La primavera del 68 aspiró a transformar el mundo… para dejarlo como estaba. Los cambios más profundos que experimentaba la sociedad del momento se asentaban sobre el bienestar acumulado en el bloque capitalista desde el fin de la II Guerra Mundial.
Derechos civiles, pacifismo y movimientos asociativos y asamblearios de distinto signo demostraban el cambio generacional, la necesidad de enterrar al padre, cerrando página ante los veteranos de guerra, los grandes políticos de la reconciliación, los intelectuales del existencialismo, las historias de intrigas políticamente inocuas.
Derechos civiles, trotskismo reivindicativo, feminismo, revolución sexual, contracultura, conciertos masivos de rock, flirteo de los jóvenes intelectuales occidentales con los movimientos “de liberación” que defenestraran las dictaduras del sur europeo y Latinoamérica, que acabaran con las barreras raciales en Estados Unidos y forzaran de paso la emancipación colonial…
Relatos mil veces manidos (y sus interpretaciones peregrinas)
La primavera de Praga representó la confirmación del shock: el bloque soviético podía ser tildado de cualquier cosa menos de paraíso de las libertades y las reivindicaciones humanas.
El velo del decoro político había caído mucho antes, cuando Jean-Paul Sartre y Albert Camus se habían enzarzado en su pelea sobre el significado de los movimientos revolucionarios en un mundo complejo y con una burocracia militar que había perfeccionado las carnicerías. Para Camus, “el hombre rebelde” era el que no anteponía el fin a los medios y comprendía la farsa de hacer el trabajo sucio en Occidente al estalinismo y a “movimientos de liberación” que, como el argelino, prometían no sólo la emancipación con respecto de la metrópolis, sino con respecto a cualquier valor universalista emergido de la Ilustración.
Sartre insistió hasta su muerte en su papel de último gran intelectual de las masas, atento a la fotografía con los estudiantes y a la arenga megáfono en mano, listo para viajar a Cuba y entrevistarse con el Che, haciendo la vista gorda sobre lo que empezaba a quedar claro sobre el régimen cubano a mediados de los años sesenta. Juan Goytisolo y otros tantos testigos de aquellos años, enlaces entre el mayo del 68 y “el mundo que había que liberar”, explican las contradicciones de aquellos jóvenes bien dispuestos a salvar el mundo.
Después la vieja guardia: la película de Kubrick
El comercio de contrainformación y la ayuda logística de la inteligencia soviética para conformar grupos asociativos y políticos en Occidente dejó de contar con la connivencia de cualquier intelectual que tratara de mantener un mínimo de coherencia y decoro con su trayectoria. Más pronto de lo esperado, aquellos héroes del 68 serían reprimidos y desprovistos de profundidad ideológica allí donde realmente habían arriesgado (en Europa del Este, por ejemplo). Los tanques rusos hicieron esperar hasta el 89, cuando la televisión, qué medio sino, mostró que el muro de Berlín caía y el mundo que había emergido en Yalta se descomponía.
Pero el 68 no marcó sólo el relevo generacional para mandar a casa a carcamales ilustres como De Gaulle y su intelectual-para-todo André Malraux, ni para recordar a Estados Unidos y la Unión Soviética que el reparto de Yalta no duraría para siempre, pues la ingeniería social e ideológica empezaba a dar signos de obvio agotamiento.
En la primavera de 1968, con menos ruido, se estrenaba una película que aguantaría los años como pocos filmes de ciencia ficción lo han hecho, tanto desde el punto de vista técnico como de producción y contenido. A primeros de abril de 1968, cuando el ambiente enrarecido en las aulas auguraba una primavera movida en Francia, se estrenaba 2001: Una odisea del espacio, un hito de los efectos especiales y la comunicación visual.
El trasfondo técnico y filosófico de la película, envuelto en el misterio y dispuesto a enfrentar a la humanidad con la inteligencia artificial, funcionaría en una película estrenada en abril de 2018, justo 50 años después de que los primeros cineastas se acercaran a las salas de cine a comprobar si había un relato profundo e inteligible tras el espectacular cartel de la obra del joven realizador británico Stanley Kubrick.
El mundo de Yalta y la carrera espacial
Entre bastidores, la Guerra Fría llegaba en el 68 a uno de sus puntos álgidos: Estados Unidos aceleraba en la carrera espacial y planeaba su intento de pisar la luna un año después.
Los respectivos programas espaciales de ambas superpotencias se habían desarrollado sobre la base técnica y conceptual del esfuerzo militar del Tercer Reich en misiles de largo alcance, y los cohetes que habían puesto los primeros satélites, animales y personas en órbita espacial habían sido concebidos por el equipo balístico nazi de Werner von Braun: el mundo se había rehecho y transformado desde la contienda bélica, pero sus prodigios técnicos y económicos, sus héroes y villanos, sus logros y miserias, estaban todavía íntimamente relacionados con el esfuerzo bélico y científico en torno a la II Guerra Mundial.
Evolución humana, contradicciones humanas, proezas de la técnica esterilizada (lo que el filósofo fenomenólogo alemán Martin Heidegger había llamado “tecnicidad”), sentido y fin de la técnica al servicio de ese simio mismo ambicioso, y el auténtico salto: cómo traspasar para siempre las barreras prometeicas y terrestres de la civilización humana con su acelerador: la inteligencia artificial y la exploración de otros astros, hasta el contacto con la vida extraterrestre o la asunción de una tozuda excepcionalidad de nuestro astro.
Apertura y cierre de Richard Strauss
Todos recordamos la película evocando de qué manera nos sorprendió. El estilo meticuloso del director, tan del agrado de cualquier personalidad obsesiva, la pulcritud esterilizada que invade e inquieta al espectador como lo hacía la aceleración tecnológica en quienes predijeron sus efectos (Friedrich Nietzsche y el desarraigo entre técnica y naturaleza, Max Weber y la jaula de hierro, Martin Heidegger y la imparable tecnicidad, que se convertía en cibernética a su muerte, tal y como él mismo supo ver)…
Y claro, la música de apertura y cierre. El Así habló Zaratustra de Richard Strauss que nos ancla al sillón hasta que vuelve a sonar. Cuando el poema sinfónico vuelve a sonar, nos preguntamos si sus grandiosos y desconcertantes efectos orquestales podrán algún día desasociarse del filme.
El amanecer de la introducción orquestal de Strauss, que murió reiterando que ésta era su mejor obra, siendo el único compositor moderno alabado tanto por clásicos y románticos como por vanguardistas y postmodernos, representa la salida del sol y afirma en los acordes finales que quizá sea posible lograr una nueva autenticidad, pues al comienzo todo es posible, al no existir gigantes que derrotar ni dioses que venerar.
La necesidad humana de explicarse historias con final nítido
Al final de la película, no hay puesta de sol. El único comienzo posible para el ser humano que deja su astro es buscar un nuevo sentido a fronteras interplanetarias que ya no tienen los mismos amaneceres y ocasos, al cuestionar el reflejo de otros soles y lunas.
Al final del filme, el tripulante de la nave Discovery 1 Dave Bowman, uno de los dos humanos que ha viajado despierto desde el inicio del filme, deberá vérselas con HAL 9000, la computadora heurística que nos hace asomarnos a las contradicciones humanas y recordar un maquiavelismo muy “humano”, el mismo que el Claudio de la novela homónima de Robert Graves expresa sobre Livia, tercera mujer del emperador Augusto y hábil envenenadora de quien se interpusiera entre ella y sus objetivos.
La desconexión de HAL 9000, que ha aventurado su voluntad de dominación sobre el hombre (algo tan nietzscheano y, de nuevo, “humano, demasiado humano”) en su partida de ajedrez con el otro tripulante despierto, Frank Poole, nos sumerge en un viaje en la conciencia y el espacio que se dirige hacia los límites de la física (y la filosofía), más allá del horizonte de sucesos. Puerta-monolito, viaje a velocidades impensables, y el no lugar en forma de habitación estilo Luis XVI: Dave Bowman se
Más allá de la puerta-monolito, el viaje exploratorio es también de la percepción, y la llegada a la habitación blanca estilo Luis XVI, y la gran pregunta de Bowman: la necesidad del ser humano de encontrar un sentido metafísico incluso a lo que está más allá de lo que este descendiente remoto de los simios que abren la película puede “comprender” según sus nociones.
La necesidad de certidumbre de Ernst Mach y la especulación de David Deutsch
Acostumbrados a los virajes trillados, a los finales cerrados, a los finales abiertos que sabemos dónde acaban, colocarse más allá del horizonte de sucesos nos incomoda tanto como el efecto de las teorías más especulativas de la física teórica (teoría de cuerdas, el multiverso cuántico al más puro estilo David Deutsch, etc.) sobre los físicos más rigoristas, descendientes de un modo u otro del positivismo de Ernst Mach (para quien no había que considerar nada especulativo que no pudiera comprobarse empíricamente).
Sin salir de los meses calurosos y caldeados de 1968, sobre todo en las calles de París o Praga, cualquiera podía acercarse a una sala y, sin necesidad de ninguna sustancia psicotrópica, sumergirse en un rico viaje tan abierto a la interpretación alegórica como la música de Richard Strauss o la obra de Nietzsche a la que su apertura sinfónica usada por Kubrick hacía referencia.
Saliendo del cine, o volviendo a la tierra, 1968 estaba abierto a nuevas posibilidades, pues el relevo generacional soñaba con superar los atavismos y prudencia de la generación de la reconstrucción. Al otro lado del Atlántico, los universitarios estadounidenses rechazaban el intervencionismo geopolítico y sus consecuencias sobre poblaciones oprimidas, aliándose a la vez con quienes luchaban por los derechos civiles.
En Estados Unidos, 2001: A Space Odyssey se estrenó el 3 de abril. En el Reino Unido y otros países europeos, la película se proyectó el 15 de mayo del mismo año. Las huelgas y movilizaciones en el Barrio Latino de París y otras ciudades francesas habían empezado el 2 de mayo y no acabaron hasta el 23 de junio del mismo año. A su finalización, pensadores como Michel Foucault quizá se frotaran las manos: los más lúcidos comprendían que la postmodernidad augurada por Nietzsche se manifestaba ante sus narices.
Otras primaveras
El 4 de abril de 1968, un día después del estreno de la película de Kubrick, Martin Luther King Jr. moría asesinado. Discursos, artículos, epistolario y leyenda empezaron a confundirse y, muerto el símbolo, todo el país empezó un largo e implacable proceso de canonización de la figura, realizando en paralelo un eugenismo de sus ideas para adaptarlas a lo que la población estadounidense estaba dispuesta a oír: fenómenos como la emigración blanca a los suburbios (“white flight“), la transformación del sur demócrata en área inexpugnable de los republicanos, o las discretas pero implacables barreras geográficas e institucionales que sustituyeron a los peores años de las leyes Jim Crow, garantizaron el continuismo de la ingeniería social estadounidense, tan influida por el eugenismo.
En la Costa Oeste, la bahía de San Francisco había celebrado el verano anterior su Summer of Love, donde se había fraguado la polinización cruzada de música, psicodelia, literatura beatnik y cibernética. La “contracultura” quería influir sobre la aumentación humana no sólo con sustancias, sino con mejores herramientas, “bicicletas para la mente”, desde aceleradores de tareas a utensilios que permitieran realizar nuevos procesos.
Sin abandonar el turbulento 1968, y apenas unos meses después del asesinato de King y antes de que acabara el año, el ingeniero y académico de Stanford Douglas Engelbart presentaba, con ayuda de William K. English, una visión de las tecnologías que debían actuar como interfaz para acelerar la interacción entre persona y computadora. En esta presentación, bautizada como “Mother of All Demos”, harían su primera aparición los utensilios informáticos que forman parte de nuestro mundo cotidiano.
La evolución del trotskismo de salón
Habría que esperar una década para que las tecnologías informáticas concebidas para la “Madre de todas las demos” se materializaran en los primeros ordenadores personales con cierto impacto comercial y utilidad reconocida por un público no experto.
Y claro, un año más tarde la informática experimental contribuyó al éxito tanto del alunizaje del Apollo 11 como de su retransmisión televisiva, gracias al uso de antenas y repetidores en tres puntos: Estados Unidos, Australia y España.
Medio siglo más tarde, sabemos que no ha habido “fin de la historia”, sino que ésta parece rimar. Asimismo, seguimos mostrando la incomodidad del positivismo más militante ante cualquier incertidumbre, cuestión ética o metafísica que no pueda cuantificarse ni quepa en una fórmula o probeta.
Con respecto a las supuestas conquistas de Mayo del 68, queda a la vista la evolución ideológica de quienes trataron de aliarse entonces con el movimiento obrero y comprendieron que su lucha era otra… y sigue siéndolo desde entonces: los trotskistas de entonces se convirtieron en los garantes del capitalismo triunfante de la escuela de Chicago, siguiendo en ocasiones un —al menos honroso— recorrido vital e ideológico paralelo a Christopher Hitchens o a Daniel Cohn Bendit, o convirtiéndose en caricaturas de lo progre como esos californianos que juran mantenerse en la vanguardia de la izquierda mientras, a la vez, bloquean cualquier promoción de apartamentos que estropee sus vistas.
Exhibicionismo: el confesorio postmoderno
En cuanto al medio siglo transcurrido desde el asesinato de Martin Luther King Jr., es cierto que Estados Unidos tuvo un presidente afroamericano, como también lo es que, tras sus dos mandatos, muchos de sus votantes confiaron la papeleta a una caricatura fascistoide.
El final especulativo de la película de Kubrick estrenada entonces sigue sosteniéndose y dejándonos con un palmo de narices, y ni siquiera filmes bien resueltos sobre temáticas similares, como Interstellar (Christopher Nolan, 2014), nos hunden en el sillón hasta sacar de nosotros el sudor frío del aprendiz de hechicero ante la perplejidad metafísica.
Donde nos pareció haber avanzado mucho, no lo hemos hecho tanto. Eso sí, el final de 2001: Una odisea del espacio sigue abierto, y eso es una buena señal.
Los atisbos distópicos que observamos en fenómenos como la “hipertransparencia” de los usuarios, que parecen haber sustituido el confesorio religioso por la incontinencia en Internet, o el riesgo de que el rastreo digital y la propaganda personalizada difuminen el consenso sobre el significado de las cosas, ponen a prueba los modelos “menos malos” que la humanidad ha conocido hasta ahora, como la sociedad abierta en democracias liberales.
Quizá los acontecimientos de los próximos años aceleren soluciones que difícilmente pasarán por dejar todo en manos del solucionismo tecnológico.
A lo mejor nos encontramos con la sorpresa de que, en una década, la disciplina más valiosa y necesaria de la educación superior (o equivalente) sea la filosofía.
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