Mientras directores de cine y fotógrafos profesionales airean su sorpresa al constatar que los costosos equipos en que invierten —o alquilan por importantes sumas— no ofrecen resultados marcadamente superiores a la cámara incrustada en teléfonos como el iPhone X, otros sectores, como el de la generación y almacenamiento de energía, deben conformarse con un ritmo de innovación muy inferior: apenas unos detalles por década.
Por mucho que se comente la evolución del mercado de renovables, o la llegada de baterías domésticas para almacenar electricidad, la generación y almacenamiento de energía no han experimentado grandes transformaciones desde que Thomas Edison impuso sus tesis durante el inicio de la electrificación a finales del XIX.
Cuando no se usa directamente, la energía primaria presente en la naturaleza (sol, viento, energía geotérmica, combustibles) debe transformarse en energía secundaria (electricidad, calor, hidrocarburos): todavía seguimos anclados en tecnologías que, en el proceso para transformar energía primaria en secundaria, pierden buena parte de la energía potencial disponible a través de fenómenos como la disipación por exceso de calor.
Un paradigma que se remonta al principio
Milenios después de los primeros ingenios a vela, todavía carecemos de métodos de almacenaje y distribución de electricidad que compitan en coste y conveniencia con la combustión de compuestos orgánicos, cuya alta concentración calórica nos ha asistido desde el dominio del fuego.
Mientras tanto, especulamos sobre la rapidez en que economía, productos y servicios pierden material y acumulan software, una transferencia de átomos a bits que podría acelerarse todavía más si triunfan servicios que devolverían a cada usuario la propiedad de sus datos y actividad (la auténtica promesa de bases de datos distribuidas como blockchain).
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— lowtechmagazine (@lowtechmagazine) May 16, 2018
Sin embargo, apenas se ha prestado atención a uno de los gigantescos mercados ocultos, por su estancamiento tecnológico. La generación, distribución y almacenamiento de energía depende todavía de la combustión de fósiles: su elevada concentración calórica y facilidad de transporte y almacenaje los siguen haciendo irresistibles, sobre todo mientras los incentivos creados para limitar su uso (mercado de emisiones de CO2, regulaciones para mitigar las consecuencias del cambio climático) mantengan su marginalidad y/o carácter optativo.
Desde los primeros usos de carbón vegetal, turba y carbón mineral en tiempos remotos, hemos usado los compuestos orgánicos más concentrados por su fácil y controlada combustión. La invención y perfeccionamiento de motores capaces de transformar la energía de vapor de agua en trabajo mecánico o cinético no modificó el origen de la energía necesaria para iniciar y mantener el trabajo de los nuevos mecanismos: la combustión de madera, carbón y luego hidrocarburos.
Cuando el aire comprimido propulsó industria y energía
Posteriormente, la llegada de la electrificación y la llamada guerra de las corrientes entre la tecnología de Thomas Edison y la de Nikola Tesla, tampoco traería métodos radicalmente distintos de generación de energía, que seguiría dependiendo de la combustión de compuestos orgánicos concentrados.
En la segunda mitad del siglo XIX, poco antes de la introducción de la electricidad, la tecnología neumática propulsada con cámaras de aire comprimido se convirtió en la tecnología de transmisión de energía más usada por la industria. El éxito de las tuneladoras de aire comprimido asistió en minas, carreteras, canales y vías férreas. Mont Cenis, un túnel en los Alpes de 13,7 kilómetros de longitud, pudo completarse en 14 años (1857-1871) gracias a la maquinaria de aire comprimido usada.
El éxito en infraestructuras animó a los fabricantes a crear herramientas para todo tipo de aplicaciones, y París se convirtió en la primera ciudad con una red energética de transmisión energética neumática a través de conductos subterráneos conectados a depósitos de aire comprimido, que permanecería más de un siglo en funcionamiento, desde 1881 hasta 1994, sirviendo a más de 10.000 clientes, entre ellos restaurantes y oficinas que usarían el aire descomprimido como sistema de climatización, refrigeración e incluso transporte de pequeños objetos, mientras el consistorio parisino regulaba los relojes públicos sirviéndose de la infraestructura.
Con los años, a medida que se expandía la red eléctrica, el sistema de distribución neumática de energía entró en la marginalidad, si bien mantuvo fieles clientes comerciales y demostró tanto su bajo coste de mantenimiento como su fiabilidad e inocuidad.
Redes neumáticas
El experimento a gran escala del sistema neumático de París guarda una lección para el futuro: una red de sistemas de almacenamiento y distribución de aire comprimido no sólo cumpliría con su cometido energético, sino que podría usar el calor generado en la compresión y el frío de la descompresión como técnica de climatización sin apenas impacto medioambiental.
Pese a sus promesas mecánicas y al experimento a gran escala de París, la instalación de CAES a gran escala cayó en el olvido: la combinación de fósiles y red eléctrica ganarían la batalla.
La energía térmica, generada con carbón, gas natural y petróleo, jugaba con la ventaja de la transportabilidad: se podían construir plantas de generación eléctrica en cualquier lugar con acceso al combustible del que dependían, mientras que plantas hidroeléctricas y, más recientemente, instalaciones de energías renovables, requerían grandes inversiones y localizaciones concretas.
Las promesas aportadas a raíz de descubrimiento de la física moderna de la inestabilidad del átomo, no contrarrestaron las reservas de comunidades próximas ante el peligro potencial de plantas de energía nuclear.
La conveniencia —y estancamiento técnico— de los fósiles
Con la electrificación de ciudades y zonas rurales, la victoria comercial del motor de explosión sobre el motor eléctrico en el transporte privado volvió a centrar la atención en torno al hallazgo y explotación de reservas de petróleo y gas natural; mientras tanto, las cuencas mineras seguían garantizando el carbón necesario para la creciente necesidad de generación eléctrica.
El auge actual de las fuentes renovables no esconde la realidad del dominio de los combustibles fósiles en la generación eléctrica mundial, y Francia es la única gran economía mundial capaz de generar más de la mitad de la energía que consume sin generar CO2 en el proceso, al servirse de la mayor red mundial de energía nuclear (cuyo funcionamiento interesa menos a los franceses que al gobierno chino, interesado en mejorar la calidad del aire en sus centros urbanos).
El estancamiento tecnológico también ha afectado al desarrollo de sistemas de almacenamiento de la energía que no se consume mientras se genera ni se disipa en forma de calor, sino que se almacena en compartimentos estanco de distinto tipo para su uso posterior: hasta el momento, apenas ha habido una mejora incremental de dispositivos mecánicos y químicos de almacenamiento de electricidad, con resultados sorprendentemente mediocres.
Las primeras grandes presas, capaces de regular la presión del agua sobre turbinas cada vez mayores, limitaron el desarrollo industrial en zonas limítrofes a las instalaciones hidroeléctricas; todo cambió a inicios del siglo XIX, cuando la necesidad mecánica se transformó en promesa eléctrica: el uso de combustibles refinados permitía crear y transportar energía en forma de electricidad, si bien la mayor parte de la corriente generada disipaba en forma de calor antes de llegar a destino.
Las limitaciones del transporte y almacenamiento eléctricos
A diferencia de los combustibles fósiles, que podían ser refinados y almacenados para su uso posterior, la electricidad —una energía secundaria, como el calor—, se creaba a partir de fuentes potenciales de energía en la naturaleza, era difícil de transportar e imposible de almacenar para su uso diferido.
La electricidad es fruto de la transformación de energía primaria, y la carrera por su almacenamiento eficiente para el uso diferido sigue en niveles frustrantes: sólo los sistemas autónomos no conectados a la red son capaces de guardar electricidad sin que ésta se disipe con facilidad en forma de calor. Pero las baterías electroquímicas cuentan con limitaciones como la pérdida energética, la degradación con el uso y la escasez o peligrosidad de algunos componentes.
De momento, las alternativas a baterías electroquímicas, como condensadores y bobinas superconductoras (almacenamiento magnético), se usan en aplicaciones de almacenamiento de corta duración, normalmente en centros industriales y sistemas de distribución eléctrica.
Pese a su marginalidad, los sistemas de almacenamiento de origen mecánico cuentan con ventajas ausentes en baterías y sistemas magnéticos, así como en sistemas térmicos de nitrógeno líquido, aire líquido o sal fundida.
Almacenar energía con aire comprimido
Una de las tecnologías mecánicas poco exploradas a gran escala pese a su fiabilidad, flexibilidad y coste limitado es, en efecto, el almacenamiento de energía de aire comprimido (CAES en sus siglas en inglés).
Kris De Decker explora en Low Tech Magazine las ventajas de esta tecnología de almacenaje:
“¿Quieres desconectarte de la red eléctrica? Piénsatelo dos veces antes de invertir en un sistema de baterías. El almacenamiento de energía de aire comprimido es la alternativa sostenible y resistente a las baterías, con una vida útil más larga, menor coste de ciclo de vida, simplicidad técnica y bajo mantenimiento.”
Si el aire comprimido carece de los principales inconvenientes de la batería (cuyas reacciones electroquímicas degradan su eficiencia y limitan su duración), ¿por qué su marginalidad y escaso interés en aplicaciones de consumo? Los intentos más serios por crear un automóvil de aire comprimido con futuro comercial han topado con el elevado nivel de pérdida tanto en la conversión de energía eléctrica a aire comprimido, como en la transmisión del aire comprimido al motor, que lo convierte en energía mecánica.
El fabricante indio Tata Motors trabaja en vehículos de aire comprimido desde 2009, y en 2017 anunció que la producción industrial de los primeros modelos con un motor de estas características llegarían en 2020.
El reto térmico de los procesos de compresión y descompresión
Kris De Decker explica que la escasa eficiencia energética con respecto a acumuladores hidráulicos y baterías eléctricas se manifiesta en los sistemas de aire comprimido a gran escala, pero no en CAES a pequeña escala (diseñados, por ejemplo, para almacenar energía en viviendas aisladas que no están conectadas a la red o disponen de infraestructura autónoma).
Las plantas CAES funcionan comprimiendo aire y almacenándolo en un depósito subterráneo, que luego es recuperado mediante un proceso de descompresión a través de una turbina, que acciona un generador. Siguiendo este esquema, la compresión y descompresión logra usar efectivamente entre un 40% un 52% de la energía usada, muy lejos de una eficiencia de entre el 70% y el 85% en acumuladores hidráulicos (habituales en la maquinaria pesada), o de entre el 70% y el 90% en baterías químicas.
La baja eficiencia es consecuencia de la variación térmica durante las dos fases del proceso:
- la compresión aumenta la temperatura, disipando parte del aire en forma de calor;
- y la descompresión produce el efecto inverso sobre el aire, ahora liberado, que se enfría hasta reducir la producción de electricidad y congelar el vapor de agua en el ambiente.
Para evitar ambos fenómenos, los sistemas de almacenamiento de aire comprimido a gran escala calientan el aire antes de su descompresión usando gas natural, proceso que no evita la pérdida de aire disipado en forma de calor durante la compresión, y añade el impacto energético del gas natural usado en la fase de activación de la turbina, cuando el aire amenaza con congelarse.
Menor impacto, mayor duración
Ingenieros y pequeñas compañías estudian el modo de reducir la eficiencia de los CAES a gran escala y, de paso, aumentar su movilidad. Los nuevos diseños reducen el tamaño y liberan el almacenamiento de aire de los depósitos subterráneos, creando depósitos que permitirían instalar los sistemas en cualquier aplicación: almacenamiento doméstico de energía para viviendas conectadas o no a la red eléctrica convencional; propulsión de vehículos de cualquier tipo; accionamiento de mecanismos que dependen hoy de acumuladores neumáticos y hidráulicos.
Según Kris De Decker,
“La principal razón para investigar el almacenamiento de energía descentralizado de aire comprimido es el simple hecho de que semejante sistema podría instalarse en cualquier sitio, como las baterías químicas.”
¿Cuáles serían las ventajas potenciales de estas “baterías de aire comprimido”, con respecto a las químicas? El “contenido energético“, o impacto medioambiental de ambos tipos de dispositivo a lo largo de su vida útil, se decanta a favor de los CAES portátiles: la compresión y descompresión de aire es un proceso mecánico que no degrada los componentes ni emite más sustancias que la diferencia térmica (calor en la compresión y frío en la descompresión) durante su funcionamiento cotidiano.
A lo largo de su vida útil, las baterías convencionales almacenan entre dos y diez veces la cantidad de energía necesaria para su manufactura, mientras los sistemas de almacenamiento de aire comprimido aumentan su vida útil con respecto al impacto energético de su fabricación.
El reto de diseñar depósitos de aire comprimido más compactos
El almacenaje por aire comprimido elude, asimismo, el uso de sustancias químicas nocivas para la salud y el medio ambiente, si bien su coste inicial en una instalación doméstica es superior al de las baterías eléctricas.
Los sistemas de almacenamiento de pequeñas dimensiones deben resolver —explica De Decker— no sólo las limitaciones de la eficiencia del dispositivo, sino también al reducido tamaño del depósito de aire comprimido.
En una vivienda, un depósito CAES conectado a una red de paneles fotovoltaicos y usado sólo para iluminación podría operar a baja presión, logrando una eficiencia de en torno al 60%; si bien hay espacio para la mejora, el resultado de dicha simulación equipara prácticamente una instalación autónoma de aire comprimido con el rendimiento del almacenaje con baterías.
No ocurre lo mismo al aumentar las exigencias energéticas, según el mismo estudio citado por Low Tech Magazine: para almacenar mayor potencia eléctrica, se requiere mucho más espacio (almacenar 360 Wh requeriría, con la tecnología actual, un depósito de 18 m3 de capacidad, equivalente al volumen de una habitación de 3x3x2 metros).
El uso de la tecnología en un entorno urbano sería problemático hasta que no se resuelva la problemática entre eficiencia del sistema y capacidad de almacenaje.
Un mercado con recorrido para innovar y dar alguna sorpresa
Hoy existen en funcionamiento dos plantas de almacenamiento de energía de aire comprimido a gran escala en el mundo: una de ellas construida en Alemania en 1979, y la otra edificada en Estados Unidos en 1991. Ambas plantas cuentan con una eficiencia modesta, de un 40-42% y un 51-54%, respectivamente.
Los CAES a pequeña escala no requieren grandes inversiones, no usan materiales tóxicos ni cuentan con circuitería compleja, pueden ser fabricados localmente sin necesidad de procesos especiales, y generarían una red de instalación y mantenimiento locales.
Un sistema de almacenaje energético que no contamina, es reparable y capaz de extender su vida útil, no se autodescarga y puede proporcionar un excedente de calor y frío para la climatización de una vivienda merece, como mínimo, cierta atención de los usuarios pioneros, siempre dispuestos a asumir el coste económico y técnico de adoptar una tecnología minoritaria.
En la actualidad, la mayor parte de la capacidad de almacenamiento eléctrico se concentra en gigantescos acumuladores hidráulicos, que requieren grandes caudales de agua e ingentes inversiones, además de transformar el entorno donde se sitúan.
Ha llegado el momento de explorar alternativas, tanto a gran como a pequeña escala. De momento, empresas como Hydrostor han declarado que pueden fabricar sistemas de almacenamiento de aire comprimido eficientes y económicos.