El populismo ha encontrado el discurso efectivo para los desencantados de los países industrializados y la manera de distribuirlo.
Según la retórica dominante, los inmigrantes y las corporaciones acaparan el empleo o lo trasladan a otros países, respectivamente. Pero esta distorsión de la realidad, como cualquier teoría conspirativa que se precie, es una caricatura.
Al usar inmigrantes y tanto empresarios como políticos sin escrúpulos (el “Establishment”), la retórica política de los vencedores del Brexit o del presidente electo de Estados Unidos olvidan que:
- los empleos asumidos por los últimos en llegar son posiciones precarias que otros no quieren asumir en las condiciones ofrecidas;
- y los empleos deslocalizados debido al cierre de empresas o a la competencia industrial del mundo emergente han sido superados por la nueva realidad tecnológica.
El charlatán ya eligió su chivo expiatorio
No importa la debilidad del argumentario usado: quienes creen en la utopía de asistir a la regeneración de la vieja industria primaria, industrial y de servicios confían en ella ciegamente con el nihilismo de quien no tiene mucho más que perder.
Peter Navarro, asesor económico de Donald Trump (y autor de Death by China, uno de los contados ensayos que Trump ha citado por su beligerancia con la relación comercial con China y con el ascenso de este país), es el mensajero ideal de los entusiastas de Trump, quienes creen que la industria del carbón de los Apalaches volverá a florecer, así como las industrias de maquinaria y bienes de consumo que han abandonado viejas ciudades industriales.
No es una historia nueva: American Pastoral, la novela de Philip Roth, describe con acierto la oleada de disturbios y luchas sindicales que transformaron para siempre la localidad industrial de Newark, en Nueva Jersey; al otro lado del Atlántico, las películas de Ken Loach exploran un fenómeno similar en la Inglaterra ajena a Londres que ha votado masivamente a favor de Brexit, equiparando a Bruselas con el origen de todos sus males materiales, existenciales, metafísicos.
El economista que quiso vender libros
El último filme de Loach, I, Daniel Blake, estrenado en otoño de 2016 y Palma de Oro en Cannes, prosigue con el retrato de la descomposición del patio trasero post-industrial de un Reino Unido sin Imperio ni simpatía por su metrópolis, demasiado grande y abierta para las ansias de aislamiento de parte de la retórica política del país.
El resto de Europa cuenta con sus equivalentes literarios y cinematográficos a American Pastoral y a la cinematografía de Loach.
Peter Navarro no intenta contar a los votantes de Trump que no les queda otra que pasar sus “lunes al sol”, siguiendo el ejemplo de los protagonistas de la película de Fernando León de Aranoa, sino que apunta a los supuestos culpables y, de manera simplona, ofrece supuestas soluciones.
Según este economista afincado en California, la presión comercial de China y, en menor medida, México, son el problema de Estados Unidos, y elevar la tensión comercial con ambos obligaría a las empresas estadounidenses a repatriar buena parte de la actividad (y los empleos) a suelo estadounidense.
El mundo que Trump y Navarro ignoran
Tanto Trump como Navarro (o el resto de profesionales del populismo crítico con la economía de mercado y la economía globalizada) olvidan que muchos de estos empleos no han sido asumidos por trabajadores en otros países, sino por máquinas: la automatización es, indica Claire Cain Miller en The New York Times, el auténtico culpable de la destrucción de millones de empleos.
La automatización… y el propio proceso que transforma el mundo occidental desde un lugar próspero que produce y consume productos industriales (realidad desde finales de la II Guerra Mundial hasta la crisis del petróleo de 1973); a un lugar más tecnificado, donde los productos reducen su material físico (“desmaterialización”) y aumentan su capital intelectual (“softwarización”).
Los nuevos avances e industrias requieren más algoritmos y menos trabajadores. La empresa italiana Olivetti empleaba a miles de personas durante los años de la alabada gestión del empresario Adriano Olivetti, respetado por sus trabajadores tanto por su capacidad profesional como por su humanidad; hoy, servicios que dominan en su mercado necesitan apenas una fracción de las plantillas de antaño.
Un ejemplo extremo es Whatsapp (propiedad de Facebook), que cuenta con medio centenar de trabajadores para controlar un servicio usado por más de 1.000 millones de personas.
Cuando los bienes tradicionales se convierten en servicios
Cuando, asesorado por críticos de la globalización como Peter Navarro, Donald Trump insinúa a Apple que si la compañía de Cupertino repatría buena parte de sus empleos de manufactura de sus dispositivos desde China a California, ésta recibiría un trato fiscal ventajoso, éste muestra un desconocimiento de la evolución industrial y tecnológica del mundo.
Como la mayoría de firmas de productos de alto valor añadido con sede en los países industrializados, Apple concentra buena parte de sus empleos estratégicos (intelectuales, técnicos, culturales -desde el diseño corporativo y de producto a las relaciones públicas y los intangibles que podemos englobar en “valores”-, desarrollo de software) en Estados Unidos.
En un mundo con productos interconectados que prescinden de cada vez más material y cuyo formato físico tiende a costar cada vez menos (debido al fenómeno de la mercantilización, que empuja a los productos hacia el coste marginal cero), el servicio que retiene el valor es intangible y toma la forma de atención personalizada, cultura, software, etc.
El servicio personalizado y el desarrollo y mantenimiento de software no han abandonado Estados Unidos, y una fiscalidad más agresiva con las empresas más innovadoras repercutiría más sobre la economía estadounidense que cualquier repatriación de empleos obreros cualificados que pierden terreno ante la automatización.
La auténtica fortaleza de Estados Unidos es el “poder blando”
La pérdida de empleos en antiguas áreas industriales sin capacidad para competir en áreas relacionadas con los intangibles más estratégicos en la actualidad, desde el software a la cultura (el núcleo del “soft power”, concepto clave en la sociedad de la información en que Estados Unidos -con Silicon Valley en cabeza- mantiene su dominio), es pues más compleja que lo que la visión reduccionista de Trump y Navarro pretenden hacernos creer.
Con sus salidas de todo y propuestas erráticas que promueven, entre otras medidas contrarias a la posición de hegemonía en “soft power”, la expulsión de inmigrantes ilegales y el endurecimiento de las condiciones para atraer talento foráneo, así como la victimización de minorías, Donald Trump podría lograr lo contrario de lo que se propone: debilitar con su fanfarronería y falta de consistencia la posición de dominio de las empresas y profesionales estadounidenses en servicios tecnológicos y culturales (desde la educación universitaria, que atrae al talento mundial, a las industrias tecnológica, cinematográfica y de videojuegos).
Los cambios a los que asistimos en los últimos años no afectan sólo a Estados Unidos, y en su parte fundamental no son reversibles: es irresponsable prometer a zonas mineras que sus empleos en industrias como la del carbón volverán para ellos y para sus hijos, ni es tampoco deseable.
Lo que olvida el populismo: impacto de la automatización
Idealizar los viejos empleos industriales, a la vez que se caricaturizan y demonizan la globalización y la tecnología, impide estudiar la complejidad de la situación. Entre otros fenómenos, los expertos alertan de que la automatización no resta sólo trabajo manual: los algoritmos acaparan cada vez más tareas hasta ahora asumidas por profesionales y operarios de servicios.
Claire Cain Miller en The New York Times:
“La tecnología ya existente podría automatizar el 45% de las actividades que la gente cobra por asumir, según un informe de julio de McKinsey. El empleo que requiere creatividad, gestión humana o cuidado personal es el que tiene menos riesgo [de ser automatizado].”
A largo plazo, en definitiva, el gran transformador (y destructor) del empleo tal y como lo hemos conocido en las sociedades industriales es la automatización, y no China, México o los trabajadores e inmigrantes de ambos países.
Estados Unidos y China
El equipo de asesores de Donald Trump no sólo se muestra cómodo con el mensaje populista de que la apertura comercial con China, México y otras potencias emergentes es responsable del cierre de factorías en suelo estadounidense, sino que iniciativas como una llamada diplomática a Taiwán (acabando así con décadas de respeto institucional de la existencia de una sola China, para no tensar más las relaciones con Pekín), muestran una visión ingenua del comercio y la política mundiales.
Con Estados Unidos retirándose del Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP), olvidando que el acuerdo consolidaría su presencia en una zona económica dominada por China, Estados Unidos podría dañar más su economía que situarla en posición ventajosa.
En China, expertos en comercio y relaciones internacionales como Shen Dingli, profesor de la Universidad de Fudan en Shanghái, creen que la nueva beligerancia anti-globalización de asesores de Trump con receta populista (como el mencionado Peter Navarro), beneficiarán a China más que perjudicarla.
Según Dingli, la victoria de Trump será buena para China (de hecho, mucho mejor para los intereses chinos que la victoria de Hillary Clinton).
En una entrevista concedida a The Atlantic, el profesor chino considera que, con la victoria de Donald Trump, Estados Unidos verá debilitada su posición global, sobre todo en esferas de influencia “soft power”.
El contrincante en ajedrez son los algoritmos
Dañar la relación con China sin posibilidad de devolver la producción industrial a esquemas anteriores a los instaurados por la caída del muro de Berlín y la posterior revolución tecnológica, implicará, creen los expertos, que los estadounidenses deberán pagar más por los mismos productos.
De nuevo, nos encontramos con un fenómeno similar al originado por Brexit (al parecer, nadie pensó con seriedad que no es buena idea salir de un club donde el país compra y vende la mayoría de productos y servicios).
Paradójicamente, Hillary Clinton había barajado las únicas medidas creíbles según economistas que gozan de un consenso y credibilidad superiores a las del reduccionista Peter Navarro, cuya silla de profesor en la Universidad de California en Irvine quizá le ofrezca un despacho con vistas al Oeste… y mirar al Pacífico desde California implica ofuscarse con la niebla oceánica.
Claire Cain Miller enumera en The New York Times las medidas que una administración liderada por Clinton habría puesto en práctica para suavizar una transición que, lo quieran o no los políticos populistas y sus votantes, se está produciendo: la mayor automatización de los procesos.
Algoritmos y robots se trasladan desde las grandes factorías hasta talleres más especializados, lo que requerirá otro tipo de formación… y menos trabajadores.
Nadie quiere las únicas recetas que funcionan (requieren esfuerzo)
Entre las propuestas de estos economistas, conscientes de las consecuencias de esta evolución, destacan procesos que países como Alemania han aplicado con éxito desde inicios de siglo (Agenda 2010): programas de formación, convenios colectivos adaptados a la nueva realidad laboral, un mayor salario mínimo a cambio de mayor productividad, ventajas fiscales para los más desfavorecidos, incentivación del autoempleo, etc.
Lo quieran ver o no sus simpatizantes mejor formados y económicamente más favorecidos, la retórica de los nuevos gobiernos británico y estadounidense se parece más a aquella del populismo peronista que a la política liberalizadora emprendida por Reagan y Thatcher.
La órbita anglosajona, líder del mundo industrializado tras la II Guerra Mundial, con un dominio tecnológico y cultural sobre el resto (“soft power”), rechaza el mundo interconectado que contribuyó a crear (por cierto, con bastante éxito, a tenor de los principales indicadores de desarrollo, que demuestran sin equívocos que la situación ha mejorado en las últimas décadas).
La visión de optimistas, la de catastrofistas… y la realidad
¿Puede el mundo estar mejorando y empeorando a la vez? ¿Puede la tecnología estar causando mayores dificultades para la clase media y generando nuevas oportunidades en el mundo a la vez? El profesor Paul Buchheit trata de explicar lo que, según su análisis, los efectos de los robots están creando entre la clase media.
“La respuesta simplista al impacto de la Inteligencia Artificial en el empleo es que ya hemos experimentado esto antes, durante la Revolución Industrial y después, y que el ‘mercado’ proporcionará tarde o temprano empleo suficiente. La realidad es que decenas de millones de estadounidenses tendrán que aceptar empleos en servicios alimentarios, distribución y cuidado personal que no ofrecen un salario digno.”
Los análisis de la situación, explica Buchheit, se pueden dividir en dos grupos:
- los que niegan el peligro y creen que la clase media no tiene de qué preocuparse;
- y quienes se preparan para lo que consideran una catástrofe imparable: la desaparición de la clase media.
En el primer grupo, se encuentran los entusiastas de las analogías entre el momento actual y el siglo XIX. Por ejemplo, The Economist considera que, como ocurrió en la industrialización del siglo XIX, nuevos empleos sustituirán a viejos roles.
Vendedores de humo en botella
Un artículo de The Atlantic insiste en el mismo tono optimista; la historia de los robots asumiendo trabajo humano, comentan estos y otros artículos similares, es un viejo argumento, pues:
“hemos visto a trabajadores desplazados por la tecnología durante siglos, pues esa es la definición del crecimiento productivo.”
En cuanto a los entusiastas de las teorías pesimistas (los “professor doom” de cada lugar, que acostumbran a estar bien representados en tertulias radiofónicas y televisivas), éstos creen que cerca de la mitad de los empleos de países como Estados Unidos son susceptibles de automatización.
Hay estudios que muestran cómo los empleos perdidos en sectores vulnerables a la importanción no se han ganado en otros sectores (a diferencia de lo ocurrido en el pasado). Un estudio de McKinsey Global Institute concluye que la diferencia estriba en la profundidad de los cambios, pues la automatización actual equivale a un impacto “3.000 veces superior” al ocurrido en la Revolución Industrial.
División en la clase media: los que prosperan y los que se empobrecen
Asimismo, estudios del FMI, Pew Research y Randstad coinciden en detectar mayor “polarización laboral”, con nuevas ofertas de empleo:
- en puestos precarios y mal remunerados, sobre todo en el sector servicios;
- y posiciones en especializadas propias de clase media-alta y alta.
¿La realidad, según Paul Buchheit? Ambos bandos tienen razón: la clase media se está dividiendo entre quienes se integran (por nivel educativo y remuneración) en la clase media-alta; y quienes, por el contrario, descienden a posiciones precarias propias de la clase media-baja.
A medida que los algoritmos y la globalización han eliminado empleos industriales tradicionales (“cuello azul”), así como posiciones profesionales de intermediación (“cuello blanco”), la tecnología propulsa nuevos empleos que requieren elevada cualificación… pero la demanda es muy inferior en número a la de otros sectores.
Réditos del capital y del trabajo (y algoritmos)
Los sectores que crean mayor empleo demandan, por el contrario, trabajadores dispuestos a realizar tareas de atención al cliente, servicios sanitarios y de cuidado personal, asistentes educativos y de bienestar (sanitarios, fitosanitarios, deportivos, etc.)
Contamos con más estudios y mayor capacidad de análisis que nunca para analizar las consecuencias de un mundo más interrelacionado, desmaterializado, softwarizado. Nuestra “maldición”, dice Buchheit, estriba en ser conscientes de que la sociedad y sus instituciones se mueven con mayor lentitud que los cambios tecnológicos.
The Economist lo sintetiza de la siguiente manera:
“Fueron necesarias varias décadas para que el crecimiento económico repercutiera en incrementos salariales significativos entre los trabajadores, una espera conocida como ‘pausa de Engels’.”
Thomas Piketty, autor de El capital en el siglo XXI, descrito como uno de los ensayos económicos más influyentes en los últimos años, estaría de acuerdo con esta sentencia, al haber dedicado su carrera a desarrollar la hipótesis de que la desigualdad es el principal problema del capitalismo, pues los réditos del capital “r” crecen por encima de los salarios “g”, dando lugar a la fórmula r > g.
Recordatorio: no es el mundo de Henry Ford
En el pasado, industriales con la influencia de Henry Ford instauraron incrementos salariales entre su numerosa plantilla para, así, convertir a sus trabajadores en compradores de los vehículos que ensamblaban.
A diferencia de los puestos de “cuello azul” y “cuello blanco” del pasado, los nuevos empleos son menos numerosos y se concentran en posiciones que crean intangibles.
Quienes opten por combatir el populismo deberán ofrecer algo más que un análisis sosegado de los cambios que la tecnología ha acelerado en nuestro trabajo y ocio.
Sólo se podrá combatir el populismo con paciencia, trabajo serio y una alternativa que dé resultados prometedores y lo más cuantificables posibles, para que un porcentaje suficiente de la clase media, la nueva trinchera en el mundo desarrollado, confíe en el futuro con algo más de racionalidad, abandonando apuestas nihilistas servidas en bandeja de plata por mesías y charlatanes.