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Conveniencia tóxica, o por qué mejoramos afrontando lo arduo

Gracias a la pausa escolar invernal en Francia, acudo en los últimos años a visitar a la familia y, aprovechando la visita, paso revista al viejo auto en un mecánico de confianza.

Este año, al entrar a saludarlo, comprobé que un vehículo que se había convertido en parte del mobiliario, al permanecer en el mismo lugar durante varias visitas, había desaparecido. El auto, un todoterreno relativamente moderno, tenía el motor roto sin posibilidad de parcheo de la junta de culata. Así que el dueño —y único trabajador del pequeño taller de pueblo tras la jubilación de su padre—, había tomado la decisión de deshacerse de él.

El arquitecto paisajista Andreas X. Stavropoulos nos muestra el interior de la vieja Airstream que restauró hace unos años para usar como económico dormitorio universitario en la Costa Oeste de Estados Unidos (imagen: Nicolás Boullosa)

Recordaba los pormenores de aquel vehículo a partir de cortas conversaciones de cortesía en visitas anteriores: un vehículo japonés con el motor roto, en estado irreparable, era carnaza de desguace, debido al precio de un motor nuevo: más de 10.000 euros.

Más allá de la lógica materialista

Pero la historia no había discurrido según las leyes de la tensión de rotura: perteneciendo al propio mecánico, el vehículo averiado había aguardado su oportunidad como un paciente en espera de un trasplante: la noticia de un vehículo siniestrado compatible.

Hace unos meses, un motor en estado recuperable llegó a un desguace cercano, momento en el que empezó la ardua tarea de analizar el daño del nuevo motor, conseguirlo a buen precio, lograr las piezas adicionales adecuadas, y dedicar horas de trabajo meticuloso en ratos hurtados a la familia y al tiempo libre.

Fernando Abellanas, versátil diseñador industrial y artista, ha creado la marca Lebrel a través de la que vende sus productos. En la imagen, Abellanas nos muestra sus diseños en su vivienda-taller de Paiporta, Valencia (imagen: Nicolás Boullosa)

Es así cómo, con un esfuerzo prolongado, el viejo trasto salió de su rincón del pequeño taller de pueblo sirviéndose de su nuevo motor, un híbrido de válvulas, pistones y culata a partir de los dos motores siniestrados, y un precio total de reparación que, añadidas las horas de trabajo, habría carecido de sentido en cualquier taller movido únicamente por la utilidad y la conveniencia.

En el caso de este pequeño taller, la conveniencia —entendida como la búsqueda de maneras más fáciles y eficientes de hacer tareas personales— carece del valor absoluto que ha alcanzado en una sociedad sofisticada cuyos productos y servicios perfeccionan modos de atender a nuestras peticiones para multiplicar la ganancia: la cultura del viaje eficiente punto a punto, la automatización o supresión de cualquier esfuerzo, la decadencia de los proyectos esforzados a favor de alternativas compradas o usadas bajo demanda…

Dictadura de la conveniencia

¿Ofrecen lo mismo los “amigos” encapsulados en la interfaz de Facebook que entablar relaciones reales con amigos y personas con que nos topamos en la vida de manera fortuita? ¿Logramos la misma satisfacción llegando a la cima de una montaña escalándola que en teleférico?

¿Aprendemos lo mismo de un viaje cuando nos trasladamos en avión que cuando viajamos con mayor lentitud por el territorio, observando paisajes naturales y urbanos, y conociendo a personas?

Tim Wu, profesor de derecho de la Universidad de Columbia y autor del ensayo The Attention Merchants, desarrolla en una columna para The New York Times la carrera de la sociedad de consumo propulsada por la aceleración de la conveniencia: productos y servicios creados para hacernos la vida más fácil y, eso creíamos, más placentera.

El diseñador industrial y constructor ocasional californiano Jay Nelson muestra a Kirsten Dirksen material reciclado de viejas zanjas; en ocasiones, explica Nelson, la gente tira lamas de madera de secuoya en perfectas condiciones después de un siglo a la intemperie (imagen: Nicolás Boullosa)

Pero, llevada al extremo, la carrera por la conveniencia se convierte en algo parecido a un culto o -argumenta Tim Wu—, ésta crea un contexto con una evolución poco menos que tiránica, privándonos de la satisfacción de lo que obtenemos con esfuerzo, a lo largo del tiempo y en ocasiones gracias a nuestra paciente estrategia.

Cuando el creador de un producto limita su uso a sus propios hijos

La conveniencia nos ha hecho creer que no es necesario esperar a la fruta madura, y que es posible obtener lo mismo con cada vez menor esfuerzo, lo que explicaría por qué los primeros electrodomésticos en alcanzar el mercado de masas nos liberaran de tareas arduas y monótonas, y el primer robot autónomo en recorrer los hogares haya sido la legión de aspiradoras que, transitando por los rincones de la vivienda contemporánea, mapean los hogares con la intención de vender la información a terceros. Pero esa es otra historia. Según Wu,

“Una consecuencia no deseada de vivir en un mundo en que todo es ‘fácil’ es que la única destreza que acaba importando es la habilidad para la multitarea. Llevado [el fenómeno] al extremo, en realidad no hacemos nada; sólo ordenamos lo que se hará, lo cual constituye un endeble propósito vital.”

En las últimas décadas, a medida que la tecnología de la información ha mejorado y personificado métodos para realizar todo tipo de tareas, hemos evolucionado desde un mundo que se abre en la infancia al juego analógico y la interacción humana, a realidades en las que niños y adultos “gestionan” horarios maratonianos y minimizan contactos fortuitos con otros, pues éstos no son considerados útiles (al no ser programados y no aparecer en un sistema burocrático personalizado a medida, gracias a la era de los servicios digitales personalizados).

Y, mientras el público despreocupado por cuestiones existenciales acepta sin problemas —y, a menudo, celebra— la sustitución de una cotidianidad abierta a la experiencia por su sucedáneo artificial, algunos de los artífices destacados de la Internet autoproclamada como “social” aconsejan a los suyos que no usen los servicios que han diseñado, ya que éstos estarían diseñados para favorecer la utilidad económica (y no los intereses a largo plazo de quienes los hacen posibles).

Si no pagas por el servicio, tú eres el producto

Efectuada la transición desde la experiencia analógica al conocimiento regulado en torno a la formación programada y la cuantificación de todos los aspectos de la vida —gracias a ese nuevo apéndice llamado teléfono inteligente—, se acelera el mercado de la conveniencia. Como si el objetivo consistiera en mantener postrados ante la pantalla al mayor número de personas posible. Al fin y al cabo, todo lo que no pueda llegar por Internet lo hará por mensajería.

Los artífices de esta nueva realidad se cuidan mucho de que su entorno caiga en la misma madriguera de conejo, empezando por sus propios hijos, que acuden a escuelas “analógicas” donde se prohíbe expresamente cualquier teléfono, tableta u ordenador.

Sabemos que el gusto por la experimentación desaparecía en Steve Jobs a la hora de exponer a sus propios hijos a tecnologías como el iPad.

En un artículo de 2014 para el New York Times, Nick Bilton recordaba una conversación con Jobs tras el lanzamiento del primer iPad. Bilton preguntó a Jobs si sus hijos disfrutaban del nuevo aparato, a lo que el consejero delegado de Apple respondió:

“No lo han usado. Limitamos la cantidad de tecnología a la que nuestros hijos acceden en casa.”

El riesgo reduccionista de la cuantificación tecnológica

Otras personalidades involucradas en popularizar la sociedad del conocimiento, como Chris Anderson, ex director de Wired y actual dirigente de la empresa 3D Robotics, han explicado esta aparente paradoja.

Anderson justificó que muchos de sus colegas del mundo tecnológico limitaran el acceso a herramientas tecnológicas en su entorno familiar debido a las consecuencias no deseadas de un mundo que ha acelerado los servicios de conveniencia hasta convertirlos en adictivos, desincentivando valores educativos tan cruciales en cualquier adulto como la paciencia, el esfuerzo o la empatía con personas en dificultades:

“Eso [el hecho de limitar la tecnología en casa] es porque hemos visto de primera mano los peligros de la tecnología. Yo lo he experimentado personalmente; no quiero ver cómo se repite con mis hijos.”

¿Hasta qué punto este celo y muestra de microgestión de la vida real es una mera deformación de los creadores de tecnologías que pretenden cuantificar nuestra vida, logrando únicamente aportar datos superficiales que demuestran que la suma de síntomas superficiales carecen del significado que aporta el todo? ¿Cómo establecer límites a tecnologías que han evolucionado para acaparar la atención de los menos preparados para contrarrestar los cantos de sirena de la conveniencia más vacua y contraproducente?

Los excesos del mercado de la reputación digital

Quizá la obsesión contemporánea por gurús de la autoayuda y el desarrollo personal, la obsesión por la productividad y cuantificación de nuestro rendimiento, o la carrera por ventilar nuestras ansiedades, inseguridades y aspiraciones en las redes sociales —por exceso u omisión—, no sea más que un esfuerzo por encajar en una nueva sociedad que transforma viejos mecanismos de participación, confundiendo actividades analógicas de antaño por su holograma: versiones digitales de algo que ha dejado de ocurrir en el mundo físico y que ahora se aloja en el terreno de los trofeos intangibles, en forma de supuesto “impacto”, donde sustituimos la personalidad proyectada en lo cotidiano con un Yo digital falseado que siempre sonríe.

De repente, la reputación real se confunde con la digital, que a su vez se reduce a la mera contabilidad memética de número de retuiteos y “me gusta”, inspirando un mercado falso de la reputación.

Tim Wu considera que la carrera de los servicios de Internet por acaparar nuestra atención no es más que la última mutación de un viejo fenómeno que se ha acelerado en las sociedades modernas:

“La conveniencia es la fuerza más subestimada y menos comprendida en el mundo de hoy. Como motor de las decisiones humanas, quizá no ofrezca la emoción ilícita de los deseos sexuales del inconsciente de Freud o la elegancia matemática de los incentivos económicos. La conveniencia es aburrida. Pero aburrido no es lo mismo que trivial.”

Horizonte ilusorio: cerrar una lista interminable de tareas superficiales

Estados Unidos es, según el autor, el exponente de la evolución hacia jornadas más ocupadas y productivas, epicentro de una realidad que gira en torno a la mercantilización de la falsa eficiencia, donde lo azaroso y fortuito, el pensamiento peregrino y la conversación improvisada, el paseo reflexivo y el rato de lectura, pierden terreno en favor de promesas de “objetivos cumplidos” en tiempo récord. Algo así como la contabilidad de una existencia reducida a su mínima expresión utilitaria.

Tim Wu cita a Evan Williams, cofundador de Twitter, para quien “la conveniencia lo decide todo”. Está bien que sea fácil, pero es mejor que sea lo más fácil posible.

“La conveniencia tiene la habilidad de convertir otras opciones en impensables. Una vez uno ha usado la lavadora, lavar la ropa a mano parece irracional, incluso si es más barato. Después de experimentar la televisión bajo demanda, esperar a ver un programa a una hora prescrita parece ridículo, incluso un poco indigno. Resistir a la conveniencia —carecer de un teléfono móvil, no usar Google— se ha convertido en algo que requiere una dedicación especial y que es tomado a menudo como excentricidad, cuando no fanatismo.”

Cuando la nueva norma no escrita en la cultura popular prescribe transparencia, exhibicionismo y transmutación en un Yo digital pasado por un filtro aspiracional y algo desquiciado, el resultado es la transformación de lo que el sociólogo de inicios de la sociedad de consumo, Thorstein Veblen, llamó “consumo conspicuo” (consumir para mantener el ritmo con vecinos y familiares, y no por necesidad y propósito vital), en la competición digital para “mantener al día” nuestra productividad.

La falsa comodidad de la conveniencia

La paradoja de la conveniencia es el aumento de la ansiedad y la influencia negativa sobre el estado de ánimo en adolescentes y adultos del uso de redes sociales, entornos donde el usuario se compara con otros a perpetuidad.

Ken Wheeler trabajó como ingeniero aeronáutico antes de dedicarse a diseñar y fabricar bicicletas de madera en Sausalito, frente a San Francisco (imagen: Nicolás Boullosa)

La conveniencia ha logrado extender la falacia de que la carrera por un entorno más fácil y asequible, capaz de colmar el mecanismo de gratificación de nuestro cerebro (localizado en su primitivo núcleo, que concentra instintos evolutivos y compartimos con el resto de vertebrados), es una evolución inevitable y positiva, algo así como una conquista ilustrada equivalente al ideal de progreso: al liberarnos de tareas supuestamente arduas, aumentamos el tiempo para convertirnos en espectadores pasivos de contenido y gestores de transacciones que nos permitirán liberar todavía más tiempo.

En este proceso, el sujeto pasivo sustituye al creador, capaz de soñar con objetivos a medio y largo plazo que no ofrecen una gratificación inmediata, pero garantizan el cultivo de un propósito vital y posibilitan nuevas ideas, avances, obras artísticas.

El economista estadounidense Paul Romer, experto en macroeconomía y artífice de la teoría del crecimiento endógeno (según la cual el capital humano, la innovación y el conocimiento son los principales motores a largo plazo de la prosperidad el progreso), es uno de los críticos de peso de la evolución de la política económica en los últimos años, obsesionada con modelos matemáticos y alérgica al intervencionismo.

Este modelo se ha trasladado socialmente en el espejismo tecnológico de la cuantificación de las vidas de la ciudadanía, degradada por los prestadores de servicios de Internet a meros “usuarios”, o sujetos que pagan por la infraestructura de la sociedad del conocimiento con su atención —y decisiones de consumo derivadas—.

Recuperar la autonomía con respecto a la conveniencia adictiva

Paul Romer —apunta el editor y pionero de la cibernética Stewart Brand, quien cita a su vez un extracto del último ensayo de Steven Pinker, Enlightenment Now—, distingue entre “optimismo complaciente”, o la sensación experimentada por un chiquillo cuando espera los regalos navideños, y “optimismo condicional”, o los sentimientos de un niño que quiere una casa en un árbol y se da cuenta de que… él mismo puede construir una.

La arquitecta Sarah Deeds y el diseñador John McBride diseñaron y construyeron un pequeño estudio en el patio trasero de su casa de Berkeley, California

La conveniencia explota el espejismo de las emociones —que tanto ha influido sobre el desarrollo de las relaciones públicas desde sus inicios a manos del sobrino de Sigmund Freud, Edward Bernays—, ofreciendo un sustituto asequible de los logros individuales con alternativas atractivas que requieren poco esfuerzo. Tim Wu:

“Aunque comprendida y promovida como un instrumento de liberación, la conveniencia tiene un lado oscuro. Con su promesa de eficiencia precisa y sin esfuerzo, amenaza con borrar la clase de luchas y desafíos que dan sentido a la vida. Creada para liberarnos, puede convertirse en una restricción de lo que estamos dispuestos a hacer, y así puede esclavizarnos con sutilidad.”

O, dicho de otro modo:

“Sería perverso aceptar la inconveniencia como regla general. Pero cuando dejamos que la conveniencia lo decida todo, cedemos demasiado.”

Evolución de la clase ociosa

La obsesión por suprimir el carácter arduo de la experiencia es fruto de la II Revolución Industrial: a finales del siglo XIX, a medida que los procesos industriales se automatizaban, surgieron los primeros productos de consumo, orientados a ahorrar trabajo a una clase urbana que abandonaba la miseria. Es entonces, explica Tim Wu, cuando nacen en Estados Unidos los primeros “alimentos de conveniencia”: los alimentos enlatados.

La mejora de las condiciones laborales de la población y los primeros electrodomésticos permitirían la emergencia en el siglo XX de la que el mencionado sociólogo Thorstein Veblen llamó “clase ociosa” en el primer ensayo exhaustivo sobre la sociedad de consumo.

“Gracias al ahorro de tiempo y la eliminación del trabajo penoso, surgiría la posibilidad del ocio. Y con el ocio llegaría la oportunidad de dedicar tiempo a aprender, a aficiones o a lo importara a cada uno. La conveniencia pondría a disposición de la población en general el tipo de libertad para el cultivo propio que hasta entonces había existido sólo para la aristocracia. De esta manera, la conveniencia se convirtió también en la gran igualadora.”

Surgió así una falsa equivalencia que ha propulsado los bienes de consumo y la cultura popular desde entonces, según la cual “conveniencia” equivaldría a “liberación”. Una idea irresistible que inspiraría la temática de exposiciones universales y obras de ciencia ficción, además de allanar el camino a fenómenos como el desarrollo suburbano de Estados Unidos tras del fin de la II Guerra Mundial, un nuevo modelo social que dependía del automóvil y de alimentos cada vez más fáciles de preparar.

Cibernética y celebración de la individualidad

Televisor, dieta occidental, comida rápida, sedentarismo, reinado del automóvil. La conveniencia está íntimamente relacionada con el avance de las denominadas enfermedades de estilo de vida o de la civilización.

En los años 60, explica Tim Wu, la contracultura empezó a contrarrestar el culto a la conveniencia como la máxima aspiración de la sociedad, pues ésta implicaba conformidad con el estado de las cosas. Como si hubiera tratado de ponerse en el lado crítico de la historia del siglo XX, JFK demandó a los jóvenes en su discurso de investidura presidencial que abandonaran la conformidad que anida en la aceptación del estado de las cosas.

Fernando Abellanas nos enseña uno de sus diseños: un pupitre con ruedas; Abellanas trabaja como lampista y él mismo financia sus proyectos y diseños, que a menudo surgen de una necesidad personal de uso, expresión o ambas cosas (imagen: Nicolás Boullosa)

Una de sus frases lapidarias en este discurso, “No te preguntes qué puede hacer tu país por ti; pregúntate en cambio qué puedes hacer tú por tu país”, fue tomada al pie por la letra por el grupo de hippies que inspiraron las aplicaciones prácticas de la cibernética en tanto que herramientas que potencialmente podían “aumentar” las capacidades humanas.

Sin embargo, pese a sus prometedores inicios, la propia informática personal e Internet aceleraron la evolución de la cultura de la conveniencia.

“La contracultura iba de la necesidad de la gente para expresarse, de desarrollar su potencial individual, vivir en harmonía con la naturaleza en vez de buscar constantemente superar sus inconvenientes. Tocar la guitarra no era conveniente. Tampoco lo era cultivar sus propios alimentos o tejer su propia ropa.”

La sombra del Sony Walkman

Pero todas estas cosas tenían un valor intrínseco para quienes las practicaban, inspirando ideas como la agricultura orgánica o modelos de negocio mutualistas que influirían sobre el desarrollo de la informática y los protocolos de Internet.

Los orígenes libertarios de las tecnologías que se convertirían en el núcleo de la sociedad del conocimiento explicarían por qué esta búsqueda del individualismo y el cultivo del potencial personal dio con una segunda oleada de productos de conveniencia, en la que nos encontramos todavía: la conveniencia individualizada.

El diseñador californiano Scott Constable nos muestra su taller en el condado de Sonoma, al norte de San Francisco (imagen: Nicolás Boullosa)

El Sony Walkman, el VCR (videocasete), la lista musical personalizada o el perfil personal en redes sociales son la evolución de un mismo fenómeno.

La nueva conveniencia no trata de evitar nuestro trabajo físico —reducido para la mayoría desde hace décadas—, sino más bien, explica Tim Wu:

“Se trata de minimizar los recursos mentales, el esfuerzo mental, requerido para elegir las opciones que nos ayudan a expresarnos. La conveniencia es comprar con un click y en una compra integral, la experiencia perfecta del ‘plug and play’. Lo ideal es la preferencia personal sin esfuerzo.”

Dedicarnos, en definitiva, a expresar nuestras preferencias comerciales, deportivas e identitarias para, sin ser conscientes de ello, acelerar todavía más la evolución del fenómeno de la conveniencia individualizada.

Sin haberlo planeado, incluso quienes se definen con lo supuestamente más alternativo y oscuro forman parte de la maquinaria del consumo pasivo, cuyas notificaciones y algoritmos de recomendación influyen sobre decisiones que se extienden más allá de la publicación de filias y fobias; prueba, quizá, de que nos hemos convertido en repositorios instruidos para absorber contenido superficial… quizá el aprendizaje automático lo estemos realizando nosotros.

Vida y grafo social

Las tecnologías de la información han pasado de prometer herramientas para que cualquiera pueda autorrealizarse (otorgando herramientas para que cualquiera cree una estrategia de florecimiento de su potencial), a un mercado de entretenimiento bajo demanda que comercia con lo que Tim Wu llama “individualización en masa”:

“La personalización puede ser sorprendentemente homogeneizadora. Todo el mundo, o casi todo el mundo, está presente en Facebook: es la manera más conveniente de estar al día con los amigos y la familia, que en teoría debería representar lo que es único sobre nosotros y nuestra vida. Sin embargo, Facebook parece moldearnos a todos del mismo modo. Su formato y convenciones nos despojan de todas nuestras expresiones de individualidad excepto de las más superficiales, como qué foto particular de una playa o cordillera seleccionamos como nuestra imagen de fondo.”

De nuevo, la apuesta de la cibernética por condensar nuestra persona en digital, incluyendo el grafo social derivado de nuestras interacciones, inquietudes, objetivos y potencial, confunde la promesa ilusoria con la realidad: la medida otorgada por un puñado de indicadores es incapaz de captar nuestra complejidad, y este reduccionismo explica por qué algunos fenómenos y sistemas son “emergentes“.

El diseñador valenciano Fernando Abellanas nos muestra la vivienda que reconstruyó en el centro de la localidad de Paiporta, a las afueras de Valencia (imagen: Nicolás Boullosa)

Los sistemas emergentes exponen por qué un hormiguero es más inteligente que la suma de las hormigas que lo constituyen, o por qué no podremos deducir la temperatura de una habitación analizando sus moléculas por separado: a menudo, no se pueden conseguir las propiedades del todo mediante la suma de las partes constituyentes. Ocurre lo mismo con sistemas humanos (sociedades complejas, Internet), piezas de arte y nuestra propia conciencia o comportamiento.

Lo que perdemos evitando las incomodidades

Sin asumir conscientemente la parte ardua de la existencia, identificando el lado positivo de afrontar inconveniencias y aprender de ellas, en las situaciones cotidianas continuaremos confundiendo la cultura del acceso (por ejemplo, pagar por subir a la cima de una montaña en teleférico) con las enseñanzas de la filosofía de la experiencia (por ejemplo, escalar la misma montaña):

“Hoy en día, la individualidad sobrevive en tomar al menos algunas decisiones inconvenientes. No es necesario batir la propia mantequilla o cazar la carne que uno come, pero si aspiramos a convertirnos en alguien, no podemos permitir que la conveniencia se erija como el valor que trasciende a todos los demás.”

Sin golpes de mala fortuna ni azarosas injusticias, el Zadig de Voltaire no habría explorado las lecciones y contradicciones de la sabiduría humana; Edmundo Dantés tampoco habría permanecido como un exitoso marino mercante, incapaz de alumbrar a su Yo potencial, el conde de Montecristo.

El empeño puede alentar aspectos en nosotros que nunca tuvimos la oportunidad de reconocer y cultivar: el conflicto azaroso no es siempre un problema, sino que en ocasiones se erige como el acicate que muestra el camino hacia nuestro propio florecimiento o evolución.

Celebrando aventuras cotidianas poco convenientes

La acción de convertirse en alguien más atento, consciente de sí mismo, auténtico, capaz de decir no a la conveniencia adictiva diseñada por otros para alentar el insaciable apetito del falso confort.

Quizá todos debiéramos cuestionarnos a nuestra manera cuáles son los proyectos imposibles que merece la pena emprender, para así acabar de una vez con la falacia de que cualquier reto que no nos enriquezca económicamente o no nos proporcione al menos alguno de los placeres primarios que busca nuestra amígdala cerebral, es una pérdida de tiempo.

Jay Nelson nos explica los últimos hallazgos para construir futuros vehículos y espacios pequeños como su propio estudio (derecha); imagen de Nicolás Boullosa

La victoria personal de remontar una avería en el camino de nuestra existencia ofrecerá la posibilidad de nuevas trayectorias por explorar, alejándonos de paso del culto al victimismo.

Abandoné a nuestro mecánico de pueblo con una sonrisa, mientras él daba media vuelta y volvía a enfrascarse con el proyecto que había ocupado su mañana hasta mi llegada. La melodía de radio y el cañón de luz invernal adentrándose por la puerta inundaron de nuevo el espacio.