Últimamente he leído bastante sobre filosofía moderna, empezando por los primeros gamberros que se opusieron al idealismo a finales del XIX, Kierkegaard y Nietzsche, así como bastante literatura existencialista.
Ello quizá aporte el contexto necesario para comprender en su justa medida la conversación casual que mantuve con mi hija mayor (recién cumplió ocho años) acerca de un sueño que ambos habíamos tenido en el intervalo de apenas unos días.
Caída libre: un sueño compartido
En nuestros respectivos sueños, ambos caíamos en el vacío, aunque había una diferencia fundamental en el fin de ambas experiencias cognitivas:
- en mi sueño, yo seguía cayendo y me desperté (era sábado) al oír actividad en casa, nunca supe si la caída tenía fin o no (no es lo mismo, ni siquiera en un sueño, estamparse contra el suelo, caer en agua -aunque, físicamente, el impacto sería muy similar debido a que la velocidad de un cuerpo cayendo sobre el agua apenas distinguirá el comportamiento del líquido de la tierra o el cemento), ni si al final, como a veces ocurre en los sueños, pude desplegar mi capacidad para volar y me libré de los pelos de un pantagruélico guantazo onírico;
- en su sueño, mi hija caía durante lo que percibió como un largo espacio de tiempo, hasta llegar a una piscina donde pudo chapuzarse sin mayor problema; de manera interesante, bajo el agua de la piscina había lo que yo interpreté como una dimensión paralela, pues había gente hablando y desplazándose por una habitación, lo que implicaría que el medio no era agua.
La experiencia de un sueño como oportunidad socrática
Nada como un sueño para experimentar el equivalente sinestésico (oír colores, oler el tacto, ver sonidos) y poético de una experiencia alucinógena de realidad aumentada. Más allá de consideraciones simbólicas a lo Sigmund Freud o Carl Jung, nuestra conversación derivó hacia otros derroteros, quizá por el instinto protector paternal e indudables dosis de curiosidad.
La curiosidad infantil es, por su honesta intensidad, tan contagiosa y tonificadora como la buena luz invernal.
Así que, rememorando artículos que había leído recientemente acerca del potencial terapéutico de las experiencias psicotrópicas, decidí continuar la conversación para aprender de nuestro sueño compartido.
Dos abismos filosóficos: el vacío para Kierkegaard y Nietzsche
No comparo una terapia psicotrópica con una mera experiencia onírica, pero qué menos que considerar un buen sueño una aproximación al umbral de esas puertas de la percepción que originaron el nombre del grupo de Jim Morrison.
Como nota al pie, la psilocibina, compuesto activo de las setas alucinógenas y algunas sustancias análogas, interesa de nuevo a los investigadores médicos por su capacidad para relativizar ansiedad y angustia existencial en pacientes de cáncer -y, potencialmente, cualquier otra dolencia grave con riesgo para la vida.
Si Søren Kierkegaard, precursor -junto a Nietzsche y Dostoyevski- del existencialismo, hubiera tenido acceso a sustancias alucinógenas, quizá sus escritos acerca del individuo contemporáneo situado ante el abismo (el mismo abismo que, en Nietzsche, sirve como alegoría para explicar la distancia entre el “hombre rebaño” del idealismo y el “superhombre”), o acerca de su concepto predilecto, la angustia existencial, habrían sido muy distintos.
¿Qué sabemos sobre caídas al vacío?
Volviendo al contexto que derivó en un sueño: con familiares y parientes al otro lado del Atlántico, hablamos a menudo sobre aviones y sobre volar, y en la familia empieza a ser legendario mi pavor por las turbulencias a miles de metros de altura: imposible pestañear, cuanto más relajarme en esas situaciones, siempre presentes en viajes de varias horas.
Así que, quizá, el sueño partía de las numerosas conversaciones que Kirsten y yo habíamos mantenido sobre viajar a California (donde viven los abuelos maternos a través de Asia, para así hacer una escala de dos semanas que nos permita conocer Japón. Hablamos de compañías, de siniestralidad aérea en Asia y consideraciones similares. Ah, las conversaciones de sobremesa.
Caída hiperbólica
Nuestra interpretación de los sueños, ciencia tan chamánica, platónica y -ya en el siglo XX- psicoanalítica, derivó en un muy aristotélico análisis empírico de la actividad de “consecuencias de caer al vacío desde cientos o miles de metros de altura”.
A saber: ¿es posible sobrevivir a una caída hiperbólica como, pongamos por caso, caer al vacío desde un avión? ¿Hay supervivientes y casos documentados sobre este tipo de hechos? ¿Qué hicieron los supervivientes para sobrevivir a una caída desde cientos o miles de metros de altura?
Más allá de la filosofía existencialista, del psicoanálisis freudiano o de la interpretación de la realidad a través de la interpretación del sueño, a la que Carl Jung dedicó su carrera, volar siempre ha sido la última frontera humana, el reto romántico por antonomasia.
El vuelo que nos gustaría acometer
Leonardo da Vinci intuía que nunca podríamos volar como habríamos querido: esto es, sin mayor asistencia que una prótesis en nuestras extremidades para, moviéndolas como las aves, volar libremente.
Volar: desde los primeros intentos serios -ingenuos, quiméricos- para alzar el vuelo (cometas de Yuan Huangtou, planeadores del andalusí Abbás Ibn Firnás), a las “máquinas de volar” dibujadas por Leonardo (“Impedimento non mi piega”), pasando por la exquisita historia del Gossamer Condor -primer avión propulsado a pedales-, siempre hemos pretendido volar con autonomía.
Nos hemos conformado con una evolución mecanizada del invento de los hermanos Wright, pero los dibujos recurrentes de tecnologías del futuro (que encabezan esos artículos bajo el título “Cómo será el mundo en…”, acertando poco y extrapolando demasiado la realidad presente a un futuro más abierto de lo que nuestro conservadurismo desearía), nos recuerdan nuestro antiguo sueño. También las películas.
De los vuelos de “E.T.” y “Mar adentro” al hoverboard de “Regreso al futuro”
Recordamos el vuelo en bicicleta en E.T., como también evocamos su interpretación por Alejandro Amenábar en Mar Adentro -un tetraplégico volando libremente, y el espectador impersonado en él, volando y experimentando el vértigo en una primera persona que tiene mucho de narración existencialista-.
Muchos, incluso quienes no recordamos conscientemente el acontecimiento en directo, podemos evocar el encendido del pebetero olímpico de los Juegos de Los Ángeles de 1984 con un “jetpack” (tan lejano de la tecnología cotidiana como el “hoverboard“, o monopatín levitador de Regreso al futuro, del que me sirvo en mi última novela, El valle de las adelfas fosforescentes, cierre de la Trilogía del Largo Ahora).
(Vídeo: ¿recuerdas esta persecución cinematográfica en bicicleta?)
Tarea difícil, si no imposible, lo de intentar convencer a una niña de 8 años que desplegar un “jetpack” o un “hoverboard” de bolsillo un instante antes de encontrarse ante cualquier superficie es una estrategia viable para sobrevivir a una caída como la de nuestro sueño… o como la experimentada por cualquiera que salga despedido sin paracaídas de un avión.
Una realidad ineludible, incluso para Leonardo da Vinci: las leyes físicas
En una caída libre, toda superficie supondrá un descomunal trompazo, si una racha de aire, o un tupido, mullido y flexible boscaje (como los enormes bosques de bambú donde luchan, en una especie de baile marcial ancestral, los personajes de Tigre y dragón) no amortiguan varios grados lo que continuaría siendo una caída grave con riesgo para la vida.
Mi hija no puso reparo en mi explicación empírica de la dureza del agua ante la caída libre de un cuerpo con cierta inercia, peso y volumen. Inés agudizó la mirada, somatizando lo que sin duda imaginaba. “Qué dolor… mejor no caer”. Eso, mejor no caer desde centenares o miles de metros de altura. Al fin y al cabo, le dije, “es prácticamente imposible”.
No añadí que, en el supuesto de padecer un percance a semejante altitud, a la colisión que produciría la caída al vacío de una o varias personas seguiría el desmayo, o quizá la muerte instantánea producida, por ejemplo, por la desintegración total o parcial de un aparato metálico surcando el cielo a más de 1.000 kilómetros por hora, superando una fricción que a menudo envía su sonido hasta la altura del suelo.
Es posible
Pero, ¿es imposible?, preguntó mi hija. Las preguntas infantiles son a menudo afiladas e irrevocables, como las de los buenos filósofos. No, no es del todo imposible. Y, en el supuesto de caer, ya que no es del todo imposible que suceda -prosiguió-, ¿es imposible que la persona que cae sobreviva?
Pues no, no es imposible.
Entonces, merecía la pena continuar con la disquisición de origen onírico, aunque a esas alturas empezaba a llegar a lo chamánico. No improvisamos Las enseñanzas de don Juan, pero sí “Disquisiciones padre-hija sobre una improbable, aunque posible, caída al vacío”. Enmienda de título: con probabilidades -deseadas por los dialogantes- de supervivencia de la persona en caída libre.
Así que nos pusimos manos a la obra con la siguiente fase de nuestra conversación, mitad diálogo socrático mitad esfuerzo por desentrañar los secretos de la supervivencia en situaciones tan extremas como la caída libre.
Cuando onírica, es tan agradable como observar a la pandilla de niños que protege a E.T. pedalear en el aire, con su silueta recortada en una cinematográfica luna llena. Pero a nosotros nos interesaba la vertiente real y consciente en el mundo que conocemos, con sus leyes y contexto cósmico (lo especificamos, dado nuestro renovado apetito por teorías sobre universos paralelos e inflación caótica eterna, a lo Andrei Linde).
Buceando en la rara -pero posible- supervivencia en caídas al vacío
Esta exploración aristotélica nos condujo a algunos artículos sobre experiencias similares a la caída libre que habíamos soñado… y allí estaba: testimonios de algunos supervivientes a este tipo de caídas, e incluso un texto con “consejos” que parecían el protocolo de actuación si se daba esta situación.
De golpe, como a menudo llegan las asociaciones de ideas más fructíferas, evoqué una conversación mantenida unos años atrás con un pariente de Estados Unidos, veterano piloto comercial -de los que habían volado durante la época dorada de la aviación, caracterizada con acierto en el filme Atrápame si puedes.
En la conversación, este piloto, una especie de vaquero del aire (individualista a la americana, sin impostar), había explicado cómo los estudios realizados en su compañía habían demostrado durante años que quienes tenían mayores probabilidades de sobrevivir en accidentes aéreos eran padres jóvenes con hijos: su instinto de supervivencia, propulsado un escalón más allá por su instinto de protección de sus hijos, les llevaban a dar todavía más que quienes realizaban un esfuerzo “sólo” sobrehumano.
Sobre paracaidistas en desgracia y tripulantes de avión expelidos en pleno vuelo
Para sobrevivir en este tipo de situaciones, hay que ir más allá de lo sobrehumano. Algo así como una combinación entre el conseguido guión cinematográfico de Gravity y la narración en primera persona sobre su lucha por la supervivencia en solitario en Marte realizada por el protagonista de la novela The Martian (Andy Weir), una suerte de Robinson Crusoe en el planeta rojo.
Nunca corroboré esta información, pero me fío de la fuente, pues en sus últimos años estuvo relacionado con la dirección de una de las mayores compañías aéreas de entonces.
Los dos artículos sobre temática tan extraordinaria que más nos llamaron la atención fueron:
- la experiencia de un veterano paracaidista a quien falló el paracaídas y se las ingenió para sobrevivir a una caída desde 2.400 metros (8.000 pies);
- y el reportaje titulado El salvaje mundo de la supervivencia a la eyección, una recapitulación con un subtítulo que captó nuestro interés: “Es raro salir disparado de un accidente aéreo y sobrevivir. Pero para quienes lo logran, sus historias son inolvidables”. En este caso, un subtítulo nada sensacionalista.
El día que las cosas no salieron bien
La primera historia: Craig Stapleton, dentista de Sacramento (California) de 51 años y experimentado paracaidista, padeció el primer gran malentendido técnico en su afición después de 7.000 saltos. Saltar en paracaídas es cada vez más seguro a medida que mejora el equipamiento, pero la historia de Stapleton demuestra que sigue siendo posible sufrir un percance.
Las estadísticas exponen que hay una muerte de paracaidista por cada 163.158 saltos. Los nuevos paracaídas han reducido a la mínima expresión los errores de apertura, pero los paracaídas modernos, más pequeños y ligeros, han producido un aumento de lesiones y muertes durante la apertura brusca y el aterrizaje con este tipo de equipamiento.
Entre 1993 y 2001, el 86% de las muertes durante lanzamientos en paracaídas se debió a errores humanos.
El día del percance, Stapleton no tenía ganas de saltar, pero su presencia en el campo de aviación acabó decantando la balanza y accedió a realizar una maniobra acrobática con otros paracaidistas.
El día que necesitamos el utensilio que no hemos usado en 20 años
Cuando descendía junto a los 2 paracaidistas con que haría una formación en el aire y a 2.000 metros de altura, se aproximó a ellos como habría hecho cualquier otro día.
Unos metros más abajo, una confusión en la maniobra hizo que el paracaídas de Craig Stapleton describiera un giro de 360 grados y acabara anudándose. A partir de ese momento, el paracaídas empezó a descender en espiral, adquiriendo velocidad… cuando una cuerda se enredó en su cuello. En ese momento, Stapleton fue consciente de que podía morir.
La posibilidad para Stapleton pasaba por cortar el paracaídas principal y desplegar el paracaídas de emergencia… pero justo ese día había prestado el cuchillo a su compañera de salto, quedándose sólo con el cuchillo de repuesto en la bota (nunca en su carrera había tenido que usar ninguno de los 2 cuchillos).
Así que decidió desplegar el paracaídas de emergencia sin desprenderse del principal. Ambos paracaídas se entremezclaron y la caída se aceleró todavía más. “Oh, mierda, esto es lo que ve una persona antes de morir”, pensó.
El instante decisivo
Mientras su compañera miraba preocupada su caída e intentaba hacer algo, Stapleton se fijó, mientras caía a 35 millas por hora (60 km/h), en el paisaje más abajo: unos viñedos. Aumentó su preocupación, ya que era consciente de que los viñedos contaban con estacas metálicas con poca separación, de manera que aterrizar allí complicaba sus probabilidades de supervivencia.
Quedaban segundos para el aterrizaje, pero Stapleton narra cómo su conciencia se aceleró y pudo meditar sobre peligros y posibilidades: su instinto de supervivencia había tomado el control de su conciencia.
Empezó a ver cómo se aproximaban los viñedos.
Pensó: “Simplemente relájate tanto como puedas, desplázate con el impacto, y exhala”.
Algo así como si Stapleton hubiera condensado los versos de If, el poema de Rudyard Kipling, en apenas un instante, el instante decisivo.
Actitud, técnica, sangre fría… y mucha suerte
Fue lo más duro que había sentido en su vida. Siguió consciente. Pensó que iba a morir. Le costó minutos volver a respirar.
Había conseguido aterrizar entre las viñas; era primavera, así que habían arado la rica tierra, tan esponjosa como el humus. Cuatro hileras más allá de donde había caído, todavía no habían arado. Se mantuvo consciente.
Ya en el hospital, se confirmó que no tenía heridas internas, ni hemorragias, ni sangre en la orina. Después de unas horas en observación, Craig Stapleton pudo volver a casa.
Así que era posible sobrevivir a una caída de estas características. Ni a mi hija ni a mí se nos escapó la sangre fría y actitud estoica del experimentado paracaidista (sabedor de que tenía que acompañar el impacto con su propia inercia y convertir esa fuerza cinética en volteretas), ni tampoco la esponjosidad de la tierra recién arada.
La superficie del impacto era importante.
Los 5 tripulantes de Asiana que salieron disparados
El otro percance era, si cabe, más espectacular: un accidente aéreo con explosión en pleno vuelo junto a San Francisco del Asiana Airlines 214 en julio de 2013.
La explosión impelió a seis personas de la parte trasera, tres de las cuales sobrevivieron pese a caer desde 1,000 pies de altura (300 metros).
Omití los detalles en la información acerca de lo que había ocurrido a las otras dos personas.
La primera de ellas, una adolescente, salió impelida y su cuerpo se enrolló en material ignífugo del aparato, lo que ocultó su cuerpo a uno de los vehículos de bomberos que acudían al rescate de los supervivientes del avión siniestrado que habían permanecido en sus asientos.
El vehículo atropelló el cuerpo y desconoceremos cuál era el estado previo de la adolescente. La otra persona que había salido disparada y no logró sobrevivir era otra adolescente, que no murió de la caída, sino de la fricción de su cuerpo contra el suelo, al patinar durante 300 metros.
Caminar después de una caída de 300 metros
Los otros tres tripulantes que habían sido lanzados al vacío, todos miembros de la tripulación del aparato, sobrevivieron al impacto. Los tres, según testigos de los equipos de rescate, no sólo permanecieron conscientes, sino que se les vio, aunque aturdidos, moverse e incluso caminar.
Los tres supervivientes que habían caído desde una altura de 300 metros, expliqué a mi hija, cayeron tan lejos del aparato siniestrado que los equipos de rescate tardaron 14 minutos en encontrarlos.
El artículo continuaba con toda serie de detalles sobre el fenómeno.
Entre los numerosos supervivientes de este tipo de accidentes, ha habido personas que han sido expulsadas partiendo del medio de una explosión; otros, han sido absorbidos por la fricción, arrancados de sus asientos; otros han saltado o han sido empujados (en ocasiones, de manera tristemente infame: historias que no quiero explicar a mi hija).
Sobre sombreros, boas y elefantes
Así que, el día que mi hija de 8 años y yo departimos sobre caer al vacío desde alturas pantagruélicas, aprendimos que la supervivencia es posible en situaciones límite, y que incluso en esos momentos -o quizá “sobre todo” en esos momentos-, la actitud y la sangre fría son muy importantes.
Es posible aprender de la experiencia de quienes lo han logrado, explica Dan Koeppel en Popular Mechanics.
Y el estudio objetivo de un fenómeno que había surgido de un sueño nos recordó que también se puede reflexionar a la inversa: acometer acontecimientos diarios y pasarlos por el filtro de lo fantástico.
Así, cualquier acontecimiento, por nimio que parezca, tiene el potencial de aventura, o de historia.
Recordemos que un sombrero puede ser un sombrero, o una serpiente boa digiriendo un elefante.