Recta final de 2016. Descartada la aburrida normalidad, las redes sociales son el termómetro de que acabamos de perder muchos referentes y puntos de apoyo (empezando por la idea de que la información compartida en las redes sociales es inocua; ahora sabemos que ésta puede comportarse como una maquinaria de propaganda personalizada).
Son momentos en los que uno accede a las redes sociales y, en efecto, las líneas entre profesional y amateur, entre interpretación de la realidad y pura impostura, entre seriedad y sátira, han saltado por los aires.
Día soleado de invierno
Días en los que uno se conmueve con un comentario supuestamente satírico, y ríe a carcajadas con alguna frase lapidaria compartida por el “no tan serio” presidente de Estados Unidos, o por cualquiera de los “no tan serios” miembros del Gobierno británico después de Brexit.
Es ahora cuando nuestra generación comprende en toda su extensión el absurdismo soleado y a la vez taciturno de Camus, o el teatro del absurdo, o saca a pasear sus propios fantasmas con algún canalla inmortal como Max Estrella y su proyección en lo que llamamos realidad (¿o deberíamos recurrir al truco de Prince y referirnos a esa masa viscosa “anteriormente conocida como realidad”?), Valle-Inclán.
Jornadas en las que no hay meme que sorprenda, ni cápsula informativa que despierte más la atención que aquélla que, como quien no quiere la cosa, asevera algún pedazo de información como si no pasara nada, con el mismo tono funcionarial de un tacómetro de camionero. Clac: nuevo tuit “normal”; clac: otro tuit normal.
The time for "Keep Calm and Carry On" is over. 2017 is going to be the year this WW2 poster is the one to live by, both here and in the US pic.twitter.com/n4b1UrwFLD
— John Bull (@garius) November 28, 2016
Muerte de Kipling
Dándose por vencidos, los tuiteros británicos más imbuidos en su intención de hacer honor al estereotipo y compartir su causticidad “British” en las redes, lo que hacen es jugar con las joyas de la corona, tal y como hicieran los Beatles en aquel célebre concierto londinense al que acudiera Su Majestad:
“Se acabó la era del ‘Keep Calm and Carry On’; 2017 va a ser el año en que este póster de la II Guerra Mundial es la consigna que hay que seguir, tanto aquí [el tuitero en cuestión se refiere al Reino Unido] como en Estados Unidos.”
En el póster, se observa a una mujer británica haciendo ganchillo en un banco del metro londinense junto a un póster para levantar la moral de la población durante los bombardeos de la II Guerra Mundial, en el que se lee:
“La libertad está en peligro; defiéndela con todas tus fuerzas.”
Y, claro, a falta de comentaristas con proyección anglosajona e internacional, así como con la mente amueblada y más mala leche que, pongamos, un Timothy Garton Ash, los más preocupados por la deriva populista en Reino Unido y Estados Unidos echan de menos al fallecido Christopher Hitchens (nacionalizado estadounidense e insider tanto en Londres como en Washington y Nueva York)…
…Y los métèques de la cuerda del internacionalista Stefan Zweig que hemos leído a Hitchens, le rendimos un homenaje silencioso siguiendo los artículos y comentarios en redes sociales (cuando los hay) de sus amigos más solventes, como el biólogo y ensayista Richard Dawkins, cuya profunda preocupación por el discurso anti-ciencia de la Administración del Brexit debería ser una señal para todos: estamos hablando de un ataque contra los valores de la Ilustración en la cuna de este proceso.
Valores y símbolos en la era del Selfie, Trump y el kardashianismo
Exista o no la destrucción creativa, recordaremos este año por su vertiente nihilista e infantiloide. La era del “selfie” sólo podía alcanzar su cenit eligiendo a un demagogo adicto a publicar desvaríos en Twitter como presidente de Estados Unidos.
El culto a la figura presidencial al que se piden imposibles iniciado por Barack Obama (que se sirvió con mayor responsabilidad de las redes sociales pero intuyó su potencial), encuentra ahora su antihéroe con una celebridad antagónica que se jacta de no leer y suspende cualquier escrutinio moral e intelectual.
Cuando el futuro presidente de Estados Unidos amaga maneras más propias de un dictador de novela de realismo mágico que del dirigente de la mayor democracia avanzada, hay que replantearse muchas cosas.
Se apagan convenciones respetadas desde finales de la II Guerra Mundial y el mundo anglosajón insiste en acelerar la génesis de un mundo escéptico y multipolar, que se retire de las instituciones asentadas sobre el liderazgo cultural y político de Estados Unidos y, en menor medida, el Reino Unido.
Guardar las maneras es el nuevo gesto revolucionario
Si la elección de Trump es el símbolo que recuerda el agotamiento de unas estructuras de gobierno mundial surgidas del pacto entre los ganadores de la II Guerra Mundial, Brexit y el auge de la extrema derecha en países como Francia recuerdan que ha cuajado la desconfianza entre quienes perciben más riesgos que beneficios en acontecimientos imparables: auge de las máquinas, pujanza del mundo emergente y envejecimiento en Occidente.
No hay un mejor momento para medir la temperatura de dos urbes globales en el diván en los últimos tiempos, París y Londres, que el inicio de diciembre de 2016, un período de efemérides como el reciente primer aniversario de los salvajes atentados en la capital francesa, pero también un momento en que tanto París como Londres muestran su particular coraje cosmopolita:
- los parisinos protestan llenando los cafés y las terrazas incluso cuando hace un frío que pela, conscientes de que su arraigada civilidad cultural en el espacio público los define como ciudad y como capital de una idea de Francia, de Europa y de la Ilustración;
- y los londinenses, conscientes del auge del nativismo en las provincias menos dinámicas de Inglaterra y Gales, se manifiestan con banderas de la Unión Europea después del Brexit, después de haber elegido un alcalde progresista, hijo de inmigrantes y de confesión musulmana.
Síndrome del miembro fantasma
Y qué mejor momento para tomar el pulso a ambas ciudades, desde el punto de vista de un ciudadano de la Europa más periférica (Barcelona) residente en la Isla de Francia desde hace un año. En un momento de incertidumbre para ambas ciudades, sus países y toda Europa, tomo el Eurostar (alta velocidad que conecta el centro de ambas ciudades en dos horas y media, tras cruzar el Canal de la Mancha por el Eurotúnel).
Hace algo más de 250 años, el geógrafo francés Nicolas Desmarest concebía el primer plan relativamente serio de crear un túnel que uniera ambas orillas del estrecho de Dover. Desmarest estaba convencido de la plausibilidad geológica del plan, si bien era consciente de la incapacidad técnica. La idea, presentada a Luis XV, contó con el visto bueno para entrar en fase de estudio poco antes de la Revolución Francesa (1775).
En 1801, Albert Mathieu-Favier presentó un proyecto de túnel entre ambas orillas similar al de Desmarest, aunque más seguro, al contar con dos galerías para que la segunda permitiera el drenaje del agua filtrada en el subsuelo. El plan planeaba una isla en medio del estrecho entre Calais y Dover, para que los viajantes pudieran hacer un alto simbólico en el camino.
Ni siquiera las guerras napoleónicas impidieron que el sueño siguiera vivo: un proyecto británico de 1803 y un tercer proyecto francés en 1833, firmado por Aimé Thomé de Gamond, encuentran cierto apoyo en los gobiernos y compañías de ambas orillas. Finalmente, el proyecto francés es aceptado en 1867 por Napoleón III y la reina Victoria, tras insistir ambos que la conexión bajo el túnel no fuera una carretera adoquinada para carruajes, sino una vía ferroviaria que conectara por tren las dos capitales.
A ambos lados del Canal de la Mancha
Problemas técnicos, económicos y, ya entrado el siglo XX, las dos guerras mundiales, enterraron el proyecto de raíces ilustradas. Sólo la creación de la Comunidad Económica Europea en 1957 (a la que el Reino Unido decide no pertenecer de inicio), relanza la idea.
De manera que mi viaje es gentileza de esa “construcción artificial” y “nido de funcionarios” llamado Unión Europea: la idea de crear una Europa que defienda los mismos modelos de progreso y las mismas libertades individuales y colectivas. Sin duda, la UE es mejorable, pero nos equivocamos si no respetamos su vertiente ingenua, humanista, admirable. Esa vertiente que, mientras viajo, han perdido tantos a ambas orillas del Canal de la Mancha.
Sobre todo los que han votado irse. Pero, al otro lado, pese a que las últimas encuestas muestran mayor apoyo a la pertenencia a Europa, el nativismo gana enteros.
En el último estudio de la Fundación Bertelsmann, con 15.000 participantes de los 6 Estados más poblados de la UE (incluyendo Reino Unido), el apoyo ha ascendido en todos los países menos en España, donde desciende ligeramente (manteniéndose, eso sí, en niveles de apoyo superados sólo por Polonia y Alemania; y por delante de la media europea, Reino Unido, Francia e Italia).
Con estas andamos. Escribo esta croniquilla mientras viajo en alta velocidad entre París y Londres. A ver si unas fotos la aderezan.
París y Londres, Londres y París
La realidad en torno a las muestras a tolerancia e incluso apoyo a una idea de europeísmo británico (concepto siempre ambiguo y no sólo discutido por británicos, sino por intelectuales al otro lado del Canal de la Mancha como el propio Stefan Zweig, que diferenciaba entre la Europa Occidental del continente y el Reino Unido; claro que la Europa de Zweig saltó por los aires con las dos guerras mundiales, y hoy responde a divisiones marcadamente “nacionales”) de Londres contrasta con las muestras de intolerancia contra lo no británico que se suceden en toda la isla.
París y su estatuto tanto para parisinos como para viajeros de todo el mundo, que también la consideran su “otra ciudad”, o simplemente la ciudad “europea” más coherente con el ideal arquitectónico y cultural ilustrados.
Londres y su proyección global pese a la pérdida de peso del Reino Unido, con un nuevo alcalde inclusivo en una era exclusiva, bregando con la realidad de un referéndum gestionado con mediocridad y jugando la carta de la incertidumbre… hasta ganarse el ya típico titular ocurrente de The Economist: El Brexit de Schrödinger.
Dejando a un lado las ocurrencias cuánticas, París y Londres, Londres y París, conservan el estatuto de pesos pesados de Europa Occidental, atrayendo a jóvenes y profesionales pese a un coste de la vida prohibitivo desde hace ya demasiado tiempo.
Los franceses de Londres, los britones de la flânerie
Los parisinos residentes en Londres suelen apoyar al Arsenal entrenado por su compatriota Wenger, además de vivir relativamente cerca los unos de los otros; los londinenses se escapan siempre que pueden en el Eurostar y tratan de entender el refinado concepto de “flânerie” en la urbe que le dio sentido.
Schrödinger’s Brexit https://t.co/JJiIk22b4B pic.twitter.com/pCoGAaOBsW
— The Economist, Once (@EconomistOnce) November 30, 2016
El arte de pasear sigue siendo parisino, pese al ahogo de los precios, el turismo, el tráfico, la sensación (casi siempre artificial, alimentada por información legítima y leyendas urbanas difundidas en las redes sociales) de inseguridad.
Los países que alojan a ambas urbes mantienen con ellas una profunda y compleja relación de amor odio: por su estatuto “especial”, su peso, su pujanza económica y cultural que todo lo absorbe, su abrumador y poco empático ejercicio del liderazgo y la superioridad.
“Londoners” y “parigots” responden en Reino Unido y Francia, respectivamente, a estereotipos de gente altiva y estirada, algo afectada y siempre presta a recordarle a uno su provincianismo, incluso cuando ese alguien viene de otras grandes urbes.
Un mundo creado por los anglosajones (que ahora quieren retirarse)
Con el referéndum que rechaza la pertenencia a la Unión Europea pese a la conveniencia de mantener vínculos administrativos con un mercado que representa tres cuartas partes de las importaciones y exportaciones británicas, el Reino Unido provincial impone una visión fantástica de la realidad y del pasado, culpando a inmigrantes y a élites de problemas estructurales ya presentes en la época de Thatcher: mundialización, mecanización, envejecimiento, ausencia de reciclaje profesional, etc. Los no-londinenses y no-parisinos hacen sentir su voz:
- el Reino Unido vota en contra de sus propios intereses, dañando la proyección internacionalista de una antigua metrópolis que sólo se reconoce a sí misma cuando mantiene su curioso equilibrio entre una sobria insularidad y la globalidad de un viejo imperio que sólo mantiene ecos de influencia financiera y cultural;
- habrá que ver si los franceses votan convencidos de que el candidato de la derecha y/o el de la izquierda pueden reactivar un país que no crece y que teme los efectos de la globalización más que cualquier otro de Europa Occidental (a excepción de Austria, escribe The New York Times); si la extrema derecha avanza hasta la segunda vuelta de las presidenciales, sólo una coalición de votantes moderados -seguramente, apoyando al nuevo candidato de la derecha- podrá evitar que Marine Le Pen lo haga todo más complicado (habría que ver si podría retirar a su país de un proyecto, el europeo, que surge del ímpetu de hombres de Estado franceses de la talla de Valéry Giscard d’Estaing).
Los analíticos que dejaron de serlo
¿Y qué decir de las élites? No hay más élites percibidas como tales que las surgidas de las escuelas privadas londinenses (a las que acudieron los principales líderes anti-élites y pro-Brexit, como Boris Johnson -histrión de Occidente hasta la llegada del mastodonte mediático Trump y su gusto por el estilo Imperio-dictador en todo lo que dice y toca-); o las salidas de las Grandes Écoles (tanto las técnicas como las “intelectuales”).
Si hay algo que Londres y París toleran desde antes de que ambas inventaran la modernidad occidental tal y como la concebimos (acelerada luego por la versión utilitarista de las grandes urbes estadounidenses), es su connivencia con la necesidad de una excelencia académica que no ha abandonado cierta exclusividad. Quienes tratan de acabar con este sistema pertenecen a su núcleo.
La modernidad se fraguó en los dietarios, libros de viaje y correspondencia entre los protagonistas de la Ilustración a ambos lados del Canal de la Mancha, primero; y entre éstos y los protagonistas al otro lado del Atlántico.
El mundo de Voltaire, Boswell, Franklin
Parece que los protagonistas anglosajones de la historia apócrifa de la modernidad tal y como la conocemos (esa que excluye aportaciones alemanas y, todavía en mayor medida, italianas, españolas, etc.) se retiran de la idea de globalidad que contribuyeron a crear, sirviéndose de la simbiosis Reagan-Thatcher:
- el muro que Reagan contribuyó a derrumbar en su célebre discurso de Berlín se erige ahora -aunque sólo acabe siendo simbólicamente- en la frontera con México;
- la Unión Europea surgida del pacto de laboristas y tories para diluir la intención franco-alemana de mayor integración (por ejemplo, ampliando la UE hacia el Este y proponiendo más que nadie la candidatura de Turquía), se queda ahora sin su principal promotor, dejando a quienes sí creen en el proyecto europeo con una UE ampliada en la que muchos socios del Este no cuentan con los valores que sí comparten ciudadanos de Italia, Francia, España, Alemania.
Los inventores del progreso tal y como lo definimos se empecinan ahora por acabar con el experimento de progreso (basado en el modelo clásico de democracia, salvaguarda de libertades individuales y convicción en un optimismo socrático y científico) iniciado hace 250 años, cuando el avance científico, industrial y económico (también filosófico y cultural, pero a quién le importa en el nuevo Régimen de las Memes) aceleraron el derrumbe del Antiguo Régimen.
Los clubs y cafés londinenses y parisinos originaron buena parte de esta modernidad, en la que libertinos de origen noble (el escocés Boswell) se convertían en biógrafos de hombres de letras conservadores como Samuel Johnson, que consideraba a “americanos” como Benjamin Franklin enemigos de los intereses británicos.
En estas intrigas a ambos lados del Atlántico, se fraguaban las afrentas que influirían sobre la independencia de las Trece Colonias, en cuyo contexto histórico aparecen siempre los viajes y relaciones con la otra gran urbe europea al otro lado del Canal de la Mancha.
Franklin viajaría con insistencia a París, y Jefferson se convertiría en embajador del país recién emancipado en la urbe del Sena, como muestra de agradecimiento y respeto al otro país que creaba la modernidad.
Cuando la democracia anglosajona deja de ser un ejemplo
La aceleración de los valores ilustrados a través de una guerra de independencia (Estados Unidos) y una revolución en toda regla (Francia), con fracasos morales como el período del Terror, contrastó con el pragmático sosiego con que el Reino Unido consolidó democracia y libertades individuales sin romper con su tradición jurídica (ajena al derecho romano continental y basada en la costumbre) y sin prescindir de la monarquía.
Pasaron las décadas y el mundo trató de decidir qué modelo de transición hacia sociedades ilustradas podía convertirse en ejemplo para el resto. Así nacían los símbolos académicos que llegan hasta nuestros días:
- la Constitución estadounidense, la estatura de sus fundadores y la maestría de su declaración de independencia;
- los valores liberales “sin revolución” promovidos por el Reino Unido a través de intelectuales como el irlandés Edmund Burke (otro irlandés, Thomas Paine, abrazaría la democracia estadounidense);
- y los ideales con vocación universal de la Revolución Francesa, teñidos con los excesos del Terror y el totalitarismo ilustrado de Napoleón.
Un francés, Alexis de Tocqueville, explicaría las ventajas del sistema democrático estadounidense: el primer experimento democrático surgido de los valores ilustrados ajenos a derechos históricos de clase, nación o religión.
Con Trump y Brexit, los anglosajones desandan a Tocqueville.
Confusión
En Europa, las tensiones entre el Reino Unido y el continente, dominado por Napoleón, consolidaron el estatuto de centralidad de París y Londres. Avances, tendencias, movimientos artísticos, grandes celebraciones y decepciones… ambas ciudades han mantenido una tensa admiración mutua, sin que ninguna lograra nunca imponerse nunca por completo a la influencia de la otra.
Nadie conoció -y padeció- más por la deriva nacionalista de la Europa de inicios del siglo XX que el escritor austríaco Stefan Zweig, más comprometido en la maraña de complejas convenciones culturales de una Europa Central desaparecida bajo las cenizas de las dos guerras mundiales, el período de entreguerras y la reconstrucción/división en dos bloques de la posguerra mundial.
De nuevo, a quién le importa todo esto: está claro que a los votantes jóvenes de Trump o del Brexit les importa un bledo todos estos cuentos del bisabuelo. Porque, creen, en nuestra época “eso no puede ocurrir”. A ver, querido joven votante de Trump, define “ahora” y define “ocurrir”.
Paneuropeísmo
Zweig, en sus odas y alegatos comprometidos a la Europa que amaba, se apasionó más sobre los grandes temas que han obsesionado al Viejo Continente que Hans Castorp y sus contertulios en La montaña mágica, esa dolorosa novela de Thomas Mann (por lo que representa de nuestra condición, contradicciones, limitaciones).
Siguiendo con los apuntes a pluma alzada -en honor a Hitchens, a quién sino-, Zweig no pudo soportar el trasplante al otro Occidente, al Nuevo, una vez perdido el suyo: ni siquiera se planteó permanecer en Nueva York pese a la insistencia de prohombres de peso en la ciudad y en el mundo académico de Nueva Inglaterra, mientras su apreciado retiro en Petrópolis acabó con el suicidio (de la mano de su esposa y tras agradecer a Brasil su cálida acogida, sin olvidar su evocación de la Europa que nunca más volvería a ser).
Los hijos de quienes habían destruido el continente se pusieron de acuerdo para emprender un imperfecto (y, quizá, demasiado interesado primero en lo económico) experimento de paneuropeísmo.
El Reino Unido accedió tarde y regañadientes a una idea eminentemente de Bonn y París; ahora, se quiere desvincular. De momento, desconocemos el precio moral de la decisión, mientras nos apresuramos a contabilizar el impacto económico.
El reto europeo en un momento difícil
Lo contante no lo es todo: en estos momentos, el mundo anglosajón sienta las bases del que podría convertirse en su mayor error histórico, dar la espalda a un mundo global que domina con su “soft power”: la lengua, la cultura, el comercio de servicios.
Retirándose de una contienda que domina, el mundo anglosajón abre la puerta a que el francés, el español y el alemán ganen enteros como lenguas vehiculares para el cosmopolitismo en Occidente.
2016 será recordado como el año en que los polos se mantienen mantienen una temperatura 20 grados superior a lo habitual, hay magnolias en flor en noviembre en California y, sí, el mundo anglosajón consolida su extraño giro histórico también en noviembre: después de Brexit, Trump gana las elecciones.
Con un sentimiento social mayoritario a la defensiva en Reino Unido y Estados Unidos, la Unión Europea no puede permitirse desvaríos de calado, y ello pasa por estabilidad y ejemplo políticos en Alemania (Angela Merkel ha anunciado su candidatura a un posible cuarto mandato) y Francia (con un conservador, François Fillon, que podría ilusionar lo suficiente como para cerrar el paso al Marine Le Pen en una hipotética segunda vuelta de las próximas generales con Los Republicanos y el Frente Nacional).
Un jueves al sol
El día se desarrolla según lo previsto. Hace frío en París, pero la mañana se presenta despejada y la luz centellea en los monumentos que sorprenden a los turistas en cada gran encrucijada y son ignorados por el parisino, que apenas los usa para mantener la orientación.
El tren desde Fontainebleau hasta Gare de Lyon es un trayecto muy distinto al realizado por Fréderic Moreau en La educación sentimental al volver a la casa familiar de Montereau, villa cercana, y poco tiene que ver con el paseo a carruaje que realizaban los Napoleones y, antes que ellos, los monarcas franceses para alojarse en el palacio de Fontainebleau, en una de cuyas salas más modestas Napoleón Bonaparte capituló definitivamente.
Una vez en la Gare de Lyon, en el extremo oriental del París histórico, el viajero elige el autobús para pasearse por la espléndida mañana parisina y, de paso, hacer un recado en el extremo occidental de los arrondissements que componen el centro de la urbe: el consulado de España se encuentra en el boulevard Malesherbes.
Dumas
Así que con el autobús 63 el viajero cruza los puntos de interés de la margen izquierda de la ciudad y, una vez en Trocadéro, el autobús 30 remonta hacia el noreste para echar un vistazo al Arco de Triunfo, el plácido parque Monceau y los bulevares haussmanianos de la zona.
Una vez realizado el trámite, el viajero para un momento en la plaza del general Catroux, donde aguardan varias estatuas dedicadas a los Dumas: el padre, héroe francés de familia humilde (mulato antillano); el hijo, autor de Los Tres Mosqueteros (inspirados en las historias que oiría de su padre) y El conde de Montecristo. En estos sitios, no sólo hay que mostrar respeto: uno rinde pleitesía.
Luego, autobús 30 y hasta la Gare du Nord, no sin antes observar el Sagrado Corazón desde distintas perspectivas, e imaginar a los distintos inquilinos de las frías buhardillas de Montmartre bajando la cuesta hacia el río: Picasso, Dalí, Camus. Genios del mediodía calentándose al sol del invierno.
Ahora, los paisajes que acompañan a los tres mosqueteros en sus andanzas entre Londres y París se muestran a toda velocidad en el vagón 13 del Eurostar de media tarde.
“If”
Próxima estación, St Pancras, estación internacional. Tiempo estimado del trayecto: algo más de 2 horas. Nada mejor que acabar este artículo en las entrañas de un edificio público de primer orden, ejemplo de arquitectura victoriana.
Algo así como recordar el If de Kipling a los propios británicos. A ver si, así, salvamos al menos las formas y arreglamos esta idea compleja llamada Europa.
Imagino a uno de los héroes de las Novelas de d’Artagnan, el sobrio (al menos de carácter), noble y solitario Athos, sentado en el tren, mientras el paisaje pasa a toda velocidad ante él. Su mirada, ensombrecida por el ala larga del sombrero, es difícil de interpretar. Quizá medita sobre Brexit.