Sócrates recomendaba leer las andanzas de otros, pues así se aprendía sin esfuerzo lo que había madurado con complejidad en personas o grupos (la poesía épica era la síntesis de un trabajo oral incremental, enriquecido con la aportación de distintas generaciones).
La psicología da la razón a Sócrates y, al parecer, la lectura activa partes de nuestro cerebro asociadas con recuerdos de lo que hemos vivido.
No debería extrañarnos. Varios experimentos sin problemas de replicación demuestran que, ya durante el segundo trimestre de gestación, el corazón del feto bate más aprisa al oír la voz maternal, mientras reduce su excitación cuando la voz femenina pertenece a otra persona.
Entre este momento y los cuatro años, cuando un niño empieza a desarrollar su concepto de tiempo, distinguiendo entre los matices y usos del Antes, Ahora y Después, el ser humano confunde su propia conciencia con los estímulos del mundo circundante, y se muestra incapaz de distinguir entre sus propios recuerdos e ideas y las historias que ha escuchado.
El tiempo de la primera infancia
Durante esos primeros momentos, nuestros recuerdos se componen de lo vivido y lo observado o escuchado, combinado en la propia biografía sin una separación sólida. Es sólo a partir del momento en que surge la conciencia de uno mismo cuando el ser humano empieza a distinguir entre los recuerdos vividos por uno mismo y las historias imaginadas o vividas por otros.
Gradualmente, a medida que asociamos los recuerdos que protagonizamos con nuestra propia experiencia, separándolos del resto, damos sentido a lo que identificamos como nuestro espíritu, un Yo compuesto por recuerdos (mi proyección en el mundo Ayer) y expectativas (mi proyección en el mundo Mañana).
Metafísica, filosofía y psicología han discutido sobre la percepción de nosotros mismos y la relación entre este reconocimiento de nuestro espíritu y el concepto de tiempo: cada vez más, la intuición de Agustín de Hipona sobre el tiempo, expresada en sus Confesiones, se impone en campos como la filosofía, física y psicología modernas.
Del tiempo de San Agustín al de Marcel Proust
El tiempo, reflexiona San Agustín, es inextricable de nuestra subjetividad, pues sólo toma sentido cuando lo medimos gracias a pequeños puntos de referencia, o acontecimientos que, sucedidos unos tras otros en intervalos percibidos como mayores o menores, aportan sentido al devenir: si nos encontráramos en el vacío, sin ninguna sucesión de acontecimientos que observar, el concepto tiempo perdería su valor para nosotros, del mismo modo que nos es difícil mirar al cielo y saber la distancia entre un punto y otro del firmamento, al carecer de puntos de referencia que funcionen como marco de la medición.
Antes de que la teoría general de la relatividad en física teórica y la fenomenología existencial en el campo de la filosofía trataran de explicar la íntima relación entre el tiempo y la experiencia de quien lo observa, cuando Marcel Proust no había escrito su recapitulación de “presente” del narrador mezclado con “recuerdos” en su obra En busca del tiempo perdido, donde un instante se extiende decenas de páginas y, por el contrario, los largos períodos que no evocan nada al escritor vuelan; antes, en fin, de que la modernidad reconociera la subjetividad en el tiempo percibido, el concepto “tiempo” había chocado por su carácter esquivo.
Esta descomposición de la visión euclídea del concepto tiempo, que deja de ser absoluto, también se observa en los versos iniciales del poema Burnt Norton, de T.S. Eliot (de la obra Cuatro Cuartetos).
El tiempo antes del Annus Mirabilis de Albert Einstein
A diferencia del resto de fenómenos que marcan nuestra existencia, el tiempo no es observable. En el siglo XIX, el físico experimentalista austríaco Ernst Mach, cuyo escepticismo ante todo lo que no era demostrable influiría decisivamente sobre el joven Einstein antes de su Annus Mirabilis de 1905, se preguntó si el tiempo era algo real.
¿Podemos percibir un momento puro de tiempo, una duración desgajada del resto del universo, con significado intrínseco? Mach dudó sobre ello, especulando que, si el tiempo existe fuera del observador (que necesita otorgar una duración entre el devenir de los acontecimientos), el ser humano debería tener receptores que han evolucionado para percibirlo, probablemente exclusivos a nuestra especie.
Nuestro ritmo circadiano nos asiste cuando, durante épocas más o menos prolongadas, vamos a dormir y nos despertamos casi en el mismo instante; este tipo de coincidencias, unidas a la sensación de adentrarse en la madurez sintiendo que el tiempo entre acontecimientos se acelera (un rato dura una eternidad la primera vez que hacemos algo en la infancia; la misma actividad se escurrirá de nosotros antes de prestar ni siquiera atención en la edad adulta), nos acercan a todos a la gran cuestión para Agustín de Hipona y el resto de mencionados. La percepción del tiempo.
El intento de Platón
Durante más de dos milenios, escribe Alan Burdick en el New Yorker, los pensadores occidentales se preguntaron sobre la propia esencia del tiempo:
- si es algo que “existe” o es una medida arbitraria inventada por el ser humano para dividir su existencia en porciones comprensibles y exactas;
- si tiene un carácter finito o infinito;
- si fluye como un río (lo que implicaría su inicio en algún punto, y su desembocadura en otro), es más bien granular (un éter escurriéndose a pequeñas porciones de un modo análogo a los granos en el interior de un reloj de arena), o tiene el carácter circular de una criatura mitológica mordiéndose la cola;
- si existe y es cuantificable, ¿qué es el presente y por qué es tan difícil definirlo (es el Ahora un instante indivisible, o simplemente la línea divisoria conceptual que se proyecta con nosotros en la realidad)?
A medida que la filosofía se alejaba de las grandes parábolas y trataba de definir la realidad observable usando la lógica y el razonamiento, las grandes cuestiones sobre el tiempo se alejaban más de una explicación que alejara a la metafísica de la respuesta.
Platón, discípulo directo de Sócrates, reflexionó sobre la naturaleza “extraña” del “instante” (deduciendo que, si era capaz de dirimir la verdadera naturaleza de una porción de ese elemento invisible, podría entrever las leyes que lo regían).
Su definición era tan esquiva como el propio devenir: el instante, concluyó, era algo de naturaleza extraña, insertado de alguna manera entre el movimiento y el reposo, y localizado en un “no tiempo”:
“Pero es dentro de éste y desde éste que lo que se mueve cambia a estar en reposo, y lo que está en reposo entra en movimiento.”
Hijos de una definición reduccionista de Aristóteles
Platón no logró avanzar mucho más en sus reflexiones sobre el tiempo, pero su distinción entre objetos y modelos ideales, entre cuerpo y espíritu, asentó la tradición dualista en Occidente que, según los filósofos existencialistas y la física teórica moderna, tantos quebraderos de cabeza nos ha dado (hemos observado el mundo a partir de una construcción teórica que no equivale a “realidad”, sino a la interpretación de ésta desde Platón).
Y de Platón a su discípulo Aristóteles: según la Nietzsche y la fenomenología existencial del siglo XX (Martin Heidegger, Jacques Derrida, Maurice Merleau-Ponty), hemos interpretado el presente confundiendo de nuevo la opinión de Aristóteles sobre éste con la realidad.
En su Física, Aristóteles define el “tiempo” por primera vez, y con esa definición hemos permanecido. Según Heidegger, cada interpretación sobre el tiempo posterior a Aristóteles no ha sabido partir de premisas originales, y siempre ha reconocido la opinión del filósofo griego como algo verídico.
Artilugios de nuestra conciencia
Para Aristóteles, el tiempo es “el número de movimiento con respecto a antes y a después”, una premisa que discrimina a favor del presente que tenemos a mano: confundimos “realidad” con la suma de los hechos observables sobre una cosa o concepto en el presente, y teorizamos a partir de esta “instantánea”.
Esta visión reduccionista del tiempo equivaldría a la “suma de presentes objetivos”, y desprecia el verdadero hallazgo de la física moderna a partir de Einstein: la importancia de la percepción del observador.
El tiempo, reflexionaron Heidegger o Derrida, no puede ser comprendido como la suma de “presencias” (entidades observadas en el presente), sino como una “evolución”, un “convertirse”, pues el tiempo es pasado, presente y futuro a la vez, y no sólo un presente que avanza.
El tiempo y nuestra visión del mundo
El respeto de la física moderna y la filosofía existencialista por Agustín de Hipona se debe no sólo a su voluntad de observar el mundo con una mirada fresca, tanto en cuestiones al alcance de la experiencia humana como en aspecto trascendentales.
Cuando escribía sus Confesiones en el año 397, Agustín de Hipona (que entonces tenía 43 años y era obispo en esta localidad) había experimentado lo que hoy interpretaríamos como crisis existencial: de joven había leído a los clásicos, había tenido amantes y tenido un hijo con una mujer con la que viviría 14 años, para abrazar finalmente el maniqueísmo (con la idea simplista de que una creencia ajena a él le explicaría el mundo y daría sentido a su vida).
El sincretismo maniqueo no respondió a sus grandes cuestiones, acercándose al cristianismo con tantas dudas como siempre, y acomodándose poco a poco a una idea panteísta de Dios que tomaba sentido en la conciencia del observador: a diferencia del mundo exterior, que depende de la percepción de nuestros sentidos, el mundo interior del ser humano (con sus dudas y miserias, luces y sombras) avanza en las grandes verdades de la existencia con intuición y sin la prueba obsesiva de la observación sensorial de las cosas.
Agustín de Hipona intuirá que el mundo toma sentido en una conciencia subjetiva, y no a partir de ideas universales ajenas a la propia experiencia humana. Para él, el gran drama de la existencia es la dispersión de los sentimientos y esperanzas humanas entre el pasado, el futuro y lo imperecedero: todo lo que la conciencia no tiene en el presente. De ahí que el examen crítico de la propia trayectoria conduzca a la elevación de lo que él llama “alma” (interpretable como “conciencia”).
Los tres presentes del presente
El tiempo, reflexiona, no puede ser una condición preexistente en el universo, sino que habría surgido con el espacio (así, sin comerlo ni beberlo, el teólogo se adelanta 1500 años a Einstein en la constatación de la entidad “espacio-tiempo”, que todavía nos cuesta tanto aceptar al eludir nuestra percepción -desde Aristóteles, percepción y realidad se confunden de manera engañosa-).
Reflexionando sobre el lenguaje y nuestra interpretación de un código que vuela ante nuestros ojos o con la pronunciación de las sílabas, convirtiéndose en algo pretérito a medida que avanzamos, San Agustín concluyó de manera brillante que el tiempo es una propiedad de la mente. Cuando nos cuestionamos el tamaño de una sílaba, constatamos su duración en un instante que ha dejado de existir, perteneciendo ya a la memoria (donde algo queda fijado).
Así, los tres ciclos del tiempo son entidades abstractas que hemos aprendido a interpretar, y para Agustín de Hipona son sólo uno: pasado, presente y futuro son inmediatos en nuestra conciencia, y se refieren a nuestra memoria actual, nuestra atención sensorial actual y nuestras expectativas en este momento:
“Hay tres intervalos o tiempos: el presente de las cosas pasadas, el presente de las cosas presentes, y el presente de las cosas futuras.”
El tiempo que “fabricamos”, según William James
San Agustín provoca al lector de sus Confesiones con una reflexión: podemos recitar un poema o salmo de memoria. Nuestra memoria trata de condensar lo que ya hemos dicho y avanzar lo que vendrá a continuación:
“La energía vital de lo que hago es la tensión entre los dos [la evocación de lo dicho y la toma de conciencia de lo que diremos].”
Por tanto, cree San Agustín -y algunos de sus lectores más célebres como Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger-, la realidad presente no puede comprenderse sin la tensión entre la memoria de lo ocurrido y las expectativas de lo que ocurrirá de quien la interpreta: vivimos en un estado de “potencia”, y la realidad se proyecta desde lo ya acabado hasta lo que todavía no ha empezado.
Adelantándose a la psicología moderna, el filósofo estadounidense del XIX William James profundizó en el concepto de tiempo subjetivo, relacionando nuestra percepción de éste con la percepción de los cambios a nuestro alrededor: el devenir del tiempo es inextricable del devenir de la realidad. Esta conexión espacio-tiempo se adelantó tres décadas a las conclusiones del Annus Mirabilis de Einstein (1905), como si el gran cambio metafísico de la modernidad ya se sintiera en el ambiente.
Para James, el tiempo tomaba forma como entidad “sintética” fabricada por nuestra conciencia: el tiempo es el contenedor de nuestros pensamientos, pues el momento presente carece de sentido si nosotros no lo definimos. El propio ser humano en su más tierna infancia carece de la obsesión del adulto por el presente que se escurre, pues “todo” es experiencia: lo percibido, lo evocado, lo vivido por otros y explicado. Todo es una gran experiencia unificada, que empieza a desmoronarse al surgir nuestro Yo.
La autenticidad del tiempo de los niños
Quizá por eso, los niños y Agustín de Hipona (y Nietzsche, y Heidegger, y Borges) comparten un secreto que el individuo adulto medio ha olvidado desde poco después de la emergencia de nuestra propia conciencia: lo vivido antes por nosotros y por otros (incluyendo los antepasados), lo percibido “ahora” por nosotros y por otros, y lo intuido sobre el futuro por nosotros y por otros, conforman un mismo “todo” de experiencia.
Si apartamos por un instante la construcción de la experiencia individual como única realidad “estanco”, volvemos a ser niños y todas las memorias, percepciones y evocaciones que concentremos nos pertenecerán, sin importar quién las ha protagonizado (habremos estado en Troya, y caminaremos sobre Marte y el satélite Europa).
Esta conciencia expandida puede extrapolarse a la metáfora de San Agustín, cuando invita a leer un poema o recitar un salmo. El Ahora “crece” cuando no hay limitaciones ontológicas y la percepción se relaja, abriéndose a la intuición:
“Lo que es verdadero en el poema como conjunto es verdadero igualmente en sus estrofas y versos individuales. Lo mismo es cierto para toda la obra, en la que este poema debe ser una sola de sus unidades.”
Afirmar un solo momento
Quizá reflexionando sobre estas cuestiones, Nietzsche escribió:
“El principal problema no es si estamos satisfechos con nosotros mismos, sino si estamos satisfechos con algo. Si afirmamos un solo momento, no sólo nos afirmamos a nosotros mismos, sino también a toda la existencia. Porque nada es autosuficiente, ni en nosotros mismos ni en las cosas; y si nuestro alma ha temblado de felicidad y ha sonado como las cuerdas de un arpa una sola vez, toda la eternidad fue necesaria para producir ese único momento y en este único momento de afirmación toda la eternidad se dio por buena, fue rescatada, justificada, afirmada.”
(Nietzsche, La voluntad de dominio, aforismo 1.032).
El mencionado poema Burnt Norton apareció encabezado por dos epígrafes, que la tradición atribuye a Heráclito:
“Aunque el Logos es universal, la mayoría vive como si tuviera un entendimiento propio.”
[τοῦ λόγου δὲ ἐόντος ξυνοῦ ζώουσιν οἱ πολλοί
ὡς ἰδίαν ἔχοντες φρόνησιν]“El camino arriba y abajo es uno y el mismo.”
[ὁδὸς ἄνω κάτω μία καὶ ὡυτή]