Pocos usuarios mantienen un protocolo coherente acerca de los servicios electrónicos en los que se han inscrito, y casi ninguno de ellos ha leído la letra pequeña de los contratos “aceptados” al acceder a un servicio o aplicación.
Muchas aplicaciones y extensiones complementan los servicios esenciales, tales como el correo electrónico. En ocasiones, después de “aceptar” las condiciones de un servicio, el usuario olvida haber permitido que la aplicación recabe información de otros servicios.
La extensión Unroll.me, con millones de usuarios, no sólo mantiene en orden el buzón de correo de sus usuarios, sino que se sirve de las acciones de éstos para, a través de su empresa matriz, la firma de investigación de mercados Slice Intelligence, vender a terceros información sobre su uso.
Es así cómo Uber consiguió información sobre el uso que los clientes de Unroll.me hacían de su competidor Lyft. Este tipo de casos aumentarán, a medida que nuestro comportamiento y rastro en Internet atraen mayor atención de empresas e instituciones que quieren influir sobre nuestras decisiones.
La privacidad como nuevo lujo
En este contexto, la privacidad se convierte en el nuevo lujo de nuestra era. Mientras tanto, los artífices de los servicios que se rifan nuestra privacidad mantienen tanto la opacidad de los algoritmos que se sirven de nuestro rastro electrónico, como el celo de su privacidad.
Por un lado, Mark Zuckerberg nos invita a que lo compartamos todo en la red social que ha creado y, por el otro, compra las casas aledañas a su residencia para garantizar la “privacidad” de su familia. La privacidad como lujo de quienes se enriquecen erosionándola.
Es algo así como la jugada maestra que pretende el ala republicana del Congreso estadounidense con su plan sanitario para sustituir el de la anterior Administración: aseguran que las nuevas condiciones -una regresión sin igual en el mundo desarrollado sobre una sanidad que distaba mucho de ser universal con Obamacare, antes de las nuevas restricciones planteadas- mejorarán la sanidad de los estadounidenses. Por el otro, aprueban cláusulas para excluir a los propios miembros del Congreso y sus familias de las “mejoras”.
Predicar con el ejemplo acabó quizá con Séneca.
Nidos y canteras de maximalismos
En 1984, George Orwell describe una sociedad que ha perdido el derecho a la privacidad, donde ninguna acción ni expresión elude la vigilancia.
El protagonista, atento las argucias de esta sociedad hiper-gregaria, detecta que el único ámbito no vigilado de su mundo es el habitado por sus élites. Ahí empieza el auténtico pálpito que ha devuelto la novela distópica a las listas de más vendidos: Winston concluye que la auténtica libertad se esconde en los arrabales no vigilados.
Gracias a su experiencia como reportero, miembro de base de un sistema político en deriva hacia el totalitarismo y testigo de la dialéctica entre individualismo y gregarismo político expresado en el microcosmos de la Cataluña de la Guerra Civil (distintas tendencias de libertarismo, trotskismo, germen de la socialdemocracia, comunismo soviético, nacionalismo, fascismo, lerrouxismo), Orwell comprendió mejor que nadie en su generación la importancia y el valor de la privacidad en las sociedades del futuro.
Los aciertos y contradicciones de Orwell son también los de Camus y tantos otros: ¿cómo respetar al individuo usando métodos que anteponían el fin a los medios, justificando golpes de Estado, control de la prensa y los libros, así como ficheros de ciudadanos considerados “comprometedores”?
Cuando olvidamos el humanismo
Los regímenes totalitarios del siglo XX, sirviéndose de técnicas administrativas modernas, identificaron mejor que nunca antes a los ciudadanos que había que controlar para, así, desactivar cualquier disidencia: los ciudadanos con fuertes convicciones humanistas, incapaces de anteponer el fin a los medios y, como Albert Camus, dispuestos a defender una sociedad tolerante y libre en detrimento de utopías de derechas o de izquierdas.
Durante la Guerra Civil, antesala de lo que llegaría en la II Guerra Mundial, proliferaron las “sacas” de personas (asesinato indiscriminado de opositores) en todos los bandos, y a menudo las ideas políticas y convicciones del bochín eran indistinguibles de las de la víctima, así como la intransigencia de ambos.
Las pequeñas y grandes atrocidades de los idealistas y pragmáticos de ambos bandos de la Guerra Civil Española son el teatro de fantoches de fascismo, comunismo y colaboracionismo (liberales y “justos” humanistas callando y mirando hacia otro lado, como explican retazos de realidad en apariencia inconexos: entre otros elegidos al azar, la muerte de Trotsky, la Francia de Vichy, el simbolismo de la película Amen. de Costa-Gavras, la dolorosa realidad de la autobiografía de Albert Speer…) durante la II Guerra Mundial.
La gran cuantificación
Asistimos a la cuantificación de todos nuestros actos administrativos, laborales y lúdicos, a menudo con nuestro consentimiento explícito: sin leer casi nunca la letra pequeña de los contratos que “firmamos” cuando apretamos “aceptar” en nuestro teléfono u ordenador, cedemos el uso de detalles sobre nuestro comportamiento a terceras empresas que hasta ahora los habían explotado comercialmente, aportando a cambio el relativo estatus de la novedad, el sentirse incluido en una idea vaga de “progreso” tecnológico y, sobre todo, la conveniencia.
Y así, sin darnos cuenta, hemos pasado de aceptar el uso de motores de recomendación que sustituyen a nuestros amigos más influyentes y a críticos solventes de medios de comunicación y nos ofrecen la música de que deberíamos escuchar, las series y películas que deberíamos ver, los productos que deberíamos comprar.
Y, de ahí, a la pareja que deberíamos tener, el sexo que deberíamos practicar según nuestro perfil e historial, los insultos que deberíamos promulgar, las inversiones que deberíamos realizar…
…Y lo inevitable: las ideas que deberíamos defender. El partido que deberíamos votar. El “hombre fuerte” en quien deberíamos delegar dada la -construida en consecuencia- situación de emergencia en que nos encontramos o encontraremos.
En fin.
Servicios orwellianos: máquinas que “sugieren”
En la realidad contemporánea en que nos sumergimos, a menudo con nuestro consentimiento explícito, empresas privadas con sede en Silicon Valley son capaces de inferir cosas sobre nosotros que ni siquiera nosotros mismos hemos reconocido como un patrón de conducta o una cuestión en la que dudamos (y, por tanto, somos susceptibles de ser convencidos por quienes se dedican a detectar a indecisos, comunidades vulnerables -otrora llamados “tontos útiles”-, etc).
Otra obra distópica que no está a la altura de 1984 es El informe de la minoría (con secuela cinematográfica), donde Philip K. Dick nos habla del concepto de Precrimen, donde los sistemas de justicia criminal acumulan modelos informáticos tan precisos que son capaces de detectar un crimen antes de que se produzca.
Lo que hemos olvidado es que el concepto de “precrimen” está basado en el concepto orwelliano (presente, mira por dónde, en 1984) de “thoughtcrime”, o crimen de pensamiento en neolengua: pensamientos y comportamientos no permitidos al contener opiniones peligrosas que infieren opiniones contrarias al gobierno y/o la intención de actuar contra él.
Del precrimen o el crimen de pensamiento de las novelas distópicas a la cesión de nuestra privacidad en las distintas administraciones con que bregamos, la entidad donde trabajamos y los servicios electrónicos que usamos consintiendo explícitamente el uso y cesión a terceros de nuestro “log” de uso, podríamos pensar que hay un trecho insalvable.
Fichados por el “precrimen” de firmas privadas con objetivos opacos
Al fin y al cabo, pensaremos, no sólo es comúnmente aceptado, sino “conveniente” observar cómo determinadas acciones en buscadores y redes sociales derivan en una oferta de ocio personalizada.
Estas mismas herramientas pueden usarse para detectar un clima de opinión, un estado de ánimo, una tendencia social y política… y sin nuestro consentimiento, acabar en compañías como Cambridge Analytica y Palantir Technologies, relacionadas con Steve Bannon y con Peter Thiel, respectivamente, y usadas por el equipo de Donald Trump en las últimas elecciones estadounidenses.
Robert Mercer, inversor principal en Cambridge Analytica, ha estado involucrado en el cometido del Brexit, y su compañía ha sido usada en campañas de desinformación y guerra psicológica (perfil en The New Yorker), decisivas en las últimas elecciones estadounidenses.
Hasta ahora, estas campañas de apoyo o desestabilización de estados de opinión se producían en países en desarrollo. En los últimos tiempos, Brexit y Trump demuestran su uso en el núcleo de las sociedades hasta ahora más estables.
Operaciones psicológicas a gran escala. Guerra psicológica. Desinformación con aprendizaje de máquinas al alcance del mejor postor, sea un oligarca ruso, un empresario neoyorquino ligado al crimen organizado o un fondo de inversión ligado a empresas de Silicon Valley y a intereses energéticos en el Ártico. Está ocurriendo.
Manipulación de bajo coste y granulada a la carta
Orwell pensó que se produciría en sociedades totalitarias, pero se desarrolla ante nuestros ojos en sociedades -todavía- abiertas. Pronto, quizá la mayoría de los ciudadanos vote alegremente para agravar la situación, al percibir supuestos peligros contra los que -dirán las campañas de desinformación- habrá que actuar de manera expeditiva.
Es crucial, escribe Carole Cadwalladr en The Guardian, conocer qué está ocurriendo con el uso de información personalizada en Internet.
Algoritmos y capacidad de computación han madurado y reducido su coste hasta el punto de aproximar el aprendizaje de máquinas a acciones que podrían entrar en conflicto con la propia base fundacional de una democracia abierta: la privacidad, en tanto que garante de la libertad individual en una sociedad democrática y tolerante.
Si un tipo de pantalón o zapatilla deportiva persigue nuestro rastro por Internet cuando realizamos acciones que sugieren esta necesidad, también lo harán ideas que pretendan crear un clima de opinión o influir sobre un voto.
Del análisis de mercado a la agitación propagandística
De momento, hemos asistido a la fase más ruidosa y rudimentaria de un nuevo tipo de propaganda personalizada y de bajo coste, capaz de perseguir nuestro rastro económico (e incluso físico, al usar servicios donde exponemos -sin reparo y con un exhibicionismo obsceno- comportamiento, lugares visitados, acciones realizadas).
Esta primera fase combina dos fenómenos:
- los primeros intentos, de momento tímidos y torpes, de compañías de “análisis de mercado” (cada vez más, un eufemismo de compañías de vigilancia sobre comportamiento consciente e inconsciente de “usuarios”) de aplicar algoritmos para analizar y prever comportamientos comerciales o políticos;
- y las burdas acciones de agitación propagandística y campañas de influencia (recurriremos aquí al palabro “influencer” como sinónimo distópico del concepto que líder de opinión tenía en la sociedad de medios de comunicación de masas) en redes sociales, capaces de influir con desinformación (bulos, noticias falsas, agitación propagandística); este fenómeno recuerda cada vez más a la versión cibernética de técnicas AgitProp de la Europa de entreguerras, propaganda de Estado y crimen organizado.
Las fronteras entre AgitProp, desinformación promovida por gobiernos y el crimen organizado están tan difusas que la hasta ahora democracia abierta más estable y sólida, la estadounidense, se adentra en su crisis más profunda, con un presidente posee una combinación deformada de los peores rasgos de sus predecesores más cuestionados.
No hay sociedad abierta sin esfera privada
¿Por qué es tan crucial comprender la importancia del derecho a la privacidad? Responder a esta cuestión con la riqueza que se merece daría lugar a un sesudo reportaje de investigación, o quizá a un ensayo (alguien tendrá que escribirlo), pero podemos tratar de sintetizar algo medianamente articulado.
Resumiendo la respuesta hasta el tuétano: una democracia que funcione en sociedades complejas y pobladas (Suiza se puede permitir la democracia directa por sus dimensiones y cohesión) depende de la educación, sentido crítico e independencia -económica, intelectual- de sus ciudadanos.
Este tipo de democracia capaz de funcionar a partir de decisiones sensatas a problemas complejos fue definida como “sociedad abierta” por el filósofo francés Henri Bergson, cuyo trabajo fue crucial para la reflexión sobre totalitarismo, democracia y naturaleza humana de pensadores como Bertrand Russell (pacifismo moderno), Hannah Arendt (concepto de banalidad del mal) y Karl Popper (reflexiones sobre los auténticos enemigos de la sociedad democrática, desde los déspotas a los ciudadanos ignorantes y/o desesperados, mesiánicos, etc.).
Los conceptos abstractos protegidos en las democracias liberales dependen de una descripción ilustrada del ser humano: individuo libre e intrínsecamente “bueno” (gracias por intentarlo, Sócrates y Rousseau, pero aquí hay contradicciones desde Dostoyevsky), que se eleva de la costumbre (derechos de nacimiento del Antiguo Régimen) y la tribu (gregarismo, etnocentrismo) para reivindicar la supuesta libertad e igualdad de todos ante la ley (ésta, dada por los hombres, y no por reyes o divinidades).
Mercado de máximos: tribalismo, pensamiento mágico y colectivismo
El propio derecho a la privacidad es conceptualmente más frágil de lo que pensamos. Henri Bergson creía que sólo los sistemas políticos transparentes y flexibles, defensores de valores universales y respetuosos con la privacidad e individualidad de sus ciudadanos, podían construir una prosperidad y un equilibrio precario (a través del activismo y el diálogo público de sus individuos) capaces de frenar la tentación de las soluciones populistas.
A diferencia de las sociedades abiertas, donde sus líderes son vigilados por un sistema de garantías y equilibrios, así como reemplazados democráticamente y sancionados cuando sobrepasan sus competencias, en las sociedades dominadas por achaques populistas se imponen ideas que parten de la costumbre (romanticismo de Antiguo Régimen), el tribalismo, el pensamiento mágico, el colectivismo.
Para Arendt y Popper, las sociedades dominadas por una dinámica tribal o colectivista (comportamientos que Nietzsche asociaba con Occidente, desde el platonismo cristiano a su culminación científica del siglo XIX, el idealismo hegeliano), mezclan leyes naturales y costumbres: es entonces cuando surgen los agravios comparativos, la persecución de un chivo expiatorio, etc.
La privacidad, un concepto ilustrado que creció a medida que lo hacía el propio reconocimiento de la libertad individual, tiene una importancia crucial en el mismo núcleo de las democracias occidentales: el contrato social (de nuevo, gracias, Rousseau, pero aquí volviste a quedarte corto y los parches posteriores no han funcionado nunca del todo).
Cuando nuestra trayectoria se funde con nuestro “log” informático
En su ensayo “La condición humana”, Hannah Arendt aclara que, para garantizar su supervivencia y ser capaces de reinventarse cuando sea necesario, las sociedades abiertas necesitan una ciudadanía que actúe con su visión de la autenticidad: una combinación de cultivo intelectual y proyección social del individuo.
Arendt explica el nacimiento del concepto de “privacidad” como el fruto moderno de una necesidad inexistente en el pasado. La supervisión derivada en vigilancia punitiva de la población en su conjunto toma forma en las administraciones modernas, y esta evolución hacia el registro de cada vez más cuestiones para suplir necesidades biológicas (prosperidad material), derivó en las administraciones modernas.
La privacidad se hace imprescindible sólo desde la Ilustración, como ámbito para el cultivo de la mente y la persistencia de una originalidad intrínseca. Los existencialistas lo llamarían nuestra “autenticidad”. Uno sería incapaz de indagar en su ser auténtico si una entidad ajena a él mismo registra todos sus actos y, en función de esta ficha (deberíamos llamarlo “log” o “historial” a estas alturas), recomienda acciones. O las dirige.
Sin la frágil abstracción del concepto moderno de privacidad y su protección, la tecnología moderna tendría vía libre para acumular un perfil sobre nosotros que nos otorgaría una “puntuación”, convirtiéndonos en un ciudadano más o menos atractivo para las aseguradoras, más o menos comprometedor en cuestiones sociales y políticas, más o menos incómodo, más o menos fácil de “orientar”.
Comprender los riesgos, identificar los intereses entre bastidores
El filósofo francés Michel Foucault entrevió esta deriva, pese a desarrollar su concepto de gubernamentalidad antes de Internet (reflexionó sobre el palabro, que se refiere a los métodos administrativos que influyen sobre nuestro comportamiento, entre 1979 y 1984, año de su muerte). Año orwelliano para la muerte de quien dedicó sus estudios a las técnicas de control en la sociedad contemporánea.
George Orwell imaginó una sociedad sin privacidad, controlada de manera autoritaria y con métodos punitivos. Observamos, sin embargo, que la evolución hacia el control de nuestro comportamiento y proyección (comercial, política) se ha producido en democracias abiertas y con la connivencia de los ciudadanos, que firman con un “aceptar” acrítico en su pantalla su rebaja desde la condición de “ciudadano” en una democracia abierta según Henri Bergson, a la de “usuario”, según Mark Zuckerberg.
Y recordemos que Peter Thiel sigue en el consejo de dirección de Facebook, empresa privada cuyos objetivos están más cerca del utilitarismo (máximo beneficio económico posible con la menor cantidad de responsabilidad posible) que del humanismo.
Si bien el concepto de “privacidad” es una construcción moderna que toma el sentido contemporáneo durante la Ilustración, su valor alcanza connotaciones de pilar de supervivencia de la propia individualidad en un contexto de interconexión y “cuantificación” de nuestras vidas.
Cuando los algoritmos de recomendación se conviertan en nuevos eufemismos capaces de convertir la distopía de 1984 en un paraíso individualista, sólo la civilidad de los viejos conceptos humanistas nos mantendrá arraigados a las grandes batallas por la supervivencia de nuestro carácter.
Quienes se posicionan para beneficiarse de lo que llaman economía de la vigilancia han olvidado que, en un contexto de prácticas que anteponen el fin a los medios, el usuario puede reclamar su estatus de “ciudadano” y decir no. Se puede empezar con un “no” en minúsculas, concediendo una oportunidad a quienes se esfuerzan por cambiar. Y prepararse si llega el momento de decir No, así, con mayúsculas.
“¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento. (…) El rebelde (es decir, el que se vuelve o revuelve contra algo) da media vuelta. Marchaba bajo el látigo del amo y he aquí que hace frente. Opone lo que es preferible a lo que no lo es.”
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