En su primer ensayo para el gran público, WTF?: What’s the Future and Why It’s Up to US?, título que le permite jugar al equívoco con las siglas WTF, el veterano editor tecnológico Tim O’Reilly analiza la encrucijada en que se encuentra un mundo con productos y problemas globales y, sin embargo, un creciente sentimiento tribal.
La oleada de críticas a empresas dominantes e ideas surgidas Silicon Valley, antes aduladas, no ha pillado desprevenido al propietario de O’Reilly Media: el tan publicitado énfasis en priorizar beneficios y dominio del mercado sobre cualquier otra consideración suscita sospechas de manipulación de opinión pública, y lo único que quizá sorprendiera a O’Reilly es que la crítica haya tardado tanto.
Así que las siglas “WTF” vuelven a ser premonitorias y, una vez más, Tim O’Reilly toma el pulso al mundo tecnológico mientras periodistas de cabecera y empresarios del sector aprenden -y ya era hora- a afrontar la opinión pública con algo de viento en contra, un fenómeno tan higiénico como saludable que obligará a abandonar el abuso de eufemismos: cuando todos los servicios arreglan el mundo, un sector o una necesidad, ninguno lo hace.
Cuando la brillantez de los algoritmos no es suficiente
También en su línea, Tim O’Reilly se muestra optimista, ofreciendo una fórmula para salir del atolladero: volver al origen de las mejores ideas surgidas de una cultura hasta hace poco no tan obsesionada por el dominio monopolístico y el extremismo ideológico.
Para O’Reilly, lo que existe al principio de la auténtica prosperidad es sobre todo una cultura de la generosidad y el voluntarismo cooperativista, que habría permitido ideas como el software de código abierto o Wikipedia.
En los últimos años, sin embargo, han abundado las inversiones en servicios diseñados para solventar minucias de solteros mimados y urbanitas con alto poder adquisitivo, con varios “éxitos” -definidos en términos de valoración de cara a una futura salida a bolsa, sin importar las pérdidas en que se incurra- que deberán demostrar que pueden obtener beneficios, y algún fracaso sonado cuya cobertura mediática denota el cambio de viento en la percepción de los productos y cultura del mayor epicentro tecnológico.
Zumo estrujado con la mano y bodegas de toda la vida
Ha habido cachondeo sobre Juicero, la máquina de hacer zumo de 400 dólares con conexión a Internet y costosos sensores y algoritmos (“inteligente”, en terminología del sector), proclive a colgarse con actualizaciones para, después de todo, lograr el mismo efecto que cualquiera con sus manos: el modelo comercial incluía “consumibles” que sólo necesitaban ser estrujados para obtener el producto final.
La sorna sobre Juicero se convirtió en crítica hiriente convertida-en-meme cuando a Fast Company se le ocurrió continuar con el modelo que la prensa tecnológica ha explotado con éxito en las dos últimas décadas: el publirreportaje azucarado de las nuevas empresas ofrecidas en forma de cebo por una red de intereses de relaciones públicas con origen en los despachos de las principales firmas de capital riesgo.
En este caso, la idea de dos antiguos trabajadores de Google para, en sus propias palabras, sustituir a las bodegas de proximidad (primero, en Estados Unidos; luego, en el resto del mundo) con, en sus palabras, “despensas automatizadas”, que no eran otra cosa que máquinas expendedoras con diseño minimalista y un sistema para acercar los productos de primera necesidad más demandados en cada localización.
Póker de cretinismo: los límites necesarios al “contrarianismo”
El encarnizamiento no concedió tregua a esta nota de prensa convertida en artículo, con personalidades del mundo tecnológico críticas con la maquinaria de relaciones públicas de Silicon Valley, recordando la labor que realizan las tiendas de proximidad, con intangibles difíciles de detectar cuando se dejan de lado factores no utilitarios, como la función social no reconocida de pequeños negocios, su relación con personas en riesgo de exclusión, etc.
La cosa no hizo sino empeorar recientemente, cuando un puñado de vendedores de humo New Age empezaron a suscitar sorna al dedicarse a buscar manantiales de agua no tratada ni aparentemente analizada (“agua cruda”, en su terminología) en torno a San Francisco y Los Ángeles, para así evitar la ingesta de agua potable con aditivos que, según ellos, causarían supuestos problemas como la pérdida de testosterona.
Y sí, el fundador de Juicero se encontraba entre los entusiastas. La cobertura del fenómeno por The New York Times deja al lector con la sensación de que las teorías conspirativas encuentran su público con facilidad en un mundo conectado, y ni la prosperidad ni el acceso a toda la información del mundo ofrecen un antídoto contra la idiotez o la manía persecutoria.
Muchos de sus clientes coincidirán seguramente con quienes se oponen a vacunar a sus hijos debido a falacias refutadas hace tiempo.
Fanáticos contra los valores ilustrados
Descendiendo todavía más por esa madriguera de entusiastas de las conspiraciones y cultos que evocan los estertores del hippismo (de Charles Manson a Jim Jones), uno puede encontrarse, si está dispuesto a asomarse al espectáculo dantesco del sectarismo atomizado por Internet, con milenaristas organizados con ayuda de redes sociales dispuestos a afirmar que la tierra es plana
A juzgar por este artículo de Motherboard, estos autoproclamados seguidores de Martín Lutero no dudarían en volver a quemar en la hoguera a Giordano Bruno, sin comprender que las herramientas que les permiten organizar sus encuentros, como la geolocalización, no funcionarían no ya sin Galileo, sino que el GPS depende de la calibración de un tiempo y espacio relativos, pilar de la teoría general de la relatividad de Einstein.
Esta extraña secta organizada en redes sociales tiene poco que ver con el sector tecnológico que, a través de Elon Musk o Jeff Bezos, pretende acelerar la expansión humana hacia el espacio.
Las teorías conspirativas y delirios milenaristas no abundan en Silicon Valley, sin bien hay techies que han explorado -y admitido- la relación entre versiones apócrifas de cristianismo protestante y tendencias debatidas entre entusiastas del transhumanismo, como la interpretación creacionista de la inteligencia artificial.
Todo por la pasta: utilitarismo sin valores humanistas
Pero acabar con el periodismo adulatorio y poco crítico de que han disfrutado empresas que hace tiempo que han dejado de simbolizar la bandera pirata libertaria al rescate de una población supuestamente subyugada por el corporativismo de viejos monopolios regionales, no equivale a atacar cualquier información poco convencional que surja de San Francisco, una ciudad que, recuerdan sus propios habitantes, destaca por la elevada densidad de freaks de distinto pelaje.
Los principales riesgos procedentes de Silicon Valley tienen poco que ver con el fundador de Juicero, los fundadores de Bodega o la empresa que vende sirviéndose de las redes sociales garrafas de vidrio para almacenar -en casa o sobre la marcha, faltaría más-, agua de manantial “cruda”: traducible como agua no tratada, pues el aparente objetivo consistiría en arriesgarse a contraer enfermedades tifoideas erradicadas hace décadas en el mundo desarrollado.
El riesgo está más relacionado con un ethos compartido por algunos inversores y emprendedores que, a juicio de Tim O’Reilly, podría decantar la balanza en Silicon Valley en favor del modelo monopolístico y utilitarista de sus empresas más poderosas, debilitando la filosofía abierta y comunal de algunos de los fundadores del sector, cuya mentalidad humanista y entusiasta del racionalismo crítico animó a explorar nuevos modelos e ideas y originó sectores como la propia informática personal, el software de código abierto o el medio más descentralizado y potencialmente democratizador de la historia, Internet.
Autocrítica y responsabilidad de lo que uno difunde
Hace ya unos años, Tim O’Reilly recomendaba a quienes querían probar suerte en el sector que trabajaran en cosas que lograran un impacto en la sociedad y repartieran más valor del que capturaban, a ser posible considerando una visión de las cosas a largo plazo.
Su ensayo vuelve a la carga sobre lo mismo en mayor detalle, incluyendo un toque de atención a un entorno que tiene en cuenta sus reflexiones: según el fundador de O’Reilly Media, “nos encontramos en un momento histórico delicado”, en donde muchos empresarios del valle de Santa Clara no están preocupados por riesgos reales que la tecnología podría exacerbar, sobre todo si no existe la determinación para ayudar a corregirlos.
En vez de celebrar la sustitución de sectores, empresas y profesionales de todo el mundo por algoritmos que ahorran viejos modelos de intermediación, O’Reilly cree que ha llegado el momento de “identificar el mundo que creemos construir”.
El editor es consciente de que la imagen de Silicon Valley en el mundo repercutirá no sólo sobre el uso de determinados servicios, sino sobre regulaciones técnicas y fiscales en mercados sobre el europeo o el asiático, interesados en estimular su propio mercado tecnológico.
O’Reilly se explica en una entrevista en Quarz:
“Vi venir la actual reacción contra la tecnología. Se ha incidido en la narrativa según la cual los robots acapararán todo el empleo y acabaremos con un nuevo Precariado [donde la falta de perspectivas laborales estables se convierte en lo habitual]. Es una llamada a los emprendedores en Silicon Valley -que parecen indolentes-, a los responsables políticos y al público en general.”
Límites del tecno-solipsismo: fanáticos evangelistas y Silicon Valley
Cuando Tim O’Reilly habla de “emprendedores indolentes”, se refiere a la influyente corriente de entusiastas de la sustitución de viejas estructuras económicas regionales por sistemas de gestión controlados por algoritmos en propiedad de las empresas del valle de Santa Clara, sin importar la inestabilidad política y social que este proceso produzca.
Esta ideología que combina dosis de pragmatismo, darwinismo social y culto por crear empresas que no se conformen con obtener beneficios y mejorar la vida de quienes usan sus productos y servicios, sino que preferiblemente -sobre todo para los inversores de capital riesgo que han invertido en ellas- deben convertirse en un monopolio de facto en su ámbito: en vez de tratar de “dejar huella en el universo”, la mentalidad ha mutado hacia la intención de “dominar” el universo, un hiperbolismo directamente proporcional a la infancia sobreprotegida de quienes se decantan por el nuevo vocabulario para superhéroes del cosplay.
A través de libros como Zero to One (Peter Thiel) o el contenido de bitácoras como Farnam Street, los empresarios e inversores de Silicon Valley que, en palabras y vagas alusiones de Tim O’Reilly, habrían perdido todo contacto con la realidad de las personas ajenas a los planes grandiosos de la última hornada de fundadores de “unicornios“: en vez de crear empresas centradas en beneficios, cultura y proyección social, el objetivo es crecer sin preocuparse por las pérdidas, pues una popularidad suficiente facilitará una hipotética salida a bolsa.
Quienes han florecido en esta mentalidad tecno-solipsista, tan aficionada a usar palabras grandiosas para describir productos que se esfuerzan por lograr una mínima utilidad que justifique su mera existencia y gasto de recursos, sobrevaloran los logros reales de muchos de los inversores y empresarios cuyo comportamiento en las últimas décadas ha consolidado la transformación desde una economía productiva capaz de generar empleos bien remunerados y repartir prosperidad, a un mundo de corporaciones transnacionales cuyo objetivo es aumentar el valor bursátil y el retorno a los inversores, aunque ello implique despedir a la mayor parte de las antiguas plantillas.
Cuando el modelo es el monopolio que saquea
No es casual que una de las temáticas recurrentes de Shane Parrish en Farnam Street sea Charlie Munger y sus “mungerismos”, o supuestos aforismos que servirían de hipotética inspiración de sabio para aprendices de inversor de capital riesgo, emprendedor y entusiastas revoloteando en torno a los primeros.
Munger, mano derecha del inversor Warren Buffett en Berkshire Hathaway (y, según Harris, “uno de los más finos pensadores del mundo”), comparte con éste una combinación popular para el imaginario colectivo estadounidense: orgulloso campechano del Medio Oeste y, a la vez, inversor de sangre fría que ha mejorado el rendimiento de cualquier fondo de inversión de manera consistente desde los inicios de su carrera.
Munger, menos conocido que Buffett, comparte con éste una confianza tenaz en el estudio concienzudo de las empresas en que invierte, apostando a largo plazo por ellas cuando nadie lo hace y, dada la falta de interés, el precio es competitivo en relación con su potencial real.
El problema de Munger y Buffett, algo que futurólogos como Tim O’Reilly parecen entender, a diferencia de otros colegas en el mundo tecnológico, es que la estrategia que les ha hecho tan exitosos es la personificación misma de lo que ha empobrecido las clases medias en Estados Unidos y ha acabado con las hasta hace unas décadas prósperas pequeñas empresas familiares: el “Buffettismo”, recuerda Robin Harding en un artículo en el Financial Times,
“consiste en evitar la competición y minimizar la inversión de capital en la economía real.”
Comprar monopolios a saldo y desmantelar prosperidad
Y sí, esta estrategia ha sido celebrada en decenas de libros, que invitan a estadounidenses de toda extracción a abandonar su actividad para convertirse en inversores de éxito. A menudo, con consecuencias desastrosas.
Actuando como monopolios de facto sin apenas trabajadores en proporción a su impacto económico y sobre la sociedad, las principales empresas de Silicon Valley siguen la misma estrategia de Buffett: acaparan el mercado en el que concurren y reducen al mínimo el retorno del capital ganado a la sociedad, gracias a mecanismos de “contabilidad creativa”, al ahorro de sumas gigantescas de dinero que no reinvierten, y a la ausencia de contrataciones masivas de personal, pues operan negocios que no requieren esquemas de plantilla propios de eras pretéritas.
Robin Harding recuerda que varios estudios recientes confirman que un modelo basado en ausencia de competición, aumento de beneficios y abandono de la inversión en la economía real, se traduce en un empobrecimiento de las sociedades donde florece este modelo.
Tim O’Reilly y quienes piensan como él deberán esforzarse en explicar que modelos como Warren Buffett o Charlie Munger alcanzaron su brillantez (y beneficios) invirtiendo sobre empresas que se dedicaron a controlar mercados y reducir al máximo inversiones arriesgadas o contrataciones.
La voz de la autocrítica: Tim O’Reilly vuelve a hacer de Sócrates
Silicon Valley debería, por el contrario, esforzarse en recuperar modelos de empresario capaces de invertir en sectores nuevos, arriesgados y ferozmente competitivos. Sobre todo si su objetivo es, como muchos de ellos presumen, mejorar la sociedad, solventar problemas o permitirnos hacer cosas con las que hasta hace poco sólo habíamos especulado.
Lo más parecido a la pasividad, o a la falta de autenticidad, es beneficiarse de la inercia y de una posición dominante adquirida a menudo con brillantez, pero mantenida después con el conservadurismo de quien se conforma de vivir de las rentas, añadiendo pequeñas mejoras (o empeoramientos) a algo ya inventado. Exactamente lo contrario de lo que, se suponía, el sector tecnológico trata de hacer.
El coste de la pasividad y el abuso de situación monopolística sin revertir los beneficios sobre la sociedad es muy superior a las ventajas que cualquier producto pueda aportar.
Tim O’Reilly:
“Rechazo la idea de que los robots vayan a quitarnos todo el trabajo. Hay mucho trabajo por hacer, basta con mirar a nuestro alrededor.”
Por no hablar del nuevo trabajo que aportarán las ideas, transformadas en nuevos productos y sectores enteros que todavía no existen.
Siempre y cuando los productos actuales más exitosos que surgen del valle de Santa Clara no fomenten lo que habían prometido erradicar: la polarización, la puesta en entredicho de valores ilustrados esenciales (evolución, física moderna, beneficios de la medicina moderna, racionalismo crítico), los movimientos fanáticos anti-ciencia, anti-progreso, protectores de viejos modelos extractivos y, a menudo, esencialistas.
Demasiado éxito no compartido es el inicio de un declive
Tim O’Reilly deberá recordar que muchos de sus colegas, incluyendo miembros del consejo de dirección de empresas como Facebook, no sólo apoyan el populismo que debilita el prestigio y “soft power” del mundo anglosajón en el mundo, sino que han facilitado su popularidad.
Confiemos en la vertiente optimista del libro de O’Reilly, manteniendo la atención sobre los acontecimientos recientes que las democracias liberales que han garantizado la prosperidad de la mayor parte de su población no deberían normalizar.
Si las empresas de Silicon Valley optan por conformarse con un estándar moral similar al del actual presidente de su país, Europa Occidental, Latinoamérica y otros lugares deberán decidir entre seguir dependiendo de tecnología exterior susceptible de acabar en las manos no deseadas; o aprender a no depender de repositorios que anteponen beneficios a cualquier protocolo ético o valor humanista hasta hace poco compartidos.
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