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Armonizar interés personal y mutuo: valor-trabajo y blockchain

¿Qué viene antes, la ejecución de una idea o las formalidades jurídicas que sancionan su trayectoria y evolución en el mercado?

¿Por qué las iniciativas con ánimo de lucro más exitosas conservan fórmulas jurídicas que concentran los beneficios (y el riesgo) en una o varias personas, pero no conceden en sus estatutos jurídicos una relación igual de vinculante (y potencialmente provechosa) a todos los trabajadores?

Más difícil todavía: ¿es posible crear sistemas que asignen valor y trabajo de manera más justa sin desincentivar la iniciativa individual, el talento y el esfuerzo?

Si el Spaghetti Western mejoró en muchos aspectos un género Western atrapado por fórmulas y rigideces, el neorrealismo de filmes como los de Berlanga superó a las obras coetáneas italianas; cartel promocional de «Plácido», película dirigida por Luis García Berlanga (1961)

Razones históricas y una percepción condicionada por errores y experimentos fallidos han influido en nuestra percepción de una alternativa con los beneficios potenciales de empresas y organizaciones sin ánimo de lucro, y pocos (o ninguno) de sus inconvenientes: las cooperativas y su plausible evolución en Internet en los próximos años, las Organizaciones Autónomas Descentralizadas (DAO en sus siglas en inglés).

Cuando la idea de progreso implicaba trabajar como máquinas

En el siglo XIX, las tensiones sociales y constantes cambios de régimen en Europa reflejaron lo que, a escala social, era una profunda transformación. Campesinos y clases artesanales y menestrales cedieron terreno ante una organización del trabajo más eficiente y centralizada, que relegaba al trabajador a una mera pieza no autónoma y prescindible.

Los gremios, con su estructura de conocimiento piramidal y recorrido vital de aprendiz a maestro, dieron paso al trabajo en factorías frente a maquinarias, a cambio de un salario y en unas condiciones tan deplorables que inspiraron los primeros movimientos obreros.

Los primeros defensores de la causa de los nuevos urbanitas —hacinados en arrabales junto a los centros de producción en condiciones deplorables— provenían a menudo de entornos acomodados, ya se tratara de la nobleza de cuna (es el caso del conde de San Simón); la alta burguesía industrial (Friedrich Engels, en cuyas observaciones del abuso sobre los obreros se basaría Karl Marx para teorizar sobre el fenómeno); la pequeña burguesía menestral (a la que pertenecía Pierre-Joseph Proudhon).

La realidad artesanal y campesina en la que creció Proudhon le ofreció un bagaje biográfico esencial para comparar de manera fehaciente el empeoramiento radical de las condiciones de vida de muchos obreros, que habían abandonado situaciones de abuso en entornos agrarios, pero que en la ciudad habían tenido que renunciar incluso a la sincronía de la vida cotidiana con las condiciones de la jornada y la estación.

El ritmo inhumano de los primeros trabajos industriales

En la fábrica, reloj, capataces y un ritmo mecánico ajeno a cualquier necesidad inspiraron los primeros textos de denuncia, sobre todo asociados a jornadas maratonianas, ausencia de descanso semanal y abusos sobre niños y ancianos. La realidad anterior no había sido un camino de rosas, pero la modernidad careció para los primeros obreros de las ventajas que los libros de historia han establecido como canónicas a propósito de la Ilustración y la Revolución Industrial.

A diferencia de Proudhon, que conocía la vida entre artesanos y campesinos y la podía comparar con la estructura de las nuevas organizaciones, el que se convirtió en su antagonista de las reivindicaciones obreras a mediados del siglo XIX —y eventual vencedor ideológico de la trifulca—, Karl Marx, elaboró sus principales tesis desde una posición académica e intelectual, sin acudir lo suficiente a la fábrica ni los arrabales (como sí haría Engels) ni mucho menos convertirse en un obrero más para filosofar luego sobre ello (algo que sí hizo, ya en el siglo XX, la activista francesa Simone Weil).

Proudhon, cuyo pensamiento gana peso en una realidad actual menos asociada a la factoría y más relacionada con el trabajo en servicios cada vez más intangibles, consideró que el proceso esencial que había tenido lugar durante la primera industrialización era la renuncia unilateral de campesinos y artesanos de su propia autonomía secular, asociada de manera indisociable al trabajo y el estilo de vida.

Para Proudhon, la factoría alienaba al individuo y lo convertía en una mera unidad de producción que debía rendir tanto como dictara un modelo matemático asociado a la producción y ciego a cualquier atisbo de humanismo o participación intelectual del individuo en la obra colectiva. La crítica debía centrarse no sólo en el abuso de los propietarios industriales y sus colaboradores, sino sobre un modelo que despersonalizaba en trabajo y convertía al obrero en algo prescindible e intercambiable.

Los modelos «científicos» de Marx vs. el voluntarismo de Proudhon

Marx criticaba los abusos del sistema, pero no la organización laboral industrial. Para acabar con el abuso y la acumulación de capital de unos pocos, bastaba con apropiarse de los medios de producción y dejarlos en manos de los propios obreros (los cuales continuarían con su relación impersonal, prescindible e intercambiable con el trabajo en la factoría).

Este modelo de socialismo «científico», basado en un materialismo histórico que no se cumpliría según lo previsto por Hegel y sus seguidores idealistas (Marx entre ellos), erró en su modelo por razones similares a las que llevaron al brillante demógrafo Thomas Malthus a confundir sus modelos matemáticos a futuro con el propio funcionamiento del mundo: es imposible tener en cuenta el efecto de guerras, innovaciones, evolución del acceso a recursos y otras situaciones imprevisibles en grandes abstracciones.

«Siente a un pobre a su mesa», fotograma de «Plácido»; retrato de la doble moral y la vida de provincias en pleno franquismo

Observamos que los conceptos de pseudociencia y reduccionismo científico carecían en el siglo XIX del peso que les concedemos en la actualidad a la hora de justificar las decisiones poco sensatas que tomamos a menudo, tanto a título individual como colectivo.

El materialismo histórico inspiró el movimiento obrero moderno, a la vez que las ideas de Pierre-Joseph Proudhon caían en el olvido y apenas mantenían cierta estima entre profesionales urbanos y artesanos prósperos atraídos por un acratismo más laico y racional que el voluntarismo los movimientos obreros de inspiración religiosa (a menudo protestante).

Migajas y sonrisas: el retorno de la doble moral «filantrópica»

Menos interesado en elaborar abstracciones a partir del materialismo histórico (en esencia, idealismo hegeliano), y más preocupado por la pérdida de iniciativa personal, autonomía y prosperidad entre artesanos y pequeños propietarios agrarios, Pierre-Joseph Proudhon trató de armonizar a gran escala una tensión que sigue definiendo nuestra sociedad: cómo incentivar —y mantener— los frutos de la iniciativa y autonomía individuales mientras nos aseguramos de que el modelo social respetuoso con el individuo produce los equilibrios de solidaridad necesarios para distribuir la prosperidad entre el conjunto de la sociedad.

Proudhon creyó que la respuesta del liberalismo clásico había sido diseñada a medida para la élite urbana e industrial, y cualquier intento de basar la redistribución (o la prosperidad de los más dependientes) en la iniciativa individual (a través de, por ejemplo, la filantropía) era un insulto a la inteligencia no muy alejado de la caridad cristiana en los días de fiesta (recordemos la deliciosa intriga de Plácido (1961), la película de Luis García Berlanga donde observamos la campaña caritativa de las mujeres del Movimiento en una ciudad de provincias de la España franquista, con el objetivo de «sentar a un pobre en la mesa» durante la Navidad. La caridad católica no es, en este caso, tan ajena a la filantropía anglosajona.

Pero el pensador francés, uno de los inspiradores de mutualismo y anarquismo, mostró ya a mediados del convulso XIX francés menos interés en transformar la sociedad supeditando la iniciativa individual a una eventual dictadura obrera, que por crear prosperidad para todos sin renunciar a nuestro espíritu individual y realidad local.

Marx reducía la transformación industrial a una batalla última y maniquea propia de la religión: un rígido antagonismo entre burgueses y proletarios (y submundos igualmente despreciables para el materialismo histórico, cuya denominación se convertiría en poco menos que un insulto: nobles, pequeñoburgueses, etc.) que debía saltar en pedazos.

El sueño de Proudhon: armonizar libertad y responsabilidad

No obstante, pese a su reduccionismo y al riesgo que representaba para modelos de organización social más respetuosos con la diferencia y objetivos individuales, el antagonismo maniqueo de Marx, que condenaba al mundo futuro a un destino, el de la dictadura del proletariado, se mostró irresistible para captar el interés de desposeídos e intelectuales por igual.

En paralelo, la idea de Proudhon de crear sistemas mutualistas capaces de distribuir valor entre participantes de manera justa fue tildada por los marxistas (empezando por su principal postulador) de mero sueño pequeñoburgués.

Aunque de un modo mucho más modesto que el marxismo, el mutualismo recibió apoyos sólidos en Europa y las Américas. A diferencia del marxismo, el mutualismo no propugna la apropiación de los medios de producción como condición indispensable para crear una sociedad próspera para el mayor número posible de personas, sino que deja la autonomía de decisión a la ciudadanía; esta autoorganización —especuló Proudhon con sensatez— se adaptaría mejor a las condiciones de cada caso concreto.

Por ejemplo, artesanos y determinadas profesiones liberales podrían contar entre sus filas con productores interesados en mantener su autonomía por condiciones geográficas, económicas, familiares, etc. Del mismo modo, muchos productores elegirían modos de organización colectiva, para que la cooperación (entre distintas cualidades, localizaciones, preferencias sobre horarios e intensidad del trabajo) fomentara una prosperidad más equitativa que la mera «supervivencia de los más aptos» postulada por el liberalismo radical.

Neutralizar la plusvalía: la teoría del valor-trabajo

El mutualismo se inspira en un principio que trata de armonizar esfuerzo individual y colectivo en los medios de producción, sin que uno de los dos se considere reducto anacrónico condenado a desaparecer o caballo de Troya del liberalismo clásico: la teoría del valor-trabajo, según la cual dos personas (o entidades que representen a más de una persona, como empresas convencionales y cooperativas) deberían recibir por los productos y servicios que ofrecen el equivalente al trabajo necesario para producir un producto o servicio similar.

La teoría del valor-trabajo trataba de neutralizar el fenómeno de la plusvalía expuesto por Marx, que conducía a la acumulación de capital de unos a expensas de otros.

Un intercambio más justo entre participantes libres en un mercado desprovisto de carteles, monopolios y coacciones (procedentes del Estado, del crimen organizado, etc.), salvaguardaría los intereses individuales y colectivos.

Un estilo reconocible por los lectores de historietas; cartel promocional de «Plácido» (1961), de Luis García Berlanga

Quienes más y mejor trabajaran seguirían obteniendo una recompensa equivalente a su esfuerzo, mientras quienes optaran por otras opciones o carecieran de la capacidad física o el talento intelectual para rendir a la altura de otros seguirían obteniendo como mínimo el equivalente a su esfuerzo.

Proudhon era consciente de las limitaciones de la teoría del valor-trabajo, así como de las dificultades para llevar a la práctica un modelo que debía armonizar el «valor» de algo en función de una fórmula ajena a las leyes de la oferta y la demanda (y, por tanto, alejada de fenómenos como la especulación, la hiperinflación o la deflación).

En una situación ideal, la autonomía de trabajadores por cuenta propia y cooperativas debía contribuir a armonizar una oferta y una demanda realistas y capaces de cancelarse mutuamente y sin necesidad de mantener grandes inventarios, gracias a una producción bajo demanda y asentada en el territorio.

Un mercado de intercambio capaz de calcular justamente

A finales del XIX, el aumento de la prosperidad entre la clase trabajadora —gracias, en parte, a la presión del movimiento obrero organizado y al surgimiento de corrientes políticas como la socialdemocracia— señalaba errores en el modelo del materialismo histórico, tan «infalible» como la teoría de Malthus sobre el aumento de la población.

El sindicalismo revolucionario había radicalizado las corrientes marxistas y anarquistas, y las ideas de Proudhon habían sido arrinconadas. Se sucedieron en Europa y las Américas varios atentados «revolucionarios» reivindicados por anarquistas. Paradójicamente, fueron los atentados y magnicidios tildados de anarquistas los que aceleraron el avance del socialismo revolucionario menos tolerante con el individualismo.

La inestabilidad revolucionaria, hiperinflación y guerras mundiales influyeron tanto sobre los nuevos ciclos económicos y el reparto efectivo de la riqueza como el estatismo (en forma de, por ejemplo, políticas económicas expansivas durante períodos de crisis). Un nuevo fenómeno, el de la desvinculación del mundo financiero de la economía productiva, desincentivó a quienes trataron de abandonar la vieja dialéctica entre derecha burguesa e izquierda proletaria, cuando el auténtico conflicto enfrentaba a partidarios del liberalismo económico y partidarios del intervencionismo.

En un mundo de grandes dinámicas macroeconómicas y de choque de modelos de la Guerra Fría, mutualismo y voluntarismo fueron relegados al cajón de los sueños justos para ácratas, si bien el modelo había sido adoptado con éxito cooperativas de distinta escala, así como en comunidades intencionales que practican el libre intercambio entre productores, que reciben por un producto o servicio A otro producto o servicio B con un valor-trabajo equivalente.

Maneras y maneras de trabajar (e intercambiar)

¿Es posible crear un mercado objetivo de valor-trabajo, en el que cualquiera pueda obtener el equivalente de lo que ofrece? ¿Cómo realizar estimaciones de tareas y productos distintos y en distintas localizaciones? ¿Qué indicadores habría que tener en cuenta?

Para los críticos del mutualismo, la idea de crear un libre intercambio entre productores podría funcionar en determinados ámbitos geográficos y con determinados productos.

En cambio, no existen ejemplos de funcionamiento a gran escala y de manera generalizada. En un mercado de intercambio de valor-trabajo, sólo grandes empresas controladas de manera efectiva por los trabajadores (como Corporación Mondragón en el País Vasco), pequeños productores, cooperativas de productores y cooperativas de consumidores podrían acudir a un mercado en el que el intercambio no busca la acumulación de rentas sino su asignación más coherente.

El mutualismo no busca colectivizar a la fuerza ni obligar a las empresas convencionales a transformarse en entidades que sustituyan un modelo de mera acumulación de capital por otro capaz de asignar recursos de manera equilibrada y provechosa para todos los productores, que disfrutarán como consumidores de las mismas ventajas proporcionales que han decidido ofrecer.

Algunas tendencias nos hacen pensar en el renacer del mutualismo económico como corriente inspiradora de nuevos modelos de organización social y económica entre individuos libres y asociaciones de individuos que eligieran una versión pura o sucedánea de este modelo del XIX.

Responsabilidad empresarial y economía circular

La economía circular deja el mundo académico y de las buenas intenciones y se integra en cada vez más modelos y procesos, con el objetivo de crear modelos de producción y consumo totalmente integrados donde no exista el excedente desechado, pues éste se integra en el sistema circular como nutriente biodegradable, como materia prima reciclable, etc.

Es también sintomático que The Economist, semanario liberal británico, publique en pleno agosto un artículo que se pregunta «para qué sirven las empresas».

El credo liberal clásico da paso, también entre los defensores del liberalismo económico, al reconocimiento ineludible de una realidad que conocemos cada vez mejor, dada la evolución de retos colectivos como el aumento de las temperaturas y de los acontecimientos climáticos extremos: vivimos en un mundo interconectado en el cual sentiremos de manera colectiva el abuso en energía, transporte, alimentos, etc.

La responsabilidad empresarial debe dejar de ser un cuento de relaciones públicas, aseguran en el semanario británico. Y quizá necesitemos algo más que grandilocuentes declaraciones de intenciones para acabar con fenómenos que cada vez costará más barrer bajo la alfombra.

El consumo desaforado, la ausencia de auténticos sistemas de economía circular, o la ausencia de políticas efectivas que obliguen a empresas transnacionales y a grandes fortunas a retribuir en la sociedad una parte proporcional de sus beneficios. Menos filantropía de relaciones públicas, y más retribución efectiva.

Ofrecer lo mejor de nosotros… y ser compensados por ello

El modelo empresarial de los servicios más populares en Internet en los últimos años no destaca por su potencial mutualista: ha abundado el crecimiento a toda costa sostenido con inversiones de capital riesgo hasta lograr una posición de monopolio de facto, así como el secretismo y la falta de escrúpulos. Para evitar sorpresas, los mayores actores en la Red neutralizan el potencial de nuevas empresas haciendo difícil su supervivencia, copiando sus servicios o comprándolas.

No obstante, surgen signos inequívocos de una voluntad —que parte tanto de desarrolladores como de pequeños empresarios y de grupos de usuarios— de encontrar alternativas al modelo de negocio del pelotazo en Silicon Valley.

Aparecen cooperativas de trabajadores por cuenta propia que se consideran artesanos de una Internet todavía posible, capaz de creer en el espíritu descentralizado, diverso y ecléctico de los inicios de la Red. Las cooperativas de trabajadores tecnológicos comparten manuales y documentos de buenas prácticas.

En paralelo, es posible crear plataformas de servicios, empresas y cooperativas en un tiempo cada vez más reducido, si bien los esfuerzos de prestadores de servicios para iniciar negocios en la Red de modo casi instantáneo (es el caso de Stripe y su plataforma Atlas), están todavía lejos de proponer herramientas para asignar valor de manera equitativa entre participantes (o entre prestadores de servicios y clientes).

Cadenas de bloques: ¿servirán para desencadenarse?

Las bases de datos descentralizadas con historial de modificaciones compartido (blockchain) presentan su candidatura para ofrecer sostén a un nuevo mutualismo en el siglo XXI.

La cadena de bloques permite asignar (de manera automatizada y con «normas» programadas) valor equiparable entre participantes, los cuales no necesitan conocerse ni recurrir a un intermediario para realizar transacciones.

Además, plataformas blockchain como Ethereum sirven de cimientos de las llamadas «redes superpuestas» («overlay networks»), o protocolos que permiten, por ejemplo, crear aplicaciones equiparables a Stripe Atlas, pero controladas por todos los participantes, que se constituyen en Organización Autónoma Descentralizada.

Gracias a la posibilidad de crear aplicaciones en redes superpuestas de plataformas blockchain abiertas a todos, como Ethereum, varias firmas ultiman una versión descentralizada y de espíritu mutualista de Stripe Atlas: una aplicación para crear una empresa y poder tanto vender como facturar en criptomoneda de manera instantánea. Entre estas firmas, destaca Aragon, fundada por los españoles Luis Cuende y Jorge Izquierdo.

Pronto, personas de cualquier lugar del mundo acudirán libremente a colaborar en organizaciones descentralizadas que ensamblarán servicios para asignar valor de modos inverosímiles. Quizá veamos pronto una innovación sin precedentes en el mundo financiero, el de los videojuegos, el logístico o el registral.

No deberíamos descartar, sin embargo, el uso de propuestas de espíritu mutualista en redes descentralizadas para crear organizaciones democráticas y empresariales que creen colectividades intangibles sin territorio… Y cooperativas que fomenten una distribución mucho más precisa del valor creado.

Si deseas profundizar sobre la más que plausible intersección entre el mutualismo tradicional y la cadena de bloques, puedes consultar el libro BLOCKCHAIN ¿fuego prometeico o aceite de serpiente? (junio de 2019).