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¿Civilización de plástico? De las testae al plastiglomerado

Durante décadas un barrio obrero demasiado alejado del centro para atraer a nuevos residentes, Testaccio es hoy uno de los lugares más en boga de Italia.

Los visitantes más despistados desconocen que la colina que domina el sitio, monte Testaccio, es un antiguo vertedero de ánforas romanas (“testae”), y testigo de la pujanza comercial de la metrópolis clásica. Y así, ante la indiferencia de los lugareños, una pila suficientemente grande de trozos de terracota creó una montaña.

Dos milenios después de la consolidación de este vertedero de ánforas, en 2014, los científicos hallaron en las playas de Hawaii un nuevo tipo de “piedra”. El supuesto mineral estaba compuesto de arena, desechos orgánicos, roca volcánica y plástico derretido.

Ilustración del monte Testaccio (1625)

Debido a su composición, los científicos propusieron un nombre que hiciera referencia a las basuras y desechos plásticos mezclados con otros materiales: plastiglomerado.

El desecho del Antropoceno

Si la colina romana de ánforas rotas es un testimonio simbólico del comercio de aceite en la Época Clásica, el surgimiento del plastiglomerado será reconocido como el mineral del Antropoceno, compuesto a partir de desechos humanos en una era geológica condicionada por nuestra actividad.

A diferencia del plástico flotante en el océano u ondeante en cunetas, árboles y descampados de todo el mundo, la terracota es barro cocido y no supone un peligro para la flora y fauna.

La sopa de plástico que se desplaza en en giro del Pacífico Norte, por extensión el mayor vertedero descontrolado del mundo, afecta la vida de microorganismos, fauna marina y aves de la zona.

Las partículas plásticas entran así en una cadena trófica de la que formamos parte: bifenilos policlorados (PCB), DDT, hidrocarburos (HAP), y retardantes de llama bromados (BFR).

Efectos secundarios de determinados plásticos

Los compuestos plásticos que más recurren a retardantes de llama bromados, los PBDE, concentran neurotoxinas en contacto con la población y el medio ambiente debido a su uso en espumas, plásticos de productos electrónicos, alfombras, sillones, almohadas y otras aplicaciones de uso cotidiano.

Se han detectado neurotoxinas derivadas de BFR en el aire de ciudades, el polvo en hogares y oficinas, pero también en los sedimentos y animales marinos que habitan los lugares más remotos. Estas sustancias actúan como interruptor endocrino, alterando el equilibrio hormonal de organismos como el propio cuerpo humano.

A inicios de nuestra era, Roma había establecido un mercado productivo y logístico para sus productos más preciados: el aceite, la vid y el trigo. Los restos de ánforas repletas de aceite que arribaban a Ostia desde Hispania y el norte de África originaron un vertedero que, olvidado, se convirtió en una colina romana más, el monte Testaccio (monte de las “testae”)

El monte Testaccio es, en comparación con nuestra incontinencia plástica, un pequeño y elegante tiesto partido en trizas y reconstruido con gusto geológico.

El plastiglomerado, por el contrario, no ha hecho más que nacer en términos geológicos. Los primeros cálculos sobre producción y consumo mundial de plástico, arrojan cifras difíciles de comprender a escala cotidiana: el mundo ha consumido 8.300 millones de toneladas métricas de plástico desde 1950, u 8,3 kilómetros cúbicos de plástico.

Vertederos y moles de civilizaciones pasadas

En función de la densidad de los distintos polímeros de plástico, el valor de una tonelada métrica es aproximativo a un metro cúbico de volumen. Desde finales de la II Guerra Mundial, habríamos consumido un volumen de plástico equivalente al contenido de más de 3 millones de piscinas olímpicas.

O habríamos acumulado, en poco más de medio siglo, 15.000 montes Testaccio de plástico (eso sí, diseminado sin concierto en todo tipo de lugares, e incapaz de retornar a la naturaleza con la elegancia del barro cocido).

Otro símil a escala de civilizaciones: el plástico no reciclable acumulado en los vertederos podría alcanzar en 3 décadas 12.000 millones de toneladas métricas, o el equivalente en peso a 2.000 pirámides de Guiza (este monumento funerario tiene un peso estimado de 6,5 millones de toneladas).

El monte Testaccio (también monte dei Cocci), de la nomenclatura original latina Monte Testaceo (imagen de Ik Koskinen)

Testaccio es, por el contrario, un bello lugar sobre el que pasear. Un vertedero centralizado y no contaminante, incapaz de hacer daño a la flora y fauna, o de liberar neurotoxinas que afectan la cadena trófica. Sus 36 metros de altura actuales (la colina fue mucho más alta durante las invasiones bárbaras) son el resultado del apilamiento durante 250 años de trozos de terracota de contenedores que habían transportado aceite desde lugares como la Bética, Tripolitania o Bizacena hasta la capital.

Una colina artificial romana y el aceite de la Bética

El vertedero, con una superficie de 20.000 metros cuadrados que oculta 580.000 metros cúbicos de trozos de ánfora (equivalente al contenido de 232 piscinas olímpicas), fue concebido intencionadamente y siguiendo un plan arquitectónico -muestran las excavaciones-. Dos milenios después, el lugar, que da la impresión de no haber cambiado nunca, es una más de las colinas de la ciudad.

Sin un problema de desechos en la Roma imperial, Testaccio no habría existido. Sus bancales muestran la metódica disposición de interminables sedimentos que constituían un problema público para los romanos.

Olvidado su uso original después de la caída de Roma, los habitantes de la ciudad convirtieron el vertedero en lugar de paseo habitual ya en el XIX. Y, sin quererlo, el olvidado centro de desechos volvió a la historia italiana con honores: Garibaldi defendió Roma desde su loma, en torno a la cual crecería después un barrio obrero.

Los jóvenes que han convertido en los últimos años el antiguo barrio obrero de Testaccio en centro de tendencias y experimentación, se congregan en torno a una montaña que requirió 56 millones de ánforas rotas que habían transportado 6.000 millones de litros de aceite a inicios de nuestra era.

Materiales diseñados sin pensar en la posteridad

La frenética actividad de los restaurantes y bares chic de Testaccio quedaría empequeñecida frente al ritmo de apilamiento de desechos de ánforas desde el I siglo a.C. al tercero de nuestra era: la ciudad depositaba en el sitio, con la ayuda de esclavos y animales de tiro, 130.000 restos de ánforas al año, que eran recubiertos periódicamente con cal para evitar el olor a aceite rancio cocido por el sol.

Si no había el equivalente administrativo de las actuales autoridades metropolitanas de gestión de desechos y comunicaciones, poco faltaba para ello en la Roma de patricios estoicos y populacho hacinado en ínsulas, entre el que se extendía el credo apócrifo de un mártir de la remota y pobre provincia de Judea, medio peripatético medio místico zoroastra.

¿Puede un vertedero acabar siendo bello? Monte Testaccio, Roma (imagen de Sergio Marchi)

Hoy sabemos que cuatro siglos de desechos de terracota vertidos en un mismo lugar pueden originar una colina sin la cual los romanos no imaginarían a su ciudad. ¿Qué ocurrirá en el futuro, cuando nuestros descendientes se enfrenten a los restos de materiales sintéticos que, desde el auge del petróleo a partir de la II Guerra Mundial, sustituyen a los materiales del pasado?

Al lado del consumo actual de plástico, el comercio de ánforas romano es una nimia anécdota perdida en el tiempo: si bien el tamaño de la Roma clásica pudo superar el millón de habitantes, todo el Imperio Romano albergaba 56,8 millones a inicios de nuestra era (en comparación, sólo la Italia actual cuenta con más habitantes, el impacto medioambiental de los cuales es muy superior).

La aceleración del mundo reconocible

En el siglo II d.C., en tiempos de la plaga antonina y del emperador estoico Marco Aurelio, la población romana, mucho más urbanizada que la de la Europa medieval, alcanzó su máximo apogeo, en torno a 60 o 70 millones de personas. En ese momento, el Monte Testaccio era ya el gigantesco vertedero convertido en montaña.

La actividad y tecnología humanas no evolucionaron radicalmente desde el apogeo romano hasta inicios de la Revolución Industrial, cuando la mecanización y el establecimiento de la propiedad como derecho inalienable aceleraron la producción de bienes… y desechos.

Primero, los productos textiles (denominados indianos por la procedencia de las materias primas, desde el índigo al algodón) y la división moderna y aprovisionamiento de la vivienda burguesa (por primera vez, menaje y mobiliario se producen en masa), activan el mercado de los productos de consumo.

A finales del siglo XIX, las protestas obreras y la mejora de las condiciones de vida de una clase media consolidada sentarán las bases de un mundo cada vez más parecido al actual: las invenciones al alcance de unos pocos se hacen asequibles a medida que se popularizan (primera cámara fotográfica doméstica Kodak, electrificación doméstica, Ford T, aparato de radio, teléfono, Ford T…).

“Cocci” o “testae”: los trozos de ánfora que conforman el monte Testaccio (imagen de Hans Dinkelberg)

Al mismo tiempo el primer televisor al alcance de la clase media más próspera al fin de la II Guerra Mundial, la de Estados Unidos, diseñadores industriales y fabricantes de la pujante industria de productos de consumo experimentan con nuevos materiales: los diseñadores estadounidenses Charles y Ray Eames se atreven con el mobiliario de contrachapado y, por primera vez, de plástico. Pronto, el plástico estaría en todas partes.

De las ánforas a los recipientes de plástico

Los embargos y bloqueos del período entre las dos guerras mundiales han dañado la producción y distribución de materiales procedentes de cultivos localizados, como el caucho (primero concentrado en el Amazonas, luego en las colonias asiáticas) o los derivados de cultivos como la soja, estimularán la investigación científica en derivados del petróleo.

Tras el fin de la II Guerra Mundial se generaliza el uso de materiales derivados del petróleo, tanto por sus prestaciones como por la abundancia y control geoestratégico de los yacimientos de esta energía, que determinarán la política mundial hasta nuestros días. En apenas unos días, el caucho sintético y, sobre todo, los polímeros de plástico, han pasado desde las aplicaciones experimentales en período bélico a dominar el mundo.

Por su facilidad de producción, resistencia y adaptabilidad, el plástico sustituiría a materiales más costosos, desde metales y minerales a materiales de origen vegetal y animal, con varias consecuencias. Surgen productos más fáciles de producir y más moldeables, pero que duran menos y envejecen peor.

Fotografía histórica de Testaccio: los romanos rociaban las sucesivas capas de “testae” con cal para paliar el olor a aceite rancio

En paralelo, la población mundial aumenta (1.000 millones de habitantes en 1804, 2.000 en 1927, 3.000 en 1960, 4.000 en 1974, 5.000 en 1987, 6.000 en 1999) y se urbaniza rápidamente (en 1960, el 34% de la población mundial vivía en ciudades, por un 54% en 2014), y en los productos de consumo de un mercado urbano y global domina un producto fácil de producir, barato y no biodegradable: el plástico.

Plástico: el éter de una sociedad extractiva

La producción de plástico no ha hecho más que acelerarse, y se calcula que sólo se recicla el 9% del plástico consumido. El resto se acumula en productos todavía en uso, bienes descartados todavía en posesión de sus antiguos usuarios, vertederos y -más preocupante- cualquier otro rincón del planeta, calcula un estudio de la Asociación Estadounidense para el Avance Científico.

El plástico a la deriva en el océano se asoma con cada vez más frecuencia a la orilla de las playas más remotas de la Polinesia, el Cono Sur latinoamericano o un Ártico que pierde su hielo perpetuo: mientras en las regiones remotas de la costa ártica de Siberia el deshielo descubre una inmensidad de colmillos de mamut, el mar abierto permite que los desechos plásticos a la deriva se extiendan hasta los rincones más remotos.

En un entorno diametralmente opuesto, la difusa frontera entre el Sahara y las regiones fértiles del Magreb, los desechos plásticos (sobre todo bolsas) en torno a carreteras y ciudades alcanzan tal extensión que gobiernos como el marroquí tratan de atajar el problema.

En lugar de montañas de “testae”, los vertederos -controlados e informales- de la actualidad tratan de engullir el plástico descartado, una pequeña porción del cual es reciclable. El resto acaba en vertederos o acaba depositado en el medio a merced del viento y los cursos de agua, acabando a menudo en el mar.

Desvirgando playas del Pacífico Sur

En dos milenios, no ha cambiado tanto el comportamiento como el material: seguimos diseñando objetos más frágiles que el material con que son elaborados. Desaparece el uso, permanece el material, convirtiéndose a menudo el problema.

En la era de los compuestos sintéticos, el coste relativo de los bienes se ha reducido hasta valores marginales cercanos a cero. Pero los desechos biodegradables del pasado han sido sustituidos por desechos de polímeros de plástico, que permanecen en el entorno sin deshacerse en forma de partículas que enriquezcan el suelo durante su lenta descomposición.

El monte Testaccio, visto desde el barrio del mismo nombre (imagen de “Stef”)

La loma del Everest, los desiertos más remotos, las regiones polares, los lagos de alta montaña más inaccesibles o los rincones más remotos del océano Pacífico acumulan plástico que, si no es recogido con algún método costoso, permanecerá sin descomponerse durante un milenio.

Las bolsas de plástico de uso cotidiano tardan, en función del material usado, entre una década y un milenio en descomponerse, mientras las botellas de plástico que acaban en nuestras manos con tanta facilidad necesitan 450 años para volver al medio en forma de partículas.

Un mundo de montes Testaccios de plástico, sin planificación ni control, conduce a fenómenos como pequeñas islas de plástico a la deriva en el Pacífico, o mareas que de desechos que convierten islas paradisíacas del mismo océano en vertederos (es el caso de Henderson, una de las islas Pitcairn).

Plástico en el mundo emergente

Hasta el momento, los intentos de regular el uso de bolsas y botellas de plástico, unos a las campañas de concienciación sobre el reto de la gestión de desechos, han tenido un impacto demasiado localizado y reducido: los polímeros de plástico son un material esencial incluso en la tecnología de protección medioambiental.

El uso de plástico biodegradable es todavía marginal, y la popularización de bolsas y contenedores de bebidas y alimentos reutilizables no contrarresta el aumento de la producción de plástico no reciclable.

De los 8.300 millones de toneladas métricas de plástico consumidas desde 1950, 6.400 millones de toneladas métricas cayeron en desuso y se convirtieron en desecho:

  • el 79% del cual aguarda su lenta descomposición en vertederos o el medio ambiente;
  • un 12% del plástico en desuso ha sido incinerado;
  • y el 9% ha sido reciclado.

Para Roland Geyer, académico de la Universidad de California en Santa Bárbara y autor del estudio sobre consumo de plástico en el mundo, la cifra que mejor captura la evolución de nuestra era con el plástico es la aceleración de su consumo en los últimos años: el mundo ha producido tanto plástico en los últimos 13 años como en el medio siglo precedente.

Recurriendo a la técnica “ruina montium”

El estudio coordinado por Geyer expone que el crecimiento exponencial en producción de plásticos se debe a la expansión del sector del embalaje, seguido del mercado de polímeros para construcción y el de proveedores de fabricantes automovilísticos.

Los principales fabricantes tecnológicos invierten en campañas que publicitan su embalaje reducido, pero las cifras aportan otra realidad ajena al maquillaje de las buenas relaciones públicas y una prensa históricamente condescendiente con el sector tecnológico (el fenómeno del periodismo “fanboy” requerirá ensayos debidamente documentados en las próximas décadas).

Del mismo modo, el estilo de vida publicitado de una minoría concienciada de consumidores, atenta al uso de recipientes y contenedores reusables, no contrarresta el uso global de contenedores de alimentos y envoltorios de plástico de un solo uso.

Una colina creada a partir del apilamiento concienzudo de restos de ánforas (imagen de Tyler Bell)

El mercado del plástico en los países desarrollados crece a un ritmo más moderado, y tanto Europa como Japón registran cifras de reciclado más elevadas que Estados Unidos, cuya importancia pierde fuelle en este sector a medida que China, India o Brasil producen más bienes de consumo (sólo China acapara el 28% de la producción de resina y el 68% de la producción de fibra plástica).

Se ha predicho la caída de la producción y el consumo del petróleo y sus derivados desde la crisis originada por sus principales exportadores en 1973, pero nuevos yacimientos en lugares antes inaccesibles y técnicas poco costosas para explotar el gas de lutita frenan el precio del barril de petróleo y, de paso, ahondan el impacto medioambiental de este combustible (el gas de lutita se obtiene fracturando la roca hidráulicamente, una técnica que recuerda las técnicas de minería romanas, que originaron paisajes montañosos como el de las Médulas, en la comarca española de El Bierzo (León).

La preocupante marginalidad del plástico biodegradable

El sistema usado por los romanos en las Médulas no engaña engaña en su nomenclatura: “ruina montium”: provocar el colapso de formaciones rocosas con técnicas hidráulicas.

¿Será la gestión de los desechos plásticos no reciclables la “ruina montium” de las generaciones venideras o, por el contrario, surgirán sistemas capaces de crear el equivalente contemporáneo al monte Testaccio?

El impacto medioambiental en poco más de medio siglo de producción plástica derivada del petróleo es difícil de calcular, desde el surgimiento del plastiglomerado al efecto de las neurotoxinas derivadas de la entrada de sustancias plásticas en la cadena trófica mundial.

A falta de una regulación más estricta sobre producción y consumo de plásticos no reciclables y potencialmente peligrosos, las fuerzas económicas determinan su expansión en los últimos años en países con laxas leyes medioambientales y políticas de reciclaje apenas incipientes.

Roland Geyer augura una difícil transición desde el uso de plásticos derivados del petróleo a materiales equivalentes con capacidad biodegradable o ciclo ininterrumpido de vida útil.

Después del utilitarismo

La escasez de petróleo no evitará la producción de plástico en las próximas décadas, ya que los polímeros emplean una minúscula fracción del consumo mundial de hidrocarburos.

Sólo la presión ciudadana y una mayor concienciación en todo el mundo sobre las principales desventajas del plástico reducirá su consumo a los nichos donde los polímero son imprescindibles. De momento, hay plástico para rato.

Quizá los montes Testaccio del futuro se puedan reducir a un nuevo archipiélago de sopa plástica a la deriva en el Pacífico; para evitar un problema mucho mayor, deberán surgir técnicas para acelerar la descomposición de estos desechos.

Plastidistopías

De lo contrario, sólo quedará confiar de la responsabilidad de consumidores, productores y reguladores. Demasiada demanda ética en un mundo que ha demostrado su disposición a elegir el confort utilitarista a la mesura.

Lo queramos o no quienes somos conscientes del uso de cada bolsa de plástico o recipiente prescindible, la huella de nuestra actividad en la tierra no se contará a la larga en bellas sagas épicas, sino en montañas de plástico.

Quizá microorganismos y técnicas que todavía desconocemos actúen con mayor celeridad que los responsables del Antropoceno para limitar la proliferación de plastiglomerado.