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1989-2019: retorno de la historia, «iliberales» y desigualdad

El otro día conversaba con unos familiares y amigos, algunos de los cuales reconocen carecer de conocimientos profundos en política internacional. Había ecuanimidad en una impresión: las declaraciones de algunos líderes de la actualidad ponen cada vez más difícil la supervivencia a los semanarios satíricos.

Quienes han entrado en el juego de seducción de la inmediatez del cebo de clics y las redes sociales —fenómeno tan próximo al periodismo de declaraciones cruzadas para permanecer en la agenda de actualidad—, tienen episodios que comentar no ya a diario, sino a medida que pasa la jornada, pues se acumulan los despropósitos y es fácil caer en la tentación de permanecer en el «está pasando» de lo insustancial.

Cuando buscar a Wally puede llevar a la gente a la cárcel. ¿Puede China aspirar a convertirse en líder tecnológico mundial cuando, a la vez, adopta técnicas de vigilancia panóptica con la ciudadanía del país?

El impacto mediático de las declaraciones en redes sociales de Trump, y el efecto de impunidad que parecen conceder a un personaje excesivo, han animado a otros líderes a entrar en una carrera dialéctica que recuerda a muchos las batallas entre adolescentes para llamar la atención con mamarrachadas.

Entre el infantilismo y la ausencia de constituciones codificadas

Con los satélites orientados hacia los fuegos en la Amazonia, Jair Bolsonaro muestra su carácter reactivo y contesta a las críticas sosegadas y oferta de ayudas de mandatarios como Emmanuel Macron con salidas de tono que se escuchan en pocos círculos de adultos, no ya por la incorrección política, sino por su bajeza infantiloide.

Y, entre el ruido de estos debiluchos nuevos «hombres fuertes», el mundo prosigue con el «business as usual» y los fenómenos que se perciben, desde las redes sociales, los medios y la opinión pública, desde un prisma propio del eterno retorno: no sorprenden los eventos de clima extremo —al acostumbrarnos con rapidez a su mayor frecuencia y a su recrudecimiento—, ni la enésima crisis de la deuda en Argentina, ni la crisis de Gobierno en Italia, ni mucho menos el drama de los inmigrantes en el Mediterráneo.

Mientras tanto, Johnson pierde la mayoría absoluta y aboca al Reino Unido a las elecciones, en medio de una polémica en el país sobre la interpretación de la costumbre jurídica parlamentaria que lleva a muchos británicos a plantearse —por primera vez, con seriedad y cierto espíritu fatalista de inferioridad— que tener una constitución escrita no se trate, al final, de un atraso propio de ex-colonias como Estados Unidos o países-polvorín como Francia.

Para funcionar, el derecho medieval anglosajón, o common law, depende de la responsabilidad personal y mesura de los participantes, tradicionalmente dispuestos a llegar a ententes que reconozcan una jurisprudencia (o interpretación «justa» y equilibrada) de los acontecimientos.

Britania, o la imposibilidad de tener una realidad a la carta

Hoy, los anglosajones parecen haber perdido incluso la confianza en la costumbre y en el sentido de la responsabilidad del Poder Legislativo. Hoy, este poder de la common law está a expensas de la imagen de improvisación testosterónica de Trump y Johnson, popular entre los electores más receptivos a los mensajes polarizadores que florecen en las redes sociales.

Boris Johnson fuerza en el Reino Unido una suspensión parlamentaria para evitar la disonancia sobre su determinación a forzar el Brexit y, al otro lado del canal de la Mancha, la Europa continental trata de ponerse de perfil hasta que amaine de un modo u otro, y sin voluntad de moverse un ápice con respecto a los acuerdos sobre el abandono de la UE por parte del Reino Unido).

¿Cómo construimos estereotipos tan sólidos que parecen ratificarse una y otra vez por los acontecimientos? Las crisis cíclicas y las cosechas desastrosas vuelven a los países menos desarrollados con la misma insistencia con que sus gobiernos pierden credibilidad ante los actores internacionales diseñados con una voluntad de control paternalista.

Las instituciones occidentales tratan de mantener el lustro de sus poderosas herramientas y escaparates, en un momento de transición entre viejas estructuras de influencia en el mundo y un reajuste más adecuado con la realidad mundial.

La distancia entre Hong Kong y Sinkiang

En esta ocasión, sin embargo, el agotamiento del liderazgo real y percibido del mundo anglosajón aporta un eslabón de incertidumbre más a los ciclos interiorizados del eterno retorno de la política internacional. El orden surgido de la II Guerra Mundial no se tiene y el «fin de la historia» fue una falsa alarma surgida de la euforia estadounidense tras el derrumbe del Telón de Acero.

El sustituto al G7 no es el G20, del mismo modo que el «poder blando» compuesto el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, con sostén epistemológico del Forum de Davos, no pueden sustituirse con sus parodias altermundistas, ni tampoco por el nuevo esquema de diplomacia comercial, industrial y de infraestructuras que edifica una ambiciosa China en la encrucijada de civilizaciones que consolidó su poder en la Antigüedad: la conexión con el Poniente (Europa y África) a través de las rutas de Asia Central y del Océano Índico.

Tres décadas después de las protestas y masacre de Tiananmén, China se esfuerza por no perder su lustro de «poder blando» en el mundo con las promesas y realidades a medio construir de la Nueva Ruta de la Seda, un proyecto que inquieta a Japón, Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia, aunque sea por distintos motivos.

Las últimas protestas en Hong Kong se suceden desde marzo de este año (quienes abogan en el Reino Unido con conceder la nacionalidad británica automática a los perseguidos que así lo deseen —tal y como declaraba en agosto un alto funcionario británico, Tom Tugendhat— son conscientes de que el Ministerio de Relaciones Exteriores británico no se encuentra en su momento de mayor prestigio e influencia).

Hong Kong mantiene su estatuto especial dentro de una China que aspira a integrar de manera similar a Taiwán y la gestión de los acontecimientos en Hong Kong es muy distinta a la política de asimilación y persecución de uigures en Sinkiang, sujetos a la detención masiva y a la «reeducación» forzosa.

Nacionalismo y multilateralismo

Se espera que el gobierno chino frene su intento de aplicar sus leyes de extradición en la ciudad autónoma, con la mirada puesta en la imagen devastadora que una imposición intransigente tendría sobre los productos tecnológicos de las compañías chinas en el resto del mundo: ¿cómo confiar los datos personales a empresas que dependen del Gobierno responsable de un Estado policial que perfecciona herramientas de vigilancia electrónica como el reconocimiento facial y un sistema de reputación social equiparable a un carné por puntos de la propia existencia?

Los eventos de Hong Kong tampoco son equiparables a la revuelta que hace tres décadas desafió al régimen en plena capital, en el contexto del desmoronamiento del Telón de Acero y del Bloque del Este, empezando por la propia Unión Soviética; sin embargo, estas protestas ponen de relieve los límites del modelo chino de capitalismo de Estado, cuyo pacto informal con la población de aportar prosperidad a cambio de libertad política podría ponerse en entredicho cuando el crecimiento de las últimas décadas muestre síntomas de freno o retroceso.

Las aspiraciones de la población china, promovidas por el régimen de semilibertad actual, trataron de combinar el pragmatismo materialista del «sueño americano» con la tradición estatista de un país que busca —a través de medios como el cine de gran presupuesto— modelos de tiranía justa en un pasado arraigado en el carácter gregario.

El auge de las denominadas democracias iliberales o «guiadas» por supuestos hombres fuertes inspira incluso las gesticulaciones de dos países que habían cimentado su «soft power» en el atractivo voluntarista del debate público en sociedades abiertas, la moderación, la transparencia y la responsabilidad personal, Estados Unidos y Reino Unido.

Retorno al tablero de Risk (esta vez, con nuevas reglas)

Paradójicamente, Estados Unidos y la muy tocada Alianza Atlántica pierden autoridad moral para resaltar las dificultades del modelo chino en Hong Kong cuando, a la vez, los líderes anglosajones se rodean de asesores que hacen la corte a los principales exponentes del modelo «iliberal», hasta ahora más asociado con los países en desarrollo y los Estados fallidos que con las democracias de mayor abolengo: Rusia, Hungría, Turquía, Filipinas o, últimamente, Brasil.

Los entusiastas del populismo de los débiles «hombres fuertes», construyen una retórica pseudo-intelectual en torno a un fenómeno más parecido al clientelismo y las plutocracias de antaño que al estatismo responsable —y poco democrático— de Singapur, del mismo modo que el progresismo anglosajón se ha mirado tradicionalmente en el espejo socialdemócrata escandinavo, tan alejado de la realidad estadounidense como Singapur.

Usar paraguas cuando no llueve: los manifestantes en Hong Kong han empleado máscaras y paraguas para evitar que las cámaras de reconocimiento facial los identifiquen en los puntos de protesta a lo largo de la ciudad

y sus supuestas alternativas de ayuda y asistencia internacional (la china, la rusa —heredera de la soviética—, la procedente de países históricamente autoproclamados «no alineados», aspirantes cada uno a consolidar su propia área de influencia regional —India, Turquía, Irán, Argelia, Venezuela—).

El aumento del peso chino en Asia Central, América Latina, África e incluso los Balcanes inquieta no sólo a la Unión Europea y a Estados Unidos, sino también a Rusia y a las potencias regionales, que tratan de beneficiarse de la diplomacia de ayudas económicas e impulso de grandes proyectos de obra civil e infraestructuras a cambio de créditos cuya flexibilidad y carácter ventajoso varía en función de los intereses estratégicos percibidos por China en la zona.

Del paternalismo occidental a una diplomacia de obras consumadas

China sustituye la diplomacia tutelar occidental en la zona de influencia tradicional europea y estadounidense por una diplomacia comercial y de acceso prioritario a las materias primas a cambio de inversiones en obra civil e infraestructuras, con intención de convertir los intercambios actuales en una relación de dependencia tecnológica en el futuro a través de inversiones estratégicas como el estándar móvil de alta velocidad 5G.

Ni el estatismo expansionista chino ni la política exterior rusa, ni mucho menos las ambiciones de potencias regionales por aumentar su poder en un momento de resurgimiento del mencionado modelo iliberal y del nacionalismo excluyente que alienta, son una respuesta convincente a la política internacional del mundo anglosajón y el europeo.

Rusia pretende hacer valer sus bazas (en desinformación digital, en forma injerencias en el proceso democrático de los países de su órbita y principales potencias occidentales, y como potencia nuclear) para afianzar su intereses como proveedor de hidrocarburos y otras materias primas.

No son menos inquietantes los giros nacionalistas de la India y Brasil.

A principios de agosto, India revocó la autonomía del valle de Cachemira, de mayoría musulmana, y tensa la situación en una región en la que están presentes otras dos potencias nucleares: Pakistán (en el noroeste de la región) y China (en el noreste del territorio histórico, limítrofe con la región de Sinkiang, donde el régimen de Pekín reprime sistemáticamente a la población uigur, de confesión musulmana).

El personaje Bolsonaro

Y a finales del mes, el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, reiteraba a los líderes que ofrecían su ayuda para atajar los incendios en la Amazonia que se ocuparan de sus asuntos. Un sector perenne de la extrema derecha brasileña aspira a convertir el Cerrado y la región del Amazonas en un centro ganadero y de explotación ganadera y minera, así como el equivalente en la potencia de América del Sur al Oeste estadounidense.

Siguiendo el vigor diplomático de Emmanuel Macron y el pragmatismo de Angela Merkel (y los intereses exportadores de Alemania), la Unión Europea trata de restar importancia a los exabruptos de Jair Bolsonaro y el retorno de Argentina a la inestabilidad, pocas semanas después de haber firmado un acuerdo de libre comercio con los socios de Mercosur.

La Gran Recesión de 2008 y 2009, y la subsiguiente crisis de la deuda en los países periféricos de la zona euro, pareció no aportar grandes transformaciones… si bien el malestar económico creado entre los más vulnerables desembocó en una desafección hacia las democracias liberales y los excesos de un capitalismo dominado por empresas transnacionales y beneficiarios capaces de eludir impuestos en los lugares de actividad comercial.

Como síntoma, el auge del fenómeno de los nacionalismos, el populismo de las democracias iliberales y la victoria de la apuesta aislacionista en Estados Unidos y Reino Unido.

Tapar la desigualdad con populismo identitario

A grandes rasgos, ensayistas y economistas de peso coinciden en los riesgos de nuestra época: el economista francés Thomas Piketty, el colaborador del medio de análisis holandés De Correspondent (y crítico en Davos) Rutger Bregman, el ensayista estadounidense Anand Giridharadas, coinciden con el análisis sobre nuestra época del empresario George Soros (una de las bestias negras de débiles «hombres fuertes» y paladines de las democracias iliberales, como su compatriota Viktor Orbán): el ataque a los fundamentos de la sociedad abierta pretende desviar la atención sobre el impago de impuestos a gran escala y la creciente desigualdad.

La propia evolución ensayística del propio Anand Giridharadas, nacido en 1981, representa la incredulidad de una generación que pensó en Internet y el sector tecnológico en general como el revulsivo necesario para afianzar la prosperidad en los países desarrollados y crear nuevas oportunidades en el mundo emergente.

Su último ensayo, Winners Take All: The Elite Charade of Changing the World es muy crítico con lo que considera la falacia de nuestro tiempo, la «supuesta filantropía de los multimillonarios». La inversión en relaciones públicas elude, en definitiva, una contribución fiscal proporcional de quienes logran más éxito en sociedades como la estadounidense.

Los dos anteriores tienen un tono distinto. En el primero «India Calling: An Intimate Portrait of a Nation’s Remaking», Anand Giridharadas (quien trabajó como consultor en McKinsey, después de educarse en Michigan, Oxford y Harvard) no había perdido todavía su optimismo «solucionista» sobre el papel de las empresas occidentales y la tecnología en el progreso humano.

Zeitgeist de nacionalismos a la carta

Trabajando como corresponsal del Herald Tribune en India, el ensayista reconoce haber perseguido los artículos sobre cómo los microcréditos mejorarían la vida de cada vez más gente, las aplicaciones mejorarían y la población se educaría con rapidez. Son los artículos que justificaron el contenido del primer libro.

El segundo ensayo, en cambio, prosigue con otra evolución de nuestro tiempo: el fenómeno del supremacismo blanco en Estados Unidos y el aumento de las tensiones raciales en este país. En este libro, The True American: Murder and Mercy in Texas, Giridharadas se sumerge en ataques a musulmanes estadounidenses a raíz de los atentados de las Torres Gemelas en septiembre de 2001. Algunos pasajes del ensayo son el prólogo de lo que llegará poco después (el ensayo fue publicado en 2014) con las primarias republicanas y elección de Donald Trump en 2016.

El desengaño de los últimos años con respecto al orden mundial, real y percibido, surgido a finales de la II Guerra Mundial, se percibe también en el papel de ONG y organizaciones humanitarias apoyadas por países occidentales en zonas de conflicto (casi siempre solapadas con las regiones de interés geoestratégico).

El paternalismo y los abusos de muchas de estas organizaciones va de la mano de un punto de vista geoestratégico compartido también por los participantes en el Foro Económico Mundial de Davos, y las puertas giratorias entre Banco Mundial, Organización Mundial del Comercio, FMI y las principales organizaciones humanitarias.

Arreglar el mundo (sin pagar impuestos)

Acusadas de corporativismo y de hermetismo propio de redes de influencia, las organizaciones no gubernamentales occidentales más influyentes priorizan acuerdos con los gobiernos y redes clientelares de los países donde se implican, incapaces de sustituir la sociedad civil impuesta por las élites locales por auténticos representantes de sociedades vulnerables.

No es casual, argumentan los mencionados Anand Giridharadas y Rutger Bregman, entre otros, que los empresarios más influyentes en las industrias con mayor influencia en la opinión pública, como la tecnológica, sean los principales interesados en relativizar la importancia de fenómenos como la desigualdad o la evasión fiscal a gran escala en los países desarrollados, mientras anuncian a la vez grandes avances en el «progreso» mundial y en la lucha contra dolencias como la malaria, las enfermedades diarreicas o el Ébola.

De momento, no parece compatible congratularse de la mejora de las condiciones de vida para la mayoría de la población mundial —tal y como hace Steven Pinker en su ensayo En defensa de la Ilustración y, a la vez, relacionar las disfunciones más flagrantes sobre desigualdad en el mundo desarrollado y límites infranqueables más en el mundo emergente con abusos en la cúspide de empresas transnacionales y grandes fortunas. En Estados Unidos, la filantropía se ha convertido en un método más de evasión de impuestos.

De ahí que muchos autores tengan dificultades para compartir la visión positiva de Pinker sin, a la vez, señalar lo que no funciona de manera flagrante, pues hacer supone a menudo criticar las propias organizaciones de las que uno forma parte.

Ayudar o crear dependencia

A principios de siglo, la apuesta por los emprendedores sociales parecía el principio de una nueva era de prosperidad. Los microcréditos y el comercio justo lograrían emancipar a millones de campesinos y pequeños empresarios en países en desarrollo sin métodos convencionales de acceso a créditos y oportunidades (educativas, empresariales).

Hoy, hay que poner en su debida perspectiva el papel de los microcréditos y, después, la financiación colectiva a través de la Red en el acceso a financiación entre los pequeños empresarios de países en desarrollo y colectivos vulnerables de países desarrollados.

Concebidos por Muhammad Yunus en Bangladesh en 1983, los microcréditos se extendieron poco a poco a otros países y acabaron siendo promovidos por la ONU en 2005 (Yunus ganó el Nobel de la Paz en 2006 por su idea y aplicación a través de Grameen Bank).

Con las posibilidades de este mecanismo de acceso al crédito para los desposeídos, llegaron también los abusos, que en países como Camboya se han convertido en sistemas de control de la población que conducen a los tenedores de microcréditos a situaciones desesperadas.

Medios como Der Spiegel han investigado los abusos a tenedores de microcréditos en Camboya, pero la situación perdura. Según la Asociación de Microfinanzas del país asiático, más de 1,9 millones de camboyanos pidieron un microcrédito en marzo de 2019 y, en conjunto, la deuda acumulada por los tenedores de microcréditos en el país asciende a 5.500 millones de dólares, o una quinta parte del PIB del país.

A diferencia de los bajos tipos de interés de la banca convencional en los países desarrollado, los tipos de interés asociados a microcréditos pueden llegar en Camboya al 18% (un nuevo límite establecido para evitar el abuso que, sin embargo, a disparado los cargos adicionales).

Detrás del holograma solucionista

Para el observador foráneo, un 1,8% de impagos de media en este producto de crédito denota éxito; sin embargo, los activistas que denuncian la situación exponen que apenas hay impagos porque la mayor parte de los tenedores avalan su microcrédito con las tierras que poseen, y un solo impago inicia procesos de expropiación.

Como consecuencia millones de camboyanos dependen de buenas cosechas para repagar sus créditos y tratar de mejorar su situación en el futuro.

Los paralelismos entre la situación de vulnerabilidad de los tenedores de microcréditos en países en desarrollo y muchos estudiantes estadounidenses, obligados a devolver préstamos abusivos que habían demandado (y a menudo refinanciado) para financiar sus estudios universitarios privados, muestran hasta qué punto los fenómenos perversos de pobreza, desigualdad o vulnerabilidad dependen del diseño de mecanismos de acceso al crédito para colectivos vulnerables.

En el contexto actual, cualquier propuesta a gran escala que trate de combatir la pobreza y la desigualdad debería tener en cuenta que las injerencias externas que los países en desarrollo (y poblaciones vulnerables de países desarrollados) soportan de países, organismos de influencia que dependen de éstos y empresas transnacionales, eluden la gran cuestión: ¿por qué ascienden el populismo y el modelo «iliberal»?

¿Qué intereses existen para que la ciudadanía exprese su frustración en conflictos identitarios y hombres de paja, y olvide el auténtico problema de la evasión de impuestos a gran escala por parte de quienes ostentan las rentas y el ahorro, a la vez que los asalariados soportan a duras penas el edificio agrietado del Estado del Bienestar?

¿Es posible crear un impuesto mundial y progresivo sobre el capital?