Cultivar plantas aromáticas, verduras, hortalizas, fruta y proteínas en un rincón de la cocina suena tan ambicioso como plantar patatas en Marte. No debería ser así.
Sin salir de nuestra atmósfera, podemos diseñar nuestra propia unidad de producción de alimentos, logrando así autosuficiencia y reduciendo nuestro impacto.
Eso sí, confiar en que nos beneficiaremos del trabajo de otros en la materia podría retrasar nuestra propia apuesta. Esperar a que Ikea cree el equivalente a la estantería Billy de los huertos interiores comporta un riesgo plausible: quizá nunca ocurra.
Patatas en Marte, lechugas en el mueble-electrodoméstico
Al fin y al cabo, en The Martian, nuestro protagonista cultiva alimentos porque no le queda otra. O se convierte en el primer granjero fuera de la atmósfera terrestre, o no vive para contarlo.
Afortunadamente, no necesitamos llegar a este extremo para que la motivación nos anime a crear algo para nuestra cocina, balcón o terraza que sea digno de apreciación y convierta los desechos de nuestro hogar en futuros alimentos.
Una década después de que surgieran los primeros sistemas de producción alimentaria a pequeña escala, destinada sobre todo a apartamentos y espacios urbanos, la mayoría carecemos todavía del equivalente a un huerto-electrodoméstico.
Ideas de cuaderno
Entusiastas y pequeños empresarios han compartido en los últimos años diseños y prototipos, muchos de ellos de escaso presupuesto y con versión de código abierto, de huertos urbanos -automatizados o no- sirviéndose de estructuras cerradas (como electrodomésticos), o bien de lechos de tierra tradicionales.
¿Por qué no producimos en casa algunos de nuestros alimentos de uso diario? ¿Qué nivel de dificultad y de trabajo están dispuestos a asumir los interesados en producir en un rincón luminoso de su casa/apartamento su propia verdura o incluso proteína?
¿Es viable y socialmente concebible un electrodoméstico donde cultivar plantas aromáticas, verduras, hortalizas y setas, así como criar pescado o incluso insectos comestibles?
Cambiar el bonsái del Ikea por un microhuerto
Sobre el papel, la alimentación hiperlocal permitiría combinar varias aficiones placenteras y relacionadas con nuestro bienestar a largo plazo:
- introducir una actividad a medio camino entre la huerta y la jardinería, en el espacio de un electrodoméstico, nos invitaría a aprender cosas nuevas (así como compartir un proyecto de calado con nuestros hijos);
- mantener sistemas complejos (bricolaje, jardinería -sincronizar plantas con riego, sensores, etc.-, sistemas de high o low-tech) repercute sobre nuestro bienestar, si atendemos a la evidencia científica sobre la materia;
- y beneficiarse tanto de las ventajas estéticas de una micro-huerta doméstica como de los alimentos producidos (con una calidad supervisada por el propio consumidor, desde las características químicas del sustrato a la naturaleza de cualquier aditivo -optando por métodos inocuos para medio ambiente y salud-).
Pese a las promesas, los microhuertos domésticos no sólo no se han implantado en la cocina o junto al jardín o terraza de cualquier vivienda por pequeña que sea, sino que no existen en tanto que servicio asequible y con una curva de aprendizaje (el tiempo y esfuerzo requerido para beneficiarnos de su uso) comparable a otros servicios del hogar.
Simplemente, no existe una versión comercial viable y debemos conformarnos con experimentar nosotros mismos, o bien navegar entre la abundante documentación electrónica sobre la materia.
Una habitación, o mueble, o electrodoméstico, para cultivar alimentos
En sus iteraciones conceptuales sobre la vivienda, cocina o jardín del futuro, centros de diseño e innovación, empresas de distribución y firmas de electrodomésticos han imaginado utensilios que ya comprendemos conceptualmente, pero que no podemos adquirir y tendremos que diseñar nosotros mismos si queremos beneficiarnos de ellos:
- cubos y papeleras de desechos orgánicos que aceleran el proceso de compostaje con sustancias químicas o con la ayuda de lombrices (vermicompostaje), convirtiendo lo que antes era basura en humus de la mejor calidad para su uso en plantas (por ejemplo, Zera);
- instalaciones para cultivar plantas con suero enriquecido y sin necesidad de tierra, a menudo con un estanque integrado donde los peces se alimentan del desecho de las plantas (y el desecho el estanque se convierte en fertilizante); o incluso versiones de cultivo que no requieren medio o lecho para crecer, sustituyendo tierra o soluciones líquidas por un entorno in vitro, cerrado o semicerrado pulverizando las raíces y el bajo tallo de las plantas con un suero rico en nutrientes (aeroponía y sus versiones más experimentales);
- muebles o estancias que combinan varios usos con el cultivo de alimentos (es el caso de Growroom, la esfera diseñada por Ikea);
- aparatos (¿”bio-electrodomésticos”?) sencillos y seguros que aportarían los beneficios de un estanque o un terrario, mostrando colonias de pequeños animales (peces, insectos), y a la vez permitiendo su consumo (proteína local de calidad y sin apenas impacto ambiental); Hive, por ejemplo, es un dispositivo para criar gusanos comestibles; o del “ecosistema” de acuaponía Grove;
- paneles e instalaciones, móviles o fijas, en paredes y superficies infrautilizadas que permitirían cultivar verduras y hortalizadas (pequeñas huertas verticales y colgantes, etc.);
- ventanas, patios interiores o tragaluces con estructuras que actúan como huertos verticales o colgantes;
- etc.
Almanaque postmoderno en la era Houellebecq
Se trata de hacer realidad una vieja aspiración, que precede a la Revolución Industrial y que quiere transformar los excesos postmodernos de la alimentación precocinada y el desarraigo entre individuo y naturaleza, devolviendo a la cocina su conexión ancestral con el jardín, la producción y procesado de alimentos.
Una hipótesis sobre éxito relativo -también interpretable como un relativo fracaso- de la producción doméstica de alimentos consiste en comparar esta vuelta a la producción alimentaria urbana con los primeros pasos de cualquier tendencia con un impacto de envergadura.
Antes del siglo XX, una pequeña pero estratégica parte de la producción agropecuaria permanecía junto a la ciudad, donde se producía el consumo: en los climas templados que así lo permitían, verdura fresca, fruta de temporada, leche fresca y derivados lácteos debían consumirse sin demora.
Avance y posible retroceso de las economías de escala
La convivencia de huerta, vaquerías, mataderos, y animales domésticos de todo tipo, incluyendo las bestias de tiro para el transporte de personas y mercancías, convertían a las grandes urbes en centros más densos y menos salubres: el ruido y olores propios de la actividad frenética en mercados y centros de abastos, así como el hollín de la combustión de madera y carbón, impulsaron las grandes transformaciones urbanísticas desde mediados del siglo XIX hasta principios del siglo XX.
En Europa, los ensanches urbanísticos y la demolición de murallas medievales sustituyeron el hacinamiento, a la vez que los primeros automóviles relegaban a los vehículos de tiro a una cada vez mayor marginalidad. En paralelo, avances como la pasteurización y la refrigeración industrial y doméstica alejaron del centro urbano huertas, vaquerías y otras granjas.
Como símbolo de la nueva era de la producción agropecuaria industrial, dos urbes del Nuevo Mundo acapararon una parte cada vez más importante de la producción y distribución de granos y carne:
- en Norteamérica, Chicago y su bolsa mercantil “de mantequilla y huevo” como se la conocía;
- y en América del Sur, Buenos Aires, con su descomunal producción y distribución de productos cárnicos a principios del siglo XX.
Las nuevas comunicaciones -tanto en el transporte de mercancías como en la transmisión de información-, así como los sistemas de producción industrial, hicieron posible una agricultura y ganadería intensivas de alcance intercontinental.
Si la II Revolución Industrial permitió el uso de economías de escala (producir más y más barato, distribuyendo más rápido y conservando mejor), un siglo después del fin de la I Guerra Mundial la tecnología actual se descentraliza y adapta a escalas artesanales manteniendo un coste bajo, lo que posibilita producir y vender desde cualquier rincón.
Un brazo robótico que nos ayuda con el huerto
En una convergencia inevitable, tecnologías que contribuyen a producir bienes de alto valor añadido a pequeña escala, como las impresoras aditivas 3D y de control numérico (CNC), se integran también en proyectos de producción hiperlocal de alimentos.
FarmBot, por ejemplo, ha automatizado todo el proceso de huerta urbana con un brazo robótico que planta, riega en función del tiempo, controla el crecimiento de todo tipo de plantas, regula fertilizantes y plaguicidas y arranca las malas hierbas.
El pasado verano visitamos a Rory Aronson en su vivienda compartida de San Luis Obispo (California), cuyos patios delantero y trasero servían como oficina y centro de pruebas de los numerosos prototipos de cultivo automatizado de FarmBot, sistema de agricultura robotizada que ha creado con Rick Carlino.
La producción doméstica de alimentos toma otras formas igualmente imaginativas, que varían en función de los objetivos (comerciales o DIY, fácilmente replicables o personalizados hasta lo inverosímil): desde instalaciones low tech (un manto de tierra con drenaje, donde el productor siembra y mantiene como si se tratara de una huerta convencional, aunque a pequeña escala); a experimentos de alta tecnología.
Raíces en la tierra, en el agua, en el aire, in vitro
Varias pequeñas empresas experimentan con modelos de negocio que permiten a cualquiera con el conocimiento, el tiempo y la paciencia necesarias crear su propio sistema para producir alimentos (huerto, invernadero, sistema acuapónico, sistema hidropónico, etc.) y, a la vez, producen el sistema para quienes optan por la conveniencia.
Asimismo, Internet ha permitido a entusiastas que han creado su propia tecnología compartirla en sitios especializados, redes sociales, fotos, wikis, etc.
Internet también facilita el avance de técnicas de cultivo experimentales que exploran los límites de acuaponía (acuicultura en combinación con hidroponía) e hidroponía, adelantándose a las necesidades de la humanidad en entornos extraterrestres cada vez más plausibles a medio plazo, tales como colonias artificiales (similares a la Estación Espacial Internacional) y colonias sobre suelo lunar o marciano.
Convirtiendo la ciudad esterilizada en un vergel
Así, cuando inventores informales, empresas y laboratorios publican sus proyectos en revistas científicas, en plataformas de micromecenazgo, en oficinas de patentes o en una humilde bitácora electrónica, nos acercamos un poco más al sueño de producir alimentos sanos junto a la cocina donde los cocinaremos, usando los desechos de la casa (CO2, restos de comida, aguas grises, etc.) como nutriente de esta producción.
También evocamos los entretenidos pasajes sobre el cultivo de patatas en Marte que emprende Mark Watney (MacGyver de la era de Internet), tras sobrevivir a un accidente y comprobar que el resto de la misión, dándolo por muerto, ha abandonado el planeta.
¿Cómo pasar del diseño de una idea, o de la intención de adoptarla -o comprarla-, a su aplicación? Pese a los numerosos diseños y pioneros tratando de financiar, producir, vender y difundir sus propios huertos o sistemas de acuapónica, hidropónica o aeropónica, todo está por hacer en producción alimentaria hiperlocal.
Cómo creamos e integramos en nuestras vidas una tecnología
Los nuevos dispositivos para producir alimentos en casa están conceptualmente más próximos a los primeros electrodomésticos surgidos en el siglo XX que a las insalubres explotaciones agropecuarias urbanas de inicios de la Revolución Industrial: apenas requieren espacio ni causan molestias estéticas, ambientales o de seguridad.
De ahí que el ciclo de adopción tecnológica de la producción alimentaria en los hogares sea más equiparable al de productos de alto valor añadido que a novedades agrarias, de jardinería o interiorismo.
Los investigadores estadounidenses Beal y Bolen firmaron en 1957 El proceso de difusión, artículo científico sobre patrón sociológico que sigue adopción de innovaciones agrarias en sociedades mecanizadas.
Según el estudio, los primeros en adoptar una novedad de calado son los propios creadores, que se convierten en usuarios experimentales, avanzando en sus conjeturas a partir de la técnica más importante desde inicios de la Ilustración (principio de refutabilidad). Los creadores o “innovadores” eran más prósperos, tenían más educación y una mayor tolerancia al riesgo.
Los usuarios pioneros
El trasteo de estos “makers”, que a menudo se encuentran en la intersección entre el amateurismo (DIY) y la idea de negocio, pero que aspiran como mínimo a mejorar las herramientas que usan a diario, origina los primeros modelos que suscitan la atención de los usuarios pioneros (“early adopters”).
A diferencia de los innovadores, los usuarios pioneros son menos prósperos y carecen de la misma tolerancia al riesgo, que contrarrestan con su curiosidad y facilidad para identificar y beneficiarse de cualquier novedad.
Tras los “early adopters”, apuntaban Beal y Bohlen en su estudio sobre granjeros, venían los grupos más conservadores en la adopción de cualquier novedad: la mayoría pionera (que adquieren un bien cuando su beneficio ha quedado patente, influyendo sobre vecinos y relaciones); la mayoría rezagada (población mayor, menos educada y de menor participación social); y finalmente los rezagados (en el estudio, los pequeños granjeros más aislados y mayores, menos prósperos y menos educados).
Innovadores, usuarios pioneros, mayoría pionera, mayoría rezagada y rezagados. El modelo de innovación en el sector agrario estadounidense tras la II Guerra Mundial se convirtió en el modelo más usado para ilustrar el ciclo de adopción de novedades tecnológicas en el siglo XX, desde los primeros electrodomésticos de masas a la informática personal, los servicios de Internet, la telefonía móvil, etc.
El inventor de “Las ilusiones perdidas”
¿Por qué los “microhuertos” o “microgranjas” para producir alimentos en casa no avanzan desde los dos primeros escalones, separando a innovadores y “early adopters” del resto?
La historia de la invención de la primera lavadora a finales del siglo XVIII, así como la marginación de este invento hasta el siglo XX, cuando producción y distribución en masa, así como red eléctrica y sanitaria permitieron a la creciente clase media concebir de manera realista, y aspirar, a la conveniencia del lavado automático.
La primera lavadora fue concebida hace más de 250 años en Alemania por el inventor Jacob Christian Schaeffer. El modelo de Schaeffer, de 1766, tiene ecos incluso en mecanismos anteriores, como un artilugio concebido en 1691 por el inglés John Tizack. Según la patente sobre la invención, publicada en 1691, el artilugio de Tizack debía accionarse por más de una persona, y destacaba por su versatilidad:
“aplicable para bombear agua, lavar ropa, moler caña de azúcar, triturar minerales, limpiar y triturar grano, pulverizar carbón para polvo cosmético, así como triturar trapos viejos para hacer papel o similar.”
Al parecer, el inventor alemán se había inspirado en esta primera máquina, que alguien había reconstruido más tarde en Dinamarca. Como David Séchard, el joven editor de provincias que Balzac describe en Las ilusiones perdidas, que se dedica a mejorar el proceso de elaboración de papel, un sueño de los inventores de inicios de la Ilustración, Schaeffer, buscaba un método para acelerar la innovación en la industria papelera, que apenas seguía el ritmo de las cada vez más populares publicaciones de la época.
Orígenes de la lavadora
Este diseño precursor de la lavadora constaba de una cuba de madera similar a un barril de vino dispuesto de manera vertical, con una apertura superior de la que surge un mango giratorio conectado al mecanismo interior: aplicando fuerza sobre el mango, en engranaje interior movía la ropa en la solución de agua.
Cuando el innovador alemán finalizó con sus pruebas de mejora, tenía claro que había creado una “máquina de lavar” con un gran potencial en el cada vez más próspero hogar burgués.
Ninguno de estos mecanismos, ya maduros a inicios de la Ilustración, tuvieron un éxito relativo en el siglo XVIII o XIX, y este desdén no tenía nada que ver con la madurez o efectividad de la técnica, que mejoraba claramente el lavado a mano.
Sólo la electrificación del invento más de un siglo más tarde (el primero en hacerlo fue Alva Fisher en Chicago, 1907) permitió la llegada de la lavadora a los hogares de Europa y Norteamérica.
Una lavadora accionada con un Ford T
La innovación no va siempre acompañada de grandes historias de inventores (casi siempre hombres nacidos en países desarrollados), restando horas al sueño para -según la expresión de Steve Jobs- dejar una huella en el universo. A menudo, esta innovación ocurre entre operarios no reconocidos, artesanos y olvidados anónimos con un pálpito creador que Nietzsche habría alabado.
Es el caso de, por ejemplo, Bill y Lizzie Ott, padre e hija de una depauperada familia de Kansas que, en plena Gran Depresión, ideó una lavadora accionada por la transmisión de su Ford T.
En ocasiones, los innovadores no son los “granjeros ricos”, sino creadores que tratan de superar grandes dificultades cotidianas con una mejora genial. Volviendo a Las ilusiones perdidas, el personaje de Balzac, David Séchard, no se habría encerrado a acelerar los últimos pasos de su innovación si no hubiera sentido la premura de las estrecheces cotidianas y los problemas de deudas de su amigo y cuñado, Lucien de Rubempré, a quien pierden sus aspiraciones parisinas.
Los usuarios pioneros asumen el riesgo de adoptar técnicas y diseños en ciernes, también asumiendo los riesgos e inconvenientes de cualquier proceso experimental basado en el ensayo y error.
Si no existe, hay que crearlo
Cualquier entusiasta de la jardinería y la horticultura que haya querido integrar su afición en un entorno más urbano y constreñido (el interior de un apartamento, parte del espacio común de una comunidad de propietarios, etc.) ha debido sortear varias dificultades:
- espacio disponible: cantidad y características, desde la ventilación a la orientación (no es lo mismo cultivar en un pequeño mueble-invernadero junto a una ventana y sin apenas aperturas, que hacerlo en un espacio abierto como una terraza o incluso, en el mejor de los escenarios, en el suelo fértil de un patio frontal o trasero);
- regulación de inmuebles: la propiedad horizontal -uso privativo del suelo en vivienda/solar unifamiliar-, más permisiva, convive con el régimen jurídico de las propiedades verticales -un edificio de varios ocupantes-, con un uso más restrictivo;
- regulación urbanística y zonificación: la ordenanza urbanística varía en función de países, consideraciones culturales y ecológicas, zonas climáticas y geográficas, etc., con una capacidad y permisividad para regular el uso del paisaje urbano que varía entre ciudades e incluso en una misma urbe;
- dificultad de mantenimiento: un huerto casero (o “electrodoméstico para producir alimentos” si lo deseamos) requiere un compromiso y cuidado dispares, que demandan una supervisión activa, propia de sistemas complejos que todavía no han sido estandarizados;
- consideraciones estéticas y de salubridad (desde los olores a molestias potenciales como la aparición de pequeños insectos, la presencia de humedad en una estancia, etc.) a los que hay que enfrentarse con dosis de creatividad y documentación informal (libros especializados y abundante documentación en línea, desde foros a tutoriales de vídeo).
¿Bio-electrodomésticos?
¿Cómo conectar la cocina con el jardín, devolviéndonos de paso a una conexión perdida con los ciclos naturales, si a menudo carecemos tanto de tiempo como de espacio exterior para un jardín?
Los nuevos sistemas y electrodomésticos para producir alimentos deberán superar situaciones difíciles de saldar.
Quienes conviertan los experimentos de producción de plantas, hongos o insectos en bio-electrodomésticos, afrontarán, como los inventores que concibieron la lavadora mucho antes de que ésta se popularizara, el reto de definir los usos de la nueva herramienta.
A menudo, el uso principal para el que se ha concebido un utensilio no es obvio hasta mucho después. También es frecuente la transformación de su uso por los usuarios: una vez se encuentran ante un dispositivo que reconocen como cotidiano, experimentan con él, otorgándole nuevos valores y ampliando su potencial.
Frame
Al fin y al cabo, diseñar una “máquina de lavar” a principios de la Ilustración o plantar patatas en Marte, como fabula Andy Weir en su novela The Martian, son actividades humanas que no distan tanto: implican la existencia imperiosa de crear trasteando.
Y es en el frenesí del ensayo y error cuando surgen las mejoras, se transforman los usos, aparecen las sorpresas. La máquina analítica de Babbage, o el hallazgo fortuito de la penicilina.
Acaso los primeros bio-electrodomésticos para producir comida en casa a partir de nuestros desechos asistan a la colonización de otros planetas. Quizá nos encontremos ya en ese nuevo marco de pensamiento.
Innovamos en un marco interplanetario y pensarlo así no es más atrevido que tratar de llegar a las Indias navegando hacia el poniente, o que alunizar en un transbordador espacial con menos capacidad de computación que una GameBoy de primera generación.