En su curso sobre el concepto de «biopolítica» para el College de France en 1978/79, Michel Foucault explicaba cómo el individuo moderno afirmaba su rol en la sociedad a través de su poder de compra.
La participación cívica del «homo economicus» ya no está regida por el consentimiento de derechos y deberes, ni por la obediencia en un contexto de disciplina. Al poder «emprender» y liberarse de limitaciones económicas, el individuo «se explota a sí mismo», pues se reafirma a través del trabajo y el esfuerzo.
En la sociedad contemporánea, la «libertad» se sustituye por la ética del trabajo y el mandato de un concepto de libertad que pierde su semántica original y se transforma en «capacidad de compra».
El incentivo de la autodisciplina para asegurar un estatus a partir de la capacidad de compra transforma los viejos mecanismos de control, muchos de los cuales dejan de ser necesarios: el individuo se vigila a sí mismo y trata de lograr el máximo retorno de la inversión sobre sí mismo.
Cuando dependemos de lo que otros señalan
El creador de una de las incubadoras de negocios tecnológicos de mayor éxito en los últimos años reflexionaba hace unos días de manera análoga:
«La mayoría si no todas las “firmas de lujo” se aprovechan de las personas pudientes que no tienen idea de cómo vivir, y creen que pueden usar la capacidad de compra como una especie de brújula capaz de guiarlos hacia la vida plena».
La ausencia de filosofías de vida sólidas y una formación humanística cultivada a lo largo de la vida arroja a la mayoría de la sociedad a buscar modelos a seguir en la cultura popular, un fenómeno consolidado en la sociedad de masas que ha tomado nuevas formas con Internet.
Los viejos líderes de opinión de los medios de masas no han desaparecido, pero comparten protagonismo en la «economía de la atención» con una nueva generación de personalidades cuya capacidad de influencia procede de su popularidad en las redes sociales, y no de su experiencia o de una valía cuantificable según los varemos administrativos y académicos tradicionales.
New essay up on Ribbonfarm! The premise: we now live in a world of bespoke realities and perpetual dissensus. This is the new normal. It's partly a continuation of long term trends in media, partly a function of the social-first information ecosystem. https://t.co/oz9IGLi6RU
— Renee DiResta (@noUpside) December 18, 2019
La investigadora Rachel Thomas, directora del instituto sobre ciencia de datos de la Universidad de San Francisco, explora el nuevo punto neurálgico de los grandes repositorios de Internet, que sustituyen de facto el rol social de los medios de comunicación a la hora de conformar una opinión pública (o de acelerar su desintegración), si bien no asumen esta responsabilidad ética.
Cómo acabamos compartiendo valores compatibles
Al reivindicar una supuesta objetividad científica, la ciencia de datos (que combina estadística, minería de datos, aprendizaje automático y analítica predictiva) trata de sustituir a los modelos éticos surgidos del humanismo sobre el que se basa el edificio jurídico del consentimiento, base de la autonomía de la voluntad y de los mecanismos que regulan derechos y obligaciones en una sociedad compleja.
Hasta ahora, mejor que peor, los medios de masas habían contribuido a orientar la «brújula moral» de cada época, adaptándose a los retos de cada época con revisiones y enmiendas de viejos modelos consolidados en la Ilustración.
Intelectuales, comentaristas de prensa, películas y programación de ocio establecían modelos y roles para el gran público, con la ayuda del periodismo y las relaciones públicas: incluso los modelos «contestatarios» de esta «industria cultural» (expresión de Theodor Adorno) formaban parte del modelo de orientación social, asociado por Michel Foucault a la percepción de uno mismo a través de modelos a seguir (gubernamentalidad, biopolítica).
La vieja industria cultural debe acomodar ahora una atomización que desintegra todo sentimiento compartido y polariza la opinión pública con una rapidez y radicalidad sin precedentes en las últimas décadas.
Cuando el consenso sobre lo esencial se desmorona
Rachel Thomas cita un estudio de Rebecca Lewis sobre la manera en que la personalización de contenido en las redes sociales contribuye a radicalizar opiniones y difundir todo tipo de teorías conspirativas. Los modos liberales de autocontrol social, explorados tanto por la Escuela de Fráncfort como por Michel Foucault, pierden toda efectividad en un contexto dictado por el «contagio» de contenido popular, más allá de su naturaleza o valor intrínseco.
Estudios como el de Rebecca Lewis exploran una contradicción de nuestro tiempo: si las herramientas tecnológicas son una fuerza eminentemente liberadora, al ofrecer a cualquiera con una conexión el acceso a todo tipo de ideas y relaciones con cualquier otro punto del mundo, ¿por qué las redes sociales parecen haber armado modelos de propaganda, autoritarismo, culto a la personalidad y teorías conspirativas?
Techno-utopian mythologies promote social media as a fundamentally democratizing force, yet social media has enabled charismatic, personality-centered modes of authoritarianism, and micro-celebrity practices are aligned w/ anti-progressive & conspiratorial politics. — @beccalew pic.twitter.com/wXQR0hkwxs
— Rachel Thomas (@math_rachel) January 5, 2020
La respuesta parece hallarse en la incapacidad de los nuevos medios para separar discursos legítimos de mecanismos de sensacionalismo e intoxicación propios de medios centralizados que priorizan la popularidad (traducida luego en rendimiento económico) a otros intangibles que sí estaban presentes en los medios tradicionales, tales como la aspiración a velar por la veracidad y el interés general (si bien ambos conceptos, hemos también comprobado, se desintegran junto a la teoría del conocimiento que representan).
Micro-celebridades sin compás ético
El estudio de Rebecca Lewis es una disección de los nuevos líderes de opinión, en muchas ocasiones «influencers» y/o micro-celebridades que no se adscriben a ningún mandato ético ni código deontológico, y desconocen las consecuencias de un posicionamiento que a menudo someten a mandatos publicitarios o a la tendencia que garantice la mayor difusión:
«Al igual que Internet y las plataformas sociales han ido en general acompañadas por una serie de mitologías tecno-utópicas, también lo han hecho la cultura participativa y el fenómeno de las microcelebridades. Estas mitologías, promovidas a través de discursos mediáticos generalistas, firmas tecnológicas y, en ocasiones, canales académicos, subrayan a menudo el potencial de los medios sociales para promover ideales progresivos o de igualdad social».
Sin embargo, este discurso es superficial y la supuesta «fuerza democratizadora» de medios de difusión que permiten el nuevo modelo se transforma a menudo en una carrera de popularidad capaz de mutar en el sensacionalismo más tóxico:
«El historiador de medios Fred Turner (2018, 144) ha argumentado que plataformas como Twitter y YouTube han habilitado “métodos de autoritarismo carismáticos, centrados en el culto a la personalidad” en los cuales la expresión de individualidad en línea serviría en última instancia unos fines autoritarios».
Lewis estudia, en concreto, el rol de ciertos «influencers políticos», comentaristas que no dudan en difundir teorías alocadas y que alimentan su estatuto de «micro-celebridad» con ideas a menudo reaccionarias, anti-progresivas y a menudo conspirativas. Basta con acudir a Twitter o bucear en temáticas controvertidas en YouTube para corroborar las tesis de Rebecca Lewis y los investigadores de cita en su artículo.
Confundir autenticidad y libertad de expresión con tendenciosidad
La paradoja del fenómeno es la efectividad de una estrategia que las micro-celebridades conspirativas aplican de manera instintiva: al carecer de credenciales asociadas a los medios e instituciones tradicionales, estos «influencers» políticos se autoproclaman portadores de una autenticidad inexistente en los medios que, según ellos, representan el poder establecido.
Por extensión, acaban reclamando credibilidad a las tesis y teorías conspirativas más alocadas debido a su supuesta «autenticidad» y «compromiso con la audiencia»:
«Al posicionarse como alternativa tonal y estilística a estas cualidades [el supuesto sensacionalismo y búsqueda de atención de los medios tradicionales], las micro-celebridades en YouTube pueden en última instancia atraer audiencias hacia puntos de vista reaccionarios y alinear simultáneamente las cualidades reivindicadas por las micro-celebridades —autenticidad y compromiso con la audiencia— con estas políticas».
Asistiríamos, pues, a la apropiación de términos atractivos para el público menos formado y maleable, dispuesto a apoyar causas que «castiguen» a los supuestos detentores del poder establecido. Estos términos van asociados a valores como la autenticidad, la identificación con «el pueblo» (la micro-celebridad es «uno más») y el compromiso con esta audiencia.
Cuando este discurso se alinea con políticas populistas y reaccionarias, el cóctel es la «puerta de entrada» (argumenta Rebeca Lewis) a puntos de vista cada vez más extremos. La «normalización» del extremismo partiría de fenómenos que comenzarían con una supuesta inocencia orgánica y no dirigida: el rechazo y la desconfianza de los medios tradicionales y los actores considerados parte integrante de las élites,
«es a menudo el primer paso hacia la radicalización de muchos jóvenes, a medida que su ideario previo se desestabiliza».
Recuperar unos mínimos consensuados
Jennifer Ouellette dedica un artículo en Ars Technica a constatar una de las consecuencias del nuevo fenómeno de la radicalización a través del discurso de micro-celebridades e «influencers» que operan en el ámbito político: uno de los componentes esenciales de cualquier sociedad democrática, la voluntad de alcanzar consensos y compromisos a través de tesis y opiniones diversas, desaparece en favor de la polarización irreconciliable, la intención de unos de anular a otros, la incapacidad de ceder para lograr acuerdos equilibrados y duraderos.
En otras palabras, nuestra cultura democrática se está degradando y el «nosotros contra ellos» debe acabar, según el nuevo escenario, en un jaque mate, en un K.O. al adversario, en maximizar las propias reivindicaciones, sin importar la ingenuidad o incluso ridiculez de muchas reivindicaciones (a las cuales se aspira incluso a sabiendas de que son inalcanzables).
El sesgo de la percepción social de reivindicaciones y agravantes se ha instalado con tal fuerza que muchos comentaristas políticos creen que el centro político de las democracias consolidades es rehén del histrionismo del extremismo radical, pues éste ha sabido explotar con agudeza el carácter proclive al sensacionalismo y a la popularidad de lo estridente en el contexto memético de las redes sociales.
El sesgo de la percepción social es el fenómeno según el cual nos adaptamos a opiniones que observamos en torno a nosotros al asumirlas como «generalizadas» o propias del momento: normalizamos temáticas trasnochadas o ajenas al marco humanista de la sociedad abierta porque figuras que observamos (o incluso presidentes autoproclamados como «hombres fuertes» que combaten supuestamente el poder establecido) reivindican posiciones ajenas a nuestros valores compartidos (intersubjetividad) y a nuestro marco de «consentimiento».
La peligrosa cara amable del conspiracionismo
Así, de repente, la tenencia de armas, los museos que sustituyen la teoría evolutiva por la tesis fundamentalista del creacionismo, el racismo o la eugenesia se «normalizan», mientras en el otro extremo del espectro político proliferan también las teorías conspirativas (sobre la intoxicación química de la población a través del agua o las estelas de los aviones, las vacunas, etc.).
Nellie Bowles dedica un artículo en el New York Times al fenómeno de canales que, a simple vista, distan de postulados de adoctrinamiento extremista, pero que en realidad se comportan como tales. Es el caso de PragerU, un canal de YouTube que difunde postulados de la autoproclamada «derecha alternativa» entre jóvenes adolescentes.
Los vídeos de PragerU, de unos cinco minutos de duración y con un lenguaje directo, llevan títulos del estilo: «¿Por qué el socialismo nunca funciona?», «Combustibles fósiles: la energía más verde», «¿Dónde están los musulmanes moderados?» o «¿Son algunas culturas superiores a otras?».
Las micro-celebridades y medios de influencia que cultivan el extremismo y difunden el conspiracionismo se escudan a menudo en la excusa de la libertad de expresión para rechazar cualquier denuncia o llamada a la regulación de sus contenidos más tendenciosos. Es una confabulación, según ellos, de las élites de lo políticamente correcto, un argumento que repiten una vez lo oyen en boca de referencias pseudo-intelectuales.
Cuarto Estado, Quinto Estado y sálvese quien pueda
El enconamiento de puntos de vista, la proliferación de teorías conspirativas, o la incapacidad para comprender o promover el compromiso entre posturas divergentes, obstruyen la capacidad de la sociedad para observar y analizar el riesgo de las grandes tendencias de nuestro tiempo: el auge de la desigualdad, la crisis de reproducibilidad en el mundo científico, la transformación de medios de comunicación e instituciones educativas, los efectos del cambio climático, la erosión del prestigio de las democracias liberales, la crisis del debate público y el ataque a los valores de la sociedad abierta, etc.
Otra investigadora del impacto de los nuevos métodos de transmisión y análisis de la información en la sociedad, Renee DiResta, adscrita al Stanford Internet Observatory, dedica un artículo a los motivos que han acelerado la erosión de los viejos métodos de consentimiento entre ciudadanos en sociedades democráticas.
Según DiResta, el debate casi nunca inocente que tiene lugar en las redes sociales debería servir para crear nuevos métodos de mediación del consentimiento y la autonomía de la voluntad (los derechos y deberes de cada uno) en la sociedad abierta.
DiResta argumenta que, en el pasado, la opinión tampoco surgía de debates equilibrados y ejemplares, ni los medios (el «Cuarto Estado») respondían a su código deontológico con escrupulosidad, sino se se producía una «manufactura de los acuerdos» muy perfectible. Para contrarrestar los fenómenos menos confesables de la prensa más poderosa, surgieron en los años 60 medios alternativos que se hicieron llamar «Quinto Estado», un apelativo paródico para indicar su cometido: vigilar la labor del Cuarto Estado (y evitar, así, que los medios de masas se confabularan contra la sociedad abierta que debían habilitar).
Volver a empezar
En la actualidad, asistimos a los riesgos de encontrarnos en una tierra de nadie: el viejo modelo, auspiciado por los medios tradicionales, pierde importancia, mientras el nuevo escenario ha irrumpido sin haber madurado lo suficiente y se produce una instrumentalización del nuevo debate horizontal por propagandistas y oportunistas de distinto pelo.
Sin embargo, es posible crear marcos que faciliten el debate libre y el entendimiento, capaces de ponderar el discurso responsable y de desincentivar mensajes radicales y exabruptos que, en la práctica, actúan de altavoces del extremismo, el confrontacionismo y el rechazo de la cultura del compromiso.
No será fácil. ¿El motivo? La estridencia y el radicalismo son, de momento, más populares que las posiciones más profundas y elaboradas, lo que se traduce en mayores beneficios publicitarios.
En la práctica, de momento, las redes sociales tolerarán que se imponga en el debate público el radicalismo más primario mientras se sigan cumpliendo dos requisitos que se dan en la actualidad: mayores ingresos publicitarios de la toxicidad discursiva; y ausencia de una regulación efectiva capaz de prevenir que las voces radicales monopolicen discursos «orgánicos» en las redes sociales.