Pompeya es una ciudad congelada en el tiempo, una ventana a la vida cotidiana de una ciudad de provincias romana. También es un laboratorio de interpretación de técnicas, materiales, costumbres, códigos sociales, gastronomía.
La ciudad es sinónimo de catástrofe desde que, en el año 79 d.C., una erupción del monte Vesubio sorprendiera a la población colindante. La estimación de víctimas debe basarse en los restos humanos descubiertos por superficie construida: entre 2.000 y 15.000.
La erupción tuvo lugar el 25 de agosto. El 23 de junio del mismo año el emperador Vespasiano había muerto de diarrea. Sus últimas palabras no decepcionaron:
«Creo que me estoy convirtiendo en un Dios».
Pese a la muerte del emperador y a la erupción en la bahía de Nápoles, la conquista de Britania proseguía a buen ritmo, con nuevas colonias en el sur de la isla aseguradas por perímetros agrandados.
El Vesubio ha hecho erupción más de una treintena de veces, si bien había contado con una única cima hasta la catástrofe de 79 d.C., tal y como muestran dibujos y mosaicos de la región previos a la erupción. Hubo nuevas erupciones en 203, 472, 512, 787, 968, 991, 999, 1007, 1036 y en más de 20 ocasiones más entre 1694 y 1944.
Una noche de agosto de 79 d.C.
El acontecimiento, que tuvo lugar en plena noche, protegió los vestigios del deterioro y el pillaje durante más de 1.500 años, si bien los primeros arqueólogos dañaron con sus técnicas todavía rudimentarias algunos vestigios que, con metodologías actuales, nos podrían haber dado, como mínimo, algún otro clásico literario.
Muchos de los papiros de otra localidad sepultada (Herculano) calcinados durante la misma erupción, podrían haber revelado sus secretos con técnicas de la actualidad; no fue así en 1738, cuando comenzaron las primeras excavaciones en el lugar a petición de Carlos III (Nápoles y Sicilia eran entonces todavía parte integrante de la Corona española), tras el descubrimiento fortuito del sitio en 1713.
La biblioteca descubierta en Herculano y excavada entre 1750 y 1765, contenía al menos 2.000 papiros parcial o totalmente carbonizados. Se cree que los libros habían pertenecido al suegro de Julio César, Lucio Calpurnio Pisón Cesonino; dada la estatura social e intelectual del personaje, sus anaqueles podrían haber desvelado numerosos de los libros grecorromanos de los que apenas se conservan menciones o pequeños fragmentos.
Pompeya, Herculano, Stabiae y Oplontis
Por su posición, las dos localidades sufrieron destinos catastróficos muy distintos desde el punto de vista de las excavaciones arqueológicas. Herculano recibió hasta 5 veces más cenizas que Pompeya, lo que retardaría la excavación tras su descubrimiento (anterior al de Pompeya); y, mientras los edificios en Pompeya no conservaron sus plantas superiores, los de muchas casas de Herculano cuentan con pisos elevados, azoteas y frescos conservados con todo lujo de detalle.
Tanto los sorprendidos por la erupción en Herculano como aquellos en la todavía más próspera y poblada Pompeya, así como en sus villas colindantes, no vivieron para contarlo. Sin embargo, la arqueología ha evolucionado lo suficiente como para que los vestigios urbanos sepultados ofrezcan, gracias a modelos y sistemas de interpretación cada vez mejores, un acceso privilegiado al día a día de la época en la próspera Campania romana.
Estos vestigios, ahora mejor preservados e interpretados que en la época de su hallazgo, pueden complementarse con la crónica privilegiada de quienes sí vivieron para contarlo, al haber asistido al evento traumático desde localizaciones de la bahía de Nápoles y sus inmediaciones lo suficientemente alejadas de la falda inmediata del volcán para alejarse del lugar a primera hora de la mañana.
Desde la bahía de Nápoles, Cayo Plinio Cecilio Segundo, un joven patricio que se convertiría en abogado, escritor y científico, Plinio el Joven para la posteridad, asistió a la erupción del Vesubio en el año 79 a.C. y contó la experiencia a un amigo, el historiador Tácito, en al menos dos cartas.
Un invitado de Hispania
Plinio el Joven había explicado a Tácito la reciente muerte de su tío, Plinio el Viejo, que también había asistido a la descomunal erupción desde las inmediaciones del norte de la misma bahía. Unos días antes, se había producido uno de los terremotos «corrientes en Campania».
La noche en que se produjo la erupción, Plinio el Joven se bañó, cenó y se fue a dormir, aunque la inquietud se apoderó de él. Quizá —dice en la carta— fuera el estado de alerta del terremoto anterior. Entonces, llegó un gran temblor.
El terremoto de aquella noche —dice Plinio a Tácito— fue tan fuerte que los enseres caían y las estructuras amenazaban con venirse abajo. Los habitantes de la casa salieron de ella en plena noche y fueron a sentarse a una explanada junto al mar.
Aquella noche, el joven Plinio —que, especifica en la carta, contaba con sólo 18 años— se llevó un libro de Tito Livio —experto de la historia de Roma y auténtico best-seller de los siglos I y II d.C. gracias a los elogios de notables de la época como Séneca y Quintiliano— para pasar los momentos de incertidumbre leyendo algo de provecho y tomando notas.
Plinio el Viejo, su tío, precursor del empirismo y militar retirado de renombre (durante la erupción, ejercía el mando de la flota romana en Miseno, el extremo de la bahía opuesto a la erupción), tenía un invitado de Hispania, quien, al ver que el joven leía Tito Livio junto a su madre, sintió que la estampa de normalidad no se correspondía con el riesgo que él percibía sobre el momento, así que el visitante —escribe Plinio el Joven— reprochó a la madre la parsimonia y al hijo la confianza.
Vivir para contarla
Al llegar el crepúsculo, el estado deplorable de los edificios colindantes y la sensación de catástrofe animó al grupo a abandonar la villa.
«La multitud nos seguía admirada, pues en los momentos de pánico uno se suele guiar por las decisiones de los demás, y todos empujaban a los fugitivos».
Al leer las impresiones del futuro letrado, observamos una situación, pero también una personalidad asociada a una posición social, así como un punto de vista sobre un acontecimiento que, a primera hora de la mañana, dejaba claro su carácter excepcional. Había muchas cosas, dice Plinio, dignas de admiración y de temor.
Los vehículos que habían organizado para partir de casa no podían avanzar con normalidad pese a encontrarse en un terreno llano. Asimismo, «el mar se recogía a sí mismo», con una playa que había transformado su morfología. Sobre la arena, aparecían varados los animales marinos que, posiblemente, habrían sido absorbidos por el impulso del oleaje de un maremoto asociado al cataclismo.
La catástrofe no era sólo observable en el nerviosismo de los animales, los edificios rurales agrietados, la playa transformada y los animales marinos expelidos a tierra: bastaba levantar la mirada para observar un ambiente ennegrecido:
«Por otro lado una negra y horrible nube, rasgada por torcidas y vibrantes sacudidas de fuego, se abría en largas grietas de fuego que parecían relámpagos, sólo que mayores».
En el epicentro de un lugar tomado por el desconcierto
La columna eruptiva inicial habría alcanzado 32 kilómetros de altura, lo que la habría hecho visible a una gran distancia. Ante el desconcierto, Plinio y su madre trataron de localizar al resto de la familia, incluido el tío, Plinio el Viejo, pero el amigo de España de éste, del que Plinio el Joven no menciona el nombre, insistió para que ambos avanzaran y partieran cuanto antes:
«Si tu hermano o tu tío viven todavía, quieren que vosotros también os salvéis. Si han muerto, seguro que habrían querido que sobrevivierais. Así que, ¿a qué esperáis para huir cuanto antes?».
Plinio y su madre desoyeron el consejo y permanecieron en la zona, desde donde asistieron al descenso de la nube de humo hacia el mar, que ya había ocultado Capri y el resto de la bahía. Los nervios de la madre la empujaron entonces a suplicar a su hijo que se marchara por su cuenta a toda prisa, pues ella no podía caminar con suficiente rapidez y temía convertir su torpeza en una tumba para ambos.
Desde el interior de la catástrofe, como ocurre en medio del desconcierto de una acción entre la muchedumbre (algo que han relatado sobre la guerra Stendhal y, a partir de éste, Lev Tolstói), Plinio el Joven desconocía que su tío disponía ya a la flota que dirigía para evacuar a miles de afectados por la erupción.
Escatología pagana
Eso sí, el joven tuvo suficiente sangre fría para analizar la situación. Al observar que empezaba a caer ceniza y el lugar perdería pronto su visibilidad debido a una espesa niebla que avanzaba a modo de torrente, Plinio y su madre se apartaron de la calzada para evitar el atropello de la multitud aterrada:
«Apenas había dicho esto cuando anocheció, no como en las noches sin luna o nubladas sino con una oscuridad igual a la que se produce en un sitio cerrado en el que no hay luces. Allí hubieras oído chillidos de mujeres, gritos de niños, vocerío de hombres: todos buscaban a voces a sus padres, a sus hijos, a sus esposos, los cuales también a gritos respondían».
Se oían lamentos y gritos de adultos y niños perdidos en la repentina oscuridad:
«Unos lamentaban su desgracia, otros la de sus parientes, y había quienes que por miedo a la muerte la imprecaban. Muchos eran los que elevaban las manos hacia los dioses, y otros se habían convencido de que los dioses no existen, creían que era la última noche del mundo. No faltaban los que con terror falso y fingido exageraban los peligros reales. Algunos notificaban a los crédulos con falsedad que se había desmoronado e incendiado el Miseno».
En su misiva a Tácito, Plinio el Joven nos muestra hasta qué punto la escatología (doctrinas, canónicas y apócrifas, sobre un supuesto fin próximo del mundo) es recurrente en momentos percibidos como potencialmente cataclísmicos, cuyas circunstancias facilitan la diseminación del fanatismo supersticioso.
Cuando cae la oscuridad
La obsesión con el fin de los días no es propia únicamente de la Roma pagana: dos siglos más tarde, el cristianismo habrá reemplazado al estoicismo y el panteón grecorromano como filosofía de vida y religión mayoritarias en el Imperio, respectivamente, si bien la superstición milenarista no hará más que crecer, tal y como la caída en desgracia de Hipatia de Alejandría lo demostrará a inicios del siglo V.
Un rato después de que el lugar cayera en la oscuridad —prosigue Plinio el Joven—, la mañana aclaró un poco, aunque el cielo enrojecido daba la impresión de que se acercaba el fuego. Poco después, volvieron las cenizas y la espesa niebla. De vez en cuando, madre e hijo debían levantarse para sacudirse la ceniza que se iba acumulando y amenazaba con atenazarlos con su peso.
Al fin llegó el día, aunque el sol permaneció apagado en el firmamento, sin fuerza, como cuando se produce un eclipse. La noche que siguió al acontecimiento fue angustiosa para ambos, con sentimientos de esperanza y miedo a la vez:
«Prevaleció el miedo, porque todavía duraba el terremoto, y eran muchos los que añadían a las desventuras propias y ajenas terroríficos vaticinios. Pero nosotros no determinamos marcharnos, aunque todavía estábamos expuestos al peligro, porque esperábamos noticias de mi tío».
El espejo de la vida en Pompeya
La historia de Pompeya forma parte del imaginario colectivo contemporáneo y el lugar es una de las ruinas más visitadas del apogeo del Imperio, únicamente tras el Coliseo y el Foro romanos.
Nos llama tanto la crudeza del acontecimiento, una erupción capaz de sepultar repentinamente la ciudad bajo toneladas de ceniza volcánica, como el halo que el evento repentino dejó sobre el lugar, donde objetos cotidianos, restos de comida, bares, pintadas vandálicas (grafitis de la época) y la fantasmagórica figura calcinada de sus habitantes, a menudo en posiciones que describen el ahogamiento y el calor soportados, aparecen por toda la ciudad.
Los habitantes apenas tuvieron tiempo de ponerse a cubierto y, en poco tiempo, sucumbir al ambiente irrespirable, antes de que la ceniza y la lava sepultaran la falda del volcán, lo que explicaría el interés de equipos interdisciplinarios actuales para simular con todo lujo de detalle la existencia en el lugar hace prácticamente dos milenios.
Desde el descubrimiento del emplazamiento de la ciudad en el siglo XVIII, la ciudad atrajo a un sinfín de cazadores de tesoros y buscafortunas, para asistir después al nacimiento de la arqueología como disciplina y a la evolución de sus métodos.
Desde 2012, Pompeya ha vuelto a florecer como centro de investigación gracias al Gran Proyecto de Pompeya, financiado por la UE —con 75 millones de euros— y el Gobierno italiano —que aportó otros 30 millones—.
El proyecto no se limita a la conservación del sitio y a promover nuevas excavaciones, sino a la interpretación del sitio con las últimas técnicas para crear un retrato de la Italia romana tan detallado y multifacético que, según su director, el arqueólogo Massimo Osanna, equivalga a estudiar fotografías detalladas de hace dos milenios.
El nuevo proyecto parece hacer eco a las palabras de Chateaubriand, se trata de:
«una ciudad romana conservada en su totalidad, como si los habitantes se hubieran ido apenas un cuarto de hora antes».
Chateaubriand entre ruinas
El autor de las «Memorias de ultratumba» había iniciado su primer viaje a Italia en 1803 a los 35 años, recomendado por ni más ni menos que su íntimo Napoleón. Chateaubriand llegaba a Nápoles a finales de ese mismo año. El 4 de enero de 1804, el escritor y diplomático francés visitaba las ruinas de Pozzuoli, junto a Nápoles; el 5, quizá inspirado por la relectura de los autores romanos que habían hablado de la erupción, visitaba el Vesubio, para dedicar el día 11 de enero de 1804 a visitar las ruinas de Herculanum y Pompeya.
Chateaubriand apenas escribió unas notas y un puñado de misivas sobre la estancia en Campania, que se publicarían a partir de la década de 1820. El romántico francés no dejó nada escrito sobre su visita a Herculano, en la que se habían perforado varios túneles y se había descubierto, en tiempos de Carlos de Borbón en las Dos Sicilias (luego sería Carlos III de España), la villa de los papiros, de cuya manipulación arcaica y destructora se queja amargamente en una escueta mención el ensayista Stephen Greenblatt en su entretenido ensayo El giro (The Swerve: How the World Became Modern).
Del yacimiento de Pompeya, que apenas había sido desvelado y sobre el cual se desconocía el estado y dimensiones reales, Chateaubriand escribió unas notas que constatan su profundo encantamiento con el lugar, donde se entreveían las grandes calzadas y las dimensiones del anfiteatro. El escritor enumera las únicas cuatro partes parcialmente descubiertas:
- el templo, el barrio de los soldados y los teatros;
- una casa que acababa de ser excavada por los franceses (nos encontramos en la Europa napoleónica de los primeros años del XIX);
- un barrio de la ciudad;
- y una villa a las afueras de la ciudad.
Una sociedad compleja y cosmopolita
Las técnicas arqueológicas son hoy muy distintas. Lo que ha emergido de montañas de datos es un retrato sobre la sociedad romana, su prosperidad y su pujanza cosmopolita. Los barrios de la ciudad contaban con comunidades multiculturales que hablaban distintos idiomas presentes en el Imperio, los mercados y restaurantes ofrecían manjares de Egipto y Arabia, y tanto los restos humanos como de alimentos permiten adentrarse en retratos mucho más precisos.
Entre el equipo multidisciplinar de los últimos años, han participado arquitectos y arqueólogos, técnicos de construcción, pintores, carpinteros, fotógrafos científicos, dentistas, radiólogos, biólogos, geólogos, expertos en geodésica, informáticos, restauradores de arte e ingenieros hidráulicos. Se han generalizado técnicas como tomografía computarizada (escáneres de rayos X) para generar imágenes internas del organismo calcinado de los fallecidos.
Asimismo, se realizan perfiles genéticos de las víctimas y las muestras paleobotánicas ofrecen pistas de la dieta de la población. Por su resistencia a condiciones extremas y al paso del tiempo, los dientes ofrecen todo tipo de pistas a los investigadores, desde la salud de la población a la biografía y las costumbres de cada individuo.
La erupción de 79 d.C. acabó con una ciudad, pero el desastre la preservó para que hoy podamos beneficiarnos de su excelente estado de conservación y la inédita abundancia de remanentes del día a día de miles de personas de distinta edad, procedencia, estatuto social (inmigrantes y visitantes libres de otras partes del Imperio, esclavos y libertos —esclavos que habían logrado comprar su libertad—, ciudadanos humildes con distintos oficios, patricios y notables de alto rango) e intereses.
Conservar un legado
Desde su descubrimiento, el sitio arqueológico ha sufrido desastres que se podrían haber evitado, desde los daños y pillajes de los inicios a saqueos contemporáneos (en 2016, miembros de las policías científicas de Italia y Suiza lanzaron una operación en Ginebra para recuperar fragmentos de frescos de Pompeya que habían sido extraídos de paredes en lugares poco vigilados de la zona restringida, se cree que en los años 90).
El sitio ha sufrido, asimismo, numerosas restauraciones irregulares y de escaso control científico, daños durante el desembarco aliado en la II Guerra Mundial, problemas de financiación y personal durante dos guerras mundiales, cuatro recesiones económicas (si contamos la de 2008-2012 como la última) y la pandemia actual.
En plena crisis de 2010, un evento hizo saltar las alarmas y espoleó la regeneración en marcha: el derrumbe parcial de la Casa de los Gladiadores. Entonces, apenas el 13% de la ciudad excavada (44 hectáreas, algo menos de medio kilómetro cuadrado) estaba abierta a los visitantes, mientras las 64 casas accesibles en 1956 se habían reducido a 10.
La situación será muy distinta cuando el fin de la pandemia permita el retorno de la normalidad a Pompeya, donde prosigue el trabajo —sin público en ninguna instalación colindante— del equipo multidisciplinario.
Cita con Plinio el Joven y Chateaubriand
Mercados, tiendas de abastos, cocinas domésticas y restaurantes populares o thermopolia (el equivalente de la época a lugares para comer en poco tiempo por poco dinero) han desvelado una dieta rica en distintos granos, legumbres, fruta, frutos secos y productos exóticos, más escasos y caros.
Se han descubierto varios thermopolia en Pompeya, el último de los cuales, en una zona popular, donde la necesidad de procurarse comida económica era muy superior, pues parte de la población no tenía acceso a una cocina.
El último termopolio excavado, que ya se había localizado y datado en 2019, fue presentado hace unos días a la prensa. Está localizado en la vasta zona de excavaciones de Regio V, donde se suceden las sorpresas.
Al encontrarse en una intersección especialmente concurrida entre la vía de las Bodas de Plata y la de los Balcones, el establecimiento cuenta con un gran mostrador decorado con frescos de animales y escenas cotidianas.
Asimismo, en los recipientes de barro integrados en el generoso mostrador se hallaron restos de vajilla con cerdo y cabrito y otros alimentos. Uno de los recipientes cuenta con un plato cocinado similar al risotto, la paella y otros platos de arroz caldoso propios de la dieta mediterránea contemporánea.
Quizá, el Termopolio recién descubierto sea un buen lugar para evocar en qué habría consistido nuestra charla a tres con Plinio el Joven y Chateaubriand, sentados en taburetes ante un plato de arroz caldoso regado con un vino nuevo de la zona.