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Atlantis de Oregón: el resort que sucumbió a las tormentas

Prosigue el viaje de *faircompanies en autocaravana por el norte de la Costa Oeste de Estados Unidos, visitando desde parques nacionales a aparcamientos de supermercado, saludando a entusiastas de las casas pequeñas y mucho más.

Rememoro la historia de Bayocean, un ambicioso proyecto inmobiliario de principios del siglo XX que comparte muchos paralelismos con los errores inmobiliarios de los últimos años: construcción desaforada en un terreno a expensas de las inclemencias del tiempo y ausencia de un plan a largo plazo.

Con vivienda y oficina a cuestas durante unos días

No habríamos conocido la historia del resort fallido Bayocean de no haber sido por el viaje que realizamos con la vivienda y oficina a cuestas.

Hace 3 semanas, días antes de viajar desde Sonoma (norte de San Francisco), a Bend (Oregón), decidimos comprar una autocaravana lo más barata, fiable y pequeña posible.

El vehículo elegido: Volkswagen Vanagon L Westfalia de 1981.

La idea era viajar sin rumbo fijo por el Pacífico Noroeste, con la casa y oficina a cuestas, conociendo a gente y grabando vídeos sobre las temáticas más demandadas en el sitio: microespacios, casas pequeñas, vida sencilla, etc. Está funcionando.

Calculamos el coste de la compra con el precio del alquiler y mantenimiento de un vehículo similar durante 3-4 semanas, o el coste de viajar en un vehículo más eficiente que habríamos tomado prestado de unos familiares, que nos habría obligado a comer y dormir en establecimientos de pago.

Nomadismo para una familia de 5

Decidimos optar por un vehículo pequeño y relativamente eficiente, con un habitáculo versátil para viajar, vivir y trabajar en él durante las semanas de viaje. La VW “camper” Westfalia resultó ser el vehículo asequible más adecuado y presente en Craigslist.

Al verlo, nuestra hija mayor nos recordó animada que, pese a la versatilidad y reducidas dimensiones del vehículo, ambas condiciones que habíamos acordado en familia, éste adolecía de un detalle: váter.

Lo suplimos con un orinal que ha viajado con nosotros en los últimos años, desde que Inés (6 años) era apenas un bebé.

Aprendiendo a compartir una pequeña autocaravana

Tras una semana en familia en el centro de alta montaña de Sunriver, a las afueras de Bend, proseguimos con el viaje hace una semana, en la que hemos visitado varios lugares del interior y la costa de Oregón y Washington.

(Imagen: hotel de lujo de Bayocean, complejo residencial tomado por las tormentas, el oleaje y la erosión)

La vieja “camper” se ha comportado según lo prometido por el anterior propietario.

La nevera y cocina a propano -hasta ahora, hemos llenado el tanque en dos ocasiones, 10 dólares y 9 dólares, respectivamente-, así como las 2 camas -la inferior abatible y la superior que incorpora el techo elevable del modelo de acampada Westfalia-, han posibilitado el nomadismo y nos ha permitido mantener nuestro estilo de vida:

  • compramos alimentos económicos y sanos, en los mismos lugares que usaríamos en el centro de San Francisco;
  • cocinamos del mismo modo y con una comodidad similar a como lo haríamos en un apartamento, y con una libertad imposible en pequeños hoteles de carretera;
  • hemos ahorrado el equivalente a 3 comidas diarias en establecimientos de carretera, así como la habitación de hotel;
  • otras comodidades: hemos dormido en lugares mucho más escénicos que los parques de caravanas anunciados a las afueras de ciudades y Parques Nacionales, siguiendo nuestro propia rutina: llegada al lugar de acampada, cena, limpieza y acondicionamiento del vehículo para dormir, ejercicio matutino coordinado entre los 2 adultos -mientras yo salgo a correr, Kirsten atiende a los niños y a la inversa- en algunos de los lugares más escénicos: Crater Lake (Oregón), Garibaldi (Oregón), Portland (Oregón), Mount Saint Helens (Washington), Olympia (Washington).

Técnicas para evocar experiencias

En Seattle, mientras lavamos la ropa y recargamos baterías de cámaras, portátiles, etc., recopilamos las aventuras de la última semana:

  • Inés (6) y Ximena (4) usan un bote cilíndrico de cartón (antes contenía avena para el desayuno) para coleccionar tesoros de los lugares que visitamos. Retazos de realidad que evocan el plano detalle de los créditos iniciales de la adaptación cinematográfica de “Matar a un ruiseñor”. En el caso de Inés y Ximena, se trata de conchas, piedras peculiares, flores y tallos que les han llamado la atención, viejas piezas de plástico, algún insecto que ha pasado a mejor vida, etc.;
  • Kirsten dedica su tiempo a conversar con su hermana Jennifer (ella y su marido Bob, así como 4 de nuestros sobrinos, viven en Seattle) y a hacer inventario del metraje grabado en las historias que hemos cubierto en los últimos días;
  • yo combino ambas técnicas de recopilación ilusoria de la realidad pasada que observo en la familia: repaso notas, papeles y algún objeto adquirido en los últimos días, como Inés y Ximena; y descargo las fotografías hechas, como Kirsten hace con el vídeo.

Alto en la bahía de Tillamook, Oregón

El viaje proseguirá mañana, sábado 3 de agosto, cuando moveremos nuestra vivienda veraniega sobre ruedas, la pequeña VW camper, a la escénica Península Olímpica, un imponente entrante montañoso coronado por el monte Olimpo (2.432 metros) que se interpone entre Seattle y el Pacífico, y uno de los lugares de escapada predilectos de los habitantes de la zona.

Antes de partir, elijo la historia que más he evocado en los últimos días: la visita a la escénica -y todavía no descubierta por el turismo masivo- costa de Oregón, desde la desembocadura del río Umpqua (que en ocasiones recuerda al Miño) hasta la bahía de Tillamook.

En la bahía de Tillamook, que no fue visitada con frecuencia por los europeos hasta finales del siglo XVIII (el primero, Robert Gray), pudimos dormir en el muelle de Garibaldi, pequeña localidad dedicada a dos de las actividades que labraron el carácter y paisaje de Oregón: la pesca y la industria maderera.

En el muelle del pueblo pesquero y maderero de Garibaldi, Oregón

En el muelle Garibaldi, encontramos un aparcamiento con acceso a aseos, ducha pública y surtidor de agua, así como mesas para comer; tuvimos la tentación de alargar nuestra estancia en el lugar.

La bahía de Tillamook, a menudo cubierta de niebla y con el verdor de un fiordo escandinavo, está mucho más anclada a la historia de Oregón y Estados Unidos de lo que sugieren su tamaño o el aspecto áspero, humilde y trabajador del plácido y pintoresco pueblo de Garibaldi, en su extremo norte.

Su mayor localidad, también Tillamook, se extiende al sur de la bahía, en el centro de un valle donde pastan las vacas de explotaciones que venden su leche a la industria más conocida de la zona, la que la ha situado en el mapa y el imaginario colectivo estadounidense: la fábrica de queso Tillamook.

Aportación de la zona al imaginario colectivo estadounidense

Para un estadounidense, el queso Tillamook es algo parecido a lo que Cola-Cao sería en España o Cacaolat: se conoce, está o ha estado en casi todas las despensas, se recuerdan los anuncios radiofónicos y televisivos, etc.

El queso cheddar domina en la producción de derivados lácteos de la zona y sigue siendo el queso para uso diario, carente de las aspiraciones gastronómicas y sofisticación que suscitan los quesos europeos más conocidos entre el estadounidense medio.

En la fábrica de Tillamook, sometida en la última década a una controversia industrial sobre el uso de la marca “Tillamook cheese” entre la asociación de productores de queso de la zona (TCCA, propietaria de la mayor fábrica, en Bandon) y los productores independientes.

Prácticas agroalimentarias en declive

En 2005, los medios mencionaron varias denuncias de consumidores, al detectarse trazas de hormonas de crecimiento en los derivados lácteos de la zona. Después de las denuncias, TCCA anunció que compraría leche de los ganaderos que abandonaran el uso de hormonas de crecimiento.

Historias como la de Tillamook en los últimos años evocan al visitante la historia agridulce de la industria agroalimentaria estadounidense, principal impulsora de la Revolución Agraria del siglo XX (sobre todo, entre 1940 y 1970) y, a la vez, blanco de las críticas sobre los efectos de monocultivos subsidiados que dependen de fertilizantes químicos y son usados sobre todo en alimentos procesados, desde salsas y snacks a los alimentos precocinados más populares, la comida rápida y las bebidas carbonatadas.

Una historia sepultada en las dunas de un tómbolo: Bayocean

Pescado, industria maderera, explotaciones ganaderas independientes y un queso presente en el imaginario colectivo estadounidense. Estas son las señas identitarias de esta zona rural de la costa de Oregón, alejada del aspecto denso, moderno y puntero de Portland y de señas de identidad de la zona, como Nike.

Pero Tillamook escondía otra historia que sintetiza las aspiraciones de la prosperidad de la clase media que nacía en Estados Unidos a inicios y, sobre todo, mediados del siglo XX, cuando la II Guerra Mundial acabó con los efectos a largo plazo de la Gran Depresión.

Se trata de Bayocean, un gigantesco proyecto inmobiliario de principios del siglo XX que pretendía convertir Tillamook Spit, el brazo de tierra que separa la rada de Tillamook del océano, en “la Atlantic City del Oeste“.

“La ciudad que se sumergió en el océano”

Las tormentas, la erosión costera y el gris clima del Pacífico Noroeste convirtieron el complejo residencial iniciado en “la ciudad que se sumergió en el océano”, un paisaje distópico dominado por playas con grandes dunas de arena que sepultan edificios suntuosos: salas de baile, hoteles, renqueantes estructuras de madera, cemento y piedra de que nunca fueron habitadas.

Bayocean fue el sueño mal planeado y peor localizado de dos promotores, padre e hijo: Thomas Irving Potter y Thomas Benton Potter.

Padre e hijo invirtieron su fortuna y convencieron a poderosos inversores para situar una nueva ciudad-resort en un lugar cuyas inclemencias eran conocidas por los pescadores de la zona:

  • las tormentas no eran frecuentes, pero se conocían varias que habían sido devastadoras;
  • el brazo de tierra ofrecía su frágil estructura (apenas unas dunas, riscos y vegetación de marismas) al Océano Pacífico: apenas una ola gigante acabaría con Bayocean.

Consecuencias de aplicar un plan urbanístico sin conocer un entorno

Era 1906. Se obviaron los estudios ambientales, así como los riesgos, pese a la insistencia de la población local sobre la fragilidad del brazo de mar o tómbolo, similar, aunque más frágil e inhóspito, al que une la ciudad de Cádiz con San Fernando, en España.

Los Potter, así como el resto de inversores, estudiaron sólo las ventajas superficiales de la localización:

  • fácil acceso; 
  • terreno barato y urbanizable, vistas inmejorables del océano y del interior de la bahía (a menudo desde un mismo edificio).

Apenas 3 años después, se establecía la oficina de correos y la población ascendía ya a 2.000 personas. La localidad tenía varias amenidades lujosas y poco comunes no sólo en las localidades de su tamaño, sino en las ciudades de la Costa Oeste. 

Lujo “golden twenties” a expensas de un golpe de mar

Para convertirse en el menor tiempo posible en “la Atlantic City del Pacífico”, Bayocean contaba con salas de baile, hotel con orquesta, sala de cine con 1.000 localidades, club de tiro, bolera, pistas de tenis, tren y 4 millas de calles urbanizadas. 

Su piscina climatizada fue una de las atracciones más aclamadas por inversores, nuevos residentes y habitantes de la costa de Oregón en general, que pugnaban por erigir su propia gran urbe y así desarrollar un gran puerto para las materias primas y manufacturas procedentes de Portland y el interior.

El fracaso fue tan estrepitoso como doloroso para la zona, que optó después por invertir en derivados lácteos, industria maderera y pesca; lo que había hecho hasta entonces, en definitiva. 

Proteger sin conocimiento

La “Atlantic City del Pacífico” se convirtió en la Atlantis del Pacífico: en 4 décadas, Bayocean se había convertido en una ciudad fantasma, barrida por las tormentas y la erosión. 

Paradójicamente, buena parte de la destrucción fue originada por sus habitantes más ilustres, al insistir en no erigir ningún dique que protegiera el brazo de mar del océano.

A principios del siglo XX, pocas ciudades en el Oeste de Estados Unidos contaban con una infraestructura moderna equiparable a las localidades del noreste del país. Desde el principio, Bayocean dispuso de agua corriente, sistema telefónico y planta energética con generador diésel.

La localidad con espíritu de retiro vacacional no tuvo conexión por carretera con el resto de Oregón y Estados Unidos hasta los años 20, y sus habitantes llegaron en los momentos de popularidad del resort en el vapor S.S. Bayocean de Thomas Benton Potter.

Vestigios distópicos en una bahía olvidada

En apenas unos años, los habitantes del resort comprobaron cuán necesario era erigir un par de espigones que frenaran el avance de las olas sobre el brazo de mar durante grandes tormentas; el coste del trabajo necesario ascendía a varios millones de dólares y Bayocean erigió finalmente una única barrera.

La escollera construida, con un coste de 800.000 dólares, no fue suficiente para bloquear el avance de las olas durante las fuertes tormentas invernales de 1932 (cuando el oleaje destruyó la piscina climatizada), 1939, 1942 y 1948.

A mediados de 1952, Bayocean se había convertido en una isla con un puñado de habitantes. El cierre de la oficina de correos, en 1953, supuso su abandono definitivo. La mayor parte de la ciudad fue demolida en 1956, durante la construcción de un dique, y en 1971 el último edificio en pie, un garaje, fue engullido por el océano.

El segundo dique, construido en 1970, permitió la acumulación de arena hasta reconectar el brazo de tierra con la bahía. En la actualidad, un parque ocupa lo que hace apenas unas décadas era una prometedora localidad del Oeste de Estados Unidos.

Evocando el final de “El planeta de los simios”

Bayocean antecede otros desastres similares acaecidos en los últimos años, con el aumento de acontecimientos climáticos extremos. 

Nueva Orleans tras Katrina, o la reciente inuncación ocasionada por el huracán Sandy en la Costa Este de Estados Unidos, incluyendo Nueva York, rememoran la fragilidad de cualquier sueño inmobiliario que desprecie una planificación concienzuda, o la mera viabilidad de una localidad erigida en un lugar potencialmente tan vulnerable.

Mientras tanto, varios arquitectos debaten si los edificios e infraestructuras civiles a prueba de clima extremo suscitan un interés real y cuantificable o, por el contrario, son fruto de una moda pasajera con aire “survivalista”.