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Cómo cultura y distancia difusa afectan la manera de viajar

Una de las grandes tragedias de la búsqueda de aventuras seguras durante trayectos por el mundo es volver con la sensación de que ha sido difícil abandonar el confort de marcadores que aportan la conveniencia de una familiaridad prefabricada. Al fin y al cabo, ¿no es «aventura segura» un oxímoron?

Sistemas de transporte, vías de comunicación, paisaje observado en movimiento y sin tiempo de reflexión, restaurantes, hoteles, ocio y marcadores de refinamiento, cultura y prosperidad… Todo converge.

La tríada del tatami, el shōji y el washi; nagori + wabi-sabi

Los conceptos de proximidad y distancia no pueden ser los mismos en la era de la Internet ubicua y los vuelos de bajo coste. Después de la II Guerra Mundial, la aceleración de los transportes de pasajeros y mercancías, la ubicuidad de los medios, la expansión de la imagen como cultura dominante y la nueva fragmentación de mensajes culturales avanzan ya la cultura que vendrá después.

Recorrer el mundo sin salir (mentalmente) del salón

Pero la supresión apresurada de todas las distancias, fenómeno sobre el que escribía ya en 1950 el filósofo existencialista Martin Heidegger, no aporta una proximidad inteligible y de calidad, sino un acceso continuo a lugares desarraigados del emplazamiento geográfico donde han sido construidos, en los que predomina una cultura homogénea, materialista y con un común denominador: hacer que el viajero que trata de no abandonar el salón de su casa se sienta precisamente allí, en el salón de casa.

«Lo que ocurre es que esta supresión apresurada de todas las distancias no trae proximidad: la proximidad no consiste en la poca distancia. Lo que, gracias a la imagen del cine y el sonido de la radiodifusión, se encuentra lo menos alejado de nosotros, nos puede quedar muy lejos. Lo que en la distancia está inmensamente lejos, puede encontrarse cerca nuestro. La corta distancia ya no está al lado. La vasta distancia ya no es lejanía.» (Martin Heidegger, La cosa, 1950).

La penalización de viajar abandonando los lugares comunes que el contexto marcará a lo largo del camino (señalados con sutiles reclamos en forma de alertas de teléfono, reseñas en guías de viaje a medio leer y comentarios prescindibles de quienes previamente han pasado por allí, procedentes de nuestro mismo entorno y, por tanto, con nuestra misma concepción de la realidad), es el vértigo de viajar como antes.

Adentrarse en un territorio desconocido, al margen de la zona balizada del mundo sin distancia, empatizar con otras personas, esforzarse por comprender otras expresiones y hacer comprender las propias, agudizar el oído y desempolvar los idiomas que conocemos… Reencontrarse, en definitiva, con la duda, los matices y la relativización de la utilidad.

El desarraigo y los nuevos marcadores de pertenencia

¿Qué concepción de la realidad se impone al viajero? ¿Tienen la metafísica, la construcción del lenguaje y el concepto de la realidad algo que ver con nuestra mirada y experiencia? Bastará tratar de abandonar con cierta seriedad nuestro anclaje geográfico y cultural y abrirnos a otra concepción de las cosas (preferiblemente, en alguna civilización con su propia cosmogonía ancestral, como Asia), para comprender quiénes somos en realidad y por qué entendemos el mundo como lo hacemos.

La condición humana tiene una raíz y, lo queramos o no, somos fruto de un acervo y una visión metafísica que compartimos con la familia, escuela y sociedad donde hemos madurado (algo que ocurre incluso —o sobre todo— cuando, críticos con lo que observamos, queremos alejarnos de este acervo compartido).

En el convulso siglo XX, pensadores aparentemente tan enfrentados como Martin Heidegger y Simone Weil criticaron el «desencantamiento» de la sociedad burocratizada y la violencia de la educación pensada para encajar a la perfección dentro de tareas tan deshumanizadoras como las repeticiones monótonas de una cadena de montaje o la introducción de referencias en algún sistema administrativo.

Martin Heidegger en su cabaña de la Selva Negra

Quienes trabajaron o estuvieron cerca de Simone Weil, como el filósofo y escritor francés Gustave Thibon, destacaron el carácter de la activista y filósofa como el más coherente que habían conocido entre el pensamiento y la acción.

Thibon la recibió en 1941, cuando las leyes raciales del régimen de Vichy impedían a Weil seguir con sus estudios; el primer encuentro no pudo ir peor, y el filósofo encontró a una chica débil y en desacuerdo con todas sus ideas. Poco a poco, la resignación dio paso al aprecio mutuo. Thibon acabaría afirmando que no quería ensalzar de manera artificiosa a Weil, plegándose en cualquier caso a su coherencia y compromiso.

Echar raíces implica una actitud

Antes, Weil había decidido conocer de primera mano la condición humana en las circunstancias alienantes de la fábrica moderna, pasando por Alstom y Renault. La experiencia inspiraría un diario y su primer ensayo de peso, Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social (1934).

En su último y más importante ensayo (L’enracinement, 1943 —Echar raíces en la edición en español—), Weil culminó sus reflexiones sobre el efecto del desarraigo sobre la condición humana y la importancia de la responsabilidad personal, así como la coherencia entre los principios personales y la acción que uno lleva a cabo en su vida personal.

Jun’ichirō Tanizaki, autor de «El elogio de la sombra»

Para Simone Weil, hay tipos de trabajo deshumanizados, que no ofrecen al ser humano un contacto con la realidad ni le permiten pensar, prosperar espiritualmente. Son empleos agotadores y frustrantes, en los que la cadencia autómata de la máquina «aniquila toda forma de pensamiento», al carecer de la gracia rítmica conseguida por actividades como la carrera o empleos más humanos (sean físicos, en relación con un oficio, o intelectuales).

Oficios sin significado ni pausa

La filósofa francesa llegó a afirmar que el trabajo repetitivo y carente de propósito inteligible para el operario, que pierde todo contacto con referencias inteligibles, «mata el espíritu». En La condition ouvrière (1937), Weil escribía:

«Todas las secuencias de movimientos que participan en la belleza y se llevan a cabo sin degradarse, incluyen sutiles instantes de reposo, tan ligeros como el rayo, los cuales son el secreto del ritmo y dan al espectador, incluso produciéndose a una velocidad extrema, la impresión de la lentitud. El corredor, en el momento en que supera un récord mundial, parece deslizarse lentamente, mientras que uno observa a los mediocres contrincantes apresurándose desmañados tras él; cuanto más y mejor siega un campesino, más sienten quienes lo miran, como menciona el dicho, que éste se toma todo el tiempo necesario.

«Por el contrario, la tarea de operar entre máquinas es casi siempre la de una precipitación miserable de la cual están ausentes toda la gracia y toda la dignidad. Es natural para el ser humano, y es conveniente, que pueda detenerse cuando ha acabado algo, incluso si es un instante minúsculo, para así darse cuenta de ello, como Dios tras el Génesis; este destello de pensamiento, de inmovilidad y equilibrio, es lo que se obliga aprender a suprimir por completo en la fábrica, cuando uno trabaja en ella. Las maniobras de la máquina alcanzan la velocidad requerida sólo si los gestos de un segundo se siguen entre sí de manera ininterrumpida y casi como el tictac de un reloj, sin ninguna cosa que marque que algo se ha terminado y que algo más comienza.

«Este tictac del cual no se puede soportar escuchar durante mucho tiempo la sombría monotonía, ellos deben prácticamente reproducirlo con su cuerpo. Esta secuencia ininterrumpida tiende a sumergirse en una especie de sueño, pero hay que soportarlo sin dormir. No es sólo una tortura; si sólo resultara en el sufrimiento, el mal sería menos de lo que es.»

Este riesgo de deshumanización, provocado por las obligaciones técnicas y administrativas en sociedades donde los procesos avanzan con la inercia de la técnica (el fenómeno de la «jaula de hierro» en Max Weber, o de la «tecnicidad» en Heidegger), nos aleja de marcadores ancestrales en una realidad más rica y diversa.

Aprender del otro

Con la aceleración homogeneizadora, reflexionarán —cada uno a su manera— Simone Weil y Martin Heidegger, con usos más anclados con una manera de pensar, un paso del tiempo atento a clima y estaciones, una manera de trabajar que comprende el ritmo circadiano, una intuición de las viejas historias, las mareas, la relación entre el ritmo agrario y los ciclos lunares, el comportamiento de productos de temporada, el conocimiento íntimo y reparabilidad de los objetos cotidianos usados.

Ningún europeo sabrá que lo es hasta que no haya sido expuesto, por un lado, a los logros y críticas que merece la pena conocer y que han venido desde el interior de la propia cultura europea: la tensión entre racionalismo y romanticismo, o el conflicto entre el pensamiento de Kant/Hegel y Nietzsche, por ejemplo, que explicarán el humanismo italiano, los Imperios europeos, la excepción británica, Napoleón o la toma de conciencia nacional y social de la Primavera de los Pueblos, con el surgimiento de los conceptos de nacionalismo y lucha de clases…

«L’enracinement» (obra traducida bajo el título de «Echar raíces») es el ensayo más influyente de Simone Weil; fue publicado póstumamente por Albert Camus

No importa cuántas veces y cuán lejos viajemos: si somos incapaces de exponernos a otras maneras de ver el mundo, careceremos de la posibilidad de observarnos desde el exterior. Conociendo en profundidad otras civilizaciones, nos asomaremos a los aciertos y delirios de lo que compartimos con otros, diferenciando lo más apegado a una cultura y a una época de lo más troncal y apegado a épocas remotas.

Converger en un no lugar

En su texto de 1950 La cosa, Martin Heidegger deja esta reflexión, esperando quizá a que sea comprendida con el advenimiento, casi tres décadas más tarde de los inicios de la era cibernética con ARPAnet (red precursora de Internet) y la informática personal:

«¿En qué consiste esta uniformidad en la que nada está ni cerca ni lejos, como si no hubiera distancia? Todo es arrastrado a la uniformidad de lo que carece de distancia. ¿Cómo? ¿Este juntarse en lo indistante no es aún más terrible que una explosión que lo hiciera añicos todo?»

Habrían de pasar todavía 12 años hasta que Marshall McLuhan publicara La galaxia Gutemberg, pero ya había reflexiones que apuntaban hacia los efectos de la tecnología sobre el espíritu humano (y que, por tanto, no serían nunca dilucidados del todo, barridos con la escoba bajo la alfombra como si no pasara nada). Las distancias pierden marcadores sociales y culturales del pasado, y Heidegger avanza ya la «aldea global» y la «sociedad de la información».

En segundo lugar, ningún europeo (u occidental) podrá comprender en su extensión el peso de su manera de ver el mundo, que comparte con el resto de europeos sin saberlo, hasta haber entrado en contacto con otra civilización lo suficientemente pujante como para haber salvaguardado con éxito su propia percepción de las cosas: el subcontinente indio, China o Japón, entre otros lugares, son especialmente propicios para sumergirse en este contraste y, a medida que nos abrimos a la diferencia, aprendemos de nosotros mismos.

Al volver, no seremos los mismos y, desde entonces, será imposible permanecer como ciudadanos-estanco de alguna rama del árbol occidental, pues observaremos con claridad cuánto procede de las viejas historias presocráticas, de Aristóteles y Platón, de las doctrinas abrahámicas, Descartes, Kant… y de la reacción a toda esta evolución del pensamiento (Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche, Heidegger).

Las transformaciones silenciosas

El canon europeo, explica el filósofo francés François Jullien (Les transformations silencieuses, 2009), se ha construido a partir de la voluntad de describir el mundo con precisión, como si éste estuviera compuesto por entidades acabadas que responden a un ideal abstracto y que, por tanto, son representaciones de un «meta» ideal.

El concepto griego y judeocristiano de «más allá», el «meta» que pretende que el alma (la mente, las ideas, la conciencia) se eleve y separe de las cosas mundanas y la impureza del lodazal del suelo (el cuerpo, el instinto, la irracionalidad, el paganismo que atiende al ritmo del campo, de las estaciones y los astros), condicionó nuestro lenguaje y manera de ver el mundo.

Simone Weil en la Guerra Civil Española; trató de integrarse como voluntaria en la Columna Durruti; un accidente con graves quemaduras la apartaron de la contienda

En las lenguas indoeuropeas, el paisaje hace referencia a una ontología (clasificación de elementos de un sistema o percepción del mundo) pretendidamente precisa, exacta, aspirante a designar sin equívocos. En las lenguas románicas, «paisaje» procede de «país», una raíz concreta y excluyente de la curiosidad hacia el otro. Por omisión, el «paisaje» designa al «bárbaro», el Otro no reconocido por imperativo ontológico.

En cambio, en otras culturas, el concepto equivalente a «paisaje» emerge de un modo distinto, que no tiene en cuenta, como referencia aspiracional, la realidad del más allá ideal (sea éste platónico o judeocristiano, que viene a ser lo mismo). En la cultura china, el «paisaje» pierde su concreción y emerge a partir de la contraposición entre dos conceptos: el significado surgirá «entre» estos dos opuestos, y no en un lugar ajeno ideal («meta»). Contraponiendo «montaña» y «agua», o las tierras altas y los valles, existirá un «paisaje».

El «entre» de las cosas y la obsesión por lo ideal

El «entre» asiático implica permanecer atento a los matices, pues se sobreentiende la existencia de un observador suficientemente involucrado en el mundo como para interpretar el lenguaje de manera emergente. Cada persona debe procurarse su interpretación de «paisaje», teniendo en cuenta los matices del mundo que Occidente ha despreciado: las cosas que envejecen, los árboles que mutan a medida que avanza la estación, los frutos que maduran hasta situarse en el abismo entre lo sublime y lo que decae sin remedio, la comprensión sinestésica de lo circundante (el sonido de la fuente, el frío repentino, los pasos sobre el hielo…).

No comprenderemos cuánto portamos de Platón en nosotros hasta que, al enfrentar nuestra mirada a la de otra civilización como la china o la japonesa, observemos que hemos comprendido y estudiado un mundo de conceptos y estados absolutos, interesándonos por la nieve, el agua y el vapor de agua, pero no por ese difícil espacio «entre» el hielo y el agua, entre el agua y el vapor de agua: los intersticios que componen la poética de la realidad. Para Martin Heidegger, la realidad auténtica debería componerse de esta percepción ampliada y comprometida con el mundo, o «reencantada».

Siguiendo una reflexión similar a la de Heidegger, los occidentales que han conocido con profundidad crítica los atavismos culturales a partir de viajes a otras civilizaciones —sea viajando y experimentando de primera mano o leyendo y apreciando otras representaciones culturales y artísticas a partir de un cierto bagaje y sensibilidad—, han encontrado una vertiente olvidada, sepultada o nunca explorada de ellos mismos…

Culturas de matices

Entre la nieve y el agua, existe el arte de involucrarse asiático, que prestará atención al efecto de «derretirse» y «congelarse», o a la relación entre el final de temporada de los frutos que más apreciamos y nuestro interés sensorial por no dejar pasar la apreciación repentina de lo extraordinario de estas últimas oportunidades para apreciar su aspecto, cromatismo y sabor antes de que sea demasiado tarde y el proceso de descomposición orgánica los reclame como nutriente para la tierra.

La apreciación oriental por el hueco que deja una piedra posada sobre la tierra, el festival de los sentidos que implican entornos especialmente cambiantes como una playa (un lugar percibido igualmente de manera muy distinta por personas ciegas debido a sonidos, brisa, y el cambio de presión producido por el oleaje, que suscitará matices en sus oídos —recordemos que el oído está íntimanente relacionado con el equilibrio, el vértigo y la presión atmosférica— difíciles de apreciar por el resto de la población), o la disolución del mundo real con conceptos como sombras o fantasmas, ayudará a cualquier occidental a reconocer hasta qué punto ha avanzado el «desencantamiento» producido por el mundo exacto y tecnificado que tanto preocupó a Simone Weil.

Simone Weil

En El elogio de la sombra (Junichiro Tanizaki, 1933), la estética japonesa, centrada en el arte de la percepción de los matices, del «entre» oriental, el lector aprende con ejemplos concretos la bella complejidad de una mirada al mundo muy distinta a la que comparte el Occidente intercambiable, «exacto» y alérgico a los matices, tan observable en las experiencias y productos de la cultura contemporánea.

Asomarse al «nagori»

En esta cultura ubicua incluimos nuestra manera higienizada de viajar sin abandonar la conveniencia de un mundo de lugares comunes que penaliza tanto serendipia como lo difícilmente cuantificable: lo que podría, en definitiva, «reencantarnos», devolvernos al mundo de la posibilidad y de síndromes de Stendhal particulares, tantos como personas con una mirada auténtica.

En palabras de Junichiro Tanizaki:

«Aunque sólo sea por estos detalles, es evidente que nuestra propia imaginación se mueve entre tinieblas negras como la laca, mientras que los occidentales atribuyen incluso a sus espectros la limpidez del cristal. Los colores que a nosotros nos gustan para los objetos de uso diario son estratificaciones de sombra: los colores que ellos prefieren condensan en sí todos los rayos del sol. Nosotros apreciamos la pátina sobre la plata y el cobre; ellos la consideran sucia y antihigiénica, y no están contentos hasta que el metal brilla a fuerza de frotarlo. En sus viviendas evitan cuanto pueden los recovecos y blanquean techo y paredes. Incluso cuando diseñan sus jardines, donde nosotros colocaríamos bosquecillos umbríos, ellos despliegan amplias extensiones de césped.»

Y qué decir del concepto japonés de los trazos, vestigios y reliquias (físicas, sensoriales, transitorias) que deja tras de sí la estación o el período que acaba: la nostalgia de los alimentos de temporada que están a punto de desaparecer hasta la próxima estación, del florecimiento, la transición entre cromatismo del dosel de un bosque en otoño y la hojarasca que pronto dejará tras de sí.

El concepto de trazos nostálgicos de los fenómenos recurrentes, de los que disfrutamos en una última ocasión antes de que el ritmo de lo cotidiano los aleje, es próximo a la «saudade» portuguesa, pero incorpora sobre ésta la apreciación transitoria, la cosmogonía que emerge de una ontología residente en el interior (de nuevo «entre») conceptos opuestos. Hablamos del «nagori», esa pena de haber partido, que alcanzará su cenit quizá antes de partir…

La nostalgia de lo que está a punto de acabar

«Nagori» implica nostalgia, pero es también la celebración a destiempo de ese momento emplazado entre la certitud de que algo acaba al fin y la promesa de que ese algo volverá pronto.

Reflexionando sobre el «nagori», tan presente en la apreciación japonesa de la arquitectura, la gastronomía o la belleza áspera de los objetos imperfectos que saben envejecer (combinación de «nagori» y «wabi-sabi»), encontramos trazos deshilachados y a medio olvidar —o a medio recuperar— de nuestra propia manera de ser, la cual se resigna a perder su anclaje cosmogónico con un pasado pagano.

Y así, desde el otro extremo de Eurasia, «nagori» se aproxima al concepto de eterno retorno que Nietzsche toma prestado, acaso para provocar a su coetáneos idealistas embebidos en Kant o en sus acepciones/derivados (los dialécticos, Hegel y Marx, los nacionalistas Fichte y Schelling, etc.).

La apreciación de la transitoriedad de la vida, los objetos, los frutos, o las estaciones, por un lado, y la velocidad cultural con que quiere avanzarse al futuro, convierten a Japón en un campo de pruebas de la tensión entre el cultivo de lo ancestral y los efectos de una percepción a medio digerir sobre el futuro.

El «nagori» postmoderno

Detalles como el gusto por la robótica humanoide, el estatus cultural del tren bala o la apreciación por avances como el inodoro electrónico, refuerzan la insularidad de un país que entró en la modernidad desde una realidad medieval durante la Era Meiji, en la segunda mitad del XIX, y transformó la maquinaria de guerra que había dominado su industria hasta el dramático final de la II Guerra Mundial en el milagro tecnológico de posguerra.

Hoy, la sociedad japonesa, envejecida y tratando de evitar la deflación tras casi tres décadas de escaso crecimiento económico, mantiene su apreciación por el concepto de «nagori». Sin habérselo planteado, la tercera economía mundial cultiva un nuevo tipo de «nagori», no tan centrado en la gastronomía de temporada como en una nostalgia postmoderna, producida por la tecnología ya desfasada que evoca épocas pretéritas y todavía es capaz de producir resultados óptimos.

El vinilo, pero también el casete (inseparable del Walkman) y formatos más minoritarios como el MiniDisc —un formato de disco magneto-óptico desarrollado por Sony y con cierto éxito entre el público profesional— son reivindicados por la cultura que representan, a medio camino entre el inicio de la comercialización de masas y la irrupción del intercambio de ficheros de Internet, cuando la desmaterialización ha desprovisto a muchas actividades de anclajes simbólicos al mundo físico.

Los usos y matices del papel artesanal

Un artículo de Nikil Saval para The New York Times explora el apego de la sociedad japonesa al mundo analógico. En el caso japonés, la apreciación por el diseño y evolución de los soportes de comunicación va mucho más allá de las modas pasajeras: la industria del papel artesanal, explica Nikil Saval, mantiene una longevidad y profundidad de matices que, de nuevo, evocan una mirada hacia las cosas distinta a la que emergió en el otro extremo de Eurasia.

El «washi», o papel artesanal japonés, no es considerado una reliquia sin uso en la era digital, sino que éste mantiene su percepción de medio práctico y adaptado a su uso, con cualidades intemporales difícilmente reemplazables por soportes como el digital. Importando por monjes budistas durante el siglo VII d.C., el arte del «washi» ha cambiado poco desde entonces.

Alejados de la estrecha relación de los japoneses con el papel, pocos en Occidente conocen que, 700 años de que la imprenta se extendiera por Europa, en Japón se distribuían textos impresos manualmente por monjes budistas, o que los primeros textos con información periódica en Japón, los «yomiuri», aparecieran ya en el siglo XV, avanzándose al periódico occidental.

Simone Weil

Quizá esta relación con un formato tangible y mutable, con unas propiedades específicas y unas propiedades que delatan, por su áspera irregularidad, los orígenes de un oficio arraigado, explique que la circulación de prensa escrita sea la más elevada del mundo.

Hay trazas de «washi» en todos los rincones, y su dominio en la estética tradicional no implica que hoy se haya convertido en reliquia. El papel artesanal mantiene un tipo de translucidez muy apreciado en interiores domésticos, puertas y ventanas; son los cerramientos «shōji», posibles gracias a la pervivencia de talleres de fabricación artesanal de papel «washi».

Reencantamiento

La luz penetra en una estancia cerrada con puertas «shōji» con unas cualidades cambiantes y, a la vez, reconocibles, como esos conceptos y sensaciones más fáciles de comprender y de experimentar que de definir.

Se trate del diseño y porte de ropa cómoda y durable, de la subsistencia de esos primeros productos industriales que eran reparables y mejoraban con el tiempo, de la vitalidad de tradiciones artesanales que mantienen su utilidad pública, o del respeto común a expresiones de lo cotidiano que recuerdan una mirada poética del mundo, hay aspectos en culturas como la japonesa que pueden ayudarnos a reflexionar sobre nuestra relación con lo circundante.

La apreciación nostálgica de lo que se acaba es, también, un avance esperanzador de lo que volverá con brío.

Mutación, transitoriedad. Comprendiendo parte del secreto de los poemas breves japoneses, aprendemos a apreciar luego que la poética europea surge de un pensamiento y una manera de estar en el mundo, de observar la realidad y de comprender una cadencia.

Quizá el concepto oriental de distancia esté enmarcado en el interior de los conceptos que, oponiéndose, permiten la emergencia de un significado como paisaje: más que contemplar un «país» de fenómenos y objetos fijos (como uno de esos panoramas de feria de muestras del siglo XIX), se trataría de percibir lo que hay ante nosotros, entre la montaña y los bajíos. Somos nosotros quienes experimentamos sensorialmente el emplazamiento, y de esta observación emerge un significado superior a la suma de objetos simplificados.

Más allá de la cuantificación

La cadencia es contraria al trabajo a destajo ante una máquina, decía Simone Weil. La marcha y el trabajo cadencioso, sin embargo, nos invitan a apreciar la belleza de lo cotidiano.

Algo similar emerge en el pensamiento oriental, al entrentarse en cada instante a la impermanencia de las cosas y al significado que emerge entre la tensión de dos contrarios. Quizá, cada uno a nuestra manera, podamos orientarnos hacia una autenticidad que nos permita desenvolvernos con la naturalidad y «encantamiento» a nuestro alcance.

A nuestro alrededor hay una realidad cuyos matices serán difíciles de reproducir en una pantalla, una interfaz cerebro-máquina o cualquier sustituto en el horizonte. No deberíamos dar por descontado ni siquiera el modo en que la luz atraviesa un papel cuyo gramaje oculta los secretos de viejas historias.

Volviendo a Simone Weil, nuestra percepción de lo circundante y nuestro compromiso con nosotros mismos nos ayudan a echar raíces (aunque sean sensoriales). Y, a partir de ahí, empieza nuestro compromiso con el mundo, para evitar así la desgana nihilista, hoy tan presente, la misma que acaba engullendo a Meursault en El extranjero.

No es casual que fuera Albert Camus quien acabara publicando L’Enracinement, el ensayo inacabado de Simone Weil, en 1949.