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¿Cooperativas para superar el precariado de la “gig economy”?

Inicios de este siglo. El programa Erasmus, los vuelos baratos, el libre movimiento de pasajeros en el área Schengen, la adopción del euro y la ubicuidad de las redes GSM habían hecho más para consolidar una realidad europea percibida por la ciudadanía que todo el trabajo regulatorio y legislativo previo, desde los tratados del carbón y el acero de los años 50 hasta la entrada del nuevo siglo.

Entonces, en ciudades populares para los jóvenes europeos como Ámsterdam o Barcelona, los tablones de anuncios en equipamientos municipales (bibliotecas, oficina de la ciudadanía o de la juventud, etc.) estaban repletos de anuncios para compartir apartamentos, intercambiar conocimientos, demandar u ofrecer capacidades para lograr ingresos adicionales, etc.

«Trabajadores volviendo a casa» (1913-15), por Edvard Munch

Entonces, los anuncios clasificados convencionales, todavía un negocio asociado a la prensa local, se percibían como inalcanzables para la nueva juventud paneuropea con intención de explorar su propio continente. La mochila no era un símbolo peyorativo. Había un hueco, o eso parecía, entre el cinismo y el nihilismo.

Todo estaba a favor del nuevo momento para una juventud europea que usaba el globish y los sofás de amigos; y, cuando Cédric Klapisch estrenó Una casa de locos (L’auberge espagnole) en 2002, el tránsito de europeos había completado su transformación desde los destinos tradicionales de turoperadores hacia visitas de ciudad a ciudad.

Los viejos centros urbanos, todavía relativamente asequibles, se llenaron de pisos compartidos similares al que nos muestra la película, protagonizada por un entonces desconocido Romain Duris y por Audrey Tautou, que había aparecido un año antes en otra película taquillera en todo el continente, Amélie.

Orígenes de los bolos digitalizados

Lo expuesto en la película fue percibido entonces por la audiencia europea más urbana y cercana al fenómeno Erasmus como una fresca bienvenida a la nueva realidad. Hoy, los mismos protagonistas de aquel momento, en la cuarentena y a menudo con hijos pequeños, tratan a menudo de mantener su poder de compra en entornos urbanos cada vez menos asequibles y, en ocasiones, tomados por el turismo de bajo coste.

A inicios de siglo, los tablones de anuncios para nómadas urbanos se trasladaron desde espacios físicos de bibliotecas y oficinas municipales (en Barcelona, por ejemplo, los jóvenes de paso visitaban el ya desaparecido local de juventud de la calle Ferran, cerca de la plaza de Sant Jaume), a Internet.

En Estados Unidos, el fenómeno Craigslist, un sitio sencillo que había empezado en San Francisco como una lista de anuncios, creíble e independiente, de Craig Newmark, se había expandido rápidamente a otras ciudades.

Edad de la inocencia

El fenómeno alcanzó pronto tal magnitud que originó el declive de la prensa local en Estados Unidos, hasta el punto de llevar al propio Newmark a financiar un posgrado de periodismo y conceder ayudas filantrópicas al sector.

Craigslist y sus copias locales

Justo antes de que el fenómeno de la Web 2.0 tomara forma (y antes de que el iPhone y las aplicaciones móviles, así como YouTube, Facebook, el servicio de streaming de Netflix o Twitter transformaran para siempre el consumo de entretenimiento e información), quienes ofrecían o buscaban servicios locales en la incipiente economía informal asociada a Internet, debían recurrir al rudimentario servicio Yahoo! Groups.

Las limitaciones de los foros de discusión de ámbito local llevaron a usuarios que demandaban un servicio equivalente a Craigslist a crear sus propios sitios de clasificados, tales como Gumtree en el Reino Unido y Loquo en España (ambos servicios acabarían en la órbita de eBay en 2005, antes de que esta firma viera su potencial a su vez sepultado por el crecimiento de Amazon —propietaria del servicio colaborativo que personaliza el abuso de la economía de bolos, Amazon Mechanical Turk—).

Durante estos años de ingenuidad y oportunidades percibidas, todo estaba por hacer y —recordemos— los actuales gigantes de la Red eran entonces los contendientes que debían limitar el peso específico de Microsoft, Yahoo!, Apple y los medios tradicionales, que no percibían todavía un riesgo sistémico en plataformas como MySpace.

En 2005, News Corporation, el conglomerado mediático de Rupert Murdoch, adquiría el sitio por 580 millones de dólares. Un año antes, Google había salido a bolsa.

Por entonces, en 2005, el año de la consolidación del sector de clasificados en los servicios de Craigslist y aquellos adquiridos por eBay, Yahoo! había recibido suficientes demandas de usuarios de su servicio Groups como para tratar de desarrollar algo que conectara a la gente de un modo más sencillo y útil.

Diego Rivera, de la serie de murales industriales pintados en Detroit entre 1932 y 1933, dispuestos en los muros del Instituto de Artes de Detroit, en la Rivera Court (Sala Rivera)

El servicio no cambió.

Cuando Yahoo! Groups se hizo claramente insuficiente

El avance de procesadores, equipos informáticos y banda ancha posibilitó la llegada de YouTube en 2005. Un año después, el servicio de vídeos caseros había logrado popularidad suficiente entre los usuarios pioneros y, un año después, Google tenía el acierto de comprar el servicio por lo que entonces se consideró una cifra astronómica: 1.650 millones de dólares en acciones.

Un año después, la llegada del iPhone y el crecimiento imparable de un sitio que había empezado como red social para alumnos de Harvard, Facebook, iniciaba el período de madurez y adopción meteórica de los servicios web 2.0: mientras los sitios de entretenimiento más populares acaparaban audiencias que competían —y superaban— el alcance de los medios de masas tradicionales, la generación de los anuncios clasificados inspiraba una nueva generación de servicios de la llamada «economía colaborativa» (en un momento de inspiración de las relaciones públicas en torno a las firmas de capital riesgo de Silicon Valley). Facebook acapararía pronto un espacio que había contado con varios contendientes, entre ellos MySpace.

La caída en desgracia de una Internet más inocente y voluntarista, con una miríada de bitácoras personales que enriquecía la navegación azarosa y servicios comerciales menos efectivos para convertir acciones de usuarios en transacciones, coincidió con la madurez de los grandes servicios que marcarían desde entonces nuestra manera de trabajar, entretenernos y relacionarnos.

Fotografía de Diego Rivera y Frida Kahlo, durante los trabajos en Detroit

En 2012, algunos decretaban la «muerte» por inanición del ciberflâneur: la gente permanecía cautiva en el perímetro vallado de las principales redes sociales… con las consecuencias que esta deriva han tenido para negocios locales, sistemas nacionales de imposición fiscal y los propios resortes de las sociedades más prósperas, cuyas opiniones públicas se han atrincherado en posiciones maximalistas, atizadas por una mentalidad de asedio radicalizada en las redes sociales.

Promesas y realidades de la «economía colaborativa»

Facebook y YouTube atrajeron pronto a los amigos y relaciones de los usuarios pioneros, y no pasó mucho tiempo hasta que los primeros en llegar empezaran a quejarse de que la plataforma hubiera sido tomada por madres, tías, abuelas y compañeros de la escuela primaria.

La Internet que había crecido a partir de las necesidades e intereses de los jóvenes profesionales que, como la generación Erasmus, se habían lanzado a conocer el mundo y a mejorarlo de manera descentralizada, cedía ante la consolidación monopolística de los GAFA.

Pronto, los efectos del uso de estos nuevos servicios haría bascular la terminología desde el tecno-optimismo sin paliativos («economía colaborativa» —«sharing economy»—) a las reservas («gig economy» o «economía de bolos») y, finalmente, al pesimismo sin paliativos, sobre todo a raíz de los eventos que destaparon la cultura corporativa tóxica en «unicornios» como Uber (trabajo «precario», o bolo digno de «buscavidas» —«side hustle»—, nomenclatura más adecuada para lo que algunos denominaron nuevo «precariat»).

La financiación de proyectos entre usuarios se había inspirado en los viejos modelos mutualistas a partir de campañas de suscripciones, promovidos por el cooperativismo. En 2005, el sitio Kiva había mostrado el potencial de una plataforma que lograra atraer a interesados en invertir una pequeña suma en proyectos de desarrollo. La idea se adaptó para las masas con Kickstarter, Indiegogo y sus alternativas internacionales.

Pronto, no obstante, quedó claro que es más sencillo invertir en una idea que contribuir a su correcta ejecución. En paralelo, Patreon, servicio que permite financiar el trabajo creativo —a menudo publicado y accesible en línea— de creadores independientes, mejora sus perspectivas gracias al auge de la edición de vídeos, música, libros y todo tipo de artilugios artísticos.

Corriendo detrás de los recados servidos por el algoritmo

Posteriormente, el modelo tomaba un giro hacia el precariado: GoFundMe, servicio fundado en 2010, se ha popularizado entre personas endeudadas incapaces de hacer frente a gastos inesperados. En Estados Unidos, el servicio pone de relieve la incapacidad de buena parte de la población para afrontar facturas médicas inesperadas.

Diego Rivera, de la serie de murales industriales pintados en Detroit entre 1932 y 1933

De repente, quedó patente que el uso de una terminología benévola (e inocentona) con las firmas «colaborativas» jugaba a favor de intereses dudosos u opacos. Estas firmas, que no reconocían como trabajadores a la legión de «usuarios» de sus plataformas de empleo bajo demanda, y evitaban el pago de impuestos en los lugares donde ejecutaban sus servicios, no eran ni «colaborativas», ni «compartían», ni facilitaban el negocio «entre usuarios» (P2P), pues mantenían el control sobre el servicio y la transacción.

La supuesta heterogeneidad de las firmas «colaborativas» oculta un modelo de negocio muy similar. Estas plataformas ofrecen servicios de todo tipo (desde pioneros como Uber y TaskRabbit a las empresas de alquiler de patines eléctricos o las firmas de reparto bajo demanda de todo tipo de bienes), a través de un software de gestión en el que se inscriben los interesados en convertirse en prestadores del servicio, que no son reconocidos como trabajadores.

Al inicio, los algoritmos procuran un pago suficientemente interesante como para garantizar una motivación entre una plantilla —no organizada ni reconocida como tal— con una elevada rotación.

La proyección de cobro a partir de los primeros pagos nunca funciona, no obstante, del modo esperado, pues el algoritmo se adapta con rapidez y lo que antes era un pago competitivo se convierte en una carrera contra otros usuarios (percibidos como competidores) para acaparar la cantidad suficiente de trabajo y tratar de lograr una estabilidad que no llega.

El submundo de los Mechanical Turkers

La penalización algorítmica se ceba, asimismo, con quienes cometen la —humana— indiscreción de afrontar un imprevisto o sufrir una baja.

En paralelo, el teléfono móvil permitiría servicios de clasificados más intuitivos e instantáneos, algunos de ellos llegados ya durante la madurez de las redes sociales, como el francés Le Bon Coin (2006) o el español Wallapop (2013), especializados en dar salida a viejos objetos, un servicio apreciado en momentos económicos delicados.

Diego Rivera, de la serie de murales industriales pintados en Detroit entre 1932 y 1933

No todos los prestadores de servicios «por cuenta propia» (trabajadores encubiertos, dicen otros) en la economía de bolos padecen el nivel de ostracismo y los sueldos irrisorios de los autodenominados Mechanical Turkers, o personas que deciden aceptar las tareas monótonas y mal pagadas que los usuarios de Amazon Mechanical Turk publican en la plataforma (un lugar que pone de acuerdo a explotadores y explotados, explica Oscar Schwartz en un artículo para IEEE Spectrum).

La situación no es mucho más boyante en los mercados de encuentro entre profesionales por cuenta propia y usuarios, con interesantes excepciones que han encontrado su nicho (en Francia, por ejemplo, Superprof permite a cualquiera encontrar profesionales y expertos de cualquier disciplina artística, lingüística, profesional o deportiva imaginable, y acordar clases particulares en un entorno seguro.

Competición desleal financiada por el capital riesgo

Las firmas de la economía de bolos sirven como plataforma para conectar de manera creíble y segura a los demandantes de un servicio con quienes están dispuestos a realizarlo; ofrecen el equivalente a un sistema institucional, sin asumir ninguna de las responsabilidades asociadas a prestar este tipo de servicios en un contexto tradicional.

Sin incentivos artificiales, el efecto de red, alimentado con la entrada meteórica de nuevos usuarios de todo el mundo, no habría sido tan generoso con los principales servicios de la economía (supuestamente) colaborativa.

Manifestación de trabajadores de plataformas recaderas (imagen de Davide Alberani, Flickr CC)

El modelo de inversión de capital riesgo que posibilitó el auge de empresas de transporte sin vehículos ni conductores, empresas de servicios de alojamiento sin propiedades en su cartera de gestión y sus réplicas en todo tipo de sectores, da muestras de agotamiento a raíz de la fallida salida a bolsa del «unicornio» del alquiler de espacio flexible profesional, WeWork.

Lo que debe llegar después del fiasco de The Dao

Pero el software que ha posibilitado los excesos de la economía de bolos podría emplearse en otro tipo de estructura. Por ejemplo, un esquema que prescindiera de inversores de capital riesgo y direcciones con aspiraciones plutocráticas.

Ryan Hayes escribe en Vice los primeros pasos sólidos de una tendencia a la que habrá que seguir la pista: las plataformas auténticamente «colaborativas», o cooperativas en las que los propietarios sean los propios prestadores del servicio, así como los propietarios del código fuente y los algoritmos que propulsen la plataforma.

Diego Rivera, de la serie de murales industriales pintados en Detroit entre 1932 y 1933

Tecnologías prometedoras, pero todavía en ciernes, como las bases de datos distribuidas, podrían facilitar la transición desde servicios que requieren una arquitectura técnica todavía centralizada a modelos que empleen la capacidad de computación de nodos dedicados, apoyados por ordenadores voluntarios de los participantes y los usuarios.

Las plataformas cooperativas («platform coops») deberán primero demostrar su viabilidad y conveniencia en el mundo real, con trabajadores, prestadores del servicio y clientes enrolados en la actividad de manera horizontal.

¿Hablamos de la cadena de bloques y de organizaciones autónomas descentralizadas (DAO), o de otra cosa?