1990. La sonda Voyager 1 celebra su abandono del sistema solar tomando una fotografía orientando la cámara hacia lo que parece una mota de polvo en medio de la oscuridad: la Tierra, iluminada por un cañón de luz solar.
Desde la distancia, la imagen podría ser confundida con una más de las motas de polvo en suspensión que se manifiestan en la penumbra de alguna de nuestras estancias, al aparecer en el camino del rayo solar que se cuela por alguna rendija.
Carl Sagan escribe, a propósito del documento gráfico de la sonda Voyager:
“Mira otra vez al punto. Es aquí. Es nosotros. En su interior, todo lo que amas, todo lo que conoces, todo sobre lo que has oído hablar, cada ser humano que alguna vez existió y vivió su vida. El agregado de nuestra dicha y sufrimiento, miles de presuntuosas religiones, ideologías, y doctrinas económicas, cada cazador y recolector, cada héroe y cobarde, cada héroe y cobarde, cada creador y destructor de civilizaciones, cada rey y siervo, cada joven familia enamorada, cada madre y padre, niño esperanzado, inventor y explorador, cada preceptor moralista, cada político corrupto, cada ‘megaestrella’, cada ‘líder supremo’, cada santo y pecado en la historia de nuestra especie vivió allí -sobre una mota de polvo suspendida en un rayo solar.”
Una perspectiva cósmica de la humanidad en relación con el universo, a partir de la evocación que una fotografía, tomada desde el límite exterior de nuestro sistema solar, suscita a un miembro reflexivo de nuestra especie.
Cuando espacio y tiempo dejaron de ser valores absolutos
Retrocedamos el reloj un poco más. Inicios del siglo XX. El mundo se despierta convulsionado a la instrumentalización del idealismo filosófico de las décadas anteriores, fenómeno avanzado por los pre-existencialistas.
La radicalización de los movimientos obreros y nacionalistas, augurada por Nietzsche, coincide con una sacudida de igual calibre en la física, cuyo marco conceptual desecha para siempre construcciones (no menos idealistas que las teorías de Hegel, Herder, Marx) que hasta entonces se habían dado por buenas: el tiempo y espacio, valores absolutos en Newton, dejan de ser de Newton… y dejan de ser absolutos.
A los cambios en física avanzados por los tres artículos publicados por Einstein en 1905, su “annus mirabilis”, siguen revoluciones y tensiones que conducen a la Gran Guerra.
En filosofía, Henri Bergson trata de recoger los trozos del edificio filosófico francés en ruinas (tal es su dependencia del kantismo y el dualismo de Descartes), y se atreve a hacer sombra a Nietzsche y sus futuros discípulos: Bergson se preguntará antes que Heidegger, Sartre y sus sucedáneos por qué la filosofía y la ciencia no han tratado el tiempo, y por qué la respuesta a esta pregunta importa.
El arte y la huella del tiempo
Bergson empleará sus últimos años -en los que su responsabilidad como figura pública roban tiempo y energía a su auténtico legado, el filosófico- a exponer por qué el tiempo es también relativo (o inexistente) en la historia de la filosofía… y por qué lo es todo en el arte:
- los sistemas filosóficos no habrían dedicado la reflexión merecida al tiempo por su naturaleza esquiva y contradictoria, que se explicaría porque el tiempo, según Bergson, es la simple percepción subjetiva del cambio (un concepto próximo al tiempo de la física moderna;
- mientras el arte no habría hecho otra cosa que “intuir” el tiempo: las mejores obras de arte, explicará el filósofo francés en El pensamiento y lo móvil -su último libro-, tratan de sugerir la marca del tiempo sobre la sustancia, ya que esta intersección entre objeto y devenir intuye el contenido de la experiencia vital, compuesta por lo objetivo (lo observable) y lo subjetivo (interpretación interna).
La filosofía sólo podría ser útil, empezaba el filósofo francés en la primera de sus conferencias en Oxford que compondrían El pensamiento y lo móvil, si trataba de unir sustancia y vitalismo. La disciplina había perdido su sentido al volverse demasiado abstracta e imprecisa, cuando se convierte en un “pensamiento de sistemas”. Bergson recurría a una metáfora para exponer la evolución de la filosofía: ésta se había convertido en un ropaje demasiado holgado, incapaz de tocar la realidad del cuerpo que viste.
Para volver a “ajustarse” al objeto de estudio, Bergson creía que la filosofía debía acercarse a la experiencia del individuo, una posición que debía conducir a una relación más rica y consciente con la realidad: un agrandamiento de la percepción, como el que intenta el artista en cada obra.
Dialéctica entre introspección y observación
El espacio y el tiempo de Bergson rechazan el idealismo del siglo XIX (como lo hacen el tiempo de Nietzsche y su plasmación en el concepto de “dasein” en Martin Heidegger, o proyección de la experiencia en un espacio y tiempo determinados), y no equivalen al dualismo cuerpo-mente, sino que tratan de la percepción lúcida (aumentada) del cambio: la percepción debe superar sus hábitos biológicos y construcciones artificiales del dualismo platónico, y centrarse en la percepción y sentimiento de las cosas y de uno mismo, pues el devenir de las cosas (su “movimiento”) arma nuestra vitalidad, nuestra posibilidad de trascender a partir de la creatividad, la busca de un propósito vital.
Sin necesidad de entrar en consideraciones metafísicas, los ejercicios que nos ayudan a abstraernos de los problemas más apremiantes del día a día, o del histerismo sostenido de la agenda informativa, nos ayudan a tomar una necesaria -y saludable- perspectiva de nuestra propia existencia.
Por un lado, están todos los quehaceres apremiantes, que se acumularán independientemente de nuestra actitud; por otro, el contexto y valores de cada uno, relacionados -e influidos- por debates en la opinión pública.
Los ejercicios de conciencia plena nos recordarán que nuestra visión de la realidad tendrá un carácter más o menos positivo en función de nuestra actitud con lo que Henri Bergson llamó “doble inmanencia”: en filosofía de la conciencia, nuestra capacidad para construir un relato de lo que consideramos “realidad” a partir de la conciencia de nosotros mismos (visión interior, inmanente) y lo observado a nuestro alrededor a través de nuestros sentidos (visión exterior: científica y trascendente).
Percibiendo lo que cambia
Para Bergson, nuestra observación de la realidad dependía de la tensión entre dos visiones parcialmente útiles, pero incapaces de capturar la realidad con toda su riqueza y extensión:
- el pensamiento científico y las ciencias de la naturaleza, que representan el análisis, con mediciones de fenómenos externos (que, por tanto, excluyen la experiencia humana);
- y la intuición (el artista, el filósofo, etc.), para Bergson el intento de percibir más allá de la limitación biológica de los sentidos (en La pensée et le mouvant -1923-, Bergson elige a los pintores preimpresionistas J.M.W. Turner y Camille Corot para describir la calidad que ambos exponen a su pintura, una interpretación de la realidad que incluye “movimiento”, o cambios observados a través del tiempo en un plano elegido).
“A lo largo de los siglos han existido hombres cuya función es la de ver y hacernos ver aquello que no percibimos con naturalidad: son los artistas. ¿A qué aspira el arte, sino a mostrarnos en la naturaleza y el espíritu -fuera de nosotros y en nosotros- las cosas que no chocan explícitamente a nuestros sentidos y a nuestra conciencia?”
Los grandes pintores, explica Bergson, comparten una visión de las cosas que se ha convertido o se convertirá en la visión compartida de todos los hombres, percibiendo en la naturaleza aspectos que no remarcamos: en este sentido, no han “visto”, sino “creado”, y su obra es tan producto de su interpretación de la realidad como de la propia imaginación (especulación).
Del estilo de Corot, Charles Baudelaire dijo:
“Existe una gran diferencia entre un cuadro hecho y un cuadro acabado… La mirada del público está tan acostumbrada a esas piezas brillantes, limpias e industriosamente bruñidas que a Corot siempre se le reprocha que no sabe pintar.”
Los trazos del pintor parecían apenas esbozos para un público acostumbrado al hueco realismo barnizado. Corot representa fragmentos, momentos cargados de vida, en contraposición a los artificiosos e inertes paisajes clasicistas, montajes que representan una naturaleza ideal.
No obstante, dice Bergson,
“Si eso fuera únicamente así, ¿por qué diríamos, en referencia a algunas obras, las de los maestros, que son “verdaderas”? Profundicemos lo que experimentamos ante un Turner o un Corot: descubrimos que, si aceptamos y admiramos las obras, es porque nosotros mismos ya habíamos percibido algo de lo que nos muestran, pero que habíamos percibido sin percibir; habría sido para nosotros una visión brillante y desvanecedora, perdida entre la multitud de sus visiones igualmente brillantes y desvanecedoras, y que constituyen, por su interferencia recíproca, la versión pálida y descolorida que tenemos habitualmente de las cosas. El pintor la ha aislado, y la ha fijado tan bien en el lienzo, que desde ese momento no podemos evitar percibir en la realidad lo que ellos han visto.”
Individuo y proyección en el espacio-tiempo
No sólo hay que recuperar la percepción de la realidad para la filosofía (y para la vida), sino que hay que “aumentarla”, incluyendo una mirada personal que trate de ser memorable, como la del artista. Pero el arte no trata de recuperar lo que pasa en nuestro interior, la subjetividad, sino la comunicación entre nuestro interior y lo que hay más allá.
Como postula también la filosofía oriental, Bergson cree que la conciencia ampliada sólo puede producirse suprimiendo las barreras artificiales entre nosotros y lo que nos rodea: nosotros, como entidad, carecemos de sentido si no tenemos en cuenta el contexto, el mundo natural. No existe una entidad “individuo” sin contexto a su alrededor, fenómeno de arraigo que Heidegger explorará por sí mismo con el concepto de ser (“ser en el mundo”, “ser ahí”, etc.).
Con la obra del artista, experimentamos la conexión momentánea entre lo interior y lo exterior, y trascendemos la subjetividad, compartiendo una intuición mayor que nosotros. Para conseguirlo, el artista -dice Bergson- usa el cambio, el movimiento en la realidad. Es el sentido metafísico de la obra de arte que aspira a trascender lo estético y ayudarnos a olvidar las limitaciones adaptativas de nuestra percepción (con una función orientada a necesidades de supervivencia y, por tanto, con tendencia a simplificar, a restar intensidad a lo vivido).
En el arte, como en la vida, hay una dimensión cósmica: la filosofía de la experiencia no puede entenderse sin comprender una intuición profunda compartida por el ser humano, un organismo inteligente que construye abstracciones sobre un astro peculiar en un discreto sistema solar, en la Burbuja Local del brazo de Orión, de la no menos mediocre galaxia espiral Vía Láctea, a 28.000 años luz de su centro.
El observador: reflexiones sobre Combray
La ciencia dará cuenta de las mediciones objetivables -observables o no con los sentidos, pero sujetas a una matriz reproducible y comprobable- del mundo, mientras el arte se ocupará de la parte, para Bergson tan “verdadera” como la observación científica, de la observación que parte del escrutinio interno e intuitivo, que depende del observador y de su posición en el espacio y el tiempo.
El observador y su lugar en el mundo: la física de lo planetario (relatividad) y lo minúsculo (física cuántica) no se entenderán sin los conceptos de “evento” (una situación en el espacio y el tiempo, y no sólo en una de estas coordenadas) y “observador”: la subjetividad se podrá explicar según la interpretación personal de la “duración” de la realidad entre eventos, ese transcurrir que explica el movimiento orbital de los astros, pero también los matices de la realidad cotidiana, como la evocación de la propia existencia a partir de la fusión en nuestra conciencia de lo ocurrido entre dos momentos que acabamos de relacionar en nuestra conciencia: empapamos una magdalena en té, y su aroma y sabor nos llevan a un evento análogo de cuando éramos niños, sucedido en la habitación de nuestra tía en la casa de campo familiar.
Una habitación, la de la tía Léonie de Marcel Proust (Élisabeth Proust en la vida real) en la casa familiar del pueblo imaginario de Combray, que es y no es la misma, según reduzcamos la realidad a su interpretación positivista (sí es el mismo lugar) o filosófica (teniendo en cuenta la convivencia de dos percepciones -el mundo externo observado por los sentidos y el mundo interno interpretado por el observador-, la habitación no puede ser la misma, pues la sustancia no acumula el vitalismo observado durante el movimiento en ella desde la visita del Proust niño y la reflexión del Proust maduro).
Diálogo de Bergson con Spinoza y Berkeley
A diferencia de otros filósofos de su generación, que se alejarán del realismo científico para adentrarse en una filosofía meramente especulativa, Bergson defenderá su concepto de “doble inmanencia” para completar una visión más rica del mundo, que debe incluir tanto mediciones científicas como una intuición de la realidad en toda su riqueza, expresada en los cambios sutiles producidos a lo largo del tiempo: el movimiento, o percepción del tiempo (que es la percepción del cambio, o “lo móvil” -traducido por otros como “moviente” del francés original “mouvant”-) un concepto que acercará a Bergson:
- a Baruch Spinoza (que reflexiona sobre la “duración” de las cosas o eventos);
- y a George Berkeley, cuyo inmaterialismo es una crítica del realismo a ultranza de los objetos, pues éstos no contienen todo su sentido en una mera observación o percepción (“presencia” aristotélica, que reduce la realidad de las cosas a lo percibido en un instante), sino que evocan algo mucho más complejo y con un sentido parcialmente sepultado, al que podemos acceder con la intuición.
Bergson criticará de Berkeley por su subjetivismo a ultranza, que había llevado al filósofo del XVIII a negar la existencia de la sustancia material, reduciéndolas a ideas en la mente del observador. El filósofo francés se interesará sobre todo por la vertiente espiritualista de Berkeley, que contradice el incipiente positivismo de su época, donde reina el “A es A” aristotélico (un “lo que ves es lo que hay” que nos recuerda a la máxima informática de las interfaces gráficas de usuario, una representación visual de la información para facilitar su comprensión).
Cambio: lo que se mueve con respecto a lo inmóvil
A diferencia de Berkeley, el espiritualismo de Bergson está más próximo a Blaise Pascal o a los místicos españoles, capaces de “intuir” o “sentir” lo trascendental mediante su experimentación, y no a través de una conceptualización que, al tratar de exponer el fenómeno, acaba por negar la propia realidad, impidiendo de paso su medición científica.
Para que un evento se revele, observa Bergson, los elementos que lo componen deben cambiar de estado, para que así, mediante el movimiento espacio-temporal, se revele la calidad de lo observado: los cuadros preimpresionistas basculan en la tensión entre su voluntad realista (materia, medición científica) y la intuición de un mundo en donde objetos y eventos “se mueven” (espíritu: el devenir dibuja su trayectoria particular, que el artista deberá sugerir).
Bergson se opone al relativismo filosófico y cree que la filosofía no debe perder de vista a la ciencia, pero el error de la modernidad reduccionista ha consistido, según él, en negar la validez del espíritu (vitalismo, “élan vital“), desterrándolo de lo que consideramos “real”. La percepción del cambio, validada sólo por el arte y la metafísica, debe formar parte de la filosofía comprometida con la realidad, aunque deba partirse de intuiciones.
Reloj interno, tiempo compartido y espacio
Como Nietzsche, Bergson se encontrará con la dificultad de validar sin poder sistematizar el vitalismo que tanto influye en la existencia: su intuición le obliga a incluir en su filosofía la contradicción humana que, según el filósofo, explica tanto de nuestra grandeza y miserias: nos guiamos por dos “tiempos” -o percepciones del movimiento- distintos, aunque potencialmente complementarios:
- nuestro “reloj interno”, que tiene que ver con nuestra naturaleza, vitalismo, circunstancias personales;
- y un tiempo compartido con otros que observamos en el mundo a nuestro alrededor, en forma de espacio cambiante (lo que la física llama, en estos mismos años, espacio-tiempo), medible y objetivable con las ciencias naturales.
Algunos pasajes de En busca del tiempo perdido, la inabarcable obra de Marcel Proust, son una exploración intuitiva de los conceptos clave de Bergson: el vitalismo de la experiencia interior, enriquecida por “anclajes” en el mundo exterior que actúan como registros de acceso a una realidad más rica en la que el tiempo se amplía (fundiendo presente y diferentes momentos del pasado, así como porvenir).
Así, un sabor, un aroma, una perspectiva arquitectónica evocan en cada uno de nosotros puertas a experiencias que no son irreductibles a un mero realismo científico o evolucionismo (dominantes en la filosofía anglosajona desde Herbert Spencer y Bertrand Russell), sino una realidad compuesta de la observación de “lo que se mueve” (el tiempo) y, desde la perspectiva, un análisis de la trayectoria.
Einstein y los dados
Estudiar la sustancia sin “movimiento” es reducirla a una realidad más pobre, simplificadora, incompleta. La vida no puede entenderse sin nuestra capacidad retrospectiva, o capacidad humana para ir más allá de la misión biológica de nuestros sentidos y elaborar una experiencia vital que influirá en nuestra percepción de lo que todavía no se ha producido.
De nuevo adelantándose a su tiempo, y siempre tratando de no perder de vista el realismo científico (sin plegarse a su actitud reduccionista), Henri Bergson expondrá a escala humana el fenómeno cuántico: tanto los positivistas como el propio Albert Einstein tuvieron tanto reparo en reconocer lo observado e intuido por Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg, Max Born o Niels Bohr la física de partículas debido a la aparente aleatoriedad y “poca elegancia” matemática de la física de partículas, lo que llevó a Einstein a reiterar a Bohr (para la desesperación y los aspavientos de éste) que “Dios no juega a los dados” (en referencia al llamado principio de incertidumbre, que sacaba de quicio a Einstein).
Henri Bergson considerará que la filosofía se encuentra en mejor posición que el positivismo científico para comprender nuevos eventos de campos como el de la física que parecen contradecir marcos de pensamiento tradicionales, pues se encuentra en la intersección entre lo intuitivo y vitalista (la percepción del movimiento -transitoriedad- interior) y lo observable por los sentidos y la experimentación.
Lo posible y lo real
De ahí que la dicotomía bergsoniana que explica la sutil diferencia entre “lo posible y lo real” (una reinterpretación contemporánea del concepto de “potencia” de Aristóteles): en un artículo para la revista sueca Nordisk Tidskrift (noviembre de 1930), establece que lo posible se refiere a lo que todavía no ha ocurrido, pero cuya existencia es probable, por lo que existe un cierto determinismo intuido por el observador. Lo real, por el contrario, es la materialización (la “actualización”) de lo posible, y por tanto también determinado y anticipable.
Esta reflexión entre lo posible y lo real explica la indeterminación del tiempo:
“¿La propia existencia del tiempo, acaso no se referiría ella misma a la existencia de una indeterminación de las cosas?.”
En física cuántica -si nos centramos en la llamada interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica-, hay partículas que se manifiestan como tales cuando un observador provoca su transformación desde un estado previo más difícil de determinar (un comportamiento de “onda” y no de partícula: con una posición indeterminada) a un estado determinado (y medible por la ciencia). Un dualismo (entre onda y partícula, entre potencia y evento producido) que evoca la distinción, a escala de la conciencia humana, entre lo que Bergson llama “lo posible” y lo que ya se ha manifestado como “real”.
El desfase entre lo que no se ha producido todavía y lo que se materializa al fin, entre lo posible y lo real, explica para Bergson el carácter esquivo del tiempo, así como su carácter no absoluto en la física.
Bergson y los presocráticos
Sus reflexiones sobre “lo posible y lo real” ocupan la tercera parte de su ensayo recopilatorio de 1934, “La Pensée et le Mouvant”, que acaba con unas notas sobre la intuición filosófica y la propia naturaleza del cambio, que no se explicaría sin la medición de un fenómeno a lo largo del tiempo, que obligaría a un observador que aspire a ampliar su percepción de la realidad a considerar un fenómeno en su trayectoria (que incluirá pistas de sus etapas pretérita, presente y posterior).
Si bien no todos podemos ser artistas, sí podemos aspirar a reconectar la introspección (nuestro yo interno) con la percepción del mundo, acercándonos con este esfuerzo a los filósofos presocráticos del devenir, el dinamismo perceptivo que observando lo que no cambia, se da cuenta (y pone en valor) lo que sí cambia.
No es casual que la filosofía del devenir de Bergson sea comprendida sin problemas entre los estudiantes orientales, pues sus reflexiones se aproximan -y complementan- la intuición panteísta y el “ser en el mundo” de Lao-Tsé o Zhuangzi, entre otros.
La percepción restrictiva, ligada a las necesidades ancestrales de la especie, puede romper sus viejas paredes cuando sentimos la intuición que conecta nuestro interior con el mundo exterior, cuando admiramos la grandeza de una obra de arte que intuimos como “verdadera”, cuando nos emocionamos con una pieza de música, cuando nos asomamos a la naturaleza inagotable de una parábola o poema, al ofrecernos un significado ampliado -enriquecido- cada vez que volvemos.
Filosofar y vivir
Cuando percibimos a otras personas, al mundo que nos circunda o a nosotros mismos, esta percepción dependerá de la riqueza y matices de nuestra experiencia, así como nuestra actitud y tolerancia al cambio y a lo desconocido. Como Borges recordaba, hay que estar preparado para leer un libro, y no leerlo a contrapié. El libro esperará a que estemos preparados.
Ocurre algo similar con la realidad: el mundo será tan rico como estemos dispuestos a percibirlo. Sus matices aparecerán con nuestro esfuerzo, y lo anteriormente anodino o vacío tomará un significado tan rico como inabarcable.
Nunca estamos del todo en nuestro mundo, ni en el mundo más allá de nuestros sentidos, sino en los dos a la vez.
“Antes de filosofar, hay que vivir. Y la vida exige que nos pongamos anteojos; que no miremos a derecha, a izquierda ni hacia atrás, sino frente a nosotros, hacia la dirección donde tenemos que ir. Nuestro conocimiento, muy lejos de constituirse mediante una asociación gradual de elementos simples, es el efecto de una disociación brusca: en el campo inmensamente vasto de nuestro conocimiento virtual hemos tomado, para formar un conocimiento actual, todo lo que interesa a nuestra acción sobre las cosas; hemos negligido el resto.”
Está en nuestras manos el otorgar un significado nuevo a cada pequeño capítulo de nuestra aventura cotidiana.
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