A inicios de semana, una gestión que reclamaba mi participación presencial me llevó a Barcelona en el primer avión matinal.
La ruta desde París suele acabar en un agradable chapuzón visual en el Mediterráneo minutos después de cruzar los Pirineos como si nada, seguido de un recorrido panorámico por el litoral con vistas privilegiadas sobre la ciudad.
Salvo excepciones, las ciudades europeas han optado por contener el perfil a pie de calle de su urbanismo y evitado los megaproyectos verticales que la arquitectura internacionalista, en connivencia con fondos de inversión e inversores locales, ha diseminado por las ciudades de todo el mundo.
París, Madrid o Milán han optado por concentrar los edificios altos —que no compiten en estatura con sus homólogos norteamericanos y asiáticos— en sus respectivos distritos corporativos, mientras ciudades como Barcelona o Múnich optan por intervenciones menos obsesionadas con la simbología arquitectónica de nuestro tiempo y recurren a la pequeña cirujía reparadora y redistributiva más que aspirar a un nuevo polo de rascacielos.
Costuras y tótems europeos vistos desde el aire
El caso de Londres es único en Europa; ni siquiera la transformación de Berlín desde la reunificación ha inspirado un cambio tan dramático como el skyline de Londres: los rascacielos, hasta hace unos años concentrados en la City, la ciudad dentro de la ciudad (también jurídicamente), se han extendido por todos los distritos de la ciudad.
Vieja metrópolis imperial que sólo puede comprenderse con su utilitarista vocación de apertura al mundo, Londres, sobredimensionada con respecto al Reino Unido y encerrada en los votos de la Inglaterra excluida de su éxito, parece ahora una ciudad-Estado más de entre las exitosas urbes auspiciadas hasta hace poco por los británicos: una Singapur-on-Thames que quería convertirse en puerta europea al mundo y gestiona ahora una retirada al viejo estilo de los inicios corsarios de un Imperio hoy materialmente inexistente, pero todavía demasiado presente en el imaginario.
Desde el aire, Barcelona es una ciudad comprensible, delimitada por fronteras naturales y con una escala humana, accesible a cualquiera.
Desde el aire, se observan el puerto y la vieja ciudad, se vislumbra hacia dónde se expandió la ciudad moderna tras deshacerse de sus murallas, y se intuyen las apuestas de supervivencia, políticas y existenciales, a través de las líneas de sus tres o cuatro grandes avenidas, sus estaciones, entradas viarias y conexión con su zona franca y aeropuerto.
Chapuzón en el Mediterráneo, silueta de Barcelona
Desde el aire, no me costó localizar el parque de la Ciudadela y el de Montjuïc, antes fortalezas (en el pasado y durante momentos convulsos, orientadas hacia la ciudad, y no hacia el mar; hoy, centros asociados a las empresas colectivas más vertebradoras y exitosas logradas por la ciudad: dos Exposiciones Universales y los Juegos Olímpicos).
Desde el aire, hago las paces con una ciudad en la que ya no resido, pero de cuyas dinámicas soy fruto. Y hacer las paces con Barcelona es observarla con una mirada que evite la crítica fácil y la atroz condescendencia de las revistas aéreas y guías turísticas repartidas a peso y que a menudo ofrecen la sensación de haber sido escritas por el algoritmo de Instagram.
Y cuando el avión encauza ya su aterrizaje, ofrece la perspectiva desde la boca del puerto ampliado: cruceros en primer plano, hotel Vela y Barceloneta a continuación y, tras el desorden de la ciudad medieval, esta construcción orgánica y paramétrica avant la lettre, obra de un loco o de un genio: la Sagrada Familia.
Apenas son las 8 de la mañana y, al observar la silueta —por su estatura y dimensiones, todavía impresionante en una ciudad sin apenas rascacielos—, evoco por asociación (y quizá inspirado por el ayuno en una mañana demasiado cargada como para permitirse una pausa hasta el aterrizaje) dos de los temas que he seguido en las últimas semanas en relación con el templo.
El primer tema está relacionado con el interés que en *faircompanies estamos cultivando por las posibilidades de la arquitectura paramétrica, cuyas formas surgidas de algoritmos matemáticos y modelos de diseño asistido que sorprenderían al mismísimo Alexander Grothendieck… y harían a Antoni Gaudí (él sí, un gran ayunador) suspirar un «al fin, ya era hora…».
La consistencia de las formas orgánicas
Antoni Gaudí apenas proyectó modelos en abstracto a partir de la tarea canónica del diseño sobre plano, sino que los concibió como una parte más de su visión panteísta del oficio y una infancia marcada por la transformación de un mundo agrario y menestral a otro dominado por la producción industrial y el cálculo matemático.
El arquitecto asistió a este cambio en su propia casa, donde se concentró un pequeño universo de «artes y oficios»: su padre y sus dos abuelos se dedicaron a producir utensilios de tonelería, barro cocido y cobre. La riqueza de materiales y aspecto tridimensional de los productos observados en el taller familiar marcarían su perspectiva de la construcción para siempre.
El barroquismo de Gaudí oculta una voluntad anterior, surgida por instinto y ajena a la práctica constructiva de su época: el joven arquitecto tendrá que idear sus propios mecanismos para concebir la viabilidad de diseños que no podía observar en otros edificios, a menudo sirviéndose de técnicas tomadas de la observación de plantas y patrones de la naturaleza.
El avión desciende y la Sagrada Familia se eleva imponente, tras los escasos edificios altos anteriores en el plano de la ciudad percibido desde la amaestrada desembocadura del Llobregat: es entonces cuando me viene a la mente la magia de las maquetas invertidas del arquitecto, una manera ingeniosa de comprender el equilibrio estructural de edificios biométricos un siglo antes de que la disciplina empezara a despegar gracias al diseño asistido por ordenador.
Si el genio matemático francés Grothendieck concibió modelos de geometría algebraica mucho antes de que la informática pudiera representarlos al detalle, Gaudí probó su sentido innato de la geometría y la volumetría estudiando el contorsionismo de las plantas de huerta y formas imaginadas cuyo sentido estudiaba detenidamente una vez tomaban forma en moldes a pequeña escala.
Diseño biométrico analógico (visto desde el aire)
Gaudí y sus ayudantes recurrieron al maquetismo tradicional en madera, yeso, barro, tela metálica y cartoné; sin embargo, las osadías estructurales menos concebibles por su peso y forma orgánica, como la propia Sagrada Familia, requerían un nuevo tipo de «diseño tridimensional»: las maquetas invertidas o funiculares (del latín «funiculus», cuerda) se sirven de un sistema de cuerdas y pesos para crear complejas formas geométricas por atracción gravitatoria.
Las maquetas de cuerdas y pesos de Gaudí son el inicio de la arquitectura paramétrica y constituyen su principal exponente analógico: representan los principales ejes y puntos clave de un edificio tan complejo como la Sagrada Familia, que debía sostenerse «por su forma», y no por la fortaleza de sus cimientos, materiales o sistemas de contrapeso.
Una maqueta invertida se aproxima en varios aspectos al diseño biométrico por ordenador, si bien permite comprobar mediante el tanteo la compleja interdependencia entre geometría y mecánica: las necesidades estéticas deben amoldarse a las estructurales desde la misma concepción del diseño, lo que permitió a Gaudí concebir complejos montajes ornamentales (a menudo, rozando el delirio panteísta) que, en realidad, habían estado presentes desde la misma concepción mecánica del edificio a pequeña escala.
Una vez se distribuyen las cargas y se obtiene el equilibrio global buscado, se puede idear la forma geométrica por inversión simétrica con respecto al plano horizontal del que cuelga toda la maqueta; basta contar con un mínimo sentido de la abstracción para imaginar un edificio mientras uno pasea alrededor de las maquetas invertidas de cuerdas y pequeños sacos de peso de Gaudí, que no desentonarían en la exposición permanente de la Fundació Tàpies de Barcelona o en el Museo Pompidou de París. En las maquetas originales, los saquitos contenían perdigones.
137 años después
En el propio museo del interior de la Sagrada Familia se puede observar la reproducción de la maqueta funicular de la iglesia proyectada por el arquitecto en la colonia Güell. El original, como tantas otras maquetas y documentación original del arquitecto, desaparecieron a inicios de la Guerra Civil.
El avión aterriza mientras evoco las noticias referentes al controvertido templo: el desprecio que la alta arquitectura de la ciudad siempre mostró con respecto a la obra del arquitecto en general y la Sagrada Familia en particular; la proximidad de su fecha de finalización; o la última novedad aparecida en los medios de todo el mundo: 137 años después de que se iniciara la construcción del templo, Barcelona concede finalmente al edificio su permiso de construcción.
Desde tierra, es imposible percibir ya un templo que, una vez cuente con su torre central, se convertirá en el edificio religioso más alto de Europa, a 175,5 metros sobre la base.
Me viene a la memoria un pequeño texto que leí no hace tanto en un libro de referencia sobre innovación arquitectónica. Allí, en unos párrafos dedicados al legado de Gaudí, leí cómo el arquitecto y profesor alemán Frei Otto, en su búsqueda insistente por nuevas técnicas, formas y materiales para la arquitectura, recreó las maquetas funiculares desaparecidas de Gaudí.
A Otto, que logró el Pritzker en 2015, lo conocemos por el diseño icónico del Estadio Olímpico de Múnich, con una cubierta cuyas curvaturas imposibles evocan las formas de la naturaleza y son la antesala del diseño biométrico contemporáneo: no es casual que Otto se interesara por las maquetas de Gaudí, pues éstas son una pista crucial que muestra el camino hacia diseños más fáciles de imaginar y evocar a pequeña escala que de reproducir en el sistema de proyección euclidiano de la arquitectura académica tradicional.
Magia a partir de cuerdas y saquitos de perdigones
Hoy, el diseño asistido rinde homenaje a Gaudí y Otto. Las maquetas funiculares del primero son un precedente de la red de malla de cables pretensados que tensan la cubierta de poliéster revestido de PVC (que evita deformaciones térmicas y minimiza la abrasión por el paso del tiempo) del Estadio Olímpico de Múnich.
El trabajo pionero de Antoni Gaudí y Frei Otto se entiende en toda su dimensión al no basarse en técnicas previas de modelaje y depender de ingeniosos cálculos y métodos de ensayo y error más próximos a la invención tecnológica que a la proyección arquitectónica.
Gaudí y Otto son los Alexander Grothendieck de la arquitectura, al concebir la biometría aplicada a estructuras a gran escala mucho antes que el cálculo matemático y el diseño asistido por ordenador estuvieran a la altura para reproducirla técnicamente.
Una maqueta ideada con cuerdas y contrapesos permite calcular las cargas que soportarán los principales puntos de apoyo de un edificio de tamaño descomunal: columnas, arcos, intersección de paredes y bóvedas… Una obra propia de un artesano que aspira a probar la fuerza e idoneidad de los diseños de la Naturaleza (el panteísmo cristiano de Gaudí es próximo al de Emerson) a través del cálculo concienzudo con reproducciones a pequeña escala.
Hoy, la arquitectura paramétrica explora al fin las posibilidades que ya habían motivado a Gaudí y Otto. El arquitecto alemán nunca se cansó de repetir que su arquitectura no habría podido existir sin el trabajo técnico-artesanal de pioneros de la arquitectura orgánica como Gaudí.
Arquitectura del futuro
Cambian las modas. Hoy, el arquitecto despreciado por su extraño barroquismo es reivindicado incluso por los puristas.
El mundo polifunicular y estereostático de Gaudí está compuesto de piedra y revestido de motivos recurrentes en el paisaje litoral y prelitoral mediterráneos.
En 1972, los nueve alumnos que ayudaron a Frei Otto a reproducir las maquetas de Gaudí en Stuttgart (Walz, van der Heide, Grob, Krause, Korner, Muller, Tomlow, Graefe, Bak), restituían a pequeña escala la maqueta funicular a pequeña escala de la Sagrada Familia que se perdió para siempre en los días de sitio y pillaje de la Guerra Civil Española.
El trabajo, hoy en el Museo del templo, debería inspirar a los alumnos de arquitectura de hoy.
Más que imitar a Gaudí, los interesados en la arquitectura de hoy deberían inspirarse en la actitud del arquitecto de Reus: aspirar a edificar las proyecciones imaginadas que los materiales y la técnica todavía creen impracticables.
La arquitectura del futuro deberá concentrar más uso en menos espacio y material. La biometría será uno de los utensilios en una época que aportará grandes edificios de madera laminada, materiales resistentes extraordinariamente livianos… y tanto espacios como mobiliario definidos por el uso: un campo de energía que sirviera para sentarse, seguiría siendo una silla.