólogos de Silicon Valley: las plataformas de software son su prioridad
La cara menos amable de la tendencia hacia productos que se convierten en servicio es la interdependencia entre el usuario y las empresas que retienen todo el valor gestionando la inteligencia (algoritmos) y forzando a los demás actores de la transacción a aceptar costes marginales que se aproximan a cero, al haberse mercantilizado.
En el plan maestro de los autoproclamados filósofos de la economía de Internet es, en esencia, lograr el movimiento tectónico que haga que las monedas tradicionales den paso a la criptomoneda; que las redes sociales sustituyan a los medios de comunicación; los mercados se impondrían al control regulatorio; los “expertos colectivos” (Yelp, etc.) ganarían terreno a críticos y expertos tradicionales; Airbnb haría lo propio con el sector hotelero; finalmente, Kickstarter se impondría a Hollywood en el “presupuesto de guerrilla”.
Así lo expone Naval Ravikant, uno de estos “filósofos en esteroides” de Silicon Valley, interpone a la “gente” frente a los “mediadores” tradicionales (la figura del “gatekeeper”).
Lo que expertos de la Nueva Economía como Naval Ravikant o Balaji S. Srinivasan olvidan puntualizar es que las viejas instituciones de mediación (públicas y privadas, muchas de ellas disfuncionales, anticuadas, a menudo corruptas y en cualquier caso mejorables) no son sustituidas por “la gente” en sentido abstracto y democrático.
Hijos del futurismo de Marinetti
El concepto “gente” suena muy bien como eslogan y ha ganado la simpatía de generaciones de manera ininterrumpida… pero los eslóganes rompedores de hoy son las proclamas contraproducentes de mañana, desde Mayo del 68 hasta las consecuencias no deseadas del auge de las redes sociales (sustitución de información legítima por propaganda, directamente al torrente de información personalizada de cada ciudadano del mundo, que ahora ve y oye lo que, según un algoritmo, le hará pasar más tiempo en la plataforma, aunque sea una falsedad patente).
El mencionado Balaji S. Srinivasan, inversor de capital riesgo cómo con el auge del nativismo en el mundo siempre y cuando aceleren su “agenda tecnológica”, a tenor de sus declaraciones, se dedica a teorizar sobre el futuro de la humanidad con la empatía de Marinetti y su manifiesto futurista -documento fundacional del fascismo-, si bien bloquea a todo usuario que ose a llevarle la contraria o a hacer una mera puntualización.
Quien esto escribe ha sido bloqueado por únicamente 2 usuarios: Nassim Taleb y el susodicho Balaji S. Srinivasan; qué casual, pues ambos perfiles convergen en su desaforado platonismo testosterónico.
En ningún caso el bloqueo se ha debido al uso indebido o poco decoroso de la herramienta (“troleo”), sino más bien a cuestiones espinosas que no encajan, al parecer, en la agenda de ambos nuevos “comunicadores”, unidos en su divergencia por objetivos como el desprestigio del periodismo (como institución) y el “pragmatismo” en cuestiones políticas e ideológicas (en definitiva, todo es negociable, incluidas las líneas rojas de libertades colectivas e individuales).
El futurismo de Marinetti como ideología subyacente
Los nuevos ideólogos son tan hegelianos como los viejos, al sustituir platonismo (léase “fundamentalismo”) religioso o ideológico (marxismo, nacionalismo) por un utilitarismo de inspiración matemática… Y qué hay más platónico que creer que las matemáticas son la solución en todas las situaciones humanas.
Este nuevo utilitarismo contra las élites (o supuestamente contra las élites y el establishment) se parece demasiado a la ideología que cuajó a partir de los apuntes pseudo-tecnológicos del futurista Marinetti, a principios del siglo XX. Quienes hemos leído algo de historia ya sabemos cuáles fueron aquellos derroteros.
You mean "people + algorithms" vs gatekeepers. And you'll make sure you weight opinion of "people" the utilitarian way. Discounting ethics. https://t.co/ZOTeAmxq6h
— Nicolás Boullosa (@faircompanies) November 11, 2016
La confianza desaforada en las posibilidades de los algoritmos y la inteligencia artificial aproxima los discursos de muchos ideólogos de Silicon Valley a las afirmaciones de los vanguardistas que anteponían el fin a los medios.
Lo inevitable, sí; pero, ¿inevitable de qué manera?
Esta evolución, si no aparecen barreras regulatorias que lo impidan (o si los usuarios no empiezan a dudar de la “filantropía” de Silicon Valley y se produce una pérdida de confianza en la -otro eufemismo- “economía colaborativa”), es “inevitable”.
Así lo recuerda el cofundador de Wired Kevin Kelly (autor del ensayo The Inevitable). El proceso imparable al que asistimos, en buena parte responsable del triunfo político de los populismos (que muchos de estos “disruptores”, por cierto, apoyan directamente, como el cofundador de Paypal Peter Thiel, personalidad de Silicon Valley en la sombra de Trump), consiste en sustituir las viejas instituciones e industrias -antigua intermediación- por nuevos intermediarios con ánimo de lucro y alérgicos al pago de impuestos en el lugar donde se presta el servicio.
@SuB8u @balajis @naval 1st. 1st blocks/silences everything he doesn't like. 2nd = all VC's together on steroids. Philo-SV
— Nicolás Boullosa (@faircompanies) November 13, 2016
El efecto que Facebook ha demostrado con un sector tan crucial para mantener una cierta cohesión en torno a valores considerados hasta ahora fundamentales surgidos de la Ilustración (democracia liberal, separación de poderes efectiva, protección de derechos individuales, protección de minorías en tiempos revueltos -como hace Alemania, alumna de su historia-, política internacional seria), es una advertencia para lo que viene en un mundo que no respeta a viejos intermediarios o expertos y, a su vez, no puede confiar todavía en “la sabiduría de la muchedumbre” (existiría, en todo caso, lo antagónico a esta expresión, que se convierte en oxímoron una vez toca la realida) ni en el “aprendizaje de máquinas” de los algoritmos.
Después del filtro humano, llega el “pragmatismo” (económico) de los algoritmos
Ya no respetamos a los viejos expertos (explica Tom Nichols) y aceleramos la caída de todos los filtros regulatorios que habían cohesionado las sociedades avanzadas, mientras a la vez reconocemos los límites de un mundo mediático y de entretenimiento que, enarbolando la “libertad de expresión”, no distingue entre hechos y falsedades, entre propaganda y periodismo editorial responsable.
Existe una diferencia ética (por tanto, moral: humanista) entre la opinión ponderada de alguien que conoce una materia y la trata con responsabilidad, y quienes aprovechan los recovecos de la nueva información filtrada por algoritmos para, directamente, inventarse hechos si ello les ayuda: a ganar dinero; o bien a ganar dinero y obtener, de paso, réditos políticos.
Quienes aprovechan los errores de diseño de un sistema tecnológico de raíz libertaria y comunal (y, por tanto, dependiente de la responsabilidad ética e individual de sus usuarios) que llega ahora a todo el mundo, crean “opinión” en redes sociales con comentaristas a sueldo (a veces contratados con herramientas automatizadas como Mechanical Turk, las nuevas galeras de Internet), o algoritmos creados para trolear… La versión 0.1 de los “centinelas” de The Matrix.
Lo que otros han visto venir
Viendo el desarrollo de los acontecimientos, se comprenden mejor las razones de filósofos como Martin Heidegger, al alertar sobre la “tecnicidad” en su entrevista póstuma (datada en 1966, pero publicada en 1976) en Der Spiegel: la tendencia del mundo, según el autor, hacia una automatización que se escapa de las manos al humanismo y se rinde ante el utilitarismo menos ético: la ganancia más rápida y efectiva, dejando de lado la moralidad.
El propio Ted Kaczynski (Unabomber) no se equivocó en el fondo de varios de sus postulados (esto es, la evolución hacia una distopía dominada por las clases técnicas que desecharía -dejándolo de lado- no que careciera de utilidad), aunque equivocándose radicalmente en otros… sobre todo al considerar que el fin justifica los medios, convirtiendo sus diatribas inspiradas en Thoreau en la excusa para erigirse en un apócrifo anarquista rural.
¿Qué tiene que ver el supuesto “solucionismo” enarbolado por los ideólogos del ente abstracto -y lleno de matices- que consideramos Silicon Valley, con declaraciones de Heidegger o de Kaczynski? Nada y todo.
Acarreamos un móvil con cámara y conexión instantánea a la información mundial en el bolsillo, con sus ventajas y un inconveniente: nos encontramos en los inicios de una tecnología que nos está transformando, la Internet ubicua, y todavía no hemos creado herramientas de moderación eficaces para limitar las consecuencias de nuestra “hipersensibilidad”, así como las perversiones de una personalización que casi siempre nos conduce a consumir contenido que potencia nuestra visión predeterminada del mundo, en vez del consejo que nos daría cualquier humanista: alimentar nuestro escepticismo.
Riesgos de llamar “inteligente” a un tostador
Cuando traducimos el solucionismo tecnológico, que carece de críticas de peso que le ayuden a mejorar y a corregir sus efectos perversos (la prensa tecnológica ha demostrado de sobras su conmiseración con una industria que envía regalos y “cuida” a las firmas que pueden resultar útiles), nos encontramos con lo peor del mundo de antes… y lo peor del mundo de ahora, en vez de lograr lo que buscamos, que es precisamente lo contrario.
Me llega un ejemplo antológico de esta hipótesis a través del editor y organizador de eventos sobre tecnología Tim O’Reilly, que comparte un artículo sobre un horno tostador “inteligente” diseñado en Silicon Valley que se pretendía invitar a la gente a cocinar más, facilitando tareas que hasta entonces dependían del criterio humano… y que, puesto en práctica, no funciona según lo prometido.
A devastating product review that is also a hilarious critique of Silicon Valley. Sad, but highly entertaining. https://t.co/WQ3e53aUUt
— Tim O'Reilly (@timoreilly) November 27, 2016
O’Reilly define así el artículo de Fastcompany sobre el horno tostador “inteligente” (con cámara, sensor de temperatura, wifi y algoritmos; 1.500 dólares):
“Una devastadora crítica de producto que es también una crítica hilarante de Silicon Valley. Triste, pero muy entretenida.”
Cuando un aparato presume de complejidad…
Tradicionalmente poco crítica con las novedades tecnológicas que cuentan con respaldo solvente del valle de Santa Clara, como es el caso, la prensa tecnológica empieza a desmarcarse de algunos lanzamientos difíciles de sostener con el tradicional optimismo y pensamiento ilusorio, reforzado por manidos eufemismos.
Por mucho que mejore su algoritmo (que se actualiza por wifi, como la mayoría de los productos de la Internet de las cosas) el funcionamiento de June deja mucho que desear, al lograr lo contrario de lo que propone: en vez de simplificar la buena cocina y, de paso, fomentar la alimentación saludable, June requiere atención, suscita incertidumbre con sus alertas y su “flexibilización del tiempo” (la versión de “tiempo de descarga”, donde 5 minutos anunciados pueden ser 50, en la cocina).
June (“el horno inteligente” es el lema elegido por sus creadores) quería lograr en la cocina lo que Sonos ha logrado en alta fidelidad: combinar lo mejor del mundo analógico y el digital para lograr un aparato que mejora con el uso.
June requirió 30 millones de dólares en capital riesgo, logrados gracias a la solvencia de sus creadores: un ingeniero que había trabajado en la cámara del iPhone y en los auriculares Beats, y el cofundador de Zimride (germen de Lyft, principal competidor de Uber).
Productos que piensan en la plataforma, no el usuario
¿Cómo pudo su supuesta receta ganadora, que debería inspirar a los clientes a cocinar más, acumular críticas tan negativas? El artículo de Mark Wilson para Fastcompany ofrece una pista: la cocina es un lugar donde quien cocina asume la responsabilidad y espera obtener información precisa sobre parámetros hasta ahora basados en la experiencia y el sentido común, y June aporta incertidumbre al proceso, olvidando al usuario y pensando en reforzar la “plataforma”:
- lo que para la firma tras el producto son meras informaciones (equivalentes a errores recopilados remotamente a partir del mal funcionamiento del aparato), se traduce en realidad en la espera frustrante por un plato, o en errores en pantalla;
- a menudo, los platos requieren especial atención del usuario, que es requerido en pantalla que acepte éste o aquél parámetro.
El articulista describe su experiencia cocinando un salmón:
“Este salmón se había hecho una distracción más difícil de cuidar que si lo hubiera cocinado por mi cuenta [sin usar el horno tostador “inteligente”]. Este salmón se había convertido en la propia metáfora de Silicon Valley. Automatizado pero desconcertante. Jactancioso pero mediocre. Confiado pero equivocado.
“Sobre todo, el June es un producto creado menos para ti, el usuario, y más para su siempre-a-punto-de-llegar perfección como plataforma.”
“¿Estás seguro de que deseas realizar esta operación?”
La moraleja del autor del artículo combina una causticidad a la que medios como Fastcompany nos tienen desacostumbrados:
“Cuando uno cocina mal un salmón, aprende para hacerlo mejor la próxima ocasión. Cuando June cocina salmón mal, sus hallazgos son subidos a la red, agregados, y cribados en una base de datos del June que uno espera que permita a los hornos June hacerlo bien la próxima vez.”
Al menos, ironiza Mark Wilson, las actualizaciones son automáticas.
¿Necesitamos un horno con cámara, sensores, reconocimiento de objetos -adaptándose al mismo producto cuando está entero o cortado- y algoritmo de aprendizaje de máquinas, si el usuario no puede confiar en el tiempo que tardará en cocinar un producto ni en el resultado?
No ayuda que la interfaz del aparato sea extremadamente respondona: si queremos una tostada, nos evocará viejos chistes sobre camareros y bares, al responder si la queremos “extra light”, “light”, “medium” o “dark”. Al final del proceso, mientras uno se queda pasmado para ver si el horno finalmente tuesta, uno se da cuenta de que hay un último mensaje de confirmación, que equivale -escribe el autor- al familiar “¿Estás seguro de que deseas eliminar estas fotos?”.
Disgusto sobre la cultura del “me gusta”
Este producto saturado de información, con un serio proceso de investigación y desarrollo que pretendía trasladar el valor desde la experiencia (el cocinero cocinando) y el producto para el que -se supone- ha sido diseñado (la comida), al servicio (“cocinar con June”), es un recordatorio no sólo para Silicon Valley mientras continúa con su plan de “engullir el mundo” con software, sino para una generación que ha crecido crédula con el relato solucionista procedente del mundo tecnológico: no todo lo solucionará un botón, y no pasa nada.
Cocinar con una tostadora sin cámara, sensores ni internet de las cosas no sólo no reducirá nuestra experiencia en la cocina, sino que nos relajará y nos permitirá ser nosotros mismos ante lo que queremos cocinar. Sin mensajes grandiosos ni actualizaciones remotas.
Los problemas de June, en relación con el servicio que ofrece, bajo las condiciones y el precio que lo hace, constituyen una metáfora sobre los riesgos de creer ciegamente en cualquier idea, producto o servicio que surja de Silicon Valley.
Perversiones surgidas de la amplificación de efectos no deseados no deberían hacernos perder la perspectiva, reconociendo el valor de la Internet ubicua: en el mejor de los casos, acceso democrático a todo tipo de conocimiento; y, en el peor, herramienta de propaganda personalizada que nos abstrae del mundo real y reduce nuestras actividades y relaciones a una carrera de “me gusta” y micropagos.
Hijos de un Marinetti deformado
El veterano periodista tecnológico Om Malik reflexiona sobre la pérdida de lustre de Silicon Valley desde la victoria de Trump, en cuya victoria hubo personajes clave del valle muy cercanos a la sala de máquinas de la campaña del demagogo neoyorquino, y Facebook asumiendo un rol que puede pasar factura a su credibilidad, sobre todo si decide mantener a Peter Thiel en su consejo de dirección.
Esta pérdida de empatía con el público podría pasar el mal trago de las últimas semanas, o bien convertirse en una crisis de confianza, un intangible estratégico en una industria que actúa como filtro algorítmico y como repositorio, dejando a terceros que fabriquen productos y creen contenido (y, de paso, reduciendo su valor relativo a la vez que aumenta su propio valor estratégico).
China wants to give citizens a score based on behavior such as spending habits, turnstile violations, filial piety https://t.co/tSn0p7dQ42 pic.twitter.com/SzExOeRf0S
— The Wall Street Journal (@WSJ) November 28, 2016
Hay expertos y usuarios influyentes que abogan por un uso responsable de las herramientas tecnológicas: restringir las alertas creadas por algoritmos, dejando activas sólo las que proceden de personas, es el primer paso de un largo proceso que reduce ansiedad y permite concentrar nuestro interés en tareas que requieren largos intervalos de concentración.
¿Hacia el “ciudadano cuantificado”?
A medida que los servicios que pretenden hacer un seguimiento de nuestro día a día logran un hueco en la rutina de la gente, “desconectar” de un mundo de alertas y mediciones automatizadas se convertiría en el nuevo lujo. Síntomas que lo corroborarían:
- China especula con una versión distópica del “Yo cuantificado”, convertido en “Ciudadano cuantificado”: un sistema de puntos para medir rendimiento, conducta y civilidad que constituiría un paso más hacia una sociedad sin moral, puramente utilitaria;
- tras la victoria de Trump, la descarga de aplicaciones de mensajería encriptada (como Signal), para comunicarse sin el temor de que la información compartida podría ser monitorizada por empresas, organizaciones criminales o agencias de espionaje, han registrado un aumento espectacular de uso y descargas.
Es el momento de que cada uno de nosotros realice un escrutinio de su proyección en el mundo real y en el digital. Dónde estamos, dónde queremos estar, en qué empleamos realmente nuestro tiempo, en qué queremos emplearlo, qué es realmente valioso y qué es simplemente una señal de estatus diseñada por otros para que ésta se convierta en algo percibido como imprescindible…
Los que vivimos
Y entonces, quizá, si el tedio o la crítica constructiva asoman lo suficiente, tomaremos determinaciones valiosas y corajudas, para sacar el máximo partido a lo que usamos… una vez hemos decidido situarnos en el asiento del conductor.
De momento, mejor conservar la autonomía y el criterio propio para no confundir lo que un algoritmo nos susurra al oído con la voz de nuestra conciencia.
Buenos tiempos para atender las lecciones y moralejas de la ciencia ficción. Como decía Jorge Luis Borges,
“lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad.”