Mientras esperamos a que parta el ferry que atraviesa el estrecho de Juan de Fuca conectando las localidades de Port Angeles, Washington, con la capital de la Columbia Británica en Canadá, Victoria, evocamos las últimas jornadas de viaje a través del Noroeste del Pacífico.
Aprovecho para pasear mientras Kirsten y los niños pasean de espaldas a la fuerte brisa, fresca hasta el escalofrío ocasional. Paro en una pequeña plaza soleada, en medio de la calle principal de la localidad, en cuyo centro se alza una fuente, y pasa media hora, en la que tomo fotos y apuntes, además de divagar sin más.
Saco el portátil y empiezo a escribir este artículo, y no pasa mucho tiempo hasta que un hombre en buena forma, baby boomer de ojos azules con gorra y el atuendo entre deportivo y casual de la Costa Oeste. Ha parado a charlar al observar el logotipo de la gorra que me permite escribir sin que el sol me ciegue.
Encuentro fortuito en Port Angeles
La gorra, un regalo de mi cuñado, profesor de tenis en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, a menudo delata la procedencia, alma mater, filias y fobias en Estados Unidos. En este caso, el logotipo de la Universidad de Carolina del Norte (una C y una N engarzadas) ha recordado al extraño su paso por la misma universidad, hace ya -dice- demasiado tiempo.
Acabamos charlando unos minutos. Evitamos la política y nos centramos en su próxima visita a Europa, su conocimiento de España y su deseo de visitar el Mediterráneo español, antes de pasar unos días en Atenas. Bromeamos sobre lo que todos tenemos de espartanos y atenienses, antes de despedirnos y desearnos buena suerte.
Acto seguido, se acerca un hombre de mediana edad de visita en Port Angeles con su familia, que ha escuchado nuestra conversación y no ha parado de mirarme. Descartada la posibilidad de que se trate de un pelmazo, he especulado el porqué del saludo hasta que el extraño me pregunta: ¿tú tienes un canal en YouTube con tu mujer? Sí. ¿Tu mujer se llama Kirsten Dirksen? Sí.
Paul O’Neill me ha explicado riendo que debe ser su día de encuentros aleatorios (ha usado el término “random”), al haberse topado en esta fresca localidad del extremo septentrional del Oeste estadounidense con los padres de una ex con la que casi se casa hace veinte años. Risas.
La búsqueda española del Paso del Noroeste
Hemos charlado durante más de media hora mientras su mujer e hijos paseaban por la calle principal de la localidad, y hemos intercambiado datos de contacto. Hace un par de años, mi recién conocido nos había enviado un correo sobre un par de proyectos realizados relacionados con edición de vídeo y casas pequeñas. Me pide consejos sobre edición, equipamiento, etc. Comparto algunas anécdotas ilustrativas y me agradece el trabajo que hacemos. Nos despedimos y sigo con el artículo.
De la presencia española en la zona quedan apenas los topónimos conservados por los colonos británicos y estadounidenses que consolidaron la frontera en un estrecho que abre al mar las bahías gemelas del estrecho de Georgia (Vancouver) y Puget (Seattle).
En el siglo XVI, el explorador griego Ioannis Phokas, castellanizado como Juan de Fuca, buscó sin éxito el fantástico Paso del Noroeste en la frontera septentrional de la costa del Pacífico en Norteamérica.
Casi tres siglos después, a finales del siglo XVIII, los exploradores españoles partían de California reconociendo estrechos y bahías para dar con un mítico paso que tampoco encontrarían -por inexistente- británicos, franceses y rusos, reclamando la soberanía española sobre territorios a los que también aspiraban las otras potencias mencionadas. Los británicos se adelantarían al Imperio ruso y a España después de las convenciones de Nutka.
Es un día soleado en Port Angeles, la mayor localidad de la zona, pero la temperatura apenas alcanza los 14 grados Celsius debido a una gélida brisa del Pacífico que, mucho más al sur, refresca los veranos de San Francisco hasta obligar a vestirse la chaqueta. Los escasos edificios de ladrillo de su cuidado centro, poblado de tiendas orientadas al turismo transfronterizo, lucen orgullosos el año de su construcción.
Desde Oregón al extremo norte de la Península Olímpica
Un mural muestra la placidez bucólica de Port Angeles en 1914, año dramático en Europa; otro edificio presume de su abolengo para la zona, 1915, cuando la Gran Guerra hacía estragos en Europa. Entonces, esta zona alejada de los centros de poder político y económico de Norteamérica y Europa crecía atrayendo a aventureros del Este de Norteamérica y de una Europa convulsa.
Al norte de donde nos encontramos, la localidad de Victoria ostenta, para lo que es normal en la zona, una historia relativamente larga.
Victoria creció a mediados del siglo XIX hasta convertirse en centro comercial canadiense en el Pacífico, y su enclave asiático, Chinatown, creció hasta convertirse en el mayor de la región, superado en Norteamérica sólo por San Francisco.
En apenas tres jornadas, hemos recorrido el Noroeste del Pacífico desde Bend, en el alto desierto del centro de Oregón, hasta la punta septentrional de Washington. Los niños recuerdan con especial vivacidad nuestro paso por Portland, donde nos alojamos en un hotel de casas pequeñas dispuestas en torno a un centro que hacía las veces de recepción y de plaza, en un interesante experimento urbanístico.
Allí, en el epicentro del hotel de casas pequeñas dispuestas como si conformaran la esencia de una pequeña localidad norteamericana (y con cada casa simbolizando un estilo residencial: casa de playa de la costa de Oregón, casa moderna estilo “prairie” à la Frank Lloyd Wright, casa-cobertizo de las grandes llanuras, etc.), nuestros hijos pudieron asar dulces en el fuego sirviéndose de unas varas de metal donde pinchar los malvaviscos.
Y allí, en torno al fuego, charlaron y explicaron historias, mientras sus padres charlaban, tomaban imágenes del lugar y entrevistaban a huéspedes para un futuro vídeo.
Velada junto al fuego después de un día de aventuras
Fue allí cuando cruzó mi mente una fotografía que había visto por primera vez en París unos años atrás, al alojarnos en un apartamento cuyo propietario compartió sus libros de fotografía, entre ellos un par de recopilaciones del reportero brasileño Sebastião Salgado.
Una de las imágenes más plácidas Sebastião Salgado fue tomada en 2008 entre los san de Botsuana: bajo un cielo nublado encendido por el atardecer, un grupo de estos cazadores-recolectores se sienta un círculo en torno al fuego, mientras cuatro adultos y dos niños, uno de ellos en primer plano, danzan alrededor de este pequeño círculo humano.
La imagen muestra una calidad compositiva y cinética digna de una pintura simbólica, en la línea de su autor. Salgado también muestra en su trabajo el respeto olvidado de los viajeros de antes, que recorrían el mundo sin plantar su aparatoso equipaje en todas partes, a modo de vanguardia logística de su supuesta superioridad cultural ante el pueblo atrasado o salvaje de turno.
En sus fotografías nunca aparecen las pisadas de las botas militares del fotógrafo, ni sonrisas forzadas, ni composiciones prefabricadas, sino la planificación del demiurgo: como la cámara de John Huston, el encuadre de Salgado se ha plantado en seco en el evento del espacio-tiempo donde debía hacerlo. En el caso de esta imagen: frente a un grupo que charla y canta al final de la jornada en torno al fuego, tal y como lo hicieron nuestros antepasados más remotos…
…Y tal y como lo hicieron mis tres hijos hace tres jornadas, alrededor de unas brasas accionadas con gas propano en una plaza postiza de un hotel de casas pequeñas en pleno centro de una ciudad: Portland. El fenómeno observado es, en esencia, el mismo. Y quizá la imagen de Salgado pasó por mi mente porque tenía que hacerlo.
Enseñanzas del África austral
En la foto de Salgado a la que me refiero, la tierra polvorienta ha sido apelmazada por la danza en torno al clan, detrás del cual hay un humilde chozo de rastrojos en forma de semicircunferencia.
Tanto el primer plano como el fondo de la imagen evocan el árido paisaje en torno a los desiertos de África del Sur habitados por el pueblo san, emparentado con los primeros humanos que abandonaron África, poblando el resto de continentes.
Los san ocupaban la totalidad del África austral hasta que hace 1.500 años migraciones bantúes los desplazaron de las zonas más fértiles.
En primera instancia, a la izquierda del encuadre, se entrevé un arbusto leñoso, mientras en el fondo varios árboles sugieren la sabana.
En esta imagen de Salgado aparece la esencia de nuestra especie: la congregación en torno al fuego; la celebración de nuestra capacidad para explicar y aprender con historias; y la relación con un entorno que provee, con significado práctico y a la vez metafísico.
Conocidos como “hombres del bosque” o bosquimanos en la época colonial, pese a haber sido desplazados desde épocas inmemoriales a las tierras más áridas entre la sabana y el desierto, los últimos san (en torno a 95.000) nos reconcilian con un pasado remoto.
Historias juǀ’hoan
Desplazados a la frontera entre Botsuana, Namibia, Angola y Sudáfrica, estos pueblos conservan costumbres de cazadores-recolectores, hablan alguna lengua joisana (con chasquidos y cliqueos), y practican todavía -aunque cada vez menos- la caza por persistencia, consistente a perseguir a una presa hasta extenuarla, recordándonos el origen evolutivo de nuestras eficientes glándulas sudoríparas, glúteos o tendón de Aquiles, entre otros rasgos que favorecen nuestro desplazamiento regular a larga distancia.
Los san -o basarawa, sho o ǃkung- no son una reliquia viviente de la Edad de Piedra, ni los herederos directos de los cazadores-recolectores que se extendieron por el mundo, sustituyendo a homínidos supervivientes de previas migraciones, recuerdan los antropólogos que los han estudiado desde la posguerra mundial.
La vida en entornos como el Kalahari se ha transformado en las últimas décadas y muchos arrinconan el nomadismo, la caza o la confección de alimentos y abrigo por la conveniencia de la modernidad, pero los grupos que conservan su movilidad o fueron nómadas hasta una época reciente defienden una igualdad radical entre individuos.
La lengua y las costumbres animistas sobreviven, a menudo en torno a un fuego encendido en el suelo polvoriento al atardecer, como refleja la imagen Sebastião Salgado. En otra fotografía de la misma serie, un hombre san rodeado por otros miembros de su grupo enciende una lumbre con el rozamiento de una astilla sobre un puñado de hierba seca.
La diversidad de los primeros grupos humanos
En las comunidades san, los niños carecen de otra labor social que el juego y el aprendizaje. En la vida adulta, las veladas en torno al fuego son una oportunidad para conversar, bromear, cantar y danzar. Es entonces cuando la combinación casual entre anécdotas cotidianas y mitología mantiene vivas una cultura que se hunde en el pasado con tanta profundidad como autenticidad.
La elevada consideración social de las mujeres las responsabiliza de sus grupos y del acceso a pozos de agua y zonas de forrajeo. Las mujeres recolectan alimentos, mientras los hombres cazan y guerrean.
La habilidad de los pueblos ancestrales del África Austral para sobrevivir las interminables invasiones de otros pueblos africanos -primero- y de los colonos europeos -después- se observa no sólo en sus costumbres, sino en su acervo lingüístico y composición genética, que demuestra rasgos compartidos con los primeros exploradores humanos modernos más allá de África, tales como la extrema variabilidad genética entre individuos de incluso el mismo clan (y que explicaría nuestra actual diversidad).
Los san y pueblos relacionados, tales como los khoikhoi (hotentotes) y hazda, comparten familia lingüística y capacidad de supervivencia, lo que los ha convertido en sujeto de estudio antropológico y etnográfico; los términos abusivos y la mentalidad de condescendencia de algunos científicos ha dañado la relación entre estos pueblos y los visitantes, lo que ha inspirado un código ético que restringe prácticas abusivas y protege a la población local.
Antes de Prometeo
Gracias a estudios realizados entre los san y los hazda, comprendemos mejor, por ejemplo, cómo el fuego no sólo asistió la evolución de nuestra dieta, organismo y capacidad intelectual, sino que el fuego tiene también que ver -especulan los científicos- con la emergencia de las facultades cognitivas que asociamos con la conciencia.
Michael Balter explica en Science cómo el ser humano aprendió a controlar el fuego hace 400.000 años, un evento que transformó “dieta y cultura”.
Un estudio sobre conversaciones junto al fuego entre los Ju/‘hoan (san) de Namibia y Botsuana sugiere la manera en que el fuego nos habría transformado: al extender la actividad de la jornada con el fuego, más y mejor ocio nos transformó para siempre.
En este sentido, la parábola griega de Prometeo (un titán robando el fuego -símbolo de la luz, el conocimiento, el ingenio- a los dioses para entregárselo a los humanos) podría interpretarse más al pie de la letra de lo que cualquier tragedia griega perdida en el tiempo habría conseguido.
Pequeñas grandes historias
“Al extender el día, el fuego permitió a la gente dejar volar su imaginación y explicar historias, en vez de centrarse en exclusiva en cuestiones mundanas.”
El fuego nos permitió separarnos de una relación práctica y unidimensional de la existencia, abriendo el universo de la parábola. Entre los últimos san que sobreviven como cazadores-recolectores, el 81% de sus conversaciones junto al fuego son cuentos e historias sobre personas y grupos relacionados con las comunidades Ju/‘hoan.
La fotografía de Sebastião Salgado adquiere, si cabe, mayor importancia y contenido poético. Gracias a las primeras grandes historias, así como a los adultos que se mantuvieron en vela durante generaciones, transmitiendo historias y cuidando de los suyos, hoy reaccionamos con emoción antigua ante las buenas historias.
Acabo el artículo cuando el ferry toca el puerto de Victoria, en el extremo sur de la isla de Vancouver.