Hace dos décadas, periodistas y analistas mantenían su agnosticismo como respecto al futuro de la información a través del móvil.
Todavía no había llegado el correo push (Blackberry), el primero realmente operativo en pantalla pequeña, y faltaba casi una década para que el primer iPhone decantara la balanza desde el hardware (con fabricantes europeos en cabeza) hacia el software (iOS, Android). Marc Andreessen resumía la evolución en una frase cada vez menos simpática:
“el software está engullendo al mundo.”
Hoy, cuando Apple vende 519.000 iPhones y 115.000 iPads a diario en todo el mundo, cuesta echar de menos la era de los primeros teléfonos con navegador WAP y los primeros PDA con conexión GPS, cuando cualquier cosa parecía mejor idea que consultar información en el móvil.
Entonces eran tiempos de adaptación de nuevos soportes a viejos medios; poco después, Apple y Google aclararon que la Internet móvil iría a la inversa, y tanto formatos como contenidos se adaptarían al nuevo soporte, lo que implicaba abandonar legados poco eficientes (Flash, un formato hambriento de memoria, vetado por Apple; Windows Mobile e Internet Explorer, arrinconados por Google con sus propios productos, Android y Chrome).
Con el iPhone X recién comercializado -y considerado ya la iteración más radical del dispositivo desde el propio modelo original-, los propietarios de las pantallas móviles han impuesto su modelo: algoritmos opacos y jardines vallados de aplicaciones imponen su criterio y condiciones a usuarios, firmas de infraestructuras y contenido.
Cuando los repositorios valen más que el contenido
En el nuevo modelo de información para trabajo y ocio, el contenedor (repositorio de información, en forma de teléfono más software básico) vale más que el operador de telefonía móvil y que el contenido que lo hace interesante.
Apple, Google y las principales redes sociales, actuando como contenedores de la información, concentran también el mayor porcentaje de beneficios en el nuevo esquema de consumo de información, mientras operadoras y medios supeditan sus ingresos al éxito de estas firmas, que -a diferencia de empresas de telefonía y medios tradicionales- han evitado hasta ahora el pago de impuestos en los países donde prestan el servicio, escudándose en una legislación diseñada para modelos pretéritos.
Telecos y medios (viejos y nuevos) exploran nuevos modelos que no inciden sobre el esquema consolidado en la última década, que mantiene la iniciativa (publicitaria y de difusión) en Silicon Valley:
- la conexión a Internet de alta velocidad se convierte en un servicio básico más, con sus prestadores tratando de innovar en un sector sujeto a reguladores locales y condenado a actuar de comparsa (a la espera de que la nueva generación de redes móviles, 5G, se acerque más a sus promesas que a sus riesgos, debido a la multiplicación de antenas);
- y los contenidos compiten en un mercado descentralizado y de fronteras difusas donde información de calidad convive con reencarnaciones contemporáneas de la información sensacionalista más edulcorada, como si la llegada de las audiencias a las redes sociales no hubiera hecho más que universalizar en digital el modelo de popularidad ya comprobada de tabloides sensacionalistas de mercados tradicionales de este tipo de prensa, como el británico (Daily Mail) o el alemán (Bild Zeitung), así como con fenómenos de popularidad exponencial posibles en un entorno digital que se convierte sutilmente en una extensión virtual de nuestra vida cotidiana, gracias a la Internet ubicua y el teléfono en el bolsillo.
Cuando la información nos usa como hospedador parasitario
Las redes sociales confirmarán lo ya observado con los agregadores de noticias pioneros: la difusión de cápsulas de información en Internet seguirá patrones de “viralidad” similares a los usados por la vida para propagarse, y el evolucionismo explayado por Richard Dawkins se extenderá también a la cultura, como si las organizaciones humanas lanzaran un guiño emergentista a la pulsión por organizarse observada en la naturaleza: fractales en cristales, proteínas, ARN-ADN… memes.
Pronto, queda claro que los memes más populares no se corresponden con la información más veraz, o útil, o necesaria: lo curioso o impactante, así como lo conspiratorio, desternillante o violento, se impondrán a otras cápsulas de información más necesaria para una audiencia dada (sea por contribuir a un debate público saludable que mantenga la cohesión mínima necesaria para que una sociedad abierta sobreviva relativamente estable, al compartir unos mínimos; sea por su interés o utilidad; etc.).
Y así, dos décadas después de que ni siquiera los expertos en tecnología creyeran en un futuro en que el celular se convirtiera en un aparato de realidad aumentada con mayor rendimiento gráfico (medido en gigaflops) Deep Blue, la supercomputadora que ganó a Garry Kasparov en 1997 (es el caso de los últimos iPhone, así como los últimos Samsung de las gamas Galaxy y Note), las redes sociales albergan lo que es popular, lo que se lleva, lo que hay que comprar y lo que se ajusta a cualquier nicho, sin importar cuán minoritario u oscuro.
Segunda vida de un viejo formato
Como una de las numerosas bromas de la historia que alimentan la sensación actual de que los acontecimientos políticos y sociales actual superan la ficción tragicómica más delirante, imposibilitando series que, hasta hace poco, explicaban ansias superiores a las padecidas por millones de personas durante su consumo informativo diario, uno de los formatos dominantes en la difusión viral de información popular poco relevante es el veterano formato gráfico GIF, que permite animaciones básicas y que fue dado por enterrado hace precisamente 2 décadas por expertos en usabilidad y diseño de interfaces de usuario (“UX”) Jakob Nielsen.
Precisamente el punto débil que expertos como Nielsen encontraron en las animaciones GIF era su invitación a elaborar un gráfico-impacto: con un puñado de fotogramas comprimidos en una animación GIF, es posible culminar una ocurrencia con una efectividad de la que carecen otros formatos multimedia que requieren una concentración más prolongada.
Atrayendo enlaces y comentarios sobre contenido de calidad y análisis, las redes sociales se erigieron en posible solución de viabilidad para medios tradicionales y nuevos medios, pero tanto Facebook como sus competidores por nuestra atención emprendieron, quizá sin saberlo, el experimento a mayor escala jamás emprendido sobre consumo de medios, en el que hemos participado un porcentaje significativo de la humanidad (no se cuenta en millones, sino en miles de millones).
Este experimento puede resumirse en un simple axioma, aplicado hasta ahora sin apenas obstáculos por los principales repositorios, que almacenan un porcentaje cada vez más importante de la información que consumimos: “U > e” (o la “utilidad” se impone a la ética de un contenido).
Interés real y percibido de la información
Hasta ahora, la viralidad en redes sociales no ha prestado atención a la calidad de la propia información, a menudo revestida de titulares-impacto y pequeños textos surgidos de la ingeniería semántica desprovista de contenido del fenómeno conocido como “cebo de clics”, o esos artículos que aparecen sobre la información de diarios generalistas sobre los que la gente pulsa, a sabiendas de que el contenido aclarará poco o nada la exageración del título.
Facebook, Google and Twitter were supposed to improve politics. Something has gone very wrong. Our cover this week pic.twitter.com/ctmAGOsTzZ
— The Economist (@TheEconomist) November 2, 2017
Ahora, el debate sobre la polarización política y la posible injerencia propagandística sobre una opinión pública cada vez más incapaz de distinguir entre sesgo y responsabilidad informativa, se vuelve poco a poco contra el supuesto poder de repositorios de contenido como Facebook para modular estados de ánimo, capacidad de compra, ideología o voto de sus usuarios.
Si en una cápsula de información (una unidad mínima viable de contenido, o meme, según la hipótesis del evolucionismo cultural) importan sólo su potencial de popularidad y rendimiento económico, dicen los críticos, el sensacionalismo y el cebo de clics ganarán la partida otro tipo de información que quizá no apetezca tanto consultar, pero que es necesario hacerlo: por ejemplo, el contenido de análisis elaborado para aportar información fehaciente, y no para conseguir algún rédito polarizador a corto plazo.
Democracia y evolucionismo cultural
The Economist se pregunta en su portada del 2 de noviembre, un día antes de que Apple entregara los primeros iPhone X a los primeros compradores, si los medios sociales presentan un riesgo sistémico a la democracia. En la ilustración, una mano empuña el logotipo de Facebook, su ya universal “f” minúscula sobre fondo azul, como un arma, de cuyo extremo se desprende el hilo de humo del último disparo.
El semanario británico, más atado de pies y manos con temáticas espinosas para el Reino Unido como la negociación sobre el Brexit o el auge del nativismo en el mundo anglosajón, empezará a compartir protagonismo con otras publicaciones también célebres por el impacto de sus portadas (Der Spiegel traduce al inglés buena parte de su contenido).
Consciente de la importancia de un intangible como la credibilidad de una cabecera, The Economist se pregunta sin remilgos en torno a la portada protagonizada por “f” blanca sobre fondo azul-Facebook usada como pistola:
“Se suponía Facebook, Google y Twitter mejorarían el debate político. Algo ha salido muy mal.”
Del mismo modo que un GIF es un formato del que los memes -entendidos como unidad mínima viable de información cultural- se sirven como huésped para propagarse siguiendo el mismo esquema que un organismo vivo, las redes sociales insisten en su naturaleza de “repositorio” (pues no elaboran el contenido, aunque sí actúan de filtro editorial, cuente éste con responsabilidad humana o se trate de un algoritmo): desde las principales redes sociales, insisten en un mensaje similar a la ocurrencia del pionero cibernético Stewart Brand, al explicar que “la información quiere ser libre”.
Russia funded Facebook and Twitter investments through Kushner associate #ParadisePapers https://t.co/74Z827KvMU
— Dustin (@DustinGiebel) November 5, 2017
Sin regulación, el contenido popular se propagaría asistido por los propios consumidores, que de paso lo tergiversarían, copiarían, redistribuirían, mejorarían, etc., en función del interés circunstancial de cada persona; al fin y al cabo, los consumidores de contenido memorable propagado en redes sociales son el auténtico “huésped” del meme, cuya pulsión vital -en terminología de Schopenhauer- consistiría en captar la atención de cuanta más audiencia mejor.
La sociedad abierta y sus (auténticos) enemigos
El evolucionismo cultural sería, por tanto, el sueño húmedo de cualquier líder con voluntad de tergiversar el debate público sirviéndose de “memes” que exploten divisiones y polémicas ya existentes, ampliándolas, tergiversándolas o, simplemente, sirviendo de pirómanos en un establecimiento ya provisto de la pólvora suficiente.
Con poco presupuesto y un equipo bien dedicado, cualquier operación oscura ligada a gobiernos como el ruso puede maximizar su potencial de influencia y capacidad de desestabilización de entidades cuya marcha influyen sobre tipos de interés, deuda soberana y precios de la energía…
Las redes sociales no habrían creado un riesgo sistémico https://faircompanies.com/articles/utilidad-vs-etica-la-trinchera-tecnologica-es-ya-sistemica/ contra el debate público reflexivo del que dependen las sociedades abiertas para su supervivencia, pero sí habrían agravado sus preocupantes errores de diseño y síntomas de agotamiento.
El propio Karl Popper, uno de los principales teóricos de la sociedad abierta y sus enemigos, murió en 1994, mucho antes de que Internet albergara los repositorios que influyen sobre nuestro humor, compras e ideas, pero alertó contra los peligros de un debate público que dependiera de magnates televisivos que usaran su acceso a la audiencia para dividir o sustituir sutilmente la orientación editorial por el sesgo premeditado y la propaganda. Una vez adentrados en la información falsa sancionada como veraz y asumida como tal por la opinión pública, temía Popper, la sociedad abierta estaría en riesgo.
This is important, and many don’t get it: The alt-right does not care about facts & Trump’s base embraces lies. https://t.co/ucKeUX0IPx
— Anil Dash (@anildash) November 3, 2017
Fallo epistemológico: el problema de aceptar las reglas del juego
La polarización y falta de consenso epistemológico en cuestiones básicas como el propio valor y significado de información veraz: tal y como David Roberts expone en un artículo para Vox, si la polarización informativa llega hasta el punto de que, por ejemplo, muchos de quienes apoyan a Donald Trump en Estados Unidos consumen información inventada considerada por ellos como la única legítima, cualquier prueba concluyente aportada por Mueller que demostrara la conexión entre Trump y el círculo de Putin no sería aceptada por una parte de la opinión pública.
“La epistemología es la rama de la filosofía ligada a cómo sabemos las cosas y qué significa que algo sea verdadero o falso, exacto o inexacto. (Episteme, o ἐπιστήμη, designa en griego clásico conocimiento/ciencia/comprensión).
“Estados Unidos experimenta una profunda ruptura epistemológica, una división no sólo en lo que valoramos o queremos, pero en quién creemos, cómo llegamos a saber cosas, y qué creemos saber -lo que creemos que existe, es verdadero, ha ocurrido o está ocurriendo.”
La reflexión de David Roberts es extensible a otras sociedades democráticas con libertad de prensa y -hasta ahora- una rica y vibrante tradición civil.
Sin un centro de debate público nutrido de medios que al menos coincidan en el valor epistemológico de lo que es veraz y lo que es inventado, ninguna sociedad democrática está a salvo, creen analistas como el propio David Roberts, argumentando posiciones próximas a los temores expresados sobre opinión pública y democracia por Karl Popper, Hannah Arendt o Henri Bergson, entre otros.
"A high cognitive ability does not inoculate people against irrational beliefs in and of itself." https://t.co/sBgabldY7t pic.twitter.com/sDIISRQ4jq
— Rolf Degen (@DegenRolf) November 6, 2017
Nadie está a salvo del sesgo y la polarización informativa
Hay estudios que rechazan la correlación entre inteligencia y capacidad para discernir la verdad de la mera especulación o las teorías conspirativas.
Karl Popper especulaba con el hecho de que el pensamiento crítico es una conquista cultural originada en la Grecia clásica, y no una cualidad innata en las sociedades humanas a medida que se hacen complejas. Los estudios cognitivos refrendan las reflexiones de Popper, pues sólo el esfuerzo para mantener el “escepticismo sobre creencias infundadas”, sirviéndose de habilidad cognitiva y motivación, nos mantendrían en un marco de racionalidad donde las posiciones enconadas podrían modificarse, retornando desde la deformación dogmática hasta un debate fructífero.
En su trabajo sobre la base cognitiva de la racionalidad, Tomas Ståhl y Jan-Willem van Prooijen concluyen que:
“El pensamiento analítico no es suficiente para promover el escepticismo con respecto a creencias infundadas.”
Y, advierten,
“Una elevada habilidad cognitiva no inocula a la gente contra creencias irracionales.”
No importa lo inteligente que seas, tu formación o experiencia: si no mantienes un esfuerzo consciente de pensamiento crítico y racionalidad con respecto a creencias infundadas, podrías caer en la misma trampa cognitiva que cualquier persona poco formada y de naturaleza gregaria a la espera de subirse a la próxima ola de populismo redentor.
aka social media platforms & journalists—thus society—are very open to being played by small, organized communities. https://t.co/pYisZZol6P
— zeynep tufekci (@zeynep) November 5, 2017
Teorías conspirativas y líderes de opinión “alternativos”
Fenómenos como la propaganda electrónica y las teorías conspirativas se han servido del prestigio de líderes de opinión y medios supuestamente contestatarios (cuando la realidad es mucho más opaca), para dar credibilidad a todo tipo de desinformación, desde casos de sensacionalismo inocuo a campañas orquestadas para causar inestabilidad o influir sobre el voto.
Zeynep Tufekci, socióloga experta en Internet, comparte un estudio con conclusiones preocupantes: las comunidades electrónicas consideradas “alternativas”, tales como Reddit o 4chan, influyen sobre el flujo de desinformación en Twitter, pues las teorías conspirativas más populares en estas plataformas logran eco en las principales redes sociales y medios sensacionalistas. O lo que es lo mismo, según Tufekci:
“Las plataformas de medios sociales y los periodistas -y por tanto la sociedad- se muestran abiertos a dejarse intoxicar por pequeñas comunidades organizadas.”
Quienes tienen la tentación de caer en la narrativa del fatalismo y asociar la naturaleza de Internet, donde “la información quiere ser libre” (Stewart Brand) y la copia y transformación del contenido convertido en bits, si logra cierta popularidad, “es inevitable” (Kevin Kelly), deberían recurrir a lecturas más sosegadas, ajenas a la premura azucarada que inunda los mensajes cortos de las redes sociales como un grosero azucarado que deja patente su falta de valor intrínseco, pero sobre el que caemos de igual modo, tal es la semejanza de los efectos sobre nuestro sistema nervioso del ciclo del consumo de mensajes histéricos y las adicciones tradicionales.
Lo que está y no está en nuestras manos
Un mensaje algo más calmado que recuerda nuestra participación en el ciclo vicioso de la polarización y el sensacionalismo informativo, tan nocivos para el centralismo del debate público, tan falto de consensos mínimos en torno a temas como el efecto de productos químicos sobre la salud humana o la propia existencia del cambio climático, surge de Guerra y paz, la novela de Lev Tolstói, y que puede leerse como la determinación de un individuo convencido de que sí podemos cambiar lo que está a nuestro alcance.
Tolstói:
“Tú dices: no soy libre. Pero he levantado mi mano y la he dejado caer. Todo el mundo comprende que esta respuesta ilógica es una prueba irrefutable de libertad.”
Todos podemos, como mínimo, desarrollar un nuestro sentido crítico y sospechar de servicios que, literalmente, nos recomiendan contenido con información fabricada acorde con nuestros gustos y posiciones ideológicas, pues refrendar filias y rechazar fobias tenderá a radicalizarnos y a alejarnos de posiciones próximas al consenso.
O, explicado por el estoico Epicteto, siempre está en nuestras manos evitar la visceralidad, tanto en el comportamiento como en la proyección social de nuestra persona, sea en las redes sociales o en la calle:
“Hacer lo mejor de lo que esté en nuestro poder, y afrontar el resto tal y como ocurra.”
Una reflexión coherente con conceptos de la filosofía oriental relacionados con la necesidad de comprender la dirección de las grandes corrientes para no perder el tiempo en tratar de remontarlas, sino deslizarse sobre ellas del modo más acorde con los intereses propios y los que compartimos con el mayor número de personas.
Derrida y Camus
No podremos acabar con fenómenos como el auge del nativismo y la polarización, por no hablar de ese nihilismo que se disfraza de terrorismo religioso (cuando el causante no es blanco, inmigrante o ambas cosas) o de enfermedad mental (cuando el causante es blanco), si somos incapaces de coincidir en el diagnóstico, en el que aparecen temáticas poco mediáticas pero igualmente importantes para resolver estos fenómenos a largo plazo, tales como el aislamiento social, la falta de oportunidades, las adicciones, el tratamiento de dolencias mentales, el aislamiento social, la facilidad del acceso a armas de fuego, etc.
El filósofo francés Jacques Derrida, judío argelino educado en el París de los años 30 y admirador de su paisano Albert Camus, recordó de manera insistente –explica su biógrafo Benoît Peeters- que los únicos desacuerdos que hay que perdonar y resolver son los irresolubles: profundamente identificado con las tradiciones árabes argelinas y respetuoso con su pasado judío, así como con su vocación de ciudadano francés, Derrida creía que había que inventar una solución ex novo para el conflicto palestino-israelí. En su opinión, dos Estados étnicos diferenciados no era la solución, que debía pasar por una convivencia más permeable.
Derrida lo tenía tan difícil para explicarse sobre estos asuntos como Albert Camus, acusado de comodón pequeñoburgués (él, descendiente de una familia humilde de “pied noirs”) por Jean-Paul Sartre, después de que el primero explicara en su ensayo L’homme révolté que, en conflictos polarizados donde dominan las soluciones maximalistas, el único esfuerzo que merece la pena abanderar es el del encuentro, ya que el consenso es la auténtica posición de riesgo: en una pelea sin solución, el perdón de lo imperdonable es el inicio de un mundo mejor.
Comprender al otro
Camus, cuya posición ambigua sobre la descolonización de Argelia respondía tanto a un compromiso sentimental (al recibir el Nobel, había dejado claro que elegía a su madre, una humilde ama de casa sordomuda, antes que cualquier causa independentista que forzaba la situación con atentados) como político (optando por los valores republicanos franceses contra el nacionalismo identitario argelino), fue siempre recordado por Derrida, ese judío argelino que quiso dar a la cultura francesa un matiz más, el de la memoria de los sefardíes del Magreb.
Matices en un mundo de matices, que los extremismos, hoy atizados por las redes sociales, quieren borrar para siempre, como logró hacer el nacionalismo en Europa Central durante la primera mitad del siglo XX, condenando a intelectuales cosmopolitas a elegir patrias sentimentales, ante la imposibilidad de acogerse a realidades deseables menos etéreas.
La polarización amplificada en Internet no es un camino sin retorno, si cada vez más personas eluden escorarse hasta su zona de confort plagada de filias y sin ninguna fobia, y optan -como recomendó Derrida hasta cansarse- por comprender y perdonar las posiciones antagonistas, pues un acercamiento hacia el centro es un gesto simbólico que pretende lograr algo mejor para todos.
Una manera de trabajar para que la polarización pierda enteros y la centrifugación en que muchas temáticas importantes para todos han entrado, consiste en reconocer -explica la ensayista Emily Parker en una columna de opinión para The New York Times-, que las redes sociales carecen de ningún poder para erosionar sociedades abiertas si nosotros no asistimos de manera acrítica en la tarea.
Los espejos del callejón del Gato
Por de pronto, medios y analistas hablan con mayor capacidad crítica sobre el poder de Facebook, Google o Twitter como altavoces mediáticos, a la vez que rechazan cualquier responsabilidad sobre la veracidad y línea editorial de los contenidos difundidos.
Parker cree que no hay que confundir la crítica con la estigmatización de las herramientas de Internet:
“…si bien la intromisión rusa [en las elecciones estadounidenses] es un problema serio, el actual clima de opinión contra Silicon Valley alcanza tintes de chivo expiatorio. Facebook y Twitter son sólo un espejo, reflejándonos. Rebelan una sociedad que está dolorosamente dividida, permeable a la desinformación, deslumbrada por el sensacionalismo, y dispuesta a difundir mentiras y promover el odio. No nos gusta esta reflexión, así que culpamos al espejo, pintándonos a nosotros mismos como víctimas de la manipulación de Silicon Valley.”
Lo que vemos en el espejo de las redes sociales es tan deformado y esperpéntico que quienes hemos leído Luces de bohemia no podemos dejar de pensar en la estatura de Valle-Inclán. Ocurre que, esta vez, el esperpento evoluciona a golpe de meme y nadie está a salvo ya que tiene vocación global/local, como la propia Red: por muy enconada que sea nuestra visión sobre algo, siempre es posible encontrar información que, en vez de contradecir con responsabilidad cualquier salida de todo, la refrenda y potencia.
Y, debido a ello, observamos con sorpresa que vídeos propagandísticos usados en conflictos previos son reciclados para causas de hoy. Todo parece valer en este callejón de espejos deformados.
La tentación de hacerse una realidad a medida
Después de asistir con horror al auge del nativismo o resultados electorales chocantes en el mundo anglosajón, y de observar cómo la geopolítica europea trata de evitar que Cataluña se convierta en el talón de Aquiles de la negociación con el Reino Unido sobre los términos de su abandono de la UE, muchos analistas y ciudadanos anónimos no quieren reconocer su papel atizador del fenómeno.
Refiriéndose a la injerencia de los servicios secretos rusos en la campaña estadounidense, sirviéndose de las redes sociales, Emily Parker cree necesaria la autocrítica:
“Pero nosotros, los usuarios, no somos inocentes. Parte de la propaganda rusa en medios sociales fue cribada de contenido publicado previamente por estadounidenses. Sí, los medios sociales contribuyen a que la propaganda se difunda más lejos y más rápido. Pero ni Facebook ni Twitter forzaron a los usuarios a compartir la desinformación. ¿Son los estadounidenses tan fáciles de engañar? O, más alarmante: ¿creyeron simplemente lo que quisieron creer?”
La reflexión de Parker sirve para fenómenos similares en opiniones públicas polarizadas, donde la ciudadanía parece haber elegido un bando e insiste en que la ilusión se mantenga, aun a sabiendas del precio que el engaño colectivo consentido tiene sobre la salubridad de la sociedad abierta, que depende de un consenso sobre cuestiones básicas entre una ciudadanía plural, capaz de informarse con cierta responsabilidad en medios con una mínima credibilidad.
Cuando la auténtica revuelta es defender lo básico
La auténtica crisis de desinformación no parte de las redes sociales, sino de la incapacidad de la ciudadanía para cribar entre hechos fehacientes y ficción, la incapacidad para establecer la frontera entre opinión legítima y la consigna propagandística que anula la legitimidad de otras posiciones:
“Las plataformas de medios sociales magnifican nuestros malos hábitos, incluso los promueven, pero no los crean. Silicon Valley no está destruyendo la democracia: sólo nosotros podemos hacer eso.”
La inteligencia o la formación no nos inoculan contra la propaganda o las teorías conspirativas, pero sí nos asisten el pensamiento crítico y la búsqueda perseverante de la racionalidad.
Desconfiemos, por ejemplo, de historias a partir de otras historias que son, a su vez, información de otras historias, pues yendo a la fuente comprobaremos que no existen fuentes creíbles ni trabajo fundamentado.
Evitemos, asimismo, entrar en la pelea corta de la declaración y contradeclaración: sólo el análisis sosegado y el contexto alimentarán un raciocinio que luego podremos usar en discusiones que, siguiendo el consejo de Derrida, tratan de perdonar lo imperdonable, consensuar lo que parece inconsensuable.
Entonces, quizá, comprenderemos por qué Camus se tuvo que armar de valentía para afirmar que sólo perdonar y “comprender” nos liberan del horror de la angustia existencial (el nihilismo de lo absurdo, expuesto en El mito de Sísifo –1942-, un pesimismo anterior a la “comprensión” solar de El hombre rebelde -1951-) y los maximalismos que creen que merece la pena sacrificarlo todo por un sueño mesiánico que nunca se materializa.