¿Es posible mantener o aumentar la prosperidad de una sociedad sin crecimiento económico positivo? ¿Es el crecimiento de la economía, entendido con indicadores fríos y falibles como el Producto Interior Bruto, un factor indisociable de consumo de recursos y energía (con sus respectivas emisiones)?
John Cassidy dedica un artículo en The New Yorker a una pregunta relevante para empezar 2020 y la década que, en su recta final, mirará a los eventos de hace un siglo —crac del 29, auge de del nacionalpopulismo— con fobia al mimetismo, a la vez que se sienta en el diván por daños autoinfligidos.
In the face of the climate crisis, a vigorous debate has arisen about the feasibility and wisdom of advanced countries continuing to create and consume even more stuff, year after year.https://t.co/BUZROTm9NV
— The New Yorker (@NewYorker) February 4, 2020
La incapacidad para revertir la inercia de las emisiones de CO2 empezará a pesar en el tesoro público, las cuentas de las aseguradoras, las primas de seguros y el propio valor de bienes que absorben el ahorro mundial, como la inversión inmobiliaria en zonas de riesgo a eventos de clima extremo.
Nos adentramos en una época en que averiguaremos si la prosperidad social —medida según los indicadores empleados en la actualidad— puede mantenerse o crecer sin que lo haga el impacto agregado de una población.
Descenso en monopatín
Till Lauer ilustra el artículo de John Cassidy en el New Yorker con una imagen que resume a la perfección el clima intelectual (si es que se puede hablar de zeitgeist en la era de la fragmentación) de nuestra época. En la imagen, un gráfico de crecimiento con tendencia ascendente llega a su pico y da el paso que nuestras sociedades se niegan a vislumbrar: el descenso, o decrecimiento de los indicadores económicos, asociados en el imaginario a las perspectivas de futuro y al ideal de progreso.
La imagen de Lauer invierte los supuestos preponderantes y pinta de rojo el crecimiento, mientras la cuesta de descenso, o estancamiento económico, aparece en verde y es aprovechada por un joven para propulsarse en monopatín.
Al fondo de la imagen, ni firmamento ni sol ni nubes describen un escenario posapocalíptico, sino más bien convencional. Lo que, dada la obsesión milenarista de nuestro tiempo, a la par con los tiempos atómicos en que la sociedad japonesa expiaba sus temores con Godzilla, implica un tono esperanzador.
El descenso desde la cúspide del gráfico no podría ser tan placentero para países, empresas, colectivos e individuos que han invertido su ahorro en los bienes y valores más susceptibles a padecer achaques con el aumento de la volatilidad.
La alquimia contemporánea: prosperidad sin crecimiento
¿Prosperidad sin crecimiento? Existirán incentivos a mayor y menor escala para comprobarlo si es posible a gran escala y sin acontecimientos traumáticos. A modo de referencia, Thomas Piketty recuerda en El capital en el siglo XXI que, desde inicios de la Revolución industrial, los acontecimientos que lograron un reparto efectivo —y beneficioso a medio plazo— de la prosperidad, fueron precedidos por guerras y otros traumas a gran escala.
Desde el estancamiento de determinados sectores hasta la iniciativa de muchos ciudadanos y localidades que han decidido experimentar con nuevos modelos de bienestar desacoplados del consumo desaforado de energía y recursos, se suceden los experimentos que tratan de construir alternativas de prosperidad ajenas a la maquinaria global de crecimiento del PIB y consumo desaforado de bienes y servicios.
A la vez, y pese a los planes estratégicos (como el Green New Deal europeo, 1 billón de euros de inversión en economía circular y proyectos sostenibles entre 2021 y 2027) que tratan de garantizar la viabilidad de una expresión que, a día de hoy, sigue siendo un oxímoron, «crecimiento sostenible», los planes de producción de combustible fósil en 2030 serían un 50% superiores a la producción actual, y fenómenos tan controvertidos como el abuso de materiales plásticos chocan con la estrategia de varios productores petrolíferos de destinar más recursos a producir más plástico.
Crecer, pero no a cualquier precio
Por de pronto, y pese a tendencias asociadas a productos que pierden material e impacto a la vez que aumentan su valor, seguimos midiendo el crecimiento de la economía en términos de PIB, un indicador anticuado e incapaz de medir el bienestar, pues nunca fue creado para tal cometido.
Esta asincronía entre el avance de una sociedad y nuestra manera de medir y comparar ese curso de prosperidad explicaría que fenómenos como el malgasto (capaz de causar dramáticas externalidades) o la guerra como factores que suman al «bienestar» de una sociedad.
El trasvase paulatino desde la producción industrial contaminante y extractiva a una producción bajo demanda y cada vez más aditiva —sin grandes excedentes y con menor malgasto de materias primas—, además del aumento de la productividad y el auge de los servicios en detrimento de la industria pesada, deberían garantizar una transición desde viejos modelos productivos hacia nuevos tipos de prosperidad menos obsesionados con el crecimiento a ultranza del PIB.
Los proponentes de una economía «verde» (la UE, el Banco Mundial, la OCDE, numerosas empresas transnacionales —entre ellas, algunas petroleras—) consideran que es posible transformar los patrones de crecimiento actuales en una alternativa más respetuosa con recursos y medio ambiente. Cassidy cita la conclusión de un informe de 2018:
«Nos encontramos en la cúspide de una nueva era económica: una en la que el crecimiento estaría impulsado por la interacción entre la rápida innovación tecnológica, la inversión en infraestructura sostenible y el aumento de la productividad de los recursos. Podemos lograr un crecimiento fuerte, sostenible, equilibrado e inclusivo».
La tierra, ese recurso preciado (y finito)
La transición hacia un capitalismo post-crecimiento en el que se produzca una disociación absoluta entre crecimiento económico y emisiones de CO2 se presenta tan difícil e ilusoria como la disociación entre prosperidad individual y consumo de bienes que, en la mayoría de los casos, no son imprescindibles.
Mientras un puñado de empresas de consumo se anuncian en grandes cabeceras con mensajes tales como «No compres esta chaqueta» (Patagonia, alias «Pradagonia» para los críticos, en The New York Times, edición del 25 de noviembre de 2011), la geopolítica mundial actual ha pasado de centrarse en la competición por el acceso preferencial a combustibles fósiles, a una trifulca no menos intensa por el control de materias primas que apenas conciernen a la opinión pública: desde tierras raras a, pura y simplemente, arena corriente y moliente.
La arena, cuyo comercio mundial muestra niveles de estrés que no se recuerdan debido a su consumo desaforado en China y otras economías emergentes, es la base del cemento del que están hechas las infraestructuras y edificios que atraen el ahorro mundial.
Y en esas estamos, hablando de crecimiento sin impacto medioambiental mientras el mundo transforma en cemento 50.000 millones de toneladas de tierra al año. De ahí las tensiones para evitar el auge del precio de esta mercancía ninguneada por el público y evitar su robo de lechos de ríos y estuarios por esbirros que han sustituido otros comercios lucrativos, como la madera tropical protegida, por el «robo de tierra».
Cuando las palabras «compra» y «maratón» van de la mano
La situación no es mucho más halagüeña en el otro extremo del espectro perceptivo para el ciudadano, en tanto que consumidor de bienes de consumo producidos muy por encima de las necesidades reales de la población. El caso de la moda es especialmente indicativo.
Mientras proliferan los productos «éticos» con tejidos reciclados, fibras orgánicas de origen vegetal y métodos de producción que reducen el gasto (como la impresión aditiva de componentes para el calzado, la recuperación del caucho natural como material para suelas, el uso de piel sintética de origen vegetal, etc.), también lo hacen la obsolescencia programada de la «fast fashion» y la producción en países en desarrollo que eluden regulaciones laborales y medioambientales exigentes.
Por no mencionar la ausencia de una investigación seria, independiente y revisada por pares del sector textil y del calzado mundial ya que, tal y como recuerda Alden Wicker en un artículo sobre el desconocimiento y opacidad de esta industria:
«Sólo uno de entre las docenas de hechos más comúnmente citados sobre la enorme huella de carbono de la moda se basa en algún tipo de ciencia, datos o investigación revisada por pares. El resto se basa en sentimientos viscerales, enlaces rotos, marketing y algo que alguien dijo en 2003».
¿Y qué hay de fenómenos de consumo al alza como las jornadas de compra electrónica ventajosa, que promueven el acopio de productos que, en casos extremos, ni siquiera los propios compradores recuerdan haber adquirido?
Incluso los consumidores que se perciben como más concienciados recurren a la compra supuestamente ventajosa de productos con aparente descuento en plataformas como Amazon, Alibaba, Rakuten o alternativas a menor escala que han transformado nuestra manera de comprar.
De microorganismos y ciudades
Y, con este cambio, ha llegado también una transformación de la logística, del tráfico (y la polución) en los centros urbanos, como denuncia la alcaldesa parisina mientras señala a Amazon, y de la propia viabilidad del comercio minorista de proximidad, supeditado al papel de comparsa en las nuevas plataformas.
John Cassidy cita al científico medioambiental checo-canadiense Vaclav Smil, quien en su ensayo Growth: From Microorganisms to Megacities recuerda la disonancia cognitiva que mantiene a la economía mundial a flote, pues se niega la correlación entre crecimiento de la civilización y la capacidad de la biosfera para mantenerla sin deteriorarse hasta los niveles preocupantes que empezamos a padecer, y se decide mirar para otro lado para que siga la fiesta:
«[Los economistas] mantienen un monopolio a la hora de proporcionar sus narrativas físicamente imposibles de crecimiento continuo, que guían las decisiones de los gobiernos nacionales y sus empresas».
Tim Jackson, profesor de desarrollo sostenible de la Universidad de Surrey, en el Reino Unido, aboga por un cambio del paradigma productivo actual hacia otro basado en la producción local y bajo demanda, así como los servicios de proximidad con alto valor añadido y susceptibles de generar empleo bien remunerado.
Sin embargo, ¿está el mundo dispuesto a asumir el coste de pagar más por menos bienes y a eludir la superficialidad del consumo impulsivo? Existen filosofías de vida —exploradas por este sitio— que promueven un bienestar y autorrealización alejados del consumo desaforado que exploraron en su vertiente psicológica —y por distintos motivos— Thorstein Veblen («consumo conspicuo»), Edward Bernays (marketing moderno) o René Girard (deseo mimético), entre otros.
Orígenes ocultos de una epidemia de consumo de opiáceos
Abundan los trabajos, algunos de ellos mencionados por John Cassidy en su artículo para el New Yorker, que demuestran la escasa correlación entre aumento del PIB y el aumento del bienestar de una población.
Sobre todo cuando, como ocurre en la actualidad, este crecimiento de la economía agregada oculta el estancamiento efectivo de los salarios en relación con la inflación de la mayoría de la ciudadanía, un fenómeno especialmente crudo en países que, como Estados Unidos, carecen de servicios sociales universales capaces de contrarrestar las carencias de quienes cuentan con un salario de subsistencia.
Dietrich Vollrath, un economista de la Universidad de Houston que se ha especializado en el crecimiento estancado de las economías cuando alcanzan un nivel determinado de desarrollo, trata de explicar en un ensayo por qué este crecimiento que flirtea con la deflación no tiene por qué ser una tragedia.
"China’s Poyang Lake is thought to be the largest sand mine operating in world. Miners are estimated to have extracted 236m cubic metres of sand per year in just a two-year period, dramatically changing its shape." @C_BruceLockharthttps://t.co/YurVxiO2t6 pic.twitter.com/leBYGsqVs0
— Adam Tooze (@adam_tooze) January 4, 2020
Hay fenómenos que pueden otorgar un crecimiento superior en las economías, pero se trata de efectos coyunturales que no pueden extenderse de manera indefinida: avances tecnológicos, incorporación de la mujer al mercado de trabajo, aumento del nivel educativo de la sociedad, aumento generalizado de la productividad, etc.
Del mismo modo, los patrones de consumo se han transformado a la par que sociedades que, en casos extremos como el de Japón e Italia, han envejecido de manera preocupante, lo que dificulta la proyección a futuro de las coberturas sociales actuales.
El cálculo escrupuloso de Malthus
Según Vollrath, buena parte del estancamiento económico de los países desarrollados se debe al escaso crecimiento del porcentaje de la población activa, así como el trasvase de los patrones de consumo desde la compra de bienes —automóviles, mobiliario doméstico, etc.— a la inversión en servicios —educación, sanidad, ocio cultural, etc.—.
No obstante, recuerda Vollrath, incluso un crecimiento del PIB anual considerado negligible tiene a la larga sus efectos acumulativos. A modo de ejemplo, si una economía desarrollada se siguiera expandiendo al 2% anual, su economía se habría doblado en 2055, y en un siglo su tamaño alcanzaría casi ocho veces su tamaño actual.
Basta acordarnos de un brillante economista, Thomas Malthus, para recordar que las proyecciones aritméticas a largo plazo que se basan en constantes no se ajustan demasiado bien a la escala de las sociedades humanas, porque en nuestros cálculos a largo plazo simplemente desconoceremos posibles eventos que transformarían la evolución de las proyecciones, tales como los avances tecnológicos (que, de hecho, convirtieron en futuro aciago descrito por Malthus en un mundo más poblado, en efecto, pero capaz de alimentarse sin problemas y más próspero de lo que el pensador británico habría jamás soñado).
En el pasado, el uso de avances a gran escala ha permitido superar escollos que parecían insuperables. En los próximos años asistiremos a la constatación de que los retos actuales quizá requieran algo más que una cierta concienciación generalizada de que es necesario limitar las emisiones de CO2 y poner en marcha mercados de compensaciones de emisiones.
La obligación de intentarlo
En la actualidad, es difícil concebir alternativas realistas a la inercia económica de la actualidad. Aunque hay autores que insisten en que la solución viable será clara y parecerá obvia una vez su acción haya provocado los resultados esperados.
Varios países desarrollados han experimentado períodos de crecimiento en los últimos años con emisiones de CO2 a la baja (incluido Estados Unidos entre 2014 y 2016).
Los cambios de mentalidad y patrones de consumo a gran escala van de la mano de grandes transformaciones culturales. Aumenta la información sobre los efectos a gran escala del consumo de carne roja o de otros patrones que podrían modificarse sin grandes sacrificios.
Poco a poco, lo que parece impensable se convierte en cotidiano. Quizá estemos todavía a tiempo para crear alternativas a los productos y servicios a los que muchos no están dispuestos a renunciar, y contribuir a alternativas que superen modelos a menudo anacrónicos y alejados tanto del potencial tecnológico actual como de la demanda de un público creciente.
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