El ajedrecista y ensayista ruso Garry Kaspárov, residente en Nueva York y crítico tanto con el régimen de Vladímir Putin como con Donald Trump, no olvida su experiencia como ciudadano soviético y defiende el liberalismo con el convencimiento de quienes vivieron bajo economías planificadas en el bloque comunista.
Kaspárov ironiza con la última salida de tono -más propia de países debilitados por el capitalismo clientelista que de la primera potencia del mundo- de la Administración Trump, en esta ocasión a cargo del secretario de Energía, Rick Perry, quien ha declarado desde una planta de carbón que hay que extraer tanto de este combustible como sea posible pese a la falta de demanda, pues luego ya se verá cómo se coloca en el mercado.
Nice to know Soviet economic theory is thriving somewhere. Now just order everyone to use that coal and the command economy will take off! https://t.co/iHlFHzR1JB
— Garry Kasparov (@Kasparov63) July 6, 2017
Kaspárov no ha podido evitar la ironía:
“Qué bien saber que la teoría económica soviética prospera en algún lugar. ¡Ahora sólo falta ordenar a todo el mundo que use ese carbón y la economía planificada despegará!”
Este comentario, digno de un contexto de plan quinquenal (el mismo artilugio económico marxista que sumió en la miseria al campo chino durante el llamado Gran Salto Adelante, que acabó representando lo diametralmente opuesto), se adapta a la aberración expuesta por Rick Perry:
“He aquí una lección económica -dice el secretario de Energía-: oferta y demanda. Uno despliega la oferta ahí fuera y la demanda llegará.”
Políticas regresivas sin pensar en el largo plazo
Más que al carbón, Perry parece referirse a la política informativa de la Casa Blanca, defensora de los “hechos alternativos” promovidos por los medios próximos a Robert Mercer y Steve Bannon y en guerra abierta con la prensa que puede calificarse como tal.
La política energética de la nueva Administración ha sido criticada incluso por la industria petrolera, tal es su asincronía con la realidad actual: abandono del acuerdo de París (2015); luz verde a los oleoductos Keystone XL y Dakota para transportar hidrocarburos desde Dakota del Norte y Canadá hasta las refinerías del Golfo de México; limitación del alcance y protección de regulaciones de la Agencia de Protección Ambiental (EPA); y apoyo a la producción y consumo del combustible menos eficiente y más contaminante, el carbón.
Entre los principales combustibles fósiles, el carbón genera la mayor cantidad de emisiones de CO2, dióxido de azufre, óxidos de nitrógeno (responsables de la lluvia ácida) y compuestos orgánicos volátiles, especialmente peligrosos para la salud.
El apoyo al carbón es, lo diga o no Rick Perry, una concesión al apoyo rural recibido por Trump en regiones productoras de carbón, afectadas por una recesión de décadas y tan poco dispuestas como preparadas para adaptar su economía a las nuevas necesidades: las regiones productoras de las Rocosas (Wyoming, Montana), Appalachia y Texas (este último Estado es también el epicentro petrolífero de Estados Unidos, concentrando sedes de firmas energéticas, refinerías y tecnología de extracción).
Los trenes de carbón que parten de Wyoming
Wyoming y Montana comparten dos regiones con alto simbolismo en Estados Unidos: el parque de Yellowstone, que protege el rico ecosistema entorno al supervolcán más espectacular del mundo, cuya gerencia es crítica con las políticas medioambientales regresivas del nuevo presidente; y la cuenca del río Powder, región entre ambos Estados de 120 millas (190 kilómetros) por 200 millas (320 kilómetros), que produce el 40% del carbón de Estados Unidos.
A nuestro paso reciente por Laramie, localidad de 30.000 habitantes en el sur de Wyoming que aloja la Universidad estatal y el mayor nudo ferroviario de la región, observamos en el espacio de una hora media docena de trenes con sus interminables vagones repletos de carbón.
Entrevistamos a una antigua trabajadora ferroviaria, que nos confirmó que el transporte de carbón era corriente en Laramie, pues los trenes procedentes de Wyoming cruzaban el río Laramie a la altura de la localidad homónima.
Antes de la ley del aire limpio
Los habitantes de la región no están tan unidos en torno a la producción de carbón como su voto podría suponer, o así afirmó nuestra entrevistada, que pidió omitir el nombre en la entrevista; varias localidades de Montana y Wyoming han padecido las consecuencias sanitarias de la quema de carbón.
Según nuestra entrevistada,
“Después de la Clean Air Act [Ley para un Aire Limpio, aprobada en 1963, para reducir los niveles de polución por partículas en todo el país] las plantas energéticas de la región cambiaron su rutina laboral para quemar el carbón por la noche y evitar así que la gente se quejara.”
Antes de que leyes como la Clean Air Act entraran en vigor, las ciudades más pobladas padecían episodios habituales de niebla causada por la combustión de carbón; en el Reino Unido, los mayores se acuerdan todavía de la Gran Niebla de Londres en 1952 y las miles de muertes que produjo. Sin regulaciones adecuadas, el carbón habría permanecido suspendido en el aire de las ciudades.
Más de cinco décadas después de que la Clean Air Act redujera la concentración de partículas en las ciudades estadounidenses, Donald Trump premia a los productores de carbón con la extraña promoción de esta energía, contraria a cualquier plan a largo plazo que priorice la salud de la población, la limpieza del aire y el control de emisiones. Una gracia política con un precio demasiado alto.
El carbón es el combustible fósil de menor concentración de hidrocarbonos, liberando menos energía en su combustión que el gas natural y el petróleo, y posee también un valor calórico (cantidad total de energía producida por la combustión completa, medida en kilojulios) muy inferior al gas natural y a los derivados del petróleo.
Una agenda digna del sueño húmedo de los patronos energéticos
Pero el carbón es también más abundante y barato, y ni siquiera el auge del gas natural y el gas de lutita, así como el abaratamiento de las renovables, contrarrestarán del todo las consecuencias de un apoyo político decidido a su uso.
Donald Trump, el mencionado Rick Perry y otro de los pesos pesados de su Administración (del grupo de los “adultos”, o personas con experiencia en una Casa Blanca que destaca por las salidas de tono amateur de sus miembros), el “conseguidor” Rex Tillerson (actual secretario de Estado, antiguo consejero delegado de ExxonMobil y protagonista de intrincados intereses en la explotación petrolera del Ártico, junto a compañías rusas sometidas a sanciones desde la invasión rusa de Crimea), no parecen demasiado preocupados por la imagen de clientelismo que sus decisiones suscitan.
En el otro espectro de los intereses energéticos, personalidades de Silicon Valley que han demostrado su predisposición a colaborar con Donald Trump difícilmente se opondrán frontalmente a políticas energéticas diseñadas desde Houston, Wyoming y Appalachia, correspondientes a un pasado desregulado en que las compañías energéticas no debían preocuparse de las externalidades que generaban en salud y medio ambiente.
La vergüenza de los acólitos de Trump, Perry y Tillerson
Peter Thiel, que donó a la campaña de Trump antes y después de su nominación y coordinó el encuentro entre el nuevo presidente y los dirigentes de las empresas tecnológicas más importantes -en una imagen que destaca por la incomodidad de los comensales y la sintonía de uno de ellos, Thiel, con Trump-, había abogado en noviembre de 2015 por una nueva era de la energía atómica en una columna de opinión para The New York Times, en la que mencionaba nuevas técnicas que en el futuro podrían producir energía nuclear más barata, sin emisiones (como la actual) y, sobre todo, sin desechos radiactivos.
Thiel menciona en este artículo su convicción de que la energía nuclear forma parte de la solución para prevenir los peores escenarios del cambio climático. Poco después, el mismo Thiel promueve y apoya a una Administración cuyos miembros ni siquiera aceptan las premisas científicas del cambio climático y promueven sin tapujos el carbón: a producir a mansalva, que alguien lo comprará.
El consejero delegado de Tesla y SpaceX, Elon Musk, quien parece haber heredado de Steve Jobs la responsabilidad de comportarse como el “chico del póster” de Silicon Valley, aceptó en un principio colaborar con la Administración Trump, asesorando en cuestiones tecnológicas, pero esta colaboración finalizó cuando Trump anunció la retirada de Estados Unidos de los acuerdos climáticos de París.
California no arreglará la retirada de los acuerdos de París
La apuesta energética de Musk se opone de un modo todavía más frontal a las acciones de Trump que las posiciones de Peter Thiel sobre el futuro energético de la controvertida energía nuclear (que, recordémoslo, no emite CO2): Tesla, propietaria de la firma SolarCity, pretende integrar coche eléctrico, vivienda y producción energética renovable, mediante productos como baterías y paneles solares, así como baterías de almacenamiento compatibles con sus vehículos.
Thiel, Musk y otros asesores y ex asesores influyentes de Donald Trump creyeron que el pragmatismo de la nueva Administración se impondría al espectáculo mediático, los exabruptos y las inconsistencias.
Dada la política de acoso y derribo contra el acuerdo climático, la EPA o las energías renovables, los “adultos” en torno a Trump ni siquiera se preocupan por disimular sus intenciones e influirán sobre la desventaja de Estados Unidos con respecto a países que apoyen la investigación en energía nuclear de menor riesgo o las renovables.
El gobernador de California, el veterano Jerry Brown, tan crítico con Trump como en sintonía con los intereses reales de un Estado que depende mucho más del contacto con el resto del mundo (y con México) que el resto del país, no quiere que Silicon Valley pierda peso en avances tecnológicos relacionados con el clima, con lo que pretende invitar a quien se apunte a una nueva cumbre climática.
Brown olvida que el resto del mundo ya está de acuerdo en lo esencial y ahora sólo falta avanzar, no volver a reunirse.
Fáciles de engañar: lo real y lo percibido
Trump no sufrirá en exceso con su electorado en relación con su polémica retirada de los acuerdos de París, pues medios afines (desde los más conspiratorios -Breitbart, Infowars, Drudge- a los relativamente homologables, como Fox, pasando por la agitación propagandística en redes sociales) y líderes de opinión consideran que el cambio climático es un bulo o, en cualquier caso, es demasiado tarde para influir sobre él: mientras la bolsa siga boyante y los combustibles asequibles, nadie prestará demasiada atención a la política energética regresiva, a medida de los intereses del petróleo y el carbón.
Y así, mientras una energía con un impacto tan claro sobre el paisaje, la salud y el clima como el carbón se erige prácticamente en símbolo romántico de los peor adaptados en en las zonas rurales de Estados Unidos, nuestra percepción sobre la energía nuclear -de los mejor y peor informados, del campo y la ciudad- sigue siendo desproporcionada: minimizamos las consecuencias del uso de carbón; y, a la vez, demonizamos la energía nuclear.
El miedo público a la radiación y la relación subconsciente entre energía nuclear y armas nucleares, y olvidando que la independencia energética y calidad ambiental de la mezcla energética de Francia se debe al uso de energía nuclear.
Un estudio de 70 años y más de 86.000 personas de muestra
Los investigadores menos politizados insisten en que el miedo irracional a la radiación es más peligroso y contraproducente que la propia radiación.
La sombra sobre la psique colectiva de las bombas nucleares detonadas Hiroshima y Nagasaki, así como las fugas de Chernóbil y Fukushima, influyen indirectamente sobre el éxito y la rapidez de los avances para crear tecnologías nucleares que eviten riesgo de radiación y desechos radiactivos.
David Ropeik, experto en radiación de Harvard, explica que lo que sabemos a ciencia cierta sobre radiación se debe al seguimiento médico de los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki (todavía activo 70 años después). El estudio compara la salud de los 86.600 supervivientes en un radio de 10 kilómetros de las explosiones con otros 20.000 japoneses.
Del total de supervivientes, conocidos en Japón como hibakusha, 563 han muerto de cáncer prematuramente, un 1% más que en la muestra que identifica el resto de la población japonesa no expuesta a la radiación. Incluso este desastre ha sido exagerado.
El estudio LSS (conocido como Estudio de la esperanza de vida de los supervivientes de la bomba atómica) fue crucial para detectar el elevado riesgo para la salud de la radiación en altas dosis, en comparación con las consecuencias imperceptibles para quienes fueron sometidos a dosis bajas de radiación. Más importante: el estudio no ha logrado relacionar de manera concluyente ningún tipo de radiación con daños genéticos en generaciones venideras (pese a lo comúnmente aceptado).
La indiferencia ante las muertes del carbón
David Ropeik explica cómo, alarmadas por el accidente de Fukushima, las autoridades japonesas evacuaron a 154.000 personas priorizando la rapidez sobre otras consideraciones, como la atención a personas mayores, muchas de las cuales padecieron problemas de salud debidas a la dureza de la propia evacuación.
Para 1.656 ancianos, su evacuación del entorno de Fukushima fue mucho más peligroso que la propia radiación causada por el desastre.
Mientras tanto, los efectos sobre la salud de los trabajadores de la industria del carbón y los residentes propios a plantas de cogeneración de energía que usan este combustible siguen sin interesar al gran público.
Nuestra percepción de lo que es seguro y peligroso, de lo que es conveniente o contraproducente, no se corresponde con los datos empíricos recabados. Mientras muchos se apresuran en Estados Unidos a alabar el carbón, sus hijos y nietos padecerán unas consecuencias mucho más directas y peligrosas que cualquier radiación, real o imaginada.
Al fin y al cabo, a quién le importan temáticas que no quedan bien en un cartel de manifestación. Me da que, también en esta ocasión, personajes de la izquierda supuestamente contestataria como Jill Stein estarán en perfecta sintonía con su aliado Donald Trump.
Pingback: ¿Baterías de aire comprimido para almacenar energía en casa? – *faircompanies()