Miles de ensayos de autoayuda y/o recursos humanos después, seguimos varados en la misma conversación: un entorno laboral con tecnología diseñada para interrumpir y una cultura que prioriza apariencia sobre resultados, nos hacen creer que el trabajo ininterrumpido es la fórmula hacia el éxito.
En el mundo tecnológico, la motivación se confunde con la entrega obsesiva a proyectos que rozan el culto.
La cultura promovida desde algunos inversores de capital riesgo, defensores del esfuerzo ininterrumpido (algo más mecánico que humano), ayuda a perpetuar el “trabajolismo” o adicción al trabajo (del inglés “workaholism”), el discurso de “si todavía no lo has conseguido, es que no has trabajado lo suficientemente duro”.
El precio de confundir el trabajo con un culto
Pero la leyenda del trabajo incesante de los fundadores de grandes ideas, confundiendo heroicidad con privación del sueño, alimentación desordenada, abuso de estimulantes y semanas maratonianas sin descanso real es una receta más adecuada para el desastre (quemarse en el trabajo, o síndrome de “burnout”, problemas de salud, tensiones familiares y de pareja, trastornos del comportamiento) que el camino hacia el éxito.
Ejercicio, alimentación y descanso adecuados y regulares son el único camino hacia el rendimiento sostenido en el tiempo, alertan psicólogos y expertos en recursos humanos que han decidido no ganarse la vida vendiendo humo.
Pero el mito del emprendedor infatigable, siempre dispuesto a sacrificar una tarde con la familia, un fin de semana o unas horas de sueño por el bien de sus aspiraciones, está tan presente en la cultura pop -gracias a Thomas Edison, a Steve Jobs, a Elon Musk- que el “workaholismo” es una epidemia en sectores terciarios como el tecnológico, donde el miedo a perder oportunidades impele a quedarse un poco más de tiempo, a sacrificarse por el supuesto “bien común” de la compañía.
Cuando la explotación lleva el barniz de Silicon Valley
En Estados Unidos, muchos empleos tecnológicos en pequeñas firmas comportan sacrificios todavía mayores, tales como canjear salario real por opciones sobre acciones, apostando por un hipotético crecimiento meteórico. Cuando éste no se produce, otra vez será (entonces, la autoayuda acude al rescate con el “hay que intentarlo de nuevo”, el “falla rápido, falla a menudo” y otros mantras difundidos desde el mundo del capital riesgo).
Poco a poco, algunas voces de peso en el sector tecnológico denuncian el precio -físico, mental, laboral, familiar- de la adicción al trabajo en empleos de la sociedad del conocimiento, donde se extiende un tipo de flexibilidad acorde con los valores de fundadores e inversores (trabajar fuera del horario, a menudo sin remuneración extra), mientras otras prácticas más favorables con la conciliación -teletrabajo, flexibilidad horaria- son restringidas.
La reticencia histórica de Silicon Valley con la afiliación a sindicatos entre sus trabajadores está relacionada con este modelo, más interesado en el esfuerzo puntual que en carreras sostenidas y equilibradas. Denuncias en empresas como Tesla han llevado a Elon Musk a prometer yogur helado gratis a su plantilla. No te quejes y tendrás todo el yogur helado que quieras. Ni siquiera tendrás que moverte de tu puesto para comerlo.
Mark Zuckerberg se ha propuesto visitar las zonas olvidadas de Estados Unidos, fotografiándose con trabajadores del interior del país, personas que se recuperan de adicciones, ancianos y niños. Un paseo digno de un cacique-filántropo; mientras tanto, la empresa asiste con recelo a la afiliación sindical de sus trabajadores más desfavorecidos, incapaces de vivir dignamente en el encarecido Silicon Valley.
El desarrollo personal enriquece la aportación profesional
David Heinemeier Hansson, DHH, cofundador de la firma de productividad Basecamp y ensayista, es una de las voces contra la cultura del trabajo ininterrumpido en el tiempo -y, por contraste, interrumpido continuamente por llamadas y reuniones, que evitan traducir el esfuerzo de más tiempo en más y mejor productividad-, incluyendo cuantas más noches y fines de semana mejor.
DHH recuerda que, a falta de descanso, el rendimiento intelectual entra en declive, y ninguna empresa debería estar interesada en perjudicar la salud física y mental o las relaciones familiares de sus trabajadores, recuerda.
“Cuando los ejecutivos hablan de cómo su empresa es en realidad como una vieja gran familia, ponte alerta. Casi siempre no se refieren a cómo la firma te va a proteger pase lo que pase o amarte sin condiciones. Ya sabes, como harían las familias saludables. El motivo estará a buen seguro más relacionado con una forma de sacrificio unidireccional: el Tuyo.”
Como el resto de ejecutivos críticos con la cultura laboral de Silicon Valley -dispuesta a forzar al máximo a quienes llegan atraídos por la leyenda del mundo de las startup-, DHH es consciente del crédito logrado por el relato del sacrificio en empresas supuestamente “especiales”, en las que se realiza un trabajo por el que merecería la pena suplantar amigos y relaciones por el espejismo del potencial de éxito.
Más bien, reflexiona DHH, y ello no debería sorprender a estas alturas (ni siquiera en Silicon Valley):
“Las mejores empresas no son familias. Son defensores de familias. Aliados de familias. Prestas a proporcionar entornos saludables y agradables para que, una vez los trabajadores cierren el portátil a una hora razonable, sean los mejores maridos, mujeres, padres, hermanos e hijos que puedan ser.”
Aprender a decir no
Una reflexión tan básica no debería sorprender. En el entorno laboral europeo, pese a la erosión laboral de los últimos años, la conciliación entre vida personal y profesional es un supuesto irrenunciable que ni siquiera se negocia, al estar implícito en legislación, convenios laborales y cultura.
Una ley aprobada en Francia a principios de 2017, por ejemplo, reconoce un nuevo derecho laboral adaptado a nuestros tiempos: el derecho a evitar correo del trabajo fuera del horario laboral. Lejos de reducir la productividad, leyes como la francesa pretenden proteger descanso y conciliación de vida laboral y personal, reduciendo posibilidades de quemarse.
No ocurre lo mismo en Estados Unidos, y el mundo tecnológico es uno de los más conflictivos, con ambientes laborales catalogados en informaciones de los últimos meses como “tóxicos” (incluyendo altos niveles de agotamiento, sexismo y abusos).
Los trabajadores estadounidenses no tienen la cobertura médica garantizada, variando en función de la posición y compañía y sujeta a la presión política, como demuestra el ataque de la Administración Trump a Obamacare.
Otro de los efectos del trabajo obsesivo y la presión entre los trabajadores para no perder el puesto u oportunidades de promoción es el sacrificio de las vacaciones: los estadounidenses tienen menos días de vacaciones reconocidos, y cuatro de cada diez trabajadores decide no agotar siquiera los escasos días de fiesta asignados (o se siente presionado por directivos, competición entre compañeros y/o circunstancias personales para no hacerlo).
El culto a estar ocupados (que no concentrados)
No todos los autores del concurrido y próspero sector de la autoayuda prosiguen con el culto al sacrificio. Derek Beres dedica un artículo a exponer una hipótesis plausible que muchos intuimos, al haber experimentado en alguna ocasión los efectos de trabajar cuando estamos mentalmente agotados o saturados.
En empleos creativos, la productividad depende de nuestra habilidad para gestionar el ambiente y las pausas, así como la flexibilidad para aprovechar momentos de concentración. Según Beres, desempeñar una tarea creativa:
“implica apretar el botón de reinicio, que significa encontrar espacio en la jornada para descansar, meditar, o quedarse pasmado sin razón aparente. Esto es imposible cuando cada momento libre -en el trabajo, haciendo cola, parado ante un semáforo- cogemos el teléfono. El sistema de atención de nuestro cerebro se acostumbra al estímulo constante, y nuestra ansiedad e irritabilidad crecen cuando no lo reproducimos. Prueba de una adicción a estar ocupado.”
Estar ocupado no equivale a trabajar con sentido y frescura, si bien podemos dar la sensación de ello. Pero estar ocupado se sitúa en la intersección psicológica que conduce a la fatiga laboral (el mencionado síndrome de “burnout”), al no equivaler al descanso real, ni tampoco a un trabajo fresco, productivo, retador y con mayores posibilidades de rendir frutos a largo plazo.
La condena de no estar ante una pantalla:(re)aprender a descansar
Brad Stulberg explica en el New York Magazine cómo, en ocasiones, la motivación profesional de quienes tienen la suerte de trabajar en lo que les gusta (me cuento en este grupo) dificulta en ocasiones el respeto por el descanso y otras rutinas que favorecen el rendimiento a largo plazo, tales como practicar deporte, alimentarse de manera equilibrada o dormir lo suficiente y con regularidad.
Si el ejercicio repercute sobre humor y rendimiento intelectual, la alimentación complementa este proceso, mientras el sueño nos prepara para estar a la altura con regularidad (durante el sueño retenemos, consolidamos, relacionamos y almacenamos información. Nuestra mente consolida el pensamiento con originalidad durante el sueño, y no ante el escritorio).
En estos casos, el reto consiste, según Stulberg (otro ensayista en salud y rendimiento) en aprender a desconectar para que el rendimiento sostenido gane la partida al esfuerzo excesivo en las jornadas de mayor motivación, evitando así efectos perjudiciales: desde la lesión o el agotamiento muscular crónico cuando se trata de deportistas, a la pérdida de frescura intelectual en cualquier tarea creativa.
En estas situaciones, aprender a descansar es tan importante como trabajar, convirtiéndose en parte de la fórmula que garantiza el rendimiento sostenido, así como la energía necesaria -en forma de tranquilidad, lucidez, autoconfianza, ausencia de tensión con familiares y relaciones- para abordar imprevistos cuando sea necesario.
Cuándo dejar las cosas para el día siguiente
No es sostenible trabajar 14 horas al día de manera indefinida sin que la calidad del trabajo o la vida personal (lo que quede de ésta) se resientan, explicaba David Heinemeier Hansson en una entrada de marzo 2008.
Ernest Hemingway escribe en su biografía París era una fiesta sus excesos -emocionales, con la bebida-, pero también su compromiso con su tarea. Para el escritor era crucial mantener la regularidad tanto en el trabajo como en el descanso, entendido como desconexión de la tarea de escribir.
Para cumplir con su cometido, Hemingway reconoce levantarse y trabajar incluso en las mañanas que seguían a una noche de exceso; al dar por terminada la jornada laboral, el escritor considera tan importante abandonar del todo la tarea -para recuperarla a la mañana siguiente con frescura-, como lo escrito ese día. Así que lee otras cosas, sale con los amigos, se distrae.
Una buena idea aparece a menudo en situaciones fortuitas, cuando la relajación nos permite divagar. Si caemos en la multitarea, interrumpimos este proceso de contemplación y ensueño informal. Si nos gusta lo que hacemos, hay momentos en que seguiríamos con nuestro cometido hasta la extenuación. La tarea no irá a ningún sitio.
Volviendo a Hemingway y a la metáfora de la escritura: su consejo era dejar la tarea en un buen momento, cuando uno tiene todavía la sensación de no haberse secado, cuando quedan muchas cosas por decir.
La tergiversación del esfuerzo
Nos ponemos a hacer otras cosas -ver a amigos, leer, pasear, lo que fuere- y, a la mañana siguiente, la tarea, abandonada en un momento de lucidez, y no de agotamiento, tendrá unas notas finales más propensas a sobrevivir como trabajo óptimo que como el garabato de quien confundió la excitación cerebral con el estado de gracia definitivo.
A veces, aprender a no trabajar es el auténtico trabajo, sobre todo en un contexto en que diversas pantallas compiten por nuestra atención y a menudo todos parecemos formar parte de un campeonato colectivo de lectura de memes.
Miana Ong se sincera en un artículo sobre su incapacidad para desconectar del trabajo, hasta que fue demasiado tarde, abandonándolo por estrés crónico. Es la presión por creer en algo, convertirse en una pieza valorada en un grupo con talento, superar situaciones difíciles y sentir cómo la cultura en la oficina se convierte en poco menos que un culto.
Es entonces cuando aparecen, dice Ong, pensamientos como “Dormir es de débiles. Fracasar es una elección. Sólo está el éxito, y aquellos demasiado gandules para conseguirlo”. Es entonces cuando el espejismo de sentirse valorado, el “me necesitan”, se convierten en un “dependen de mí”.
Sin posibilidad de desconectar, el trabajo ocupa también la esfera privada. Una receta para el desastre, explican quienes acaban con el mencionado trastorno del síndrome de burnout. La supuesta gloria del esfuerzo sobrehumano en el trabajo se convierte entonces en un desengaño, con secuelas físicas y mentales.
Por qué no trabajar más de la cuenta está mal visto
El estrés crónico y el trabajolismo van a menudo ligados a otros trastornos obsesivo compulsivos, y suelen afectar a trabajadores de profesiones técnicas y liberales, desde la investigación científica a la medicina, la abogacía, el periodismo o la programación y ciencias computacionales.
En un artículo para Nature, Chris Woolston expone las dificultades para trabajar con un cierto equilibrio emocional en determinados entornos académicos hipercompetitivos, donde a menudo el mérito y el futuro profesional dependen de resultados cuantificables. En estos entornos, explica Woolston, es fácil tratar de abarcarlo todo, para acabar agotado ante la imposibilidad de concentrarse en varias cosas a la vez.
Es fundamental -explica- aprender a simplificar, dosificar, decir no: leer todo el correo o toda la información al alcance no es fundamental, etc. Woolstron narra la historia de Meghan Duffy, una académica que cometió el “sacrilegio” profesional de reconocer que no es una adicta al trabajo, y ello no la sitúa en peor posición profesional, sino todo lo contrario:
“No necesitas trabajar 80 horas a la semana para triunfar en el mundo académico”, se sincera Duffy.
Que declaraciones como esta se conviertan en escandalosas en determinados ámbitos, el problema es estructural, a afectar la cultura Esta “nueva normalidad” explicaría la epidemia de trastornos de comportamiento como la ansiedad o el estrés crónico. Duffy escribió la entrada en 2014, cuando estaba a punto de lograr la residencia, y temió que su confesión dañara sus perspectivas.
Días después, una mujer se acercó a ella en el parque y le dio las gracias:
“La idea de que tienes que dedicar largas horas es ubicua. Si no trabajas 60 u 80 horas a la semana, no estás haciendo suficiente. Crea inseguridad entre la gente.”
Aprender a simplificar nuestro entorno
Desde entonces, Megan Duffy, que colabora con The New York Times, se ha especializado en gestión del tiempo, recopilando algunos consejos:
- reducir el volumen del correo y consultarlo lo mínimo posible (desactivando alertas);
- limitar la multitarea, centrándose lo máximo posible en un sólo proyecto;
- dividir los proyectos complejos en tareas de menor duración, entre media hora y cincuenta minutos, sin distracciones;
- aprovechar al máximo los períodos cortos (por ejemplo, el rato entre reuniones tan fácil de perder ante el correo o consultando redes sociales puede ser más productivo que las propias reuniones);
- identificar nuestros picos de concentración y producción, orientando la jornada estratégicamente para obtener mejores resultados sin aumentar el esfuerzo.
En el mundo académico, dice Duffy, es todavía un reto conciliar la jornada laboral con la vida privada, sobre todo cuando se trata de investigadores con pareja e hijos. A largo plazo, el tiempo para divagar, los momentos en familia y la regularidad en el descanso son cruciales para el rendimiento, explica Duffy a Chris Woolson.
Sobre cometas y corredores de fondo
No hay mejor misión que darse cuenta de que semejante entorno mesiánico no ofrecerá los resultados esperados a largo plazo. El trabajo duro no debería equivaler al sacrificio de la vida privada.
La conciliación entre vida personal y laboral importa incluso en el mundo tecnológico, especialmente interesado en contratar a jóvenes varones sin ligazones familiares fuertes, para convertir si es posible el trabajo en epicentro de toda su energía.
El mesianismo evangelista estadounidense ha influido sobre la cultura laboral de Silicon Valley del mismo modo apócrifo que Jim Jones, el asesino de los miembros de la secta que él mismo había creado, halló terreno fértil entre las personalidades más influenciables durante los años posteriores a la contracultura de la bahía de San Francisco.
“Así que no me expliques -reitera DHH- que hay algo particularmente exigente en crear otra jodida startup más que empequeñecerá los logros de El origen de las especies o de ganar cinco anillos de la NBA consecutivos. Chorradas. Mierda extractiva y contraproducente promovida por gente que, o necesita una narrativa para justificar sus propios sacrificios y pesares, o se siente en condiciones de convertir la vida y el bienestar de otros en carnaza de cañón.”
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