Hace apenas unas décadas, viajar de un extremo a otro de África o cruzar las Américas a lo largo de la mítica ruta panamericana eran hazañas al alcance de unos pocos que lograban gran difusión en el país de origen.
Con la mundialización, cualquiera que se lo proponga -y que asuma el riesgo- puede desempolvar los pasos de las grandes exploraciones del pasado a través de Eurasia, África, las Américas, Oceanía o los polos, reviviendo viejas migraciones, rutas comerciales y culturales, retos deportivos y de aventura.
El historiador británico Felipe Fernández-Armesto reitera en sus ensayos que el eurocentrismo no sólo ha dominado el relato académico, sino que ha amoldado las viejas realidades a nuestras preferencias y estereotipos.
No debería extrañar, pues, que los grandes viajes exploratorios partan casi siempre del Mediterráneo (primero) y Europa Occidental (después), relegando las grandes exploraciones ajenas a Europa a apenas unas pintorescas anotaciones.
Los otros grandes viajeros
El imaginario colectivo apenas tiene referentes (crónicas, estudio con vocación científica a partir de la Ilustración, etc.) sobre las rutas que conectaron las civilizaciones de la América precolombina (las rutas de los pueblos del Misisipí, el comercio en Mesoamérica, las rutas incas por los Andes -la impresionante red caminera del Tahuantinsuyo); el Creciente Fértil con el Mediterráneo, Asia Central y la India; las exploraciones chinas anteriores al aislacionismo decretado por su burocracia confucianista (entre otros, Zheng He); o las emprendidas por exploradores indios, árabes y africanos.
La gran ruta romana de África del Norte conectó Alejandría, una de las ciudades más cosmopolitas de la Antigüedad, con el sur de Hispania. Un poco antes, los griegos habían establecido una peligrosa pero imprescindible ruta del estaño entre la Europa atlántica y Corinto, como muestran hallazgos en Cornualles (suroeste de Gran Bretaña).
Otra ruta olvidada por la historia, la del ámbar, estableció una relación comercial entre los pueblos “bárbaros” del Báltico y el Mediterráneo.
La sal que venía del otro lado del Sahara
Las grandes rutas comerciales intercontinentales establecidas desde la Antigüedad conectaron ambos extremos de Eurasia (ruta de la seda), así como Europa y el África subsahariana (ruta de la sal a través de Tombuctú).
Estos intercambios eran recíprocos y los viajeros europeos (venecianos, genoveses, castellanos, aragoneses, portugueses, flamencos) tuvieron su equivalente en enviados legendarios de reinos tan remotos como el japonés, así como de reinos ya olvidados de África, Asia Central, India y el Lejano Oriente.
Las rutas de caravanas que cruzaron durante siglos las encrucijadas de Eurasia, antes recorridas por rumores de la historia como Alejandro Magno, así como su equivalente africano (las inabarcables hileras de camellos que transportaban sal desde la próspera Cuenca del Níger hasta los puertos mediterráneos al otro extremo del Sahara, y desde allí a los puertos europeos), florecieron cuando la prosperidad económica y la ausencia de epidemias facilitaban las empresas arriesgadas.
Ibn Battuta, el legendario explorador tangerino, relató en el siglo XIV que el tamaño medio de las caravanas que transportaban sal, oro y otras materias primas desde el delta del Níger a Europa alcanzaban los 1.000 camellos, y las excepcionales concentraban hasta 12.000 camellos.
Ibn Battuta, el otro Marco Polo
Milenios antes de que, en África Occidental, la ruta de Tombuctú llevara sal a los puertos del Mediterráneo, en el extremo oriental dela continente la civilización egipcia predinástica (hasta finales del IV milenio a.C.) había establecido una ruta comercial terrestre y fluvial entre el nacimiento del Nilo y su desembocadura, así como una ruta que conectaba los principales oasis con los puertos del mar Rojo.
Pero la escala de las rutas de caravanas en África Occidental y África Oriental empequeñece con el principal tráfico controlado por una Europa enfrascada ya en su carrera colonial, estableciendo una conexión forzosa entre el Golfo de Guinea y las Américas: la trata de esclavos.
Los ecos y consecuencias de migraciones forzosas, intercambios comerciales y culturales están presentes en los viajes románticos que pisan sobre senderos ya recorridos por viajeros célebres de generaciones olvidadas, llenos de rincones donde moraban bandoleros perdidos en el tiempo, pasando por senderos que se adentran en bosques cuyo manto esconde, quizá, algún tesoro en monedas de oro con la efigie de algún tirano (hay más posibilidades de que ese sí haya llegado a los libros de historia).
Las andanzas de Ibn Battuta, Marco Polo, Zheng He, Vasco Da Gama o Hernando de Soto se alejan demasiado de la mentalidad romántica, más emparentada con el redescubrimiento de la herencia cultural europea de los viajeros del Grand Tour o con versiones quijotescas del viajero total: cultivado y espartano, implacable en situaciones extremas y con el instinto de supervivencia de los héroes clásicos. Algo así como T.E. Lawrence.
Viajar en la era del mundo conectado
En la era de la mundialización y comunicaciones ubicuas, viajar tiene otro sentido. La mercantilización del viaje romántico es una consecuencia inescapable de la era de la logística y los viajes punto a punto.
Es en este contexto que los viajes iniciáticos, percibidos como experiencia, aumentan su valor.
La era de la privacidad como lujo y el exhibicionismo en Instagram ha propulsado una carrera por la búsqueda de la autenticidad: consiste en limitar o suprimir el uso de redes sociales y volver a alimentar el Yo analógico: leyendo buenos libros, reivindicando el derecho a descubrir por uno mismo y equivocarse sin consejos de Google y Facebook… y viajando como los peripatéticos o taoístas de antaño, sin planes fijos ni la intención de “llegar”.
Se atribuye a Lao-Tse el siguiente proverbio:
“La gente que más viaja es la que menos aprende. El Sabio conoce el mundo sin necesidad de salir de su casa.”
Porque, según el inspirador del taoísmo,
“La travesía de mil millas comienza con un paso.”
Y también:
“Un árbol enorme crece de un tierno retoño. Un camino de mil pasos comienza en un solo paso.”
La validez del viaje iniciático
La aspiración occidental al viaje iniciático sin planes fijos ni intención real de llegar se apartó pronto de las necesidades utilitarias del comercio y la burocracia administrativa: Grecia, Roma y sus estructuras derivadas (Iglesia romana, Sacro Imperio, Bizancio) aspiraron a convertir el viaje en un mero trámite donde la intención era, en efecto, llegar cuanto antes, sano y salvo y con toda la carga al punto de destino.
Rutas comerciales marítimas, fluviales y, desde la red romana de carreteras, terrestres (luego fragmentadas y sometidas a derechos de paso en el medievo), suprimieron toda voluntad iniciática al viaje programado, y la Edad Moderna no hizo más que preparar el terreno a la era del reloj, artilugio decisivo del utilitarismo burgués de la Ilustración.
Identificados con los viejos ecos de los pueblos nómadas, los rapsodas medievales y antiguos o los filósofos y gnósticos que deambulaban por los caminos, barbados y pidiendo la voluntad como discípulos de alguna escuela filosófica griega olvidada con la quema de sus referencias en la quema de Alejandría, los románticos del XIX sentaron las bases del nuevo viaje iniciático.
De T.E. Lawrence a la vista de dron
El reloj de los ilustrados ha dado paso al teléfono con GPS, y en el siglo XXI es imposible perderse aunque uno se encuentre a quinientos kilómetros de Manaos, siguiendo por una húmeda senda selvática a algún guía “nordestino” acostumbrado a caminar por su medio como lo haría Charles Baudelaire en el París anterior a las reformas de Haussmann, reivindicando ese intangible de valor incalculable denominado flânerie.
No todo son inconvenientes en la transformación del trabajo o la pérdida de misterio por la ubicuidad de las comunicaciones -lo que permite que los pagos móviles sean una realidad en el último rincón de África- y los viajes asequibles a cualquier lugar.
También es más fácil que nunca decidir por uno mismo qué aventura emprender sin por ello arruinarse ni perder el hilo de proyectos a largo plazo, relaciones laborales o familiares, lecturas, forma física, seguridad, etc.
Si bien las exploraciones románticas carecen del mismo sentido y los personajes de hoy equivalentes a T.E. Lawrence son más bien operarios de dron sin aspiraciones intelectuales ni más filosofía de vida que mantener en marcha el aire acondicionado de su sala de operaciones prefabricada, los viajes iniciáticos se han convertido en un servicio aspiracional tan apreciado como la privacidad o la desconexión tecnológica voluntaria.
Bicicleta y motocicleta
Los viajes en motocicleta como los emprendidos por el joven Ernesto Guevara, o los menos publicitados por la posteridad pero igual de fructíferos realizados por tantos otros, sentaron las bases del viaje de aventuras antes del confort del seguro global de accidentes, las tarjetas de crédito y la cultura del rally París-Dakar (iniciado en diciembre de 1978).
En España, el viaje de una punta a otra de África por 5 catalanes (1962), emprendido para promocionar el lanzamiento de la motocicleta Montesa Impala, finalizó tras un recorrido de 20.000 kilómetros, una gran porcentaje de los cuales transcurrieron en situaciones que los “aventureros” de hoy difícilmente soportarían.
En Estados Unidos, la experiencia Robert Pirsig en un viaje iniciático por el Oeste estadounidense con una pareja de amigos y una motocicleta que compartió durante 17 días con su hijo adolescente, inspiró su metafísica de la calidad, expresada en su libro filosófico Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta.
Los trayectos sin planes fijos ni intención de llegar emprendidos con animales de tiro, bicicletas o motocicletas convierten a la persona que los realiza en animal mitológico, el mismo ser que maravilló a los nativos mesoamericanos cuando observaron por primera vez a la gente de Hernán Cortés.
Durante la caída de Tenochtitlan, los sacerdotes de la ciudad habrían creído que Cortés era el dios Quetzalcóatl, pues esperaban signos de su “retorno” durante el mismo año que el español apareció a las puertas de la ciudad con sus 84 hombres a caballo, 194 tiradores, 650 soldados a pie y la asistencia de aliados nativos de la vecina Tlaxcala.
Lo sabemos por el cronista de esta odisea en el nuevo hemisferio, el también participante Bernal Díaz del Castillo, así como por la cuenta que de ello dieron los vencidos, tanto en náhuatl como en castellano, en obras posteriores como el Códice Florentino del franciscano Bernardino de Sahagún, todo un tratado etnográfico avant la lettre.
Vehículos para largos viajes sin planes fijos
La relación entre el caminante, el ciclista o el motociclista y la carretera es muy distinta a la de quien opta por desplazarse en automóvil: el interior del habitáculo funciona como una epidermis protectora, una placenta entre las percepciones y la realidad, generándose un vacío entre el viajero y el “ahí fuera”. Algo así como subir una montaña en submarino: la conciencia nos dice que algo debe mejorar.
En este relato sobre las sensaciones (casi siempre percepciones subjetivas) y la escala de grises sobre el significado de autenticidad en el viaje con voluntad iniciática, hay también que distinguir entre los vehículos “overlander” más veteranos, con su clásica tosquedad y fácil reparabilidad, y los vehículos que los sustituyeron en las últimas décadas, que han sacrificado la experiencia a la comodidad.
Como consecuencia, los nuevos vehículos para trayectos largos de aventura (el término “overlanding” procede de Australia, donde los viajes de costa a costa a través del desierto son especialmente solitarios y exigentes) aíslan al viajero del entorno que surca.
Para sortear esta realidad -los nuevos vehículos son cómodos, quizá demasiado, y difíciles de reparar en medio de la nada debido a sus exigencias técnicas-, los vehículos más preciados en largos trayectos de aventura a pelo, siguiendo el espíritu “overlander”, acostumbran a ser modelos todoterreno con carrocería e interior básico durable, así como mecánica reparable en cualquier lugar, aunque haya que esperar a la eventual llegada por correo de alguna pieza.
Olimpo “overlander”
Una vez elegida la “plataforma”, o modelo de vehículo con motor y carrocería adecuadas, empieza la tarea de la personalización, que se ha convertido en toda una cultura entre viajeros de zonas remotas de Australia, las Américas, África del Sur o Asia Central (los vehículos de expedición ganan adeptos en países con una cultura nómada todavía predominante en zonas rurales, como Mongolia).
Las viejas caravanas propulsadas con animales de tiro, como las que condujeron a los pastores vascos a los valles más inaccesibles de las Rocosas en el Oeste estadounidense, dieron paso después de la II Guerra Mundial a los vehículos todoterreno más correosos con todo lo básico para sobrevivir durante días o semanas en las condiciones más duras.
Dada la exigencia del cometido, los primeros vehículos “overlander” acostumbraron a ser modificaciones de vehículos con solvencia militar comprobada: es el caso de Jeep, Land Rover y Toyota Land Cruiser, tres clásicos “overlander”, fueron primero el vehículo militar de los ejércitos estadounidense, británico (extensible al dominio Commonwealth) y japonés, respectivamente.
Con posterioridad, surgirían otros clásicos utilizados como plataforma para personalizar como vehículo aventurero.
En 1972, Daimler-Benz firmó un acuerdo con la filial austríaca Steyr-Daimler-Puch para desarrollar un todoterreno puro, espartano y fiable. En 1973, Daimler probó el primer prototipo operativo en el desierto del Sahara (1973) y el Círculo Polar Ártico (1974). En 1975 empezaba en Graz, Austria, la producción del primer Geländewagen (Mercedes G o Puch G), mucho más espartano y menos complejo (así como más asequible) que su versión actual para plutócratas.
Fabricado sin interrupción desde 1976, el Geländewagen es el modelo de Daimler con vida más longeva sin cambios radicales de carrocería ni espíritu.
Autocaravanas para cualquier terreno
Otros vehículos de mayor cilindrada con origen militar, como las camionetas y camiones con tracción integral, han logrado también cierto éxito en el mundo “overlander”, evolucionando a menudo según los avances en mecánica e interior de la categoría para camiones del rally París-Dakar y sus secuelas. Es el caso de los camiones de expedición de Land Rover (101 Forward Control) y Unimog (filial de Daimler, que produjo el modelo 404, clásico “overlander”, entre 1955 y 1980).
Posteriormente, han surgido otros vehículos con cierto éxito “overlander”, que sin embargo no han logrado la presencia global de las distintas versiones y generaciones de Jeep, Land Rover (posteriormente, también Range Rover), Toyota Land Cruiser y Mercedes-Puch G, equivalentes para viajes por pistas remotas y reparaciones en cualquier lugar perdido del planeta a “Westy” (de Westfalia), la versión de autocaravana de la furgoneta utilitaria Volkswagen Transporter.
La iteración Type 2 de la furgoneta de Volkswagen, también conocida como T3, producida en el mercado alemán entre 1979 y 1990 (aunque la fábrica sudafricana la produjo hasta 2002), contó con su propio modelo camper con mecánica más robusta y tracción a las cuatro ruedas (tecnología Syncro).
La Volkswagen Transporter Syncro podía adquirirse en distintos mercados con acabados Westfalia; en la actualidad, el modelo es muy cotizado para conversiones “overlander”, alcanzando un precio propio de vehículos clásicos. La iteración siguiente del modelo de la firma alemana, T4 Syncro, no ha envejecido con tanta solidez.
El gran reto “overlander” consiste en lograr el mejor vehículo posible a partir de unidades en mal estado o modelos que no pueden compararse, en prestaciones y calidad, a los mencionados.
Nuevos centauros
Para los entusiastas de los trayectos de larga distancia en vehículo todoterreno, el auténtico cometido está en la personalización de la mecánica y el interior del vehículo, así como el desarrollo de una relación al más puro estilo metafísica de la calidad de Robert M. Pirsig entre usuario y vehículo: se intenta conocer el vehículo para facilitar el mantenimiento, prevenir las averías y facilitar las reparaciones.
El trayecto de aventura puede caer en el cliché o, por el contrario, inspirar acaso una secuela de la metafísica de la calidad, que no será en este caso de Pirsig, sino de quien tome el testigo.
Un vehículo solvente, voluntad de emprender un viaje sin planes fijos ni intención de “llegar” y un horizonte. En función del vehículo y la experiencia, ni siquiera la carretera asfaltada es imprescindible.
Quien se atreva a cambiar la cabina por un vehículo “overlander” más conectado con lo circundante, como una motocicleta, una bicicleta o una mochila, no sólo ahorrará dinero, sino que tomará el testigo de las aventuras de animales mitológicos. Centauros “overlander”.