La historia quizá no se repita, pero rima, y los futuros probables a los que nos asomamos a través de la ciencia ficción más recomendable nos sitúan ante grandes dilemas humanos. Los dilemas son los mismos, lo imprevisto nunca es idéntico, y lo resultante rima con la historia.
La ciencia ficción parte de la interpretación de nuestras obsesiones personales y colectivas, e intenta vislumbrar derivas probables en un lugar y un momento que no son exactamente los nuestros, lo que elude la ansiedad y aporta la perspectiva necesaria de cualquier evocación.
El silencio de las ciudades contemporáneas durante la cuarentena, con las calles cuidadas y el orden tenso y cargado de electricidad propio de las situaciones extraordinarias, se aleja mucho del paisaje arrasado y posapocalíptico que Cormac McCarthy evoca en La carretera, que ya asociamos a su adaptación cinematográfica (John Hillcoat, 2009), protagonizada por Viggo Mortensen.
Escribir de oídas
McCarthy publicó la novela, a la vez concisa y evocadora, en 2006, en pleno ascenso triunfante de la economía, antes del colapso de Lehman Brothers y a la subsiguiente recesión y crisis de la deuda en varios países de la UE.
Sin embargo, el ambiente de crisis de civilización trata temas presentes en la «modernidad líquida»: ausencia de valores, fragmentación de convicciones y discursos, relativización de viejos consensos esenciales para una vida en sociedad, dominio del hedonismo inconsciente al que cantan Martin Amis (qué mejor exponente que el deleznable yuppie de puente aéreo de Money), Bret Easton Ellis y Michel Houellebecq…
Dicho por Antonio Gramsci (y pintado por Goya):
«El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos».
La carretera toma la angustia de una época de excesos y triunfalismo superficial para extrapolarla como ambiente dominante en un escenario propio de las derivas del día después.
El ambiente de la novela, tenso hasta rallar la viscosidad, no nos es del todo ajeno, y muchos asisten a la incómoda sensación del déjà vu, el «esto ya lo he leído en una obra de ficción» o el «esto me evoca aquella situación…». Libros, novelas gráficas y trabajos audiovisuales resuenan en nuestro presente desde lugares, momentos y situaciones dispares.
Darwinismo social en un escenario de catástrofe
La carretera dramatiza las posibles derivas de nuestra relación malsana con la naturaleza y los valores colectivos, supeditados a la utilidad económica. Si ocurriera un evento extremo —especula McCarthy— y tanto ecosistemas como sociedad se colapsaran, ¿qué camino tomaría cada uno de nosotros? ¿En quién confiaríamos? ¿Qué valores o acciones podrían contrarrestar el darwinismo social extremo y la ausencia de consideraciones éticas o humanistas?
Un cataclismo que la novela evoca con las escuetas descripciones oníricas propias del estilo del autor, del que desconocemos sus características, ha precipitado el colapso de los ecosistemas y la civilización contemporánea.
Sistemas y cosechas fallidas han dado paso a la destrucción de comunicaciones y suministros esenciales, lo que ha acelerado migraciones, desbandadas a la desesperada y luchas por la supervivencia, dada la incapacidad de proveerse de alimentos o cultivarlos.
El pillaje y el sálvese quien pueda propios del género posapocalíptico alcanzan en esta corta novela una tranquilidad poética que, al final, abre el camino a la esperanza pírrica de nuevos comienzos, alternativos y a pequeña escala.
Dado el caos reinante y la brutalidad de grupos violentos que —descubrimos– han renunciado a cualquier moralidad y no dudan en practicar el canibalismo, un padre se muestra incapaz de renunciar a la esperanza en otros futuros, como sí ha hecho su mujer, incapaz de afrontar el riesgo. Tras la muerte de ésta, el protagonista decide escapar con su hijo (en la película, interpretado por Kodi Smit-McPhee) en un periplo a pie hacia la costa.
Supervivencia moral de una familia diezmada
En este corto relato de carretera por un paisaje natural y suburbano arrasados, asistimos al contraste entre la huida de algunos hacia la deshumanización y la depravación, y el apego de otros a la esperanza, la protección de los indefensos, la solidaridad entre extraños incluso en los momentos más oscuros.
La carretera evoca tanto peligros de un futuro a medida de las tesis de la colapsología, como escenas propias de episodios oscuros de la historia, desde las plagas que aceleraron el colapso romano a la brutalidad y la superstición en los peligrosos caminos de una Europa medieval, diezmada y milenarista, abandonaba a los relatos del fin del mundo tras cada plaga, guerra o sequía extraordinarias.
En un escenario extremo, observamos en la novela, las actitudes propias del abandono conducen a una exploración del descenso humano hacia la brutalidad, con escenas que nos recuerdan episodios reales de todas las épocas.
Pero las mismas condiciones tienen también el efecto contrario entre quienes deciden que merece la pena sostener valores humanos esenciales para que otros comprendan que siempre hay una llama de aspiración y pureza. Es el caso del padre con su hijo, a cuya relación —indestructible en lo esencial, pase lo que pase— asistimos.
La ternura y devoción de un padre con su hijo, tímido y abrumado por una relación difícil con un entorno hostil, permiten que el universo del pequeño pueda sostenerse. Esta misma relación paternofilial habría hecho lo propio en situaciones extremas, tanto las olvidadas como las evocadas por la historia.
El autor sabe de qué habla
En el escenario de este canto a la pureza esencial de algunas relaciones humanas (propias de quienes renuncian a dejarse llevar por la espiral hacia la deshumanización en momentos extremos), asistimos a descripciones de lo cotidiano en un mundo dantesco. Asistimos al rastreo de tiendas ya saqueadas donde siempre es posible hallar algo útil, al tenso escrutinio de extraños en cruces de caminos, pueblos y ciudades en ruinas, y también a los ecos religiosos y survivalistas que van a menudo de la mano en Estados Unidos.
El «preparacionismo» («prepping») contemporáneo está tan ligado a la colapsología y a tesis científicas o pseudo-científicas, como a creencias religiosas propias del milenarismo y la escatología: el advenimiento del Apocalipsis, el arrebatamiento de la Iglesia y otras tesis bíblicas que son interpretadas con celo por el cristianismo más dado a la superstición y las teorías conspirativas.
El auge de Internet y la crudeza de algunos retos contemporáneos, tales como las consecuencias climáticas del calentamiento del planeta y el estilo de vida de un mundo más poblado e interconectado que nunca, hace que colapsología y milenarismo converjan a menudo en foros y grupos de redes sociales en la Red.
Las amenazas propias de la sociedad científica, como la posibilidad de un ataque nuclear durante la Guerra Fría, ceden terreno ante riesgos con ecos en viejas historias metafísicas y religiosas. Observamos inquietos cómo sequías e incendios a escala continental, plagas de langostas y pandemias, suscitan en una parte importante de la población una desconfianza fanática en la opinión experta y científica, mientras cultos y charlatanes diseminan su interpretación delirante de los acontecimientos.
Zeitgeist milenarista
Este trasfondo alcanza toda su envergadura con el estilo de Cormac McCarthy, plagado de la tensión entre técnica y devoción supersticiosa propia de un cierto carácter estadounidense, presente en el mundo de William Faulkner, pero también en los desmanes tragicómicos de la Casa Blanca, donde caben escenas propias de Larry Flynt y del arrebatamiento al que aguardan los numerosos asesores de confesión evangélica.
Entre los productos más buscados por los supervivientes del cataclismo que no han sucumbido al canibalismo de las bandas de merodeadores de caminos, se encuentran los alimentos no perecederos, tanto los procedentes de la vieja distribución como los acumulados por la población que ha perecido o ha sido asesinada.
Entrar en las viviendas abandonadas se convierte, por tanto, en un riesgo necesario, pues la mentalidad de acaparamiento propia de tiempos inciertos ha jugado su rol en el imaginario colectivo. Poco después, cuando muchos han sido incapaces de resistir a la angustia de un mundo en caída libre o han fallecido debido al caos y la violencia, muchas existencias aguardan a ser descubiertas.
Así, cuando los protagonistas de La carretera se adentran en una casa apartada por si hubiera algo de valor en esos momentos: alimentos y utensilios de supervivencia. El resto, propio de la escalonada pirámide de las necesidades humanas en sociedades complejas, pierde su valor en un mundo salvaje y sin infraestructuras.
«Doomsday homes» y otros artilugios
La vivienda no está abandonada y, al observar que alguien se aproxima, los protagonistas tratan de ocultarse, pero descubren que el sótano es, en realidad, una macabra despensa de supervivencia: distintas personas yacen hacinadas, a la espera de que les llegue el turno como alimento de los moradores.
En la huida a la desesperada del padre y su hijo, Cormac McCarthy se saca de la manga un elemento contemporáneo de la mentalidad survivencialista, especialmente presente durante los años de la amenaza atómica, y hoy asociada a riesgos percibidos más asociados a la biología o el clima que a la actuación orquestada de una potencia extranjera. Ambos topan de manera fortuita con un búnker subterráneo repleto perfectamente oculto y provisto de alimentos y utensilios esenciales para semanas.
Estos escondrijos survivalistas o «casas del fin del mundo» no son una realidad de comunidades aisladas en la América profunda, sino que inspiran instalaciones ocultas en la vivienda o la residencia vacacional de muchos empresarios, con una representación superior a la media de personalidades del mundo tecnológico. El New Yorker y Vanity Fair han dedicado sendos reportajes al fenómeno.
Los mencionados artículos, como el público, deciden recrearse en especificaciones técnicas del continente (el diseño, las características y el precio de estas «doomsday homes») y eluden la única lección racional que estas instalaciones podrían ofrecer: el meticuloso acopio de agua y alimentos no perecederos para hacer frente a situaciones desesperadas.
Qué compra la gente en tiempos inciertos
En su artículo para Vanity Fair, Adam Popescu describe la desconfianza que nutre la mentalidad de los propietarios de un búnker doméstico —siempre próxima a la misantropía, la paranoia y el temor profundo del colapso de la sociedad en la que uno vive—.
Y, sin embargo, el carácter supuestamente ridículo de algunos de los eventos mencionados en el artículo parece lograr otro tono en medio de una pandemia, cuando la mitad de la población mundial está sometida a distintos grados de confinamiento para evitar el crecimiento exponencial del nuevo virus, y cuando millones de niños deberán acabar el curso a través de aulas virtuales (al menos, así lo harán quienes cuentan con la infraestructura necesaria y con docentes y padres que puedan asistir en la tarea).
La edición europea de Politico dedica un artículo al acopio que italianos, franceses y británicos hacen de productos esenciales.
Más allá del acaparamiento de papel higiénico, otras decisiones de compra parecen seguir una mayor racionalidad: en el apartado del cuidado personal, aumentan radicalmente los productos de limpieza, protección y farmacéuticos. En alimentación, se disparan los alimentos esenciales y de carácter no perecedero, y se estancan los productos correctamente percibidos como costosos y prescindibles, desde la cosmética y las bebidas espirituosas a los complementos para el hogar y el jardín.
Si hacemos caso al estudio publicado por Politico, la población ha adaptado la cesta de la compra a una situación extraordinaria, propia de las grandes catástrofes o de la economía de guerra.
La realidad posapocalíptica que decidimos eludir
Volvemos a la novela de Cormac McCarthy. Habíamos dejado a padre e hijo en el interior de esa despensa subterránea «prepper» perfectamente oculta y aprovisionada. La familia menguada, dispuesta «mantener la llama» de los valores que representaban el momento luminoso de una sociedad ya desaparecida, decide reponer fuerzas y permanecer unos días en el interior del habitáculo. Afuera, la banda que ocupa la vivienda aledaña no sospecha del escondrijo.
Antes de abandonar el lugar, padre e hijo se acicalan lo mejor que pueden y disfrutan de un banquete, usando un poco más de las provisiones que no podrán acarrear consigo. Para el padre, es un festín en toda regla que bien se merece una indulgencia, en forma de cigarrillo final, del mundo desaparecido.
El periplo seguirá.
Confinados en un mundo que se tiene en pie y en el que podemos acceder a la novela mencionada —o su adaptación cinematográfica— de manera instantánea gracias a la Red, podríamos preguntarnos qué tal nos iría si las circunstancias nos pusieran en el pellejo de los protagonistas de The Road.
Muchos artículos han descrito el efecto empático y solidario que ha suscitado la crudeza de la pandemia en sociedades que han eludido grandes guerras y catástrofes en su territorio durante décadas, donde la memoria de los desastres del pasado se desvanecía a medida que fallecían los últimos testigos de eventos o atrocidades «de otro tiempo».
Nadie parece haber reparado que, si en ciencia ficción el futuro ya está aquí, pero distribuido de manera desigual, la crudeza de los tiempos posapocalípticos también ha permanecido con nosotros, aunque nos hayamos negado a reconocerlo y aprendido a silenciarlo, al carecer de empatía frente a los que sufren de manera estructural.
La deshumanización de las personas que sobreviven en las aceras de las grandes ciudades, en ocasiones con niños que han visto atrocidades en guerras no tan lejanas, no es más que la cruda materialización en nuestras calles del estado de alerta física y mental que acecha a nuestro protagonista hasta conseguir lo que se propone.
El mundo posapocalíptico de La carretera siempre ha estado aquí, aunque distribuido con disparidades.