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Bosques-iglesia etíopes y trazos abrahámicos en el lago Tana

Atribuimos el carácter evolutivo propio e incomunicado del endemismo a lugares geográficamente aislados, tales como una isla, una península, valles y mesetas en el interior de un circo montañoso, o territorios con características locales radicalmente distintas al territorio circundante.

Evocamos la participación del joven Charles Darwin en la expedición del HSM Beagle, comandado por el capitán Fitzroy, que recalaría en las islas Galápagos como el romántico inicio de un relato científico decisivo en las reflexiones sobre la teoría de la evolución. Antes de El origen de las especies hubo, ante todo, una aventura.

El Fiat Topolino de Bouvier y Vernet que los llevó desde Suiza a los Balcanes, Anatolia, Asia Central y Pakistán

No obstante, el endemismo no es únicamente fruto de la evolución azarosa que evocamos al pensar de manera abstracta en la naturaleza: desde hace milenios, el ser humano ha creado las condiciones para acelerar procesos evolutivos a través de la domesticación consciente o azarosa, además del impacto de su presencia.

El avance de la modernidad se ha revelado como un acelerador hacia la pérdida de biodiversidad y variedades agropecuarias, a medida que poblaciones locales eligen o se ven empujadas a usar cosechas y sistemas de cría intensiva incompatibles con variedades menos productivas en términos absolutos.

Viajar vs. desplazarse

En L’usage du monde (1963), un evocador cuaderno de viaje donde el ensayista suizo Nicolas Bouvier relataba el trayecto realizado a bordo de un Fiat Topolino junto al dibujante Thierry Vernet a través de los Balcanes, Anatolia y Asia Central, descubrimos un mundo en el que los viajes se definían por la experiencia en el camino y no por la rapidez o exactitud del trayecto punto a punto. Viajar no es lo mismo que desplazarse.

Bouvier era un periodista de 24 años con todo por hacer cuando, en 1953, decidió enrolar a su amigo Vernet en el proyecto quimérico de visitar por carretera y sin apenas dinero, el interior de la extinta Yugoslavia, Grecia, Turquía, Irán y Pakistán.

En su relato apreciamos aromas y evocaciones sabias y respetuosas que eluden el pintoresquismo o el paternalismo colonialista y sus vástagos ideológicos (el Orientalismo, por ejemplo) para acercarnos a un sincretismo ancestral de mundos que conocemos como eslavos, greco-romanos, bizantinos y otomanos, tártaros, persas o indios, pero que en incluyen viejas y nuevas heridas de guerras y migraciones, así como paisajes que nos hacen soñar con cuentos que creemos haber leído u oído.

Los viajes incómodos e imprevistos, en los que el viajero debe acomodarse al lugar que visita y no a la inversa, donde observamos a gentes todavía apegadas al ritmo de la vida ancestral en auténticos cruces de caminos entre Occidente y Oriente, han desaparecido a medida que lo hacen los matices y la obsesión por el punto a punto (con la foto de rigor, prueba de un anodino «yo estuve aquí y contribuí a diluir lo que creí encontrar») imposibilita las travesías azarosas y exigentes con el conocimiento, la apertura de miras, la flexibilidad y la tolerancia a la incomodidad del viajero.

Los caminos del mundo (y su acumulación de matices)

En el mencionado Los caminos del mundo, aprendemos que las fronteras no coinciden con las sensaciones y que, a menudo, no describen más que convenciones sostenidas con consensos legendariamente precarios. No es hasta que Bouvier y Vernet abandonan Estambul y se adentran en Anatolia que tienen la sensación de que se encuentran ante un cambio brusco de lo próximo y lo lejano, del paisaje y la amplitud del horizonte (traduzco de la versión original):

«Apenas una ligera diferencia de materia y la estela de los camiones distinguen la carretera de la tierra polvorienta que la rodea y se extiende hasta perderse de vista. Con los pies calientes en las botas, una mano en el volante, la mirada acostumbrada al terreno terroso, nos adentramos en este inmenso paisaje diciéndonos: esta vez, el mundo ha cambiado de escala, es en efecto Asia lo que empieza».

Apenas unos párrafos más adelante, Bouvier describe de manera evocadora y sensorial la escasa acción en este paisaje monótono desde una remota pista de tierra en Anatolia de camino a Ankara. Los sonidos del inicio del día suscitan otra expectación, y lo que parece una cosa desde la lejanía se convierte en otra a medida que el Topolino avanza.

El escritor Nicolas Bouvier y el ilustrador Thierry Vernet en el viaje que daría pie al libro «L’usage du monde» (1963)

Así ocurre con un carro de ruedas macizas tirado por animales parsimoniosos y con un viajero que dormita y no conduce, pues no es necesario. El carro, con su traqueteo seguro y parsimonioso por la pista durante el amanecer, apenas ha cambiado desde las reproducciones babilonianas que se han hayado.

Campos arados y viejos inventarios

Seguimos la lectura conscientes de que el mundo descrito ha desaparecido. Nos cuesta imaginar un lento trayecto en coche donde lo que parecen dos luces en la lejanía y resulten ser los ojos de un búho curioso que ha observado nuestra aproximación con una curiosidad que desaparece con la frecuenciación de los vehículos a motor.

En esta ruta de camino a Ankara, en la que aparecen pequeños pueblos en torno a los minaretes de una mezquita a menudo de madera. Son prósperas poblaciones agrarias, que laboran desde hace siglos (cuando no milenos) pequeños valles y algún bajío y a cuya fertilidad han contribuido.

Después de horas de conducción, estos territorios agropecuarios que parecen islas por debajo de un territorio yermo y barrido por el viento se presentan como pequeñas Arcadias donde hacer una siesta. Merece la pena visitarlas, dice Bouvier, para comprender, tumbados sobre la hierba donde zumba la actividad de las abejas, el sentido de la palabra «bucólico».

En estos valles dispersos y prósperos, los cultivos muestran un cuidado meticuloso:

«Pero nunca se nos ocurriría afanar una sola nuez; tampoco nos han ofrecido nunguna: ellas deben estar contadas sobre el árbol. Es algo natural. Esta agricultura de “islotes”, estos pequeños arados lo convierten a uno en paisano meticuloso e incluso vigilante. Por otro lado, ha debido ser siempre así; muy cerca de aquí, en las excavaciones hititas de Hattusa-Bogazköy, se han descubierto en viejas tabletas de arcilla de más de 3.000 años de antigüedad inventarios de bienes rústicos de una minuciosidad conmovedora, que no escatiman una sola planta de lúpulo o un solo lechón recién nacido».

Entre el Mediterráneo, Arabia y Egipto

La elocuencia de Nicolas Bouvier se alimenta de una tradición sobre la literatura de viajes testimonial que se remonta a los grandes exploradores de la era de los descubrimientos y se inspira en el propio Heródoto, precursor de la crónica de viajes y la historiografía desde el ángulo eurocéntrico que él inaugura (al distinguir entre griegos y pueblos de lengua foránea o «bárbaros»).

Muchas reflexiones de Heródoto deben situarse en el contexto de la Anatolia helenística del siglo V a.C. En sus viajes a lo largo de la propia Anatolia, Oriente Próximo, Egipto y los puertos más importantes del Mediterráneo occidental, recopiló información de primera mano, pero también se entrevistó con notables locales que habían viajado a a las respectivas zonas de influencia más allá de las regiones remotas conocidas por los griegos.

El proto-historiador y geógrafo, fuente acreditada de filósofos y élites europeas hasta el Renacimiento, conoció el próspero endemismo del Egipto faraónico, representado por la miríada de prósperos oasis que aseguraban las rutas comerciales con el interior de África y Arabia.

Nicolas Bouvier en el Topolino a su paso por el interior de Turquía; durante los puertos más empinados de las pistas de tierra, el que no condujera en ese momento descendía para empujar el vehículo y evitar que se calara en primera

El bioma de Egipto, dominado por el desierto, la estepa arbustiva mediterránea y una sabana inundada por el Nilo que sus pueblos ribereños aprendieron a controlar para su propio provecho agropecuario desde el neolítico, convirtió a una región que podía haber sido el rincón pobre del Mediterráneo en su zona agraria más próspera durante milenios.

Tal y como evoca el ensayista Peter Frankopan en The Silk Roads, el Antiguo Egipto (una cultura centralizada, a diferencia de las polis griegas, emparentadas culural y comercialmente a través del mar, pero incapaces de desarrollar una agricultura a gran escala) de oasis dispersos y zonas de regadío en torno Nilo, fue el gran productor agrario del mundo antiguo y la razón de la presencia en la zona de las potencias de cada época, desde la dinastía Ptolemaica a Roma, Bizancio, el Egipto islámico y otomano.

Islas de los bienaventurados

El propio Ptolomeo había evocado las rutas comerciales entre el interior desértico y el delta del Nilo, el Sinaí y el mar Rojo, zona donde los primeros relatos historiográficos se entrecruzan con las parábolas fundacionales de las religiones abrahámicas, así como el relato occidentalizado desde el prisma helenístico, romano y napoleónico. Heródoto relata su visita a Óasis, célebre ciudad en medio del desierto que el ingenio egipcio había convertido en un próspero vergel.

El historiador de Halicarnaso (costa egea de Anatolia) sitúa la ciudad a siete días de camino desde la Tebas egipcia (Uaset); la localidad, que da nombre a estos territorios aislados ricos en biodiversidad en medio del desierto («oasis» se traduce en griego por «islas de los bienaventurados» explica Heródoto), estaba habitada por la tribu escrionia.

En mitología griega, las islas de los bienaventurados se asocian al lugar de reposo de las almas puras y perfectas, el equivalente al paraíso en la escatología abrahámica. Los «oasis» son, pues, territorios puros e ideales desde la Antigüedad, centros de riqueza natural gracias a la ingenuidad humana y al buen mantenimiento de sistemas: el origen no estudiado —ni reivindicado— de la resiliencia, que tanto necesitaremos a medida que el siglo avance y se agraven los acontecimientos de clima extremo.

En la frontera sur del mundo antiguo conocido por Egipcios y demás pueblos asociados al Mediterráneo y al Creciente Fértil, otras civilizaciones ancestrales comerciaban bienes e ideas y servían de conexión entre el interior de África, el África Oriental (entrada al mar Rojo y nexo con el comercio del Índico a través de las islas de las especias (posteriormente Zanzíbar) y el mundo mediterráneo.

Desde la azotea de la iglesia de la Anástasis

Entre estos pueblos, el etíope reivindicó su posición estratégica y participación activa en el mundo abrahámico, con una población judía y cristiana ancestrales, a menudo víctimas de la geopolítica surgida de amistades remotas y afinidad metafísica: es en Etiopía donde se pierden evoluciones del gnosticismo cristiano y donde surgieron iglesias literalmente esculpidas en la roca, mientras el pueblo judío ha situado allí el rastro del arca de la alianza.

No es casual que, en la Iglesia ortodoxa de Etiopía conserve su peso específico en Jerusalén. Cualquier visitante autorizado de la Iglesia del Santo Sepulcro (Iglesia de la Anástasis en griego) en la Ciudad Vieja de la ciudad, el “gólgota” o punto exacto donde, según la tradición cristiana, se habría producido la resurrección de Jesús de Nazaret, apercibirá la representación de las distintas iglesias en el templo.

Imagen aérea de los «bosques-iglesia» del centro y norte de Etiopía, donde conviven cristianismo (mayoritario), judaísmo (ancestral, pero muy minoritario tras la migración de esta comunidad a Israel) e islam; imagen de Kieran Dodds

El estatuto de administración o «firmán», otorgado por el Imperio Otomano en 1757, reconoce la propiedad común del tempo (a partes, eso sí, desiguales) de la Iglesia ortodoxa griega, la Iglesia católica, la Iglesia armenia, la copta, la siríaca y la etíope. Con el paso del tiempo, los etíopes fueron perdiendo preponderancia en la administración del tempo y hoy se han replegado en su azotea, donde pervive el monasterio etíope Deir es-Sultan.

La Iglesia ortodoxa etíope, o Iglesia «tawahedo», es una rama autónoma del rito oriental y cuenta con su propio patriarca (equivalente al papa en el catolicismo). El jefe de la iglesia, o Abune («nuestro padre» en etíope) es el responsable de una tradición que se sirvió de una lengua semítica extinta y habría sido fundada en el siglo I por el diácono Felipe de origen judío y cultura griega.

En busca de las fuentes del Nilo

La iglesia católica no es la única institución eclesiástica asociada a tareas históricas de administración del territorio y la población donde estaba implantada. Desde sus orígenes, la Iglesia etíope jugó un rol similar en Etiopía, reino donde se especuló desde la Antigüedad que se encontraban las míticas fuentes del Nilo.

Mucho antes del nacimiento del propio cristianismo, durante el auge de la época faraónica, los sabios concentrados a orillas del delta del río en el Mediterráneo realizaron expediciones para averiguar por qué se producían las crecidas cíclicas que habían inspirado las primeras obras de ingeniería fluvial a gran escala (la crecida anual garantizaba una fertilidad que merecía la pena predecir con la mayor exactitud posible).

El origen del río no se conocería hasta mediados del siglo XIX, cuando varias expediciones coloniales británicas localizaron una primera fuente en los Grandes Lagos de África (Nilo Blanco), mientras la otra fuente, el Nilo Azul, nace en efecto en Etiopía (lago Tana) y avanza hacia el sudeste de Sudán, adentrándose luego en territoio egipcio.

El territorio etíope, fértil y montañoso, destaca por su abundancia de pueblos y microclimas. En un reportaje realizado para Nature, Alison Abbott expone una realidad reconocida ya por los primeros visitantes europeos: Etiopía cuenta con terrenos de cultivo ancestrales y el territorio ha sido ampliamente adaptado por la agricultura y la ganadería.

No obstante, hay zonas donde sobrevive una miríada de pequeños oasis de biodiversidad a modo de archipiélago inabarcable, el ecologista forestal Alemayehu Wassie explica el porqué:

«Si ves un bosque en Etiopía, sabes que hay una probabilidad muy alta de que exista una iglesia en el medio».

Bosques-iglesia

Un estudio cartográfico desde el cielo documenta cómo la iglesia ortodoxa etíope ha logrado mantener la biodiversidad en distintas áreas, así como el cultivo de variedades locales de distintas cosechas. Se trata de unos 35.000 fértiles «oasis», ricos en endemismo; el crecimiento de la población, que ha superado los 100 millones en el país, contribuyó a una preocupante deforestación y fragmentación del territorio (a principios del siglo XX, el 45% de Etiopía estaba recubierto de bosque, mientras el territorio boscoso actual se limita al 5%).

Entre 1974 y 1991, el Gobierno etíope nacionalizó propiedades tewahedo y las dedicó al cultivo, si bien el territorio que permaneció gestionado por las iglesias, el anejo a los templos, permanece intacto y supone hoy una oportunidad única de estudio, así como un posible modelo de resiliencia.

Imagen aérea de los «bosques-isla» de Etiopía; imagen de Kieran Dodds

Los bosques en torno a las pequeñas iglesias diseminadas por el territorio son especialmente abundantes en la región del sur de Gondar, donde 1.500 templos han podido preservar una biodiversidad incalculable. Estos bosques abundan en el territorio montañoso, donde se establecieron mayoritariamente las congregaciones eclesiásticas; gracias a su mayor humedad, albergan especies diversas, conservan agua, absorben carbono de la atmósfera, frenan la erosión y asisten al herbolario tradicional.

Los bosques conservan, asimismo, una significación socio-cultural en simbiosis scon las iglesias en su epicentro, a las que se llega por antiguos senderos sombríos. Su tamaño varía entre las 3 y las 300 hectáreas.

Los «bosques-iglesia» de Etiopía mantienen su nexo con la biodiversidad de cada zona, además de servir de lugar de encuentro y nexo de unión entre la población rural más dispersa.

Geopolítica del café y el teff

Tras dedicar una década al estudio de la diversidad en este precario archipiélago de biodiversidad Alemayehu Wassie trabaja ahora con Meg Lowman, ecóloga forestal de la Academia de las Ciencias de California en San Francisco. Ambos han creado talleres en los que las congregaciones religiosas en las iglesias rodeadas de minúsculos ecosistemas integrados se informan sobre métodos de conservación y su importancia.

Etiopía afronta retos sociales, económicos y geopolíticos en la convulsa zona del Cuerno de África. La inestabilidad geopolítica y humanitaria en Sudán del Sur, Somalia, Eritrea o la región de los Grandes Lagos son apenas los últimos episodios de tensiones en la región donde se cree que surgió la humanidad.

La economía de la región depende de la agricultura, al representar el 80% de las exportaciones en Etiopía (donde se domesticaron granos como el teff, además del café), así como el 80% en Eritrea y el 50% en la inestable Somalia.

Los ecos abrahámicos tradicionales en la región están representados en la mencionada comunidad cristiana ortodoxa etíope, pero también en la histórica comunidad judía Beta Israel, la mayoría de cuyos integrantes emigraron a Israel en los años 70 y 80, así como el Islam, también presente desde los orígenes de la confesión.

La inestabilidad geopolítica y las tensiones entre comunidades no son el único riesgo del Cuerno de África, donde las hambrunas han dado paso a una agricultura más productiva y dedicada a la exportación, con el café como cultivo central, si bien el reciente interés internacional en el teff (dada su resistencia a la sequía y sus propiedades nutritivas) ha garantizado la viabilidad económica del cultivo.

De parábolas y plagas actuales

Acontecimientos asociados a la deforestación y la erosión en la zona agravaron una crisis reciente que alcanzó ecos bíblicos entre la población: gigantescos enjambres de langostas engulleron cosechas entre octubre de 2019 y el verano de 2020 a lo largo de la región, con nubes de insectos que alcanzaron 2.400 kilómetros cuadrados de superficie.

La inseguridad alimentaria irá asociada en la región no ya al interés internacional por la producción local de teff, sino a la erosión del terreno y a fenómenos como sequías y plagas de langostas de escala regional.

El interior de una iglesia ortodoxa etíope: los templos diseminados por la región han contribuido a frenar la deforestación; pulsar sobre la imagen para acceder al original; imagen de Kieran Dodds

En medio de estos acontecimientos, el archipiélago de «bosques-iglesia» en Etiopía devuelve al país a su rol histórico de bisagra entre el mundo mediterráneo y el interior de África, entre el Antiguo Egipto y la búsqueda del nacimiento de su río mítico para controlar mejor las fértiles crecidas en su delta, entre Heródoto y quienes partieron de Judea y Arabia con sus particularismos abrahámicos para establecer sus confesiones en las fértiles montañas del Cuerno de África.

Allí, el mundo contemporáneo, con su utilitarismo y sus contradicciones (una compañía de Shenzen, China, construyó y gestiona las dos primeras líneas de metro ligero en Adís Abeba), convive con un mundo propio todavía vibrante y ajeno al proceso de homogeneizaión que ha engullido a los lugares más conectados del planeta.

De iglesias y bosques

Se atribuye el descubrimiento de la fuelte del Nilo Azul en Etiopía al jesuita español Pedro Páez Jaramillo, que habría reconocido el lugar en 1618 y se habría convertido en el primer europeo en probar el café.

Allí, en el lago Tana, Páez sería testigo de la convivencia entre cristianos ortodoxos, judíos y musulmanes (la región de Gondar albergó la mayor población judía y concentra la mayor parte de los «bosques-iglesia»).

Alemayehu Wassie explicaba en 2019 a un periodista estadounidense:

«Para que una iglesia sea una iglesia, debe estar envuelta en su propio bosque».

El panteísmo de Spinoza (de confesión judía, aunque excomulgado por su comunidad en Ámsterdam por hereje) habría podido florecer en semejante contexto.