Las resoluciones de Año Nuevo llegan cargadas de buenas intenciones que se apagan a medida que pasan las semanas, alimentando ocurrencias sobre los límites de nuestra fuerza de voluntad.
Leo en al menos un par de ocasiones en las últimas horas la siguiente perla de cinismo, mitad meme mitad idea de negocio: abrir un gimnasio llamado “Resoluciones” y, tras un mes de funcionamiento, cambiar la actividad del negocio hacia algo más realista para el resto del año: bar.
2016, año en que perdimos la cuenta a la muerte de celebridades (porque hay más: los medios de masas facilitaron el fenómeno, dando la razón a Andy Warhol y a sus 15 minutos de fama) y en que la política anglosajona tuvo que abandonar su vocación moralizante y tono de superioridad, dado lo experimentado con Brexit y la victoria de Trump, nos deja una ristra de motivos para que aspiremos a unas resoluciones de Año Nuevo con vocación de continuidad.
“Lo he leído/visto en Facebook”
Muchos empezaron en pasado año con la idea de aligerar y organizar mejor sus pertenencias, optando por menos objetos pero con auténtico valor y utilidad, inspirados en consejos como los que la japonesa Marie Kondo sintetizó en su -muy regalado y recomendado en 2015- ensayo, un compendio de consejos para ordenar lo que nos rodea.
2016 nos ha enseñado que no era sólo nuestro entorno físico lo que necesitaba algo de simplificación y orden, atendiendo al consejo estético que indica que lo que nos rodea es una continuación de nosotros mismos, tan presente en la filosofía oriental.
Poner orden a estado de ánimo, estado físico, formación, finanzas, etc. vuelve a las temáticas de artículos en las últimas semanas, con alguna que otra resolución novedosa, como poner orden a nuestro consumo informativo en las redes sociales.
2017 podría ser el año en que lo “leído en Facebook” pierde una credibilidad que nunca debería haber atesorado, convirtiendo a la red social en parte de un problema sin solución inmediata: el dominio del sesgo informativo, la información falsa y las leyendas urbanas en las redes sociales, en paralelo a una crisis de modelo del periodismo, oficio indispensable para la salud de la opinión pública.
Vuelven (a la fuerza) el rococó y los dorados
Dado el contexto, qué menos que aprovechar el inicio del nuevo año para incluir entre las resoluciones habituales la intención de tomar conciencia y organizar nuestra vida digital, haciendo menos cosas pero mejor en vez de integrarnos en alguna de las legiones de troles que acuden a comentar éste o aquél evento o escándalo, verídico o falso, en las redes sociales.
No hay recetas mágicas para cumplir con las resoluciones, más allá del aburrido y nada espectacular estoicismo, atento a conceptos denigrados en estos tiempos la gratificación instantánea, el “selfie” y los poco ejemplarizantes atajos hedonísticos (entre los gustos del exceso de un pseudo-Disney-barroco y los de un dictador de traje con hombreras doradas y enormes gafas de sol) de ese clan hortera que pretende erigirse en la nueva realeza estadounidense.
Planificar, atender a lo que nos conviene razonando y oyendo a lo que los filósofos clásicos llamaban “nuestra naturaleza” (nuestra “autenticidad”, según los existencialistas del siglo XX), es uno de los caminos seguros no sólo para cumplir con la mayoría de nuestras resoluciones de Año Nuevo, siempre que éstas sean realistas, sino también la garantía para integrarlas en nuestra rutina.
Entre los excesos modernos amplificados por Internet, nuestra ventaja a la información más relevante y al ruido más tóxico para nuestro estado anímico y salud (según elijamos), destaca la cultura del “solucionismo” tecnológico, o confundir el uso de un servicio o una aplicación con haber resuelto un problema o cumplido una tarea, pero el “haz clic aquí para salvar el mundo” aporta más frustración que contenido real.
Efectos secundarios de la dieta informativa en redes sociales
Un buen artículo no equivale a una “tormenta de tuits”. Del mismo modo, sustituir la lectura reflexiva por los titulares y párrafos sensacionalistas (“clickbait”) que infestan las redes sociales y la publicidad contextual de medios digitales es abrir la puerta a que nuestra atención (un activo finito que deberíamos proteger y valorar como lo hacen los creadores de los algoritmos que la venden al mejor postor) caiga en manos de quienes diseminan sensacionalismo y leyendas urbanas para lograr beneficios.
El “solucionismo” de Silicon Valley nos alerta de que la falta de escrúpulos de muchas empresas, combinada con el utilitarismo de lograr el máximo beneficio de nuestra atención, puede desembocar en una cultura que anteponga el espectáculo instantáneo personalizado al derecho a la información veraz y a cualquier otra consideración ética necesaria para promover la cohesión social en cualquier sociedad avanzada.
El año en que tomamos conciencia de que muchos de nuestros conciudadanos son especialmente vulnerables a las leyendas urbanas que atestan las redes sociales, marca también el inicio de una actitud más crítica hacia las propuestas de soluciones fáciles a cuestiones complejas (sobre todo tras el éxito del populismo en el referéndum británico y las elecciones estadounidenses).
La autoayuda se digitaliza (pero sigue sin ayudar)
A saber: no hay solución milagro para ser más inteligente; no hay pócima mágica para ponernos en forma sin esfuerzo; ni viviremos bien y ganaremos el dinero que creemos necesitar si “ganar dinero” es nuestro único objetivo.
Asimismo, el sueño trasnochado de hacerse rico para dejar de trabajar no tiene base real, tras constatar que quienes logran la ansiada recompensa económica y dejan de trabajar vuelven poco después al trabajo (que a menudo forma parte de su pasión, propósito vital, “autenticidad”)… o sufren las consecuencias de haber abandonado las exigencias de una exigente actividad cotidiana (dolencias mentales y adicciones que tan a menudo aumentan el número de “celebridades que nos dejan” anualmente).
Así que, con el permiso de Tim Ferriss y otros gurús que tratan de cuantificar la excelencia personal con sus recetas de autoayuda, vamos a necesitar más que 4 horas a la semana para trabajar, ejercitarnos y estudiar, si nuestro auténtico objetivo es convertirnos en lo que aspiramos (siguiendo un sano cálculo realista de nuestro potencial, para evitar desengaños posteriores).
Adictos al “solucionismo”: no hay “app” ni sustancia que nos hagan más inteligentes
Este “convertirnos” en el que nos situamos, siguiendo -lo sepamos o no- los preceptos vitalistas de Friedrich Nietzsche y su concepto de Übermensch, no es un estado dinámico de autorrealización personal al que se llegue con un chip implantado en el cuerpo, bebiendo compuestos nutritivos (Soylent, etc.) o ingiriendo “nootrópicos” que prometen aumentar nuestro rendimiento físico e intelectual.
Tampoco nos acercaremos a nuestro Übermensch personalizado (de acuerdo con nuestros objetivos, aptitudes y potencial realista), usando servicios web y aplicaciones que prometen mejoras radicales con un mínimo esfuerzo.
Siguiendo el espejismo de la gratificación instantánea, buscamos -según el profesor de psicología Jeffrey M. Zacks un arreglo rápido (tan instantáneo como los servicios digitales a los que acudimos durante todo el día) para aumentar nuestra inteligencia, mejorar nuestra tonificación física, y vivir más.
Zacks ha dedicado su esfuerzo académico a estudiar el ámbito del rendimiento intelectual. Y, como el resto de vertientes del perfeccionamiento humano, ese objetivo multidisciplinar para superar nuestras limitaciones tanto por medios naturales como artificiales, el rendimiento intelectual no mejora radicalmente sin esfuerzo: no hay aplicación de móvil ni pastilla que nos haga más inteligentes.
Una resolución que da resultados: ejercicio aeróbico con regularidad
La buena noticia, escribe Jeffrey M. Zacks, es que al menos tenemos la certidumbre de que hay una manera de cumplir con varios objetivos de perfeccionamiento humano a la vez: el ejercicio aeróbico requiere esfuerzo, pero hay suficiente evidencia científica para relacionar actividades como caminar o correr con regularidad con el rendimiento intelectual, así como con la salud física y mental a largo plazo.
El estilo de vida activo también se adapta a la instantaneidad contemporánea con enmiendas a actividades aeróbicas más relajadas que requieren más tiempo (largas caminatas, carrera de fondo, sesiones largas de ciclismo y natación, etc.), que son sustituidas por el ejercicio de intervalos de alta intensidad, consistentes en llevar el cuerpo al límite en un corto período para así fomentar la producción de glucosa en el metabolismo (relacionada con la neurogénesis, o producción de células cerebrales) y una quema acelerada de lípidos.
Ocurre que nuestro metabolismo evolucionó (ilustran estudios y gráficos sobre la materia, además de comportamientos evolutivos todavía presentes en las sociedades supervivientes de cazadores-recolectores, entre ellos la caza por persistencia), para el ejercicio prolongado y de intensidad media.
Reivindicando el ejercicio aeróbico
Rasgos evolutivos como el tendón de Aquiles, el propio bipedismo, el tamaño de nuestros glúteos o unas glándulas sudoríparas diseñadas para favorecer la transpiración durante esfuerzos prolongados, nos separan del resto de primates y mamíferos, y nos recuerdan los inicios humanos, cuando una vegetación más escasa favoreció estrategias de supervivencia como el uso de herramientas, el lenguaje o la propia conciencia (ligada a la región del cerebro que conocemos como intérprete, que impulsa tanto relatos sobre el mundo como tecnología).
El esfuerzo regular, de intensidad media y prolongada (el ejercicio aeróbico, en definitiva), parece más acorde con nuestra evolución que el uso de estimulantes tecnológicos (aplicaciones, implantes), sustancias químicas o ejercicio corto y de alta intensidad.
Sin embargo, los fenómenos que logran atención prometen el maná de los resultados sin la necesidad de la perseverancia, la planificación en el tiempo, la regularidad:
- las aplicaciones que prometen mayor rendimiento intelectual (“entrenadores del cerebro”);
- los estimulantes “nootrópicos” (pese a la poca evidencia científica que respalda sus efectos a largo plazo);
- y el ejercicio intenso y de apenas unos minutos de duración (el fenómeno CrossFit es una prueba de ello).
Endorfinas (ánimo), neurogénesis (rendimiento) y termogénesis (peso)
Si lo que queremos es sentirnos bien, rendir intelectualmente, controlar nuestro peso sin padecer altibajos y, de paso, vivir más y mejor, el camino de nuestros ancestros parece ser el más acertado, al lograr mejores resultados: llevar una vida activa ejercitándonos a diario durante intervalos más largos y menos intensos que el CrossFit (caminatas, carrera de fondo, sesiones largas de bicicleta o natación, trabajo en el campo, etc.).
El ejercicio aeróbico prolongado y regular (caminar o correr durante una hora diaria, por ejemplo), fomenta el rendimiento intelectual a través de fenómenos como la producción de endorfinas y la regeneración neuronal (neurogénesis), reforzando tanto la concentración intelectual como mejorando el estado de ánimo.
Los beneficios de este tipo de ejercicio no acaban aquí: cuando nacemos, nuestro organismo concentra gran cantidad de grasa parda (o tejido adiposo pardo), una grasa de color marrón rica en lípidos cuyo objetivo es generar calor, fenómeno conocido como termogénesis, que limita la acumulación de grasa en el cuerpo e impide el sobrepeso y la obesidad.
Menos autoayuda, más movimiento de glúteos
Así que, enfrentándonos a la relativa incomodidad (sobre todo durante los fríos y oscuros días de invierno) de correr a diario, rendimos mejor, fomentamos la regeneración neuronal, producimos grasa parda que regula nuestra temperatura corporal e impide que engordemos… Todo sin aplicaciones de móvil, implantes cyborg, bebidas-milagro o pastillas nootrópicas.
Gretchen Reynolds dedica en un artículo en The New York Times a ilustrar cómo el ejercicio prolongado de intensidad media convertiría grasa blanca en grasa parda, lo que acercaría a personas que realizan ejercicio aeróbico (actividades de resistencia como maratón o ciclismo de fondo) a recién nacidos y mamíferos hibernantes.
Lo más próximo a “hackear” nuestro metabolismo para lograr algo así como superpoderes (el gancho comercial utilizado por vendedores y entusiastas de pócimas-milagro) es, precisamente, nuestra actividad más ancestral (dado el diseño de nuestro organismo y nuestras descomunales glándulas sudoríparas): el ejercicio aeróbico.
Así que menos autoayuda y más mover los glúteos, si lo que queremos es rendir más intelectualmente, mantener un mejor tono físico y observar la existencia con el optimismo de los aventureros que admiramos.
Correr a los 85 (o a los 100)
Cuando pensemos en nuestras resoluciones de Año Nuevo, los titulares-milagro de la Internet clickbait deberían dejar paso a otras evocaciones que nos reconecten con naturaleza y potencial humano.
Es lo que harán, una vez más, Ed Whitlock (85 años), Ida Keeling (100 años) y tantos otros corredores de fondo.
Ed Whitlock completó hace poco una maratón en menos de 4 horas. Para lograrlo, no habrá usado más autoayuda que su propia constancia y fuerza de voluntad. Algo cada vez más marciano en la sociedad Facebook.
Pingback: Valorar nuestra atención: sobre conciencia, estrés e Internet – *faircompanies()