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Comprar leche fresca con caducidad posterior al adiós de Trump

Como ocurrió en 2016, dos eventos que abren 2021 —el primero en el Reino Unido y el segundo Estados Unidos— simbolizarán la tendencia geopolítica de los próximos años. Acaba al fin el parto contrahecho del Brexit y Donald Trump será acompañado a la puerta de la Casa Blanca antes del 20 de enero, día de la investidura de Joe Biden.

Antes de llegar a esa fecha, no se descartan escenificaciones a la altura del personaje: mientras escribo, aspirantes a paramilitares han irrumpido en el Capitolio para evitar la certificación de la victoria del candidato demócrata.

La deriva de Estados Unidos sonroja a propios y extraños. Si había una manera de perder un prestigio cosechado durante décadas, la Administración saliente ha logrado superar incluso las expectativas más pesimistas.

No podemos descartar siquiera el esperpento que, condescendientemente, los estadounidenses (y británicos) habían creído algo propio del resto, no de ellos. Mira por dónde. ¿Deberíamos acordarnos —personalmente, tenía cuatro años, pero lo recuerdo vagamente— de Tejero? Habrá que regalar el ensayo de Javier Cercas a los amigos de Estados Unidos.

Preocuparse de los países que —se suponía— se ocupaban del resto

En los últimos cuatro años, el Reino Unido se ha transformado y el fenómeno populista en este país tiene vasos comunicantes con el esperpento en Estados Unidos.

Con el lento proceso del Brexit finalizado y el acuerdo bilateral entre Reino Unido y la UE en vigor desde el 1 de enero de 2021, Gran Bretaña se adentra en una década donde deberá encontrar su propia voz, soft power y peso relativo al margen de sus socios comunitarios.

La retórica y los auténticos intereses del Reino Unido han seguido derroteros muy distintos desde que David Cameron permitiera que el partido conservador británico entrara en competición directa en discurso y votos con UKIP, el partido de extrema derecha que aparece y desaparece de escena, con su toxicidad característica, como el gato descrito por Lewis Carroll en su novela más célebre.

Pagar a plazos onerosos una mala compra

No eran ni la supuesta invasión —a través de la UE— de extracomunitarios, ni la supervivencia cultural de la idiosincrasia británica, ni la competencia desleal de residentes del Este europeo, ni los supuestos agravios impuestos por Bruselas:

  • el ligero déficit —amplificado por la prensa sensacionalista tradicional, las redes sociales y las cabeceras de Rupert Murdoch— en la balanza de pagos con la UE;
  • trifulcas simbólicas como el exceso regulatorio;
  • los intereses pesqueros locales;
  • o el torpedeo francoalemán a los supuestos intereses del Reino Unido, desde las normativas industriales —según la retórica de las tertulias británicas, impuestas por Alemania— y agrarias —supuestamente impuestas por Francia—.

Fuera de la UE, los principales socios comerciales del país son Estados Unidos (que aumenta su peso en las importaciones, mientras desciende el de la UE), China y Suiza. No obstante, como quedó patente en el caótico último tramo de 2020, las nuevas aduanas para el tráfico logístico entre Dover y Calais crearán fricciones que perjudicarán de manera desigual al socio más débil de la nueva relación bilateral.

El caso de Irlanda, percibida como una cuestión prácticamente de política interior en Downing Street, ha sido uno de los escollos que alargaron una decisión electoral de los británicos que parece aportar únicamente desventajas para las partes implicadas. Lo único que queda claro es que, a partir del 1 de enero de 2021, un ciudadano irlandés residente en Londres tendrá un pasaporte mucho más versátil que un británico residente en la misma ciudad.

En tanto que una de las dos potencias nucleares de Europa Occidental —la otra es Francia— y miembro estratégico de órganos obsoletos y desprestigiados (por la política errática de, entre otros, Donald Trump) como el consejo de seguridad de la ONU, el G7 y la OTAN, el Reino Unido sueña con una geopolítica de mayor peso que la que podrá ejercer en el mundo, y los lazos económicos y comerciales con los miembros de la Commonwealth no podrán compensar las fricciones con la Unión Europea y la necesidad de, a grandes rasgos, duplicar un marco regulatorio con el que ya contaba en tanto que miembro clave de la UE.

Caducidad de la versión tóxica y de saldo de Ronald Reagan

Hace apenas un año, cuando llegaban las primeras informaciones acerca de una misteriosa infección respiratoria en la entonces poco conocida región china de Wuhan (la OMS publicaba su primer informe oficial sobre Covid-19 el 5 de enero de 2020), numerosas previsiones para el entonces año entrante daban una victoria a Donald Trump: se descartaban grandes sorpresas en una economía que crecía y un mercado laboral e inmobiliario que recuperaban el tradicional vigor del consumo doméstico estadounidense.

El partido demócrata, entonces en plena aceleración hacia unas primarias que prometían enfrentar al ala socialdemócrata y liberal conservador (en términos europeos) de la coalición progresista estadounidense, tendría la dificultad de elegir un candidato convincente y capaz de ganar a un Donald Trump con el viento a favor.

La pandemia de coronavirus y sus consecuencias socioeconómicas, así como en el prestigio real y percibido de un país que ha acusado la degradación de sus instituciones y procesos básicos en los últimos años, erosionaron a partir de finales de marzo la estrategia machacona que el presidente, encaramado a una caricatura perversa de Ronald Reagan, pretendía explotar.

Si parece un cisne negro y nada como un cisne negro…

La pandemia, que no entraba en las previsiones para el año, lo cambió todo. Su caótica se caracterizaría por la comparecencia casi diaria del presidente ante los medios para capitalizar iniciativas como las ayudas federales a los ciudadanos y empresas del país durante el confinamiento de la primavera, así como por un descontrol y amateurismo entre bastidores que aumentaron el desconcierto y agravaron la crisis.

Los disturbios en todo el país a raíz de la muerte de George Floyd no lograron movilizar el voto del miedo de manera decisiva, como ya se había podido entrever en las propias manifestaciones, la mayoría pacíficas y ajenas a los destrozos y saqueos que monopolizaron durante semanas los medios y las redes sociales, a menudo transversales y con figuras públicas del partido republicano entre sus participantes (Mitt Romney entre ellas).

El sólido apoyo afroamericano en el Medio Oeste y el Sur del país, así como un apoyo nunca exultante pero sí suficiente entre las bases tradicionales de los Estados demócratas, permitieron a Joe Biden ganar las primarias de su partido y las elecciones de noviembre sin apenas salir del despacho doméstico acondicionado para videoconferencias donde Biden aguardó con astucia a que los errores de su contrincante decantaran a los pragmáticos con cierto sentido de la responsabilidad de Estado.

Cuando Fox eligió la realidad frente al delirio

Llegada la hora de la responsabilidad, no obstante, fueron los nuevos votantes —jóvenes, minorías urbanas desfavorecidas a las que se dificulta el voto con estrategias administrativas bizantinas—, quienes lograron decantar unas elecciones con niveles de participación a la altura de lo que estaba en juego.

Poco más de cuatro años después del referéndum sobre el Brexit y la victoria de Trump, se consuma el divorcio británico de la UE, pero no el previsible segundo mandato de Donald Trump.

Con su incapacidad para reconocer la derrota y su ataque continuado a la integridad y credibilidad del resultado en varios Estados que acabaron decantándose por Biden en el voto por correo, Donald Trump y sus sicofantes incondicionales ponen en un aprieto al partido republicano.

Las divisiones del partido de Lincoln a favor y en contra de las acciones a la desesperada de Trump marcarán los próximos cuatro años y podrían ser el inicio de una campaña para presentar a un Trump en las primarias del partido para 2024 (el propio presidente o Ivanka Trump), además de constituir una plataforma comercial para distintas actividades, entre ellas un posible emporio informativo populista-conservador para suplir a Fox (cuyos periodistas se atuvieron a los hechos incontestables y, pese a las presiones del entorno del presidente y los simpatizantes más movilizados, declararon la victoria de Biden).

Una llamada «Godfellas» a Brad Raffensberger

Bien entrado el mes de enero de 2021, Donald Trump abandonará la Casa Blanca sin reconocer su derrota y —más preocupante para el sistema democrático del país que aspiraba a exportar la democracia al mundo— sembrando dudas sobre el proceso electoral.

Quizá ya no quede tiempo para el inicio de otro proceso de destitución, pero Donald Trump no escatima méritos en los últimos días con su apoyo a los senadores republicanos que han anunciado que no certificarían el resultado electoral si no se produce una previamente una auditoría en la sesión del miércoles 6 de enero.

La presión de estos senadores se une a una llamada de Trump al Secretario de Estado de Georgia (Brad Raffensberger, republicano), a los que presionó para que «encontraran» 11.870 votos (para ganar el Estado), en un contexto preelectoral de la segunda vuelta en la que se decidirá el signo de los dos senadores de Georgia que decantarán la mayoría en el Senado durante los cuatro próximos años.

Los demócratas han ganado uno de los escaños y se acercan al segundo, decidido por un margen de votos todavía inferior que el primero. Dos personas clave en el Estado para promover el voto entre los desfavorecidos, una recientemente fallecida —el activista de los derechos civiles y senador John Lewis— y otra con un peso que crece en el futuro del país —la política y activista Stacey Abrams—, fraguaron la transformación política de un Estado que cuenta con una mayoría rural republicana y la simbólica prosperidad de Atlanta, metrópolis afroamericana.

Supervivencia de una sociedad abierta según Arendt y Popper

La conducta de Donald Trump no sorprende a los aliados internacionales. Sin embargo, al ser cuestionados por el New York Times, varios expertos europeos confirman que los distintos gobiernos europeos temen los efectos a largo plazo de las maniobras de Donald Trump, consideradas un ataque frontal a las instituciones que hasta hace poco se habían considerado el modelo a imitar.

En los próximos años se manifestarán los efectos de dos fenómenos —un Brexit materializado, un segundo mandato de Trump abortado— asociados al movimiento de corte populista e iliberal que aprovechó la debilidad y las disfunciones de las democracias liberales en una época de remisión de ideologías, auge de identidades y debilidad epistemológica (acelerada por el uso de las redes sociales) sobre lo que creíamos conocer… y distinguir.

Tal y como habían avisado pensadores como Hannah Arendt y Karl Popper (ambos el fruto cultural de una Europa Central transformada en Estados éticamente homogéneos durante la primera mitad del siglo XX), basta con la irresponsabilidad de mandatarios en posiciones clave y acceso a grandes medios de difusión para sembrar la discordia entre la opinión pública en torno a qué es verdad y qué no lo es.

Las teorías conspirativas que asistieron en el ascenso del iliberalismo de los últimos años no desaparecerán tras el 20 de enero, una vez Joe Biden tome posesión de su cargo. Las dudas en torno a la pandemia, las vacunas o supuestas confabulaciones de una élite tildada de «globalista» seguirán campando a sus anchas y encontrando acólitos en medio de la peor crisis sanitaria global de una generación.

Dolencias de nuestro tiempo

Conspiracionismo, fundamentalismo religioso y un zeitgeist climático que alimenta un decorado con cierto aire milenarista en el que no faltan incendios masivos, olas de calor en el ártico y plagas de langosta de escala bíblica, ha contribuido a alimentar otras crisis superpuestas, de momento velada, que se manifestará una vez avancen los índices de vacunación en todo el mundo y pueda remitir la necesidad de aplicar medidas radicales de distanciación social.

Entre estas dificultades, afrontadas por una parte considerable de la población mundial, destacan la económica (y, en varias regiones del mundo, alimentaria), la física y la mental, con un aumento de las denominadas dolencias de la civilización (metabólicas y del comportamiento) cuya gestión constituirá un reto todavía más esquivo que combatir una pandemia.

A inicios de una década que decidirá la deriva energética, climática y geopolítica de las próximas décadas, se consolida la paradoja que marcará una opinión pública especialmente polarizada en las sociedades que llamamos «avanzadas»: la necesidad de hacer frente a cambios difíciles a gran escala —que sólo pueden afrontarse de manera efectiva de manera global— y los estragos que estas dinámicas producen alimentan la popularidad de las opciones radicales, esencialistas y aislacionistas.

El mundo a la carta con que sueñan los simpatizantes del Brexit y de opciones políticas como Boris Johnson y Donald Trump permite contar para uno mismo con las ventajas de la mundialización —apertura a los intereses, cultura y productos que uno mismo exporta— y frenar cualquier resultado incómodo o transformador del mismo proceso. En el mundo actual, ni China, ni la Unión Europea, ni Estados Unidos, ni mucho menos actores de peso muy inferior como el Reino Unido, podrán imponer su «mundo a la carta».

Falacias que engendran realidades

La Administración republicana que abandona la Casa Blanca, compuesta en su recta final por incondicionales del presidente a modo de sonrojante cortejo, demostró su incapacidad para comprender que el juego geopolítico actual no constituye un proceso de suma cero donde el objetivo es obtener todo lo que uno aspira sin contrapartidas; gobernar no es una partida de póker donde el ganador se lo lleva todo, si bien la metáfora puede resultar atractiva tanto al propio interesado como a sus seguidores más irredentos.

Asimismo, el proyecto del Brexit se ensambló sobre la misma falacia y es un mal negocio para todos los europeos, pero fundamentalmente para los británicos.

Los simpatizantes del iliberalismo que se llenan la boca de ese mundo a la carta (todo lo bueno para mí, todo lo malo para otros, a poder ser allende las fronteras —o en el ghetto—), harían bien en incluir entre sus lecturas para 2021 algunos ensayos sobre el contexto de la mundialización, un proceso que se ha acelerado en las dos últimas décadas y que debe regularse, pero que se produce desde hace mucho tiempo.

Peter Frankopan (The Silk Roads) o Charles C. Mann (las entregas sobre el intercambio colombino 1491 —el antes— y 1493 —el después—) son un buen inicio.

Quienes no quieran dedicar tiempo al asunto pero insistan en su supuesto compromiso con un debate público razonado y basado en argumentos fehacientes, pueden conformarse en menos tiempo con acceder a fuentes creíbles que mostrarán por qué «mundialización» no es una conflagración neo-liberal surgida en los despachos de los poderosos de nuestro tiempo.

De vacaciones en la Edad del Bronce

Si hay que remontarse a la Edad del Bronce, sea. Porque la evidencia acerca de la existencia de estrechos lazos comerciales y culturales entre el Mediterráneo y Extremo Oriente se remontan a más de 3.000 años atrás. Especias como la cúrcuma y frutas como el plátano son el testimonio en nuestra despensa de viejas historias olvidadas, y un humilde antídoto contra los esencialismos y la charlatanería.

Los simpatizantes del Brexit mejor informados y más conectados al pasado colonial de Londres, la primera metrópolis auténticamente global, quizá sientan cierta inspiración con las conclusiones del estudio de los investigadores de la Ludwig-Maximilians-Universität de Múnich.

Si, ya durante la Edad del Bronze, «el comercio de larga distancia en la alimentación estaba ya conectando a sociedades distantes», un Reino Unido con todos los beneficios de una autonomía idealizada que nunca existió y ninguna de las responsabilidades derivadas de una posición influyente en Europa y el mundo, podría revivir viejos sueños asociados a la Commonwealth.

La vuelta a la realidad podría ser dura y el precio pagado, muy superior al que se habría derivado de una posición geopolítica más acorde con valores que tienen cabida a distintas escalas y no juegan al ventajismo, el exclusivismo y la confrontación.

Decir una cosa y hacer la contraria

Jim Ratcliffe, máximo accionista de la compañía química Ineos y ferviente defensor del Brexit, ya lo demostró recientemente, al emplazar la producción de su nuevo vehículo en el este francés, junto a la frontera con Suiza y Alemania.

La idea inicial de producirlo en Gales no garantizaba el acceso al material automotriz (el vehículo montará motor BMW). El subensamblaje de la carrocería se produciría en otra planta de un país de la UE, en este caso en Estarreja, localidad portuguesa 50 kilómetros al sur de Oporto.

Allí, en Hambach (Lorena), se construirá el Grenadier, un vehículo con espíritu británico que pretende ser la evolución del legendario Land Rover Defender (que dejó de producirse en la planta de Solihull, Reino Unido, en enero de 2016). Ratcliffe estará encantado de cuidar su imagen y la de su país en el corazón de Europa.

Quizá todo quede en una anécdota, pero el fenómeno volverá a repetirse en un mundo como el actual.