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Después del guano y Norman Borlaug: fertilizante de bacterias

Nuestro arco narrativo sigue dependiendo de una visión de la historia como proceso moral y técnico hacia un mundo en que mejora y progresa a perpetuidad.

De nada sirve recordar que esta visión del mundo es eminentemente occidental y se extiende sólo durante la Ilustración, cuando Kant y Rousseau, entre otros, debaten sobre el camino más corto y efectivo para lograr este fin de justicia universal.

Basta abrir un poco el período histórico y abandonar el eurocentrismo para, de repente, observar el mundo actual desde un prisma muy distinto.

Las islas guaneras de Perú en febrero de 1863, poco antes de que la sobreexplotación acabara con los depósitos de este abono natural rico en nitratos, muy preciado a inicios de la agricultura a gran escala

No asistimos a una decadencia o anomalía, ni al “fin del progreso”, sino a una descomposición acelerada de concepciones del mundo que ya mostraban sus errores conceptuales en pleno apogeo del idealismo alemán a mediados del siglo XIX: la sociedad humana no avanza hacia una supuesta perfección tras superar los obstáculos de la dialéctica de la historia, sino que la pujanza de Occidente vuelve a tener los poderosos contrapesos de otras eras.

El mundo no empezó en 1945 (ni en 1492)

El mundo multipolar actual concentra cada vez más población, actividad y consumo de recursos en la región del mar del Sur de China, un hecho que quizá sorprenda a quienes interpreten la realidad desde un punto de vista anglosajón y durante un período que empiece a finales de la II Guerra Mundial.

Si consideramos un período de tres milenios y observamos el curso de los principales procesos de las mayores civilizaciones a cámara rápida y desde un punto de vista de observador exterior, observamos al instante que lo que hoy muchos consideran “anomalía” (sobre todo, el ascenso de China e India, pero también el aumento del peso de América Latina y África), tiene una cierta continuidad en la historia.

Motivos diversos impidieron que la Era de los descubrimientos y el inicio de la mundialización (a través del “intercambio colombino”, o proceso de intercambio e hibridación de cultura, productos agropecuarios y manufacturas, y la propia población mundial), tal y como hoy los conocemos, tuvieran otros derroteros: por ejemplo, con China, India o alguna civilización amerindia o africana imponiéndose a otras civilizaciones.

Imagen del Omega, el último gran carguero de metal propulsado a vela (con 4 gigantescos mástiles); armado en Escocia en 1887, el Omega se dedicó al transporte de guano y nitrato desde la costa pacífica de América del Sur (en activo hasta 1957)

En China, el confucianismo y la relativa prosperidad y escala del comercio en la región, relativizaron la importancia del contacto con árabes y europeos y los posibles beneficios de repetir una expedición como la de Zheng He, aunque con fines menos altruistas; en el caso de India, la otra gran potencia de los dos últimos milenios, los conflictos internos y la incapacidad de identificarse como civilización (que los griegos logran ya en la época pre-clásica, con el papel simbólico y unificador que tiene la expedición a Troya para los aqueos, en la que se inspirará Alejandro Magno), diluirán tanto su proyección como su capacidad defensiva.

Los denigrados hijos de Songhai

Ya a inicios de la Era de los descubrimientos, las grandes civilizaciones ajenas a la europea tolerarán pequeños puestos comerciales de los pequeños reinos europeos. En las Américas y África, estos pueblos padecerán, además, una debacle sin precedentes (el mercado de esclavos en África; y el proceso de aniquilación por epidemias, guerra y trabajo forzado en el Hemisferio Occidental).

Pocos autores han logrado combinar la elocuencia de la buena divulgación con el rigor científico de una investigación concienzuda, para describir la relación de fuerzas en el mundo a lo largo de los dos últimos milenios, mostrando la pujanza no sólo de China, India, sino también la prosperidad de imperios relativamente unificados del África subsahariana anterior a la Era de los descubrimientos, como los reinos del Sahel, incluyendo el más conocido por los cronistas del renacimiento europeo, el Imperio Songhai; así como las culturas de la cuenca del Misisipí y el Colorado, Mesoamérica o los sucesivos imperios andinos, en las Américas.

Aprender sobre el mundo en el momento del inicio de la Era de los descubrimientos, o punto de partida de la pujanza colonial europea en el resto del mundo y sus consecuencias, que todavía procesamos, implica hacerlo desde el eurocentrismo o desde su posición antagonista, salvo en contadas excepciones.

El académico británico Felipe Fernández-Armesto logra mostrarnos la relación de fuerzas y la importancia del intercambio comercial entre los extremos de Eurasia, África y el Creciente Fértil, así como la dinámica de intercambios en otras regiones, condicionada por circunstancias locales: el eje comercial, de norte a sur y menos permeable, en las Américas; o el proceso de expansión por escalas de las civilizaciones del Hemisferio Sur en el Pacífico y el Índico.

Cuando Zheng He y el confucianismo dejaron hacer

Jared Diamond en su ensayo Armas, gérmenes y acero y, sobre todo, Charles C. Mann, en sus ensayos 1491 (las Américas antes del impacto europeo; primera edición en 2005) y 1493 (de 2011, narra las consecuencias del “descubrimiento” no sólo para colonizadores y colonizados, sino para el mundo, al iniciarse lo que hoy llamamos mundialización: el intercambio colombino crea las primeras urbes cosmopolitas, como Ciudad de México, así como el comercio multi-escala entre Europa, América y China, a través del galeón de Manila y el eje Acapulco-Veracruz-La Habana-Sevilla/Cádiz).

Con el descubrimiento de América (desde el punto de vista eurocéntrico que hemos aprendido), especias y manufacturas asiáticas vuelven a Europa, pero en esta ocasión lo hacen a través de las rutas del Pacífico, el mar del Caribe y el Atlántico, así como a través de la circunnavegación de África y América: los reinos europeos no sólo acaban con el bloqueo otomano del Mediterráneo Oriental y la Ruta de la seda, sino que logran lo inesperado: aceleran el proceso de hibridación de civilizaciones, pueblos, variedades agropecuarias, ideas.

Caricatura que describe la suerte de las Guerras del Guano: la superioridad bélica de Chile decanta la balanza (a la izquierda, los mandatarios de la época de Perú y Bolivia, (asistidos por Argentina)

A cambio de manufacturas y especias de la región del mar del Sur de China, los comerciantes chinos logran acceder a la plata española del Potosí, una industria a gran escala que transformará la región andina para siempre. Charles C. Mann explica este proceso con acierto y cierta elocuencia en 1493.

En este mundo que emerge, las especies agrarias y animales más apreciadas y productivas de Europa se trasplantan, siempre que las condiciones locales lo permiten, al mundo colonizado; y, sobre todo, las variedades agrarias más apreciadas y productivas del Nuevo Mundo llegan a Europa y al resto del mundo.

Primeras mercancías de la mundialización

Es así cómo la domesticación de especies en Mesoamérica, el delta del Misisipí o los Andes acaban alimentando, en cuestión de pocas décadas, a familias rurales de Filipinas, China, África, Europa y Oriente Próximo.

En su relato sobre el choque cultural asimétrico entre europeos y culturas amerindias, Armas, gérmenes y acero, el profesor y divulgador estadounidense Jared Diamond se alejaba ya en 1997 del canon occidental y trataba de exponer el inicio del intercambio colombino en toda su extensión: enfermedades, tecnología y acaso, el beneficio de llevar la iniciativa constituyen una parte esencial del éxito colonizador de las Américas, incluso en un contexto de aplastante inferioridad numérica de los invasores.

En su conquista del mundo, los europeos comparten mucho más que una metafísica en forma de creencia religiosa y una “técnica”, o confianza en el proceso de conocimiento científico que dará pie a la Ilustración, materializada en armas, navíos, sistemas de navegación y de cartografía… y una agricultura.

Es fácil pasar por alto hasta qué punto la expansión europea por el mundo iniciada en la Era de los descubrimientos está relacionada con las crisis agrarias periódicas (y sus consecuencias: hambrunas y epidemias) ocurridas en Europa.

Los conflictos por la hegemonía en Europa se trasladarán a la cartografía de territorios sometidos, y pronto las potencias coloniales experimentarán con sistemas más productivos de trabajar la tierra y abastecer al público europeo con los primeros productos de la mundialización: índigo, azúcar, tabaco, caucho… y un producto que daba inicio a la agricultura moderna, al incrementar las cosechas y prevenir el empobrecimiento de la tierra (obligando a procesos y legislación e torno al barbecho y la rotación de cosechas): el fertilizante.

Cuando el abono quechua conquistó el mundo

Hasta el surgimiento y comercialización de fertilizante sintético, el mundo dependió de un fertilizante natural extremadamente concentrado y efectivo, pero de difícil acceso debido a su origen y localización: el “guano” (aportación del quechua al mundo, pues el vocablo procede de “wánu”, abono en la lengua amerindia más hablada hoy en las Américas, con entre 8 y 10 millones de hablantes).

Este excremento concentrado se acumula a partir de los desechos de aves marinas, focas y otras especies en determinadas islotes y archipiélagos rocosos de la costa del Pacífico de América del Sur, como las islas Chincha, en Perú, que acumularon la mayor reserva de este abono natural hasta su práctico agotamiento en 1874, debido a la sobreexplotación.

Podemos imaginar por qué la historia canónica ha olvidado la importancia del excremento macerado de aves marinas, rico en fósforo en fosfatos y con una concentración de nitrógeno muy superior a la de los abonos tradicionales europeos (procedentes del excremento animal, la quema de rastrojos, etc.).

A finales del siglo XVIII y a principios del XIX, los imperios coloniales al alza, Reino Unido y Francia, competirán por hacerse con el acceso al guano de las colonias españolas. Quienes crean que las ideas ilustradas británicas y francesas, tan mencionadas por Simón Bolívar y otros próceres de la emancipación de las colonias españolas de América, son responsables de la influencia inglesa en la costa peruana y chilena, deberían hacerse con una copia de 1493, el ensayo de Charles C. Mann, y leer el fragmento dedicado al comercio de guano y su carácter estratégico.

Génesis de la modernidad reconocible

Antes de la sintetización de productos esenciales para acelerar la productividad industrial del siglo XIX, las metrópolis coloniales dependían de:

  • fertilizante con alta concentración de nitrógeno: los barcos de guano superaron pronto en valor a los galeones españoles cargados de plata (explica Nathanael Johnson);
  • grasa animal concentrada para su uso en la industria química, procedente de la pesca de ballenas a gran escala (basta con sumergirnos en Moby Dick para atisbar la relación entre esta actividad y los inicios del dominio comercial estadounidense);
  • índigo: la incipiente industria textil, conocida en sus inicios como fábricas de indianas (en España), dependía de un mercantilismo colonial que concentraba la producción de materias primas en las colonias más productivas; el azul índigo procedía en su mayor parte del Caribe, y la importancia de este cultivo –así como el del tabaco, la caña de azúcar, etc.–, concentró la riqueza de Francia en Haití, y la de España en Cuba;
  • caucho: el caucho natural, recolectado por pueblos amerindios de Mesoamérica y América del Sur, fue poco menos que una preciada y exótica rareza para el comercio europeo, hasta que el 1839, Charles Goodyear, un inventor de Boston, descubriera el principio de la vulcanización del material, multiplicando su resistencia, lo que daba inicio a su ascenso como producto industrial y a la fiebre del caucho en la Amazonia (Manaos pasaría de poblacho en la selva a urbe cosmopolita en unos años), que duró hasta que los británicos lograran plantar el árbol con éxito en sus colonias asiáticas.

El impacto del guano ha pasado desapercibido para la historia, si bien su –desagradable y extremadamente dura– recolección en los islotes de la costa del Pacífico de América del Sur.

Cuando el químico ganó al eugenista

Así, cuando hoy leemos artículos que devuelven a la luz la vieja reivindicación de Bolivia de lograr acceso al Pacífico y su conflicto histórico con Chile por este motivo, asistimos a un capítulo semienterrado de la historia de la globalización.

En el siglo XIX, una España en retirada tras las guerras napoleónicas, una Inglaterra en alza en la región y una escalada armamentística de los países de la región, Perú y Chile, habían dejado el comercio de guano en manos de empresas que empleaban expediciones de trabajadores en régimen de semiesclavitud, experimentando condiciones de aislamiento y trabajo difíciles de resistir. Muchos de éstos, de origen chino, lograrían resarcirse y hacer pequeñas fortunas, partiendo de la recolección de los desagradables restos orgánicos concentrados en peñascales del Pacífico.

Trabajadores extrayendo guano en las islas de Chincha (década de 1860); partidas de inmigrantes chinos trabajaban en condiciones tan duras como las que encontraron en la misma época en Norteamérica, durante el despliegue de las líneas ferroviarias hacia el Oeste

Cuesta creer que no exista una gran obra literaria en torno al comercio de guano, capaz de haber legado a la cultura humana el retrato de una época y un comercio, similar al rol que Moby Dick jugaría en otro mundo desaparecido de los inicios de la industrialización: la actividad ballenera.

En cierto modo, al investigar sobre el comercio de guano y su importancia para las páginas dedicadas a éste en 1493, Charles C. Mann empezó a escribir su último ensayo The Wizard and the Prophet (2018), historia entre la influencia de dos pesos pesados del siglo XX (por un lado, el pionero de la teoría ecologista del decrecimiento, próximo a tesis malthusianas y autor del ensayo Road to Survival, William Vogt, que asume el papel alegórico de “profeta”; y, por otro, el químico Norman Borlaug, partidario de resolver la crisis de población con un método para multiplicar las existencias alimentarias, inventando el fertilizante químico: el “mago”).

Una olvidada contienda mundial por el control del mejor excremento

En 1864, una España muy empequeñecida en América y el comercio internacional trataba de hacerse con el control de las islas Chincha, junto a la frontera costera de Perú y Chile; la alianza de peruanos y chilenos para repeler la ex-potencia colonial se convertiría en una guerra entre ambos países una década más tarde.

En el trasfondo de la contienda entre la metrópolis y las antiguas colonias, se encontraba la aspiración a controlar el comercio de guano de Reino Unido y su ex-colonia recién convertida en potencia regional: Estados Unidos. Esta contienda, la Guerra del Pacífico, permaneció en el imaginario como la Guerra del Guano y del Salitre.

Tomando el relevo de las potencias europeas, Estados Unidos ejerció sin remilgos una política de apropiación de recursos extractivos en su hemisferio: el 18 de agosto de 1856, el Congreso estadounidense aprobaba la Guano Islands Act, que autorizaba a intereses de este país a “tomar posesión” de cualquier isla con depósitos de guano. Se iniciaba así la exploración exhaustiva de los depósitos guaneros del mar del Caribe y todo el Océano Pacífico.

Se repetía, de nuevo, la historia que había llevado a los países europeos a desestimar la valía comercial y económica de América del Norte, abandonando las Trece Colonias a su suerte a cambio del control de las plantaciones del Caribe: para Reino Unido, Francia y España, los minúsculos territorios caribeños eran estratégicamente indispensables debido a su importancia desproporcionada en la estrategia mercantilista de las potencias; con las “guerras del guano”, volvía de nuevo la guerra por el control de los recursos extractivos estratégicos.

Veneno a cámara lenta: nuestra dependencia del fertilizante químico

Aprendemos, por tanto, que el contexto ideológico y estratégico no ha cambiado tanto desde los inicios de la política extractiva de las potencias europeas en sus colonias, con una salvedad: las nuevas potencias geopolíticas no son ya potencias occidentales, sino China y su agresiva estrategia de acceso a recursos a cambio de ayudas e infraestructuras (y, en menor medida, el resto de potencias emergentes).

En cierto modo, la Revolución verde, o aumento radical de la productividad agraria mundial gracias a las técnicas de agricultura intensiva, mecanización y, sobre todo, fertilizantes químicos (más accesibles, económicos y virtualmente inacabables), iniciados por el trabajo del mencionado Norman Borlaug.

Si la Amazonia perdió el monopolio del caucho natural en dos fases (primero, las plantaciones asiáticas de británicos y franceses en Asia; luego, con la alternativa química del material, derivada –como el fertilizante– del petróleo), la importancia del guano desapareció todavía más rápido de libros de contabilidad e imaginario colectivo.

Tal y como explica Nathanael Johnson en su artículo sobre el futuro del fertilizante en Grist,

“El nitrógeno está en todas partes. Constituye el 80% del aire que respiras. Por sí solo, carece de valor. Pero, combinado en una molécula con otro elemento, como el hidrógeno o el oxígeno, se convierte en algo que puede reaccionar con otros productos químicos. En este estado ‘fijado‘, las plantas pueden usarlo para construir proteínas. Nuestro organismo usa esas proteínas, a su vez, para construir musculatura, huesos, ADN y embriones.”

Después de los monocultivos y la escorrentía

Hasta las primeras pruebas exitosas para lograr hidrógeno estable a partir de reacciones químicas (Fritz Haber, 1908), la única fuente de nitrógeno “fijado” procedía del guano de un puñado de islas y de las minas de nitrato de América Latina, como las de la provincia de Pisco (Perú); hasta inicios del siglo XX, los navíos clipper más rápidos y adaptados a la navegación más arriesgada (como atravesar el cabo de Buena Esperanza con mal tiempo) pertenecían a este tipo de comercio estratégico.

El fertilizante químico permitió el aumento de la producción mundial de alimentos, con beneficios positivos y un resultado incuestionable: reducir drásticamente tanto la recurrencia como el impacto de hambrunas.

Anuncio estadounidense de las excepcionales calidades del guano (ideal, dice el anuncio, para aumentar la productividad de las plantaciones de Virginia)

Las externalidades negativas son igualmente incuestionables: la agricultura intensiva favoreció la concentración de tierras en latifundios y el cultivo de un puñado de variedades controladas por distribuidores de semillas y productores de cultivos genéticamente modificados, imponiendo por primera vez el uso de patentes –y, por tanto, sancionando el uso en función de intereses comerciales– en cultivos de primera necesidad.

La dependencia de fertilizantes y plaguicidas desde finales de la II Guerra Mundial no sólo favoreció la concentración y redujo el número de variedades, sino que los alimentos producidos y distribuidos también transformaron sus propiedades, disminuyendo la variedad de nutrientes y aumentando el porcentaje de hidratos de carbono de absorción rápida (azúcares refinados), con consecuencias para la salud global y una relación difícilmente cuestionable con las denominadas dolencias del estilo de vida o “de civilización”.

En busca del fertilizante del futuro

El abuso de nitrógeno también ha favorecido la escorrentía de terrenos agrarios y acelerado la erosión en cuencas fluviales que han arrastrado estos desechos químicos a estuarios como el delta del Misisipí, donde la concentración de nitrógeno y fósforo ha creado áreas o “zonas muertas” con sobreabundancia de algas y fitoplancton y reducción de biodiversidad.

Y si, tal y como recuerda Nathanael Johnson, el uso a gran escala de nitrógeno fijo sintético es un desastre medioambiental, abandonar su uso sin contar con una alternativa constituiría una catástrofe todavía mayor… y ésta no pasa por un retorno generalizado a la agricultura local y orgánica en todo el mundo, dependiente de fertilizantes no sintéticos (se calcula que, sin fertilizantes químicos, alrededor del 40% de la población mundial no estaría viva hoy).

Un retorno a la dependencia con respecto al comercio de guano y a las minas de nitratos devolvería al sector primario, que ocupa a un porcentaje cada vez más marginal de personas –y no sólo en el mundo desarrollado–, a niveles productivos incapaces de suplir la demanda global de alimentos.

Llegado el momento crucial del siglo XX, la gran batalla conceptual a escala de civilización tuvo lugar entre el decrecimiento de William Vogt y el aumento drástico de la producción alimentaria usando fertilizantes más efectivos de Norman Borlaug, se decantó por el segundo.

El mundo se vuelve a encomendar a las bacterias

La gran tensión entre agricultura, población y el medio ambiente vuelve a estar sobre la mesa, y en esta ocasión los postulados malthusianos, aunque incorrectos durante su primera y segunda formulación teórica, podían aproximarse más a los resultados… si el sector agrario opta por el estancamiento tecnológico y el fatalismo (o peor, el negacionismo) con respecto a las consecuencias más imprevisibles derivadas del cambio climático.

La carrera por hallar una alternativa al fertilizante químico podría sufrir la misma trayectoria errática que explica la elevada dependencia actual del uso de fósiles para crear energía, cuando existen alternativas económicas y técnicamente viables a gran escala: el petróleo tiene una elevada concentración calórica, es fácil de almacenar y transportar, se presta al uso transaccional (y especulativo) en los mercados internacionales y cuenta con un uso tan estratégico como versátil.

El uso de petróleo, clave en el mercado de polímeros de plástico y fertilizantes, así como en el energético. El mercado de los fertilizantes, con un volumen de negocio anual de 200.000 millones de dólares; en comparación, el mercado global del petróleo obtiene unos beneficios anuales equiparables a esta cifra.

Las externalidades ocasionadas por el uso de fertilizantes y plaguicidas químicos, desde el exceso de nitrógeno a la emisión de gases con efecto invernadero, hacen cada vez más atractiva una alternativa que pueda competir en el mercado.

Varias empresas reciben inversiones millonarias para dar con una alternativa. Varias firmas (Pivot Bio, Azotic Technologies, Intrinsyx Bio, Joyn Bio) planean comercializar fertilizantes que sustituyen viejos métodos inviables (guano, petróleo) cultivando bacterias especialmente adecuadas para sustituir la fijación química de nitrógeno por una modalidad biológica –con todas las ventajas del fertilizante industrial y ninguno de sus grandes inconvenientes–.

Charla entre Bill Mollison y Masanobu Fukuoka

La viabilidad económica de estos productos sería el mejor síntoma de su candidatura para sustituir a medio plazo el uso a gran escala de fertilizantes químicos; reguladores y consumidores, con una decisión de compra informada, podrían asistir en la transición…

A no ser que, como ha ocurrido con el auto de hidrógeno, asistamos más bien al despliegue técnico de una campaña con mayor impacto en las relaciones públicas que en cosechas, cursos fluviales, estuarios y atmósfera.

Un sistema agrario circular y sostenible, donde los excedentes potencialmente perjudiciales se convierten en nutrientes con alto contenido en nitrógeno, implicaría una transformación radical de nuestra manera de concebir el cultivo a gran escala. Propuestas como la permacultura o el método Fukuoka podrían aportar, a largo plazo, lo que la producción de fertilizante biológico será incapaz de resolver por sí mismo.

Mapamundi con las principales zonas marítimas privadas de oxígeno debido a la sobreabundancia de nitrógeno procedente de fertilizantes sintéticos

En el verano austral de 2007-2008, durante nuestra estancia en Melbourne, Kirsten y yo compartimos una larga charla con Bill Mollison, uno de los principales postuladores de la permacultura.

Recuerdo uno de sus comentarios: mientras nos obsesionamos con la batalla energética, olvidamos los grandes retos de la agricultura y la alimentación, interdependientes del clima y la cultura humanas, y capaz de integrarse en la vida cotidiana de quienes no se conformen con “consumir alimentos” y opten por una producción y consumo alimentarios que capaces de enriquecer la experiencia cotidiana.

Quizá, las generaciones futuras vean el uso a gran escala de fertilizantes químicos como el fruto de una época pragmática en busca de recursos inmediatos para garantizar un resultado: con la mirada sorprendida y condescendiente con que nosotros nos asomamos hoy a los pormenores de la industria ballenera en las páginas de Moby Dick.