Misterios de la vida, existen empresas de gran tamaño que, pese a entrar reunir las condiciones para ser tratadas peyorativamente de “multinacional”, conservan una imagen a prueba de críticas. Aquí, “multinacional” tendría esa connotación tan cercana a la manifestación; sería el monstruo que quiere destruir todo ludita; o el McDonalds que todo José Bové quiere quemar.
José Bové alcanzó la fama por ir en contra de esa imagen de “multinacional” aunque, en realidad, se dedicó a destruir un local de la filial francesa de una empresa de otro país, independientemente de las connotaciones que pueden derivarse de esta marca (lectura recomendada para cultivar las razones de peso por las que alguien en su sano juicio no debería comer en uno de esos sitios: Fast Food Nation).
Parece más constructiva la actitud adoptada por el italiano Carlo Petrini cuando, ante la apertura de un establecimiento de esta empresa en la Piazza di Spagna, decidió crear el movimiento Slow Food.
El objetivo era luchar contra la estandarización de gustos, costumbres, comida, atuendo. Petrini optó por la manera constructiva de afrontar la exitosa expansión de una marca con presencia en todo el mundo.
Coolness: qué duro es ser guay
McDonalds es el paradigma de multinacional con mala imagen. Otras empresas, pese a tener una enseña global y a haber cometido también errores, infunden respeto y son “defendidas” por los compradores, que actúan como fanáticos defensores de su imagen, si es necesario.
Sin ser pagados o siquiera reconocidos por ello, leen, escriben en foros y compran productos relacionados con la marca que respetan.
Alguno lleva esta cultura iconoclasta hasta la compra de merchandaising relacionado con la marca en cuestión: Digg anuncia en la parte inferior de su página principal la Tienda Digg: “Consige sombreros de Digg, camisetas, sudaderas y mucho más en la nueva Digg Store.”
Es decir, hay usuarios que no sólo han contribuido a hacer de Digg una de las direcciones de Internet más importantes (Digg se nutre exclusivamente de contenidos recomendados por sus usuarios), sino los usuarios que más colaboran (eso que en marketing para Internet se ha bautizado como “hardcore users”), pagan dinero por llevar camisetas, gorras y sudaderas con la enseña de la marca.
Es lo que Naomi Klein, autora del libro No Logo, llamaría un producto “cool”. Es percibido con tanto respeto por parte de algunos consumidores que éstos deciden distinguirse con un producto que muestre la marca.
Que nadie se extrañe si un día ve a unos chavales con el monopatín (patineta en América Latina), zapatillas Vans y camisetas de Digg, un servicio de Internet que hace poco no existía.
El negocio generado por una marca “cool” parece redondo, sobre todo en la Web 2.0: los propios clientes no sólo generan tráfico y beneficio, sino que crean los contenidos, difunden la imagen de la marca y las bondades del producto y, en casos excepcionales, pasean el logo en la camiseta.
La cruz del culto a la marca “cool” son los riesgos que ello conlleva. El sitio web en cuestión, visitado por amantes de la ciencia, la tecnología y subtemas como Apple (esto no es una sorpresa; Apple no tendría dinero para pagar la publicidad gratuita que evangelistas bienintencionados profesan por ahí), sufrió el 1 de mayo un colapso a raíz de un ataque de sus propios usuarios.
Algunos usuarios empezaron a atacar el sitio como protesta a la eliminación de una noticia que desvelaba la clave cifrada de los discos DVD de alta definición (HD-DVD), provocando un colapso en los servidores de la empresa. Algunos medios se apresuraron a bautizar el hecho como “una rebelión del siglo XXI“.
Como esencia de lo ocurrido, decir que el descontento de los usuarios les llevó a rebelarse contra la marca y el producto en que confían, Digg.
Los usuarios “hardcore” del portal demostraron que quizá estén dispuestos a comprar camisetas y gorras con el logo de Digg, pero ello no les impide criticar algunas políticas que no comparten. En este caso, el comportamiento “censor” de la página, que prefirió evitar posibles problemas legales con la eliminación de algunos contenidos.
Cómo un buen producto podría ser mejor (Greenpeace dixit)
En ocasiones, estas empresas quizá se han ganado su buena imagen con la creación de productos que han sido integrados por muchas personas en su vida cotidiana.
Otras veces, la diferencia entre estas grandes empresas bien vistas y otras compañías con una imagen menos impoluta es prácticamente inexistente: suelen contar con los mismos problemas y causar ventajas, o daños, similares.
Apple es otra empresa digna de estudio. O de psicoanálisis. Es una de las enseñas históricas de la potente industria informática de la Bahía de San Francisco; carece, por tanto, de la frescura de los proyectos que acaban de empezar, como Digg. Sus productos han sido, comparativamente, más caros que otras soluciones similares aportadas por empresas de la competencia.
Su política laboral, con varios altibajos, cuenta con las tradicionales denuncias, juicios por despido improcedente, bajas por depresión (lo que dio lugar a libros de personas que habían tenido bajas por depresión) y, últimamente, numerosos estudios en contra que demuestran que sus productos no son precisamente los menos contaminantes.
No obstante, millones de usuarios creen que el iPod es, literalmente, algo imprescindible en su vida.
Una encuesta del Pew Research Center no sólo mostró que los estadounidenses incluyen cada vez más servicios como “necesarios” para aumentar o mantener su calidad de vida, sino que, por primera vez, el Apple iPod apareció en el informe. Para el 3% de los encuestados, el iPod era “una necesidad”.
El iPod ha supuesto un avance en el entretenimiento portátil para millones de personas, si comprar el dispositivo y convertirlo en un icono cultural del siglo XXI puede considerarse una prueba de ello.
Personalmente, he caído en el embrujo del dispositivo, así que no estoy en una posición ventajosa para analizar objetivamente un fenómeno particular que he visto nacer y del que he sido partícipe.
He estado incluso en la presentación del primer iPod Video, que se llevó a cabo para los periodistas de Europa en ni más ni menos que en el plató empleado por la BBC para grabar el histórico programa The Top of The Pops. Es decir, pisando donde los Beatles cantaron “I Want to Hold Your Hand” para el mundo.
¿Qué ocurriría, no obstante, a la imagen del iPod si millones de potenciales compradores empezaran a pensar que los productos de Apple son contaminantes? Greenpeace ha llevado a cabo varias campañas en las que, dirigiéndose al carismático empresario Steve Jobs, se puede leer: “Steve, green your Apple” (“Steve, reverdece tu manzana”, haciendo un paralelismo entre la fruta y el nombre de la enseña). No es que la organización se haya obsesionado con la marca de Cupertino porque sí.
La Lista para una electrónica de consumo más verde de Greenpeace de diciembre de 2006, elaborada a partir del estudio pormenorizado del nivel de sustancias tóxicas empleadas en sus productos informáticos y electrónicos por los 14 principales fabricantes. Apple está en la cola de la lista, empleando más sustancias peligrosas y contaminantes que cualquier otro fabricante.
Desde la ONG se explicaba: “pese a ser un líder en innovación y diseño, Apple no ha realizado ninguna mejora en sus políticas o prácticas desde la primera publicación de este ránking.”
La imagen de marca de Apple se sustenta sobre años de innovación y reconocido diseño. Quizá también influya su posición de contrincante con aspecto pseudo-independiente, con aires de contra-cultura, del gigante Microsoft.
Pero el estratega Steve Jobs, de quien dicen es el empresario estadounidense mejor pagado gracias a sus derechos sobre acciones (su sueldo está establecido en 1 dólar al año), no quiere cometer el error de perder imagen, un capital que Apple ha acumulado desde sus inicios, cuando sus trabajadores colgaban la bandera pirata en las oficinas.
Algunos usuarios podrían rebelarse, como ocurrió en Digg, contra lo más parecido a un defecto del iPod: según Greenpeace, sus materiales. En el caso de Apple, más que colapsar el portal de la compañía, los usuarios -muchos son fans de la empresa- podrían dejar de comprar.
Jobs, personaje empresarial de referencia en Estados Unidos (hablaba de él hace unos días) ha anunciado el desarrollo de “una nueva política ambiental“.
La página principal del portal de Apple, que se encuentra entre los 100 más visitados del mundo según Alexa, cuenta con un aparado destacado en el que se lee “A Greener Apple” (un Apple más verde).
El comunicado de la empresa de Cupertino, firmado por el propio Jobs, explica qué se ha hecho y qué se planea hacer de inmediato en la empresa para eliminar las sustancias peligrosas que todavía se emplean. De ahí que las organizaciones que habían criticado a la compañía hayan destacado este esfuerzo.
Algo ha cambiado cuando una empresa de informática debe explicar al más alto nivel qué está haciendo para no dañar ni el medio ambiente ni la salud de sus consumidores. Como periodista especializado en tecnología durante años, yo al menos no recuerdo precedentes que hayan alcanzado este nivel de discusión mediática.
Parece, claro, difícil que los usuarios de productos Apple, algunos de ellos auténticos “hardcore users” -maqueros, al fin y al cabo- sufran una caída en sus ventas. Aunque Apple se había tomado en serio la baja puntuación de la marca en los estudios sobre sustancias peligrosas.
Remembranzas del walkman
Cómo ha cambiado nuestra actitud ante los productos que consumimos. También los electrónicos. He pensado en darme un paseo por el túnel del tiempo y retrotraerme hasta encontrar a un Yo quinceañero.
Ahora no recuerdo cuándo tuve mi primer walkman, aunque sí me viene en mente uno que me acompañó al instituto entre los 14 y los 16 o 17 años. Según los estándares actuales, ahora que algunas personas ya se han cambiado varias veces de móvil, sabemos las características del iPhone y hay gente que descarga el correo electrónico en cualquier lugar, aquel casete portátil era un aparatoso trozo de plástico.
Una vez introducido el casete elegido, el “play” que llegaba a continuación se realizaba con esfuerzo. Me refiero a esfuerzo físico, más que intelectual: cuatro dedos sostenían el lateral del dispositivo, mientras el pulgar buscaba la pirueta del ángulo recto para hacer que aquello funcionara.
(Nota: los nuevos cacharros tecnológicos, si no tienen una interfaz de usuario intuitiva, en ocasiones requieren tesón para aprender cómo funcionan, aunque al fin y al cabo no piden al usuario que haga fuerza con sus dedos para pulsar una función).
Hablamos de principios de los años noventa. Un chaval del extrarradio barcelonés preocupado por su peinado y que realiza trayectos por su pequeña ciudad se ayuda de un aparato que al que él y sus amigos llaman “walkman” (pedimos permiso a Sony para emplear su preciado nombre comercial; el mismo que ha perdido la batalla con el nuevo genérico de la música portátil: iPod.
En aquel momento, la convivencia entre vinilo y disco compacto era todavía una realidad y no había nadie salvo las discográficas con un grabador de cedés.
Años más tarde, el mismo chico conoce la historia del nombre comercial “Walkman”, ideado por Sony a finales de los años setenta del siglo XX para bautizar a los primeros magnetófonos que uno podía llevar en el tren sin arrastrar un maletín con bobinas de cinta magnética para arriba y para abajo.
Las cintas de casete que grabábamos, a modo de recopilatorios “descargados” de la radio, eran, para los estándares actuales, también artesanales.
Recuerdo haber dejado a los amigos una cinta con buenas canciones grabadas de un programa musical en el que el presentador, de manera sistemática, pisaba con sus palabras el final de todas y cada una de las canciones decentes.
Era la época en la que uno entrenaba sus gustos musicales a base de radio, visitas a las tiendas de música de segunda mano (en Barcelona, la cita estaba en Tallers, con tiendas que vendían vinilos (más de algún nostálgico abogó por mantener este sistema de distribución musical; a esto sí debería llamársele ludismo y, además, contaminante) de segunda mano que uno compraba después de asegurarse que los surcos estaban intactos), revistas prestadas y opiniones de los hermanos mayores. De manera que las cintas recopilatorias tenían una variedad, digamos, limitada. Nada de la teoría de la larga cola (The Long Tail).
Haciendo inventario de mis dispositivos de ocio personal en los noventa, recuerdo aquel walkman enorme, que a duras penas cabía en el bolsillo de la chaqueta y empleaba pilas que duraban, si había suerte, tres o cuatro días.
Las pilas, creo recordar que AA, no eran recargables y, cuando se acababan, las tiraba uno a la basura, sin pensar siquiera en valores en aquel momento inexistentes para un adolescente en estas latitudes: el reciclaje, evitar la contaminación, etcétera.
Cuando las pilas flojeaban, las bobinas corrían con mayor lentitud, hasta convertir una alegre canción de Power Pop (por ejemplo, un “Qué puedo hacer” de Los Planetas, de su disco Super 8) en un mensaje satánico como los que escondían algunos discos de Slayer, al ser reproducidos al revés.
Me gustaría creer en el progreso. Y en que el iPod no sólo será infinitamente más funcional y enriquecedor que aquellos walkman (perdón de nuevo, Sony), sino que formará parte de una línea de productos de una empresa que no emplea sustancias tóxicas o contaminantes, sin excepciones.
Quizá es ahora cuando empezamos a estar preparados para entender un nuevo tipo de progreso alejado del consumo de recursos para “producir” más y más eficientemente.