Quizá William Wyler no fuera consciente de ello durante el rodaje, pero Vacaciones en Roma (Roman Holiday, 1953) fabricó varios de los iconos de una época, justo cuando Europa Occidental —la que había ganado o perdido la guerra, y no la gobernada por dictaduras— se convertía tras la contienda en sofisticado recreo estadounidense.
Fue el rol que catapultó a Audrey Hepburn y escaparate de una versión idealizada y para todos los públicos de «la dolce vitta» que debía estar protagonizada por «expatriados» que hablan inglés y se jactan del carácter risueño de vehículos, atuendos, alimentación y carácter de la gente, contraste (en tamaño y sofisticación) con el pragmático y holgado American Style.
Una imagen permanece en el imaginario colectivo: Audrey Hepburn (princesa traviesa en Roma) y Gregory Peck (reportero de agencias estadounidense, como lo había sido Hemingway en París), impecablemente vestidos, avanzan con gracia por las calles de Roma a lomos de una Vespa.
Al acabar la II Guerra Mundial, la escasez de materias primas complicaba tanto la supervivencia de la población que sufría el estado de viviendas e infraestructuras básicas dañadas, como el esfuerzo de reconstrucción, canalizado a través de un generoso plan europeo de recuperación instaurado por Estados Unidos, del que se beneficiarían todos los países de Europa Occidental (además de Turquía, que entraría más tarde como socio estratégico de la OTAN) menos la España franquista, régimen autárquico sin asiento en la ONU hasta 1958.
Cuando la escasez estimula la innovación
La aprobación del Plan Marshall data de 1948, cuando el racionamiento de carbón, petróleo, acero y otros materiales para la industria y la reconstrucción urbanística obligó a emprender soluciones creativas: el crédito para la reconstrucción había reactivado las economías del continente, lo que condujo de nuevo a tensiones entre países, cuyos gobiernos e industria pujaban por materiales básicos a precios razonables.
Varios fabricantes europeos de maquinaria y vehículos pudieron reorientar su producción a una economía de consumo promocionada a partir del modelo estadounidense.
Es el momento en que Italia y la República Federal Alemana (bajo tutela de Estados Unidos, Reino Unido y Francia) experimentan con vehículos eficientes y de reducida envergadura como la motocicleta Vespa (Italia) y los motocarros de Piaggio y sus competidores, o la reconversión de los fabricantes militares alemanes Messerschmitt (aviones) y BMW (motocicletas, carros de combate, maquinaria pesada): el primero fabricará pequeños vehículos a medio camino entre la motocicleta y el automóvil, mientras BMW aprovechará su experiencia en motocicletas para crear modelos económicos y licenciar un microcoche italiano, el Isetta, para su producción en Alemania (BMW Isetta 250, 300 y 600).
El aislamiento de España en la época, así como el dolor de quien, desde el interior del país, comprueba cómo la situación ancla problemas seculares, se plasmarán en Bienvenido, Mister Marshall, estrenada también en 1953. En el filme aparecen todos los elementos que España y Europa debían superar sin caer en el servilismo ideológico y cultural con respecto a Estados Unidos, tal y como tratará de hacer Charles de Gaulle.
De paseo por Roma, de paso por España
La entente entre Charles de Gaulle y Konrad Adenauer es el símbolo de una integración europea que parte tanto de la necesidad económica e industrial de integración para evitar tensiones que reabran las heridas que han destruido el continente, como una voluntad política de reafirmar una cultura que no quiere acabar sepultada bajo la tutela de las dos superpotencias de la Guerra Fría.
La CECA en 1952, o acuerdo entre países europeos para un mercado común del carbón y el acero, será el germen pragmático de una posterior unión política (que debe fundamentarse sobre una cierta prosperidad económica compartida), que se asentará sobre los acuerdos de Roma de 1957.
Vacaciones en Roma y Bienvenido, Mister Marshall —respuesta española de estatura al neorrealismo italiano de la maquinaria de Cinecittà (y cuartel de la película de William Wyler)— son la muestra de una época. La supeditación a Estados Unidos y la inocencia de un nuevo comienzo vigoroso de la economía y la prosperidad social.
En la película de Berlanga, la comitiva estadounidense pasa de largo sin siquiera mirar de reojo por el polvoriento pueblo que se ha desvivido para organizar una bienvenida de estatura. Deambula por las calles del pueblo el hidalgo reseco y solitario, Don Quijote de la época triste de la autarquía. En la película de Wyler, Roma, la cuna de una civilización, es el patio de recreo de quienes han tomado el mando del Viejo Mundo, combinando la inocencia y engreimiento de quienes saben encontrarse en su siglo.
Por la película de Wyler se desliza la belleza decadente de la Ciudad Eterna, pero también las huellas traumáticas de la guerra y los equilibrios del nuevo orden. Parece perdonarse a los viejos aristócratas el engreimiento de relacionarse con la auténtica clase dominante del momento, en la película representada por un apuesto periodista con el pasaporte correcto en la época.
El Topolino como ejemplo industrial europeo
Y es entonces cuando vemos a Gregory Peck moverse con desenvoltura por un mundo heredado por la potencia dominante, con símbolos de modernidad reapropiados que ya existían antes de la llegada estadounidense. Es el caso del otro vehículo icónico que se pasea por la película, además de la escena de la Vespa (que, a estas alturas, deberá ya incluso emocionar a los que entrenan su déficit de atención en TikTok), el Fiat Topolino.
Surgido en 1936, el Fiat 500 «Topolino» (ratoncito) irá más asociado a la posguerra que al esfuerzo bélico del gobierno fascista de Benito Mussolini, en el poder cuando el primer gran utilitario de Fiat salía al mercado. El origen del Volkswagen Escarabajo se halla en una conversación entre Ferdinand Porsche y Adolf Hitler, el diseño se basaba en trabajos previos del propio Porsche y el ingeniero austríaco Béla Barényi; el VW Escarabajo entraría en producción en 1938 con su legendario motor trasero refrigerado por aire, que Porsche llevaría a sus deportivos).
El Topolino, cuyo nombre de pila demuestra su familiaridad e integración en la cultura de la época (en Italia, Mickey Mouse se conocería con el mismo nombre) fue el equivalente italiano al Renault 4CV y el Citroën 2CV franceses o el Volkswagen Escarabajo alemán: ágil y versátil, económico, relativamente fiable y fácilmente reparable, el Fiat 500 propulsó el «milagro económico» italiano hasta bien entrados los sesenta, cuando la prosperidad económica y material decantaron al gran público por opciones más sofisticadas, a menudo producidas por subsidiarias de la misma marca.
Sin embargo, esta evolución económica que convertirá el norte de Italia en una de las regiones más prósperas de Europa y el mundo, empezará a truncarse ya en los sesenta e iniciará un cambio estructural a partir de la crisis del petróleo de 1973, en un contexto que afectará también al resto de Europa Occidental y a Norteamérica: la deslocalización y nuevos métodos productivos acabarán con viejos modelos industriales que habían hecho de Turín una de las capitales mundiales del automóvil.
El sueño de Giovanni Agnelli: una producción integrada
Los cimientos del Topolino son anteriores a la insistencia de Mussolini ante el entonces senador piemontés y gerente de Fiat, Giovanni Agnelli, para que produjera un auto que costara un máximo de 5.000 liras y permitiera a los italianos tener su equivalente al Ford T, símbolo y a la vez impulsor mecánico de la clase media estadounidense.
En concreto, Fiat había liderado un nuevo tipo de industria integrada en Europa llamada a transformar la sociedad del momento: todavía no había acabado la Gran Guerra cuando, en 1916, Fiat iniciaba la construcción de un gigantesco edificio de varias plantas en vía Nizza, que llevaría el nombre con el que posteriormente se conocería todo el polígono industrial: Lingotto.
En 1923, Fiat inauguraba una planta supeditada a un ideal de prosperidad industrial asistido por una concepción arquitectónica novedosa: en la planta baja entraban las materias primas, que iban subiendo de planta a medida que se ensamblaban motores y carrocerías, hasta ascender por una estilizada rampa interior que permitía probar los automóviles recién producidos en un circuito completo situado en la azotea.
El edificio Lingotto, diseñado sin cortapisas por el joven arquitecto Giacomo Matté-Trucco, contaba con cinco plantas y constituyó durante años la mayor fábrica automovilística del mundo, a la altura de su intención: hacer del automóvil la principal inversión de las familias de la época tras la vivienda.
En ese momento, la industria europea permanecía dominada por modelos orientados a la clase media acomodada y a la minoría pudiente —el contraste entre los legendarios Hispano-Suiza y la situación de España en los años 20 y a inicios de la II República es patente—. Antes del Topolino, ni siquiera Fiat podía producir un utilitario para las masas, pues el Fiat 508 Balilla era mucho más caro que el Ford T a precios ajustados al poder de compra.
Cuando dirigían Giovanni Agnelli, Peter Behrens, Adriano Olivetti
El Fiat 500 no constituyó únicamente un hito por la facilidad de financiación y un precio reducido (si bien en 1936 costará más de las 5.000 liras establecidas como objetivo por el Gobierno fascista: el Fiat 500A podrá adquirirse por 8.900 liras, o el equivalente a dos años de salario de un obrero italiano de la época).
Como la factoría donde era producido, el vehículo incorporaba novedades para la época (y, sobre todo, para el recién creado segmento), tales como frenos hidráulicos, un circuito eléctrico de 12 voltios, suspensión trasera independiente y un motor correoso de tal solo 560 centímetros cúbicos y cuatro cilindros, capaz de desarrollar 13 caballos.
El vehículo era, asimismo, compacto: a su salida en Francia 1947, el legendario Renault 4CV (que se conocería en España como «cuatro latas» y se acercaría al carácter simbólico del Seat 600) medía 3,60 metros, mientras el Topolino tenía una envergadura de únicamente 3,22 metros.
El modelo industrial integrado de Fiat, que pretendía impulsar una clase media industrial a partir del modelo de Ford (que había aumentado salarios y ofrecido descuentos para convertir a sus propios trabajadores en clientes de los vehículos producidos), inspiró un modelo de industrialización capaz de crear productos económicos, reparables, eficientes y bien diseñados.
Este modelo industrial europeo, referente de la fabricación y del diseño, contó con personalidades como Peter Behrens de la firma alemana de electrodomésticos AEG, Max Braun y sus hijos, los diseñadores industriales alemanes Max y Erwin Braun (en los que, décadas después, se inspiraría Steve Jobs), o el italiano Adriano Olivetti (industrial de ideas socialdemócratas que defendía sueldos dignos como el mejor incentivo posible).
Del Topolino a Simca (y Seat)
En el propio sector automovilístico, industriales alemanes y polacos de posguerra, así como el francés Henri Théodore Pigozzi, licencian el Topolino para producirlo en sus respectivos países. Pigozzi, antiguo chatarrero, fabricará el auto en Nanterre, y su Societé Industrielle de Carrosserie Automobile (Simca) tendrá tal éxito que la marca se emancipará pronto de la empresa italiana con sus propios modelos (los primeros de los cuales debían su carácter correoso al Topolino).
También en los cincuenta, los fabricantes británicos, alemanes y franceses lanzaban modelos más eficientes y compactos, que podían fabricarse con menos material y lograr una eficiencia muy superior a los modelos diseñados en la preguerra, cuando el racionamiento de materiales y combustible no habían condicionado su desarrollo.
Citroën presentaba el avanzado DS en el Salón de París de 1955; el diseño y las prestaciones se avanzaban dos décadas a la industria y, a los 15 minutos de apertura del evento, la marca había recibido 743 encargos, 12.000 el primer día y 80.000 durante todo el Salón (récord superado por el Tesla Model 3 en 2016). En 1959, el BMC Mini original aparecía en el Reino Unido.
A partir de 1958, el desarrollismo franquista iniciaba el propio milagro económico español. Fundada ocho años antes, en 1950, la Sociedad Española de Automóviles de Turismo, SEAT, partía también de la aspiración de replicar el modelo industrial desplegado por Giovanni Agnelli en la factoría turinesa a partir del impulso del Instituto Nacional de Industria (INI), con un objetivo: motorizar España y crear un automóvil en el que pudiera rodar una todavía incipiente clase media a los principales polos económicos del país.
Objetivo clases medias: del Hispano-Suiza al 600
Tanto el complejo industrial en la Zona Franca barcelonesa (y posteriormente en el corredor del río Llobregat, también junto a Barcelona), como los automóviles producidos bajo licencia, partían de Fiat, que controlaba el 7% de las acciones y había insistido en el emplazamiento de la factoría (apostando por el acceso Mediterráneo y la infraestructura industrial barcelonesa, que había albergado a Hispano-Suiza y mantenía la sede de la evolución de esta marca de lujo, Enasa (matriz de la firma de vehículos industriales Pegaso, también de capital estatal).
Sin embargo, la producción de Seat no empezó con el Topolino, que catapultaría a Simca a partir de 1950, sino con vehículos más costosos de Fiat: el primer vehículo de la marca española se produciría también en 1953, el año del estreno de Vacaciones en Roma y Bienvenido, Mister Masrshall fue el Seat 1400 (ensamblado por veteranos de la plantilla de Hispano-Suiza, ni más ni menos). La versión de serie era idéntica al modelo monocasco de la marca italiana, pero pronto el carrocero Pedro Serra creó versiones inéditas como el descapotable Sport Spider.
No aparecería el primer utilitario de la marca española hasta la llegada del sustituto del Topolino en italia, el Fiat 600 (presentado en Ginebra dos años antes, en 1955). El Seat 600 empezó a producirse en 1957 por un precio que sí podía pagar la —todavía reducida— clase media: 65.000 pesetas de la época. Sería el vehículo más popular en España hasta la llegada de su sustituto en la propia firma (Seat 127) y la irrupción del superventas europeo Renault 5 a partir de 1972.
Lingotto como ejemplo industrial
Si Seat tuvo que trasladarse de la Zona Franca al complejo industrial de Martorell, la propia evolución de la industria automovilística convirtió fábrica original Lingotto de Fiat en una contingencia: al haber sido diseñada para acarrear todo el proceso de producción de hasta 80 vehículos distintos, había tenido que adaptarse a un tipo de fabricación más costoso y lento que la externalización de componentes a empresas subcontratadas, método que se imponía entre los otros fabricantes.
El propio Le Corbusier había alabado el que, según él, era «una de las visiones más impresionantes de la industria» y «un ejemplo de diseño urbanístico». La factoría con circuito integrado en la azotea, edificio futurista que parecía surgido de un filme de ciencia ficción donde las megalópolis están compuestas de edificios-ciudad a modo de las arcologías concebidas por el arquitecto italiano Paolo Soleri, cerró por completo en 1982.
En el momento de su cierre, Italia y el resto de Europa habían perdido mucho más que la iniciativa para continuar con el milagro económico de la posguerra. La crisis del petróleo de 1973 supuso una transformación radical del mercado del automóvil.
El Citroën DS, que había mantenido ventas elevadas como berlina de alta gama desde inicios de los 60 hasta su año de mayor producción, 1970, dejó de fabricarse en 1975. Una muestra más de que los treinta gloriosos, edad de oro del capitalismo industrial de corte estatista, acababan de manera abrupta.
La apuesta posterior de Citroën por un DS rediseñado de gama alta con motor Maserati fue un fiasco comercial. La crisis del petróleo y el fenómeno de la deslocalización industrial transformaban economías que, desde la posguerra, habían crecido de manera sostenida y garantizado el acceso a una vida confortable a una amplia clase media.
Lecciones de un pasado con industria estratégica
En Francia, un antiguo tecnócrata gaullista, Valéry Giscard d’Estaing, desaparecido recientemente, enterraba definitivamente el estilo de la vieja política del general de la resistencia entrando en el Elíseo en un Citroën DS que conducía él mismo. Su lema, un oxímoron que capitalizó con astucia: el cambio dentro de la continuidad.
El presidente francés no lo tuvo fácil, pero justo cuando el desempleo, un problema que no había existido desde la reconstrucción de posguerra, azotaba sectores como el del automóvil (que había importado mano de obra desde terceros países), Giscard d’Estaing representaba un nuevo tipo de política «a la americana» que combinó con contenido real para un cambio estructural.
Entre las políticas emprendidas en los años setenta, época convulsa que transformó el sector del automóvil y la sociedad, Francia impulsó varios programas que crearon la realidad que, de nuevo, nos toca transformar con apuestas a largo plazo: legalización del aborto, reducción de la edad de voto, aceleración de la autonomía energética con plantas nucleares, comercialización del Concorde con el Reino Unido, expansión del tren de alta velocidad, e impulso de la integración europea.
En la década de los 80 quedaba claro que la apuesta francesa de impulso europeo tenía sentido. Poco a poco, Europa había dejado de ser el lugar de recreo estadounidense. La caída del Muro de Berlín y el colapso soviético parecían abrir una nueva era de dominio unívoco estadounidense, si bien fenómenos como el ascenso chino y la irrupción del iliberalismo recuerdan que el mundo se transforma, pero sigue usando mecanismos diseñados al final de la guerra.
Tres décadas después de la caída del Muro y la aceleración de la integración europea, el Reino Unido sigue marchándose y Estados Unidos deberá decidir si se sienta o no a hablar sobre retos a escala planetaria.
La necesidad de crear industrias con la mirada puesta en el futuro, como la factoría de Lingotto al construirse en 1923, es perentoria.
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