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Doxa, episteme, gnosis: burbujas, posverdad y radicalización

El impacto de los nuevos medios sobre nuestra visión del mundo no es un riesgo que hayamos descubierto el 6 de enero de 2021.

En 1964, Marshall MacLuhan empezaba su ensayo sobre los medios de masas con dos proposiciones a simple vista anodinas, inofensivas:

  • somos lo que vemos, y
  • definimos nuestras herramientas y luego éstas nos definen.

La transformación de la propaganda en relaciones públicas supuso el inicio de la era de la televisión, que quedó claro cuando la fotogenia televisiva de JFK garantizó su llegada a la Casa Blanca. Un debate televisivo previo a las elecciones de 1960 aupó a Kennedy a la presidencia frente a un áspero y nervioso Richard Nixon.

Y qué decir de los paralelismos entre la figura acartonada del perfecto cowboy, Ronald Reagan, y su deriva tóxica contemporánea. O, dicho por Jon Schwarz:

«Reagan fue el progenitor de Trump, y Trump es el descendiente degenerado de Reagan en el siglo XXI. Trump es a Reagan lo que el crack es a la cocaína: más barato, de efecto más rápido, y menos glamuroso. Sin embargo, a grandes rasgos, son la misma cosa».

La analogía funciona hasta que analizamos los escrúpulos de ambos. No todo sirvió a Reagan para lograr sus objetivos, mientras Trump es un síntoma del conflicto de nuestro tiempo entre lo que consideramos realidad y ficción.

Responsabilidad editorial y redes sociales

El debate sobre si las redes sociales son o no medios de comunicación y tienen responsabilidad sobre lo que alojan y difunden, especialmente encendido desde 2016, se zanjó el 6 de enero, cuando los dos senadores en Georgia otorgaron a los demócratas estadounidenses el control del Congreso.

El desbloqueo en la nueva Administración abre la posibilidad de un escrutinio exhaustivo del rol de las redes sociales sobre la crisis epistemológica que vive el país, que ha dividido a la población entre quienes reconocen el marco racional de pensamiento que permite escrutar qué es verídico y qué no lo es, y quienes están determinados a dar credibilidad a su visión del mundo, por muy distorsionada y tóxica que sea.

Ya sabemos cómo acabó el propio 6 de enero en Estados Unidos, con el primer asalto al Congreso desde que las tropas británicas lo atacaran en 1812 por una muchedumbre espoleada por el propio presidente en funciones.

El acontecimiento fue obra de un grupo heteróclito conformado por nuevos y viejos engendros de las obsesiones y distorsiones del país, que afianza su polarización y se muestra incapaz de siquiera reconocer el resultado legítimo de unas elecciones.

El carnaval entre bastidores

La incapacidad para ponerse de acuerdo sobre qué merece ser tachado de realidad y qué es propio de una visión delirante a medida sobre la sociedad, la política y la religión, ha sido vehiculada y amplificada en la Red en los últimos años.

El cóctel, agitado por actores sin escrúpulos en posiciones clave, como el propio Donald Trump, ha llevado a una parte significativa de estadounidenses a combinar relatos como el robo de las elecciones, la teoría conspirativa QAnon o el milenarismo de fundamentalistas religiosos.

Postuladores de estas hipótesis alejadas de cualquier aspiración racional estaban bien representados en el asalto del Capitolio estadounidense.

Tal y como ha quedado claro en los últimos cuatro años, contrarrestar estas teorías con un proceso racional para separar lo verificable de la falacia o la especulación salvaje no funciona, y cualquier falacia o apología del extremismo denunciada por personas o instituciones evoca una coartada que había servido hasta ahora en Estados Unidos: todo el mundo puede decir o promover lo que quiera en el marco de la libertad de expresión y la primera enmienda de la Constitución de este país.

El falso debate de la libertad de expresión

Como era de esperar, quienes se escudan en esta garantía constitucional y recurren a ella de manera explícita y a menudo obsesiva parecen no haberla leído ni saber interpretrarla. El cauteloso criticismo de Angela Merkel ante la actitud de Twitter al suspender Donald Trump debe entenderse en el contexto de los dos países o tradiciones jurídicas.

En Estados Unidos, la libertad de expresión, prensa y religión carece de límites e implica tanto una libertad hipotética como su expresión pública; esta garantía constitucional no debe confundirse con la política de empresas privadas que prestan un servicio y se reservan el derecho a actuar como garantes de sus intereses (por ejemplo, la suspensión de un usuario ante una amenaza legítima).

La novela de Michael Ondaatje «El paciente inglés» fue llevada al cine por Anthony Minghella (1996); en el fotograma, la enfermera encarnada por Catherine Deneuve rememora con el protagonista moribundo fragmentos de un pasado brumoso, a partir de una copia de las Historias de Heródoto del misterioso paciente

En países como Alemania, por el contrario, la libertad de expresión, de religión y prensa está protegida, si bien se restringe su manifestación pública (la incitación al odio en Alemania es un delito perseguido que obliga a empresas como Alphabet, Facebook y Twitter a moderar y suprimir mensajes que violen el código penal alemán, donde se pena la «incitación o instigación a las masas» (Volksverhetzung); el pasado alemán pesa sobre una interpretación especialmente restringida de la libertad de expresión. Ocurre algo similar en otros países europeos, que no interpretan la libertad de expresión como una carta blanca para decir o hacer lo que a uno le venga en gana.

Este malentendido entre libertad de expresión y creer que los disparates que uno promueve no deberían tener consecuencia alguna es manifiesto en estos días, cuando varias empresas han recurrido a los términos de uso para bloquear cuentas de usuario (la del propio Trump) o medios donde se habían congregado los extremistas moderados en las grandes plataformas.

Política del «deplatforming»

Parler, un clon de Twitter popular entre la extrema derecha y quienes apoyan el ataque al Capitolio como “defensa legítima”, fue retirado de App Store y Google Play, mientras Amazon deniega alojamiento en sus servidores en la nube al servicio como hasta ahora.

Desde distintas esferas, Angela Merkel y Alexei Navalny (ambos políticos vivieron su infancia tras el Telón de Acero) han expresado sus dudas acerca del intervencionismo de los servicios privados estadounidenses que ellos perciben, sin embargo, como escenarios donde se juega la «opinión pública» de una «sociedad abierta».

La posición de Angela Merkel es mal interpretada entre los fundamentalistas de la primera enmienda de la Constitución de Estados Unidos (el «todo vale»): la posición alemana —que puede entenderse como europea en este contexto— es la de limitar la libertad de expresión en casos de apología e incitación de la violencia, pero esta acción recae sobre el código legislativo de cada territorio, y no la decisión de una compañía.

Las compañías, como los individuos, deben someterse a los códigos de un territorio o, de lo contrario, corren el riesgo de ceder su soberanía sobre cuestiones cruciales en una sociedad abierta como el debate en la opinión pública, a empresas transnacionales a menudo ajenas a la realidad de los países donde operan, y cuya estrategia tiene poco o nada que ver con el interés general, sino con estrategias y beneficios comerciales.

La negativa de Donald Trump a reconocer el resultado electoral, su intento organizado de desligitimarlo y su espoleo de un ataque en toda regla al Capitolio mientras el Congreso certificaba los resultados electorales son el fruto de este supuesto “uso legítimo” de la libertad de expresión en redes sociales y medios extremistas amplificados por éstas.

Cosplaying: el «mirrorworld» del extremismo

Las afirmaciones e hipótesis de quienes creen el el fraude electoral denunciado por Trump (del que él mismo avisaba, de manera retroactiva, como buen aspirante a tirano para nuestra época) es real o se confían a la conspiración de QAnon aunque ello suponga el ostracismo familiar o laboral, demuestran que los consensos sobre lo que es o no realidad son más frágiles de lo que creemos.

O, explicado por el politólogo experto en movimientos sociales y extremismo Amarnath Amarasingam:

«La gente me suele preguntar si trato de cambiar la opinión de los teóricos de la conspiración o si “simplemente los estudio”. Invito a cualquiera a ver el vídeo [la explicación de Jacob Angeli Chansley, conocido como “el chamán de QAnon”, que participó en el asalto al Congreso con el torso desnudo y una piel de bisonte a modo de capucha, un actor amateur de 33 años que vive con sus padres, sobre tu teoría de la conspiración mundial en marcha] y a que me explique luego dónde empezaría para tratar de hacerle cambiar de opinión. Es como dar puñetazos a una catarata.»

Dejando por un momento de lado los últimos eventos asociados al nuevo mundo mediático compuesto por fantasiosas burbujas de autoservicio, en las que uno parece poder crear su propia realidad paralela (contexto más propio del cosplay y Burning Man), lo que está en juego es la degradación sobre nuestra manera de reconocer, interpretar y consensuar la información y la realidad que creamos o consumimos.

Como muestra del frágil contexto en que nos encontramos, el lío del 6 de enero empequeñeció en los diarios de cabecera en Estados Unidos —auténticas reliquias del pasado a las que se asoma la sociedad para reflejarse cuando hay que celebrar o lamentarse—, la presencia otras noticias fundamentales de la jornada, como el control de los demócratas de dos ámbitos clave del Gobierno y la elección del primer senador negro en el Sur desde la reconstrucción.

Por no hablar de los estragos de la pandemia, con más de 4.000 fallecidos en el país la jornada anterior.

A puñetazos con una catarata

El aspecto carnavalesco del evento parece trasladarlo al ámbito mediático donde Donald Trump busca reflejarse, lo que relaja peligrosamente a quienes creen que el asalto al Capitolio fue la broma desorganizada de un puñado de chavales que no sabían dónde se metían. El ensayista portugués y experto en relaciones transatlánticas Bruno Maçaes lo explica así:

«Significa esto que la extravagancia del Capitolio fue trivial o sin importancia? Ni mucho menos. Paradójicamente, fue algo todavía más significativo que un golpe real. Un golpe habría tenido sentido al menos, mientras la casi completa sustitución de estrategia política seria por fantasía y juegos de rol induce a una sensación de vértigo. Nuestra manera tradicional de dar sentido al mundo ha entrado en colapso. Nada parece real (…)».

Los acontecimientos de los últimos días —el asalto al Capitolio y su interpretación por la opinión pública estadounidense— nos llevan a pensar que estamos al fin en el «Mirrorworld» o mundo-espejo teorizado por Baudrillard (a partir de Borges) y retomado por Kevin Kelly en Wired, un mundo donde el avatar (o aspiración irreal) se superpone al relato tradicional en tiempo real. Algo así como si, haciendo creer a sus entusiastas en el delirio, el propio Donald Trump hubiera creído en la posibilidad de bloquear la certificación de las elecciones.

Tratar de restablecer un marco epistemológico que permita a la opinión pública distinguir los hechos y opiniones legítimas de contenido muy popular en los medios sociales —falacias, sesgo informativo, teorías conspirativas o mera agitación propagandística— podría ser tan elusivo, en efecto, como boxear con el salto de agua de una catarata.

Las tensiones entre charlatanería y «conocimiento» no empiezan con las redes sociales, ni con la propaganda y agitación propagandística perfeccionada en la Europa de entreguerras con la convergencia entre medios de masas, regímenes totalitarios y movimientos revolucionarios, ni siquiera con la prensa panfletaria.

Lo ocurrido, lo explicado, lo interpretado

El contexto socioeconómico y la educación de los participantes en el ámbito abstracto que conocemos como «opinión pública» desde la Ilustración, fueron factores que influyeron ya entre los sofistas (percibidos por la historia como «charlatanes») y filósofos (que se percibían a sí mismos como autoridades de la «sabiduría»).

Ambos grupos se confundieron en figuras que bascularon entre la retórica de los primeros y la aspiración silogística de los segundos (llegar a conclusiones a partir de hechos o proposiciones), como el propio Sócrates. Los sofistas perdieron para la historia al cobrar por sus clases y fundamentar su saber en la improvisación retórica, mientras los segundos desarrollaron las primeras hipótesis que permitieran distinguir el conocimiento humano entre «doxa» (opinión), «episteme» (conocimiento racional) y «gnosis» (experiencia, punto de vista, perspectiva).

Heródoto, considerado ya en la Antigüedad como el primer historiador (si podemos hablar de disciplinas en humanidades ajenas a la filosofía antes del siglo XIX), fue percibido en la Grecia clásica como contrapeso literario y fabulador de Tucídides, a quien se atribuyó un estilo más preciso y atento a los hechos.

Pero es precisamente Heródoto quien distinguirá entre el conocimiento surgido de su propia experiencia, observación y estudio, y aquél que le llegará del punto de vista de pueblos ajenos al mundo griego, que explicarán el origen de juegos y costumbres, así como también las características de lugares, pueblos y animales de lugares remotos. Surgen, de este modo, las «interpretaciones» y un primer intento de servirse de fuentes fehacientes para dar cuenta de hechos pasados o remotos.

El velo entre doxa, episteme y gnosis

Con Heródoto, cuyos nueve libros alcanzarían una extensión similar a la de los poemas épicos, aparecen las primeras tensiones entre realidad consensuada y subjetividad, entre lo canónico y lo apócrifo. Cualquier profesor de filosofía que debiera integrar en su clase la figura de Heródoto, reflexionaría sobre su rol en el nacimiento de la epistemología de la historia: lo imaginado y lo real, lo fantástico y lo verídico lucharán por definir sus contornos a partir de su composición literaria.

Las Historias de Heródoto conservan el formato arcaico de los poemas épicos y no tratan todavía de asociar realidad con exactitud inequívoca; en este sentido, su perspectivismo y carácter abierto resuena en la crítica contemporánea al reduccionismo cientificista, ya presente en las reflexiones de Nietzsche sobre lo verídico y lo falso.

El contraste entre Heródoto (tildado de fantasioso) y Tucídides (cronista asociado a la seriedad y la exactitud) constituye el inicio de una vieja batalla académica iniciada hace más de dos milenios, es también la constatación sobre los límites de una sociedad para establecer consensos entre opinión, conocimiento y punto de vista. Doxa, episteme y gnosis son maltratadas para que la perspectiva mute hacia derroteros relativistas o fantasiosos que acaban alejándose de cualquier relación con la realidad consensuada.

El historiador de Yale y ensayista Timothy Snyder, estudioso del populismo en Europa y Estados Unidos, publicaba el 9 de enero un artículo en el New York Times cuyo título no deja lugar a dudas: El abismo americano. Trump insistió en que iban a robarle las elecciones meses antes de que se celebraran, aumentó la apuesta tras los malos resultados y comprobó, con el resto de nosotros, hasta qué punto sus fanáticos están dispuestos a seguir la falacia:

«La gente le creyó, lo que no debería sorprender. Se requiere una enorme cantidad de trabajo para mostrar a la ciudadanía cómo resistir la poderosa atracción de creer lo que ya creen, o lo que otros a su alrededor creen, o lo que tendría sentido según sus decisiones anteriores».

La antesala del fanatismo

A nadie le gusta perder, sobre todo a los malos perdedores con patologías del comportamiento de tamaño catedralicio. Snyder recurre a Platón y a Aristóteles para que el lector tome aire (y, de paso, cierta perspectiva; Snyder ha estudiado fenómenos como lo que el filósofo griego tildó de «oclocracia», o gobierno de la muchedumbre):

«Platón señaló una amenaza particular para los tiranos: que al final estarían rodeados de siervos y aduladores. A Aristóteles le preocupaba que, en una democracia, un demagogo rico y talentoso pudiera dominar con demasiada facilidad las mentes de la población».

Conscientes de estos y otros riesgos, los redactores de la Constitución [estadounidense] instituyeron un sistema de controles y equilibrios. El objetivo no era simplemente asegurar que ningún órgano del gobierno dominara a los demás, sino también instituir en las instituciones puntos de vista dispares».

Pero el problema no radica únicamente en el delirio de un aprendiz de tirano, sino en la ausencia de responsabilidad de quienes sacrificaron el propio sentido de la realidad (la «epistemología» de nuestro tiempo) escudados en cálculos mezquinos sobre el control coyuntural del poder. El precio a pagar es, según Snyder, demasiado elevado: la amenaza de ruina del propio sistema democrático estadounidense.

El propio partido republicano estadounidense parece haber perdido el sentido de la realidad, o así ocurrió hasta que el 6 de enero se materializó la división entre quienes abandonaron el intento de Trump de insistir en la falacia de las irregularidades electorales masivas, y un grupo de congresistas beligerantes que mantuvieron su apoyo pese a la tensión creciente que culminó en el asalto al Capitolio. Este último grupo, según Snyder, está dispuesto a dilapidar el sistema y crear un nuevo régimen menos preocupado en su legitimidad que en mantener el poder.

El nerviosismo de los socios europeos es, por tanto, justificado, sobre todo si tenemos en cuenta —recuerda el académico de Oxford Leonardo Carella— que buena parte del embrollo social político e informativo en que se encuentra Estados Unidos se manifiesta de un modo similar en varios países europeos.

Redes sociales y opinión pública

Estados Unidos ha tenido que asomarse al abismo para que las redes sociales estadounidenses reconozcan su labor editorial.

El 11 de enero, un ejecutivo de Facebook respondía así a un periodista en Twitter:

«No somos neutrales. Ninguna plataforma es neutral, todas tenemos valores y esos valores influyen sobre las decisiones que llevamos a cabo. Tratamos de ser apolíticas, pero es algo cada vez más difícil, particularmente en Estados Unidos donde el público está cada vez más polarizado».

Lectura cínica: líos como la Primavera Árabe o las tensiones geopolíticas ajenas (Hong Kong, Brexit, referéndum catalán, gillets jaunes, etc.) no demandan posicionamiento ni gestión alguna, mientras el mismo fenómeno obliga en casa a mirarse al espejo, sobre todo cuando el partido que perdió las elecciones en 2016 tras una falsa polémica amplificada en las redes sociales se encargará de escrutar las comisiones antimonopolio sobre las empresas tecnológicas.

Sin el control demócrata del Congreso bicameral de Estados Unidos, ¿habrían llegado Facebook, Alphabet y Twitter a decisiones análogas a las de los últimos días? O expresado por el vloguero Hank Green:

«Última hora: Zuckerberg averigua que las dos cámaras del Congreso estarán controladas por los demócratas y, como buen oligarca, abandona inmediatamente a su patrón anterior».

Si Karl Popper levantara la cabeza

¿Cómo afecta la emergencia de nuestra presencia en la Red en nuestra percepción del conocimiento que adquirimos a partir de terceros en quienes confiamos (doxa), aquella información que reconocemos de primera mano (episteme) y el conocimiento que afianzamos a partir de nuestras circunstancias y lugar en el mundo (gnosis)?

La lectura de Timothy Snyder sobre los hechos del Capitolio no dista mucho sobre las reflexiones de dos pensadores de origen centroeuropeo, Hannah Arendt y Karl Popper, con respecto a la erosión entre lo que es verdadero y falso en una opinión pública, primer síntoma del riesgo de deriva hacia un régimen totalitario donde el fin justifique los medios. Según Snyder:

«Posverdad es pre-fascismo, y Trump ha sido nuestro presidente de la posverdad. Cuando la verdad deja de importarnos, concedemos el poder a quienes tienen la riqueza y el carisma para crear espectáculo en su lugar. Sin consenso sobre los hechos esenciales, los ciudadanos no pueden formar la sociedad civil que les permitiría defenderse a sí mismos».

Snyder explica en su artículo lo que es para Karl Popper una sociedad abierta, quizá el único antídoto serio a largo plazo contra el riesgo de derivas tiránicas, que demanda, sin embargo, una renovación periódica, una prensa libre y una ciudadanía dispuesta a estar a la altura de las circunstancias.

Todos intuimos, sin embargo, que el racionalismo crítico de Karl Popper importa poco o nada a quien se conforma con los réditos propios de aduladores, sicofantes y oportunistas de distinto pelo. Bastante cuesta llegar a fin de mes y mantener un cierto decoro y cordura durante contextos como el actual, dirán otros. Para Timothy Snyder:

«La posverdad erosiona el Estado de Derecho e invita a un régimen basado en mitos».

Supervivencia de una sociedad abierta

El desprestigio de la prensa, la desaparición de la prensa local (especialmente implantada en Estados Unidos en la II mitad del siglo XX) y el auge de fenómenos como las redes sociales, las tertulias radiofónicas y la televisión por cable (desde Fox a la red de televisiones locales Sinclair) han creado en unos años el equivalente a una realidad paralela.

La manipulación moderna de la realidad («el tejido de la factualidad», según Hannah Arendt) sitúa a la sociedad contemporánea en el diván y obliga a instaurar mecanismos que compatibilicen el ocio personalizado de nuestra era con un periodismo que no olvide ni los escrúpulos ni las diferencias sutiles, pero existentes, entre doxa, episteme y gnosis.

Opinión, hechos y punto de vista pueden coexistir si existe una responsabilidad. Cuando se trataba de garantizar la viabilidad de la sociedad abierta, Karl Popper no creía en la autorregulación y consideraba necesaria la existencia de órganos apolíticos de supervisión.

La crisis epistemológica en la que nos hemos adentrado es una crisis del sistema que puede acentuarse con malos actores; la deriva populista de Estados Unidos y el comportamiento de Donald Trump en la presidencia parecen un caso de libro para ilustrar hasta qué punto una sociedad abierta depende de consensos esenciales sobre qué es doxa, episteme y gnosis en una sociedad, sobre lo que depende de la plaza pública y lo que no debería abandonar el ámbito doméstico, religioso, etc.

En Estados Unidos, el carácter garantista de la primera enmienda convierte a las principales empresas de Internet, a través de las cuales se comunica e informa el público, en editoriales a su pesar, así como en garantes de la salud y el vigor del debate público. El estado deplorable del discurso polarizado e irreconciliable en la opinión pública demuestra que las redes sociales han antepuesto sus intereses (beneficios económicos) al interés general y la responsabilidad editorial.

Los veinte años de Wikipedia

La palabra «regulación» es tabú en Estados Unidos, país que, al mismo tiempo, ha permitido la irrupción del fundamentalismo religioso y el crimen organizado en su Administración. En los próximos cuatro años, las redes sociales tratarán de «autorregular» el lío en que nos han metido censurando a usuarios y perfiles incendiarios, sin afrontar el problema esencial hasta ahora: el intento de eludir la responsabilidad de lucrarse con contenido tóxico, en lugar de actuar como responsables editoriales y evitar que el contenido se amplifique.

Una legislación estadounidense de 1996, auténtica obra maestra de «letra pequeña» legislativa en el interior de la Communications Decency Act, ha permitido a las redes sociales escurrir el bulto hasta ahora. Se trata de la Section 230, que otorga inmunidad a los proveedores que difunden información de terceros a través de «servicios interactivos por ordenador», sin importar la magnitud del disparate difundido.

Quienes se rasgan las vestiduras cuando oyen hablar de regulación de la libertad de expresión, deberían analizar qué ha ocurrido en el debate público en los últimos tiempos y por qué.

Quienes argumentan que evitar la polarización y la toxicidad informativa, así como evitar la difusión de teorías delirantes que ponen en riesgo el propio sistema institucional y de valores, son tareas imposibles en un entorno de contenido creado por usuarios, deberían echar un vistazo a servicios como Wikipedia. No es cuestión de recurrir a falsas equivalencias, sino de evidenciar que existen otros modelos donde escrúpulos y viabilidad son compatibles.

Wikipedia cumple, por cierto, 20 años. Si no estás oyendo hablar sobre este servicio en el florecimiento del proto-fascismo para captar a desesperados que se extiende por la Red en la última década, ello se debe en parte a la ausencia de conflicto en este servicio entre maximización de beneficios e interés general.

Cuando no todo vale, ni siquiera los charlatanes más tóxicos pueden florecer.