Hace unas semanas, viajamos al Reino Unido para acudir a una boda. La opinión pública británica seguía —sigue— enfrascada en discusiones sobre el Brexit, sobre las que es complejo —si no imposible— dilucidar si pueden «avanzar» (y qué significaría este avance).
Viajábamos en auto desde París: apenas dos horas y media desde París a Calais y, una vez allí, una hora de espera para que partiera el ferri hacia Dover.
Algo más de media hora de trayecto después, nos disponíamos a salir del vientre del carguero para observar el célebre mural de Bansky, en el que se observa a un trabajador sobre una escalera borrando una de las estrellas amarillas sobre fondo azul de la bandera europea.
En efecto, el mural había desaparecido. Su misteriosa desaparición habla tanto del carácter efímero de la expresión artística contemporánea como de su fragilidad ante cualquier uso, instrumentalización o vandalismo: como los mensajes en Internet, murales como los de Bansky se prestan a que cualquiera los copie, adapte, trate de borrar.
Un mural de protesta (que lo era también de bienvenida)
El halo de la obra, reproducida de manera digital hasta la saciedad, sobrevivirá cualquier intento de encalado (el término «whitewash» en inglés se presta al equívoco del nacionalismo que ha aprendido a instrumentalizar las redes sociales con el oficio demostrado por el propio Bansky).
Anécdotas simbólicas aparte, tocaba concentrarse en la conducción. Hacen falta 20 segundos de concienciación para, simple y llanamente, conducir a la inversa. Carriles lentos y rápidos, carriles de incorporación en vías rápidas, sentido de rotondas, incorporación a vías secundarias en intersecciones…
Una vez acostumbrados, todavía en el puerto de Dover, a conducir por la izquierda, el cambio no tiene más misterio. Si todas las diferencias actuales entre Reino Unido y la Europa continental se limitaran a un cierto celo por mantener carácter, convenciones y tradición legislativa basada en la costumbre (y no en la jurisprudencia escrita del derecho romano), no estaríamos asistiendo al concienzudo intento de la clase política británica por conceder legitimidad a una reacción de la población británica que no tiene tanto que ver con la UE como con un fenómeno de frustración colectiva presente en otros países.
Nuestras propias reflexiones sobre el mural del artista callejero convertido en celebridad memética, en el coche y a deshoras, fueron las únicas que trataron con cierto interés y algo de análisis el ambiente que nos encontraríamos durante los días siguientes. De la temática que ha empequeñecido cualquier otra iniciativa gubernamental o diplomática británica, oímos hablar poco o nada.
Confesiones desde la campiña británica
Durante la boda, uno de los invitados, miembro del Parlamento austríaco educado en una institución de élite británica, me explicaba que asistimos, una y otra vez, a espectáculos con daños autoinfligidos por quienes confunden legitimidad democrática con reiteración plebiscitaria: Brexit, referéndum evitable de Matteo Renzi en Italia… o —pensé— la repetición de comicios que los partidos españoles no parecían querer ahorrarse por entonces.
Por razones análogas, no hay nada más deseable para los partidos populistas y nacionalistas de toda Europa que superar el hastío de la población con un buen carnaval plebiscitario.
En la misma boda, escuché en algún corrillo anécdotas interesantes sobre políticos británicos de primera fila que vienen poco a cuento. Todo el mundo agradeció los brindis a cargo de los amigos de los novios. Incluso las bromas evitaron el sarcasmo en torno a la política y al fenómeno Brexit, lo que confirmaría el hartazgo de buena parte de los británicos, esforzados expertos en el arte de reírse de ellos mismos.
La boda tenía lugar en un pequeño dominio rural en Oxfordshire, una de esas «manor houses» de propietarios rurales, antes asociados al descanso y las reuniones de viejas familias conectadas con el Foreign Office, muchas de ellas hoy reconvertidas en centros de eventos.
Viejas voces que sólo dejaron rastro comercial
Antes de recalar en Thorpe Manor, tuvimos oportunidad de pasear por Oxford. El centro de la ciudad universitaria estaba literalmente tomado por adolescentes protestando contra los efectos del cambio climático. Entre ellos, encontramos a una joven estudiante de Estados Unidos que habíamos conocido durante su anterior aventura como au pair en una familia francesa residente en Fontainebleau.
Un recorrido por algunos lugares emblemáticos nos evocó lugares comunes vividos o mil veces referenciados en libros, películas, series literarias convertidas en franquicias cinematográficas y de marketing… Unos años atrás, antes de que Inés, hoy adolescente de la edad de los manifestantes en Oxford de aquel día, naciera, un amigo nos había invitado al interior de uno de los salones donde los miembros de distintos clubs universitarios juegan a emular a predecesores cuya biografía les dio el derecho de colgar hoy en las paredes.
Ningún club más prestigioso, no obstante, que el literario conformado por el cenáculo de los Inklings en el pub «Eagle and Child». La humildad e informalidad de aquellas reuniones tiene poco que ver con el negocio turístico en el que se han convertido estas localizaciones.
Un Inkling especialmente estimado por la cultura popular global, J.R.R. Tolkien, mencionó en su historia de la Tierra Media el Notion Club. Un homenaje al cultivo «Inkling» (noción o intuición en inglés) de amigos traumatizados por la pérdida de la Gran Guerra y taciturnos por la impotencia para evitar la II Guerra Mundial, que se reunieron en la pequeña sala trasera del pub cada martes por la mañana, para hablar de literatura o de lo que se terciara, entre 1939 y 1962.
Artículos no escritos de Hitchens
¿De qué hablaría hoy el grupo de amigos? ¿O la generación literaria inglesa criada en el confort que sucedió a la reconstrucción tras la II Guerra Mundial, animado por el periodista Christopher Hitchens y el autor de El libro de Rachel, Martin Amis?
En todo el embrollo sobre el Brexit y sus miserias intelectuales, se ha echado de menos la punzante mendacidad de Christopher Hitchens y sus legendarios reportajes en los mejores tiempos de Vanity Fair. Hay que conformarse con el humor taciturno de los amigos que le sobreviven.
En la memoria póstuma Hitch-22 de Hitchens,, faltan las páginas dedicadas a los acontecimientos en que el periodista británico-estadounidense no ha estado presente. Sus reflexiones sobre el circo de Trump y el Brexit habrían permitido defender decorosamente alguna colina simbólica de la conversación pública, tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido.
Por la mañana, preparamos un viaje hacia el Oeste por la campiña inglesa con destino a las colinas de Herefordshire, en el límite entre la región inglesa de las Midlands y el interior rural de Gales. Allí, al pie de un «common», terreno comunal en la tierra más agreste y menos fértil a las afueras de una localidad, nos saluda el arquitecto David Connor. Su mujer, Kate Darby, arquitecto socio, pasa el fin de semana en Londres, nos explica David.
Nos hemos dado cita con David Connor para que nos enseñe Croft Lodge, un proyecto-manifiesto que ha dado que hablar en el mundo arquitectónico inglés. Ante el reto de preservar —obligados por la normativa— las ruinas de una casa labriega del siglo XVIII, los arquitectos optaron por la aproximación menos convencional al reto de construcción: en lugar de restaurar las ruinas, Connor y Darby optaron por integrar lo que había quedado en pie del edificio original en el interior de un cobertizo de metal corrugado.
Visita a un «common» de Herefordshire
El cobertizo, erigido a poca distancia de la vivienda principal, alberga ahora los restos de la ruina sin restaurar en el estado de degradación correspondiente al momento de cubrirla por la estructura moderna, así como un ala de nueva construcción.
El interior del viejo edificio dispone de una cocina, un baño, una sala de estar y un dormitorio en altillo. El lateral de la estructura original de planta rectangular que no sobrevivió al paso del tiempo (y cedió debido, seguramente, a una mayor precariedad constructiva —expone Connor—), está ocupado ahora por una sala diáfana usada como estudio de proyección.
Una gran ventana se abre al terreno comunal, dominado por la frondosidad de viejos árboles. Para David Connor, la planta de la ruina en el interior del cobertizo moderno de metal corrugado revestido de negro sólo puede comprenderse en interacción con viejos y nuevos elementos.
Los visitantes ocasionales que visitan el terreno «common» pueden observar, a través de la gran ventana de la fachada lateral, una vieja casa en ruinas en el interior, de cuyo dañado tejado a dos aguas cuelga el tronco retorcido de una hiedra hoy muerta. Connor —en broma, en serio, ambas cosas— asegura haber intentado mantenerla con vida.
Una casa en ruinas con tejado a dos aguas en el interior de un cobertizo moderno con la forma igualmente icónica, que asociamos con el confort simbólico de lo que es reconocible: una vivienda preparada para bregar una existencia cotidiana en un clima lluvioso.
Conversación con una casa de campo en ruinas
Ruinas aledañas, en pie hace apenas unas décadas, evocan de nuevo la transitoriedad de lo que erigimos. Basta una pequeña grieta por donde se abra paso el agua para que un edificio inhabitado pierda su tejado. A partir de ahí, la degradación se acelera.
La nueva estructura toma la forma y el emplazamiento de la antigua, que mantiene su estado de degradación en el interior de su nueva crisálida. Según el lugar, se observa únicamente lo nuevo o aparecen, por el contrario, dobles ventanas o puertas al exterior, así como las viejas paredes exteriores ancladas al nuevo cobertizo.
En el reflejo de la transitoriedad, nuestra percepción del espacio, y quizá nuestra percepción del tiempo, adquieren una textura más rica. O al menos así lo creen los responsables del proyecto. Durante nuestra conversación, hablamos del interés de la conservación en arquitectura. La respuesta de Connor es pragmática y mordaz.
Hay maneras, dice, de erigir cosas interesantes. Pero es muy difícil superar el interés que aporta el tiempo: hay rincones que acumulan una pátina y un proceso de decadencia de 300 años.
Kirsten evoca el concepto clásico del «memento mori», o reflexión sobre nuestra propia mortalidad. Podemos reflejar la vanidad de la existencia observando la transitoriedad de lo que nos rodea.
Memento mori, memento vivere
David Connor reconoce su interés por el concepto mientras observamos la pared de ladrillo donde yace la vieja chimenea. Sobre ella, una escultura figurativa de escayola del propio arquitecto, con un aspecto tan intemporal como la propia estancia.
Al despedirnos de Connor, observamos a una pareja de mediana edad descendiendo a caballo del camino de la colina, flanqueado por viejos árboles.
Trato de evocar un artículo sobre Nietzsche y su crítica acerca de la supuesta obsesión cultural de la civilización occidental por la locución latina del «memento mori», clave en la institucionalización del cristianismo. Al reflexionar sobre arquitectura en un cobertizo moderno que alberga las ruinas de un viejo cobertizo, quizá también lo hagamos sobre la mortalidad y la vanidad de la existencia, sin necesidad de monólogos afectados como el de Hamlet.
La estructura de acero corrugado, con el icónico tejado a dos aguas («casa», pensamos al observar la forma), nos invita a asomarnos por la ventana durante un atardecer otoñal dominado por la neblina. La cálida iluminación indirecta del interior mostrará la fachada de la ruina en el interior, para la que se ha parado el tiempo.
Eso sí, Nietzsche nos recuerda tanto el carácter único de un momento como su extraña recurrencia y semejanza con otros momentos. Como si cada evento físico fuera único y evocara, a la vez, todos los eventos ya habidos y por haber, así como las posibilidades no materializadas.
¿Un «amor fati» para la arquitectura?
Más que obsesionarnos con nuestra mortalidad o convertir el «memento vivere» en un fetiche —la necesidad imperiosa de vivir cada instante como el último—, quizá debamos abrazar todos los momentos, y apreciar la belleza de la transitoriedad y la decadencia de las cosas tanto como la capacidad de regeneración en la naturaleza.
La insistencia de Nietzsche en transformar el fatalismo cristiano —lamentar una pérdida antes de que se produzca— en una celebración de la vida lo llevaron a celebrar el «amor fati», tan presente en la filosofía de los estoicos.
Para Epicteto, todo lo que nos sucede forma parte de la existencia. También el devenir de las cosas y su transitoriedad. Una manzana madura es también la flor anterior, la manzana verde y la posibilidad de la manzana podrida que, al caer al suelo, se convierte en humus. O quizá sea la manzana que hemos disfrutado, además de inspirarnos la reflexión.
Conducimos de vuelta a Banbury. Unas horas más tarde, viajamos en el ferri de vuelta a Francia. Calais está tan cerca de Dover que el teléfono salta de un operador británico a uno francés, y a la inversa.